EL ZOOLÓGICO DE DIOS II
DE PABLO URBANYI:
EL FIN DE LAS UTOPÍAS Y LA ERRANCIA DESENCANTADA
Pablo Urbanyi, escritor argentino de origen húngaro radicado en Canadá, quien para los latinoamericanos y el lector francés de Les Langues néo-latines no es ningún desconocido, publicó en 2010 una ambiciosa novela titulada El zoológico de Dios II (Catálogos, Buenos Aires). Este texto viene a ser la continuación de El zoológico de Dios (publicado en 2006 por la misma editorial). Recordemos brevemente, antes de todo análisis, el sentido metafórico del título, directamente inspirado en una frase sentenciosa húngara, equivalente de la muy castiza «viña del señor», en que abunda, como bien se sabe, una fauna humana de gran heterogeneidad. Es por lo tanto, como ya puede intuirse, más allá de la aventura singular del protagonista, una mirada desprejuiciada sobre el vasto mundo, a la vez benevolente y lúcida, pragmática y abierta a los sueños más alocados, las extravagancias y fantasías, las caídas y los renacimienos, la que nos va a brindar esta cautivadora novela de 437 páginas.
En El zoológico de Dios II se compagina el placer del reconocimiento con el del descubrimiento. Del reconocimiento, pues ahí encontramos de nuevo al joven Fénix, rodeado de una legión de personajes truculentos -entre los cuales figura la caótica pareja conformada por sus padres, Ladislao y Esther-, o entrañables. Este es el caso de la inolvidable Judit, a la vez criada, madre sustituta y primer amor del chiquillo en El zoológico, cuyo recuerdo habita de modo obsesivo y contribuye a iluminar, más allá de la muerte, las páginas a veces amargas de El zoológico II.
De placer del descubrimiento hemos hablado. A la evocación de la infancia de Fénix sucede en efecto la de la adolescencia, con sus inquietudes y búsquedas desordenadas, sus desasosiegos amorosos, seguida por la de la edad adulta, con sus conquistas a menudo vanas, sus falsas certidumbres, sus frustraciones, sus tenaces desilusiones. Nuevos espacios se abren igualmente ante nosotros: la Europa de la Segunda Guerra Mundial desaparece paulatinamente, hasta no ser más que un mal recuerdo, eclipsado por la presencia de una América de sabor falsamente paradisíaco: en adelante es en la Argentina -en una población llamada Longchamps, a unos veinticinco kilómetros de Buenos Aires- donde la familia de Fénix optará por residir y donde este último, a su turno, decidirá, no sin dificultades, instalar su hogar. A esta primera migración se agregará una segunda, en las páginas postreras de la novela, símbolo de la infinita errancia del sujeto posmoderno: la Argentina de los años 70, de la dictadura resultante del segundo peronismo, del «terror» tanto político como económico -desmanes, desapariciones sospechosas, inflación devastadora-, será finalmente abandonada por Canadá. Por «el país de la nieve», por ese «Norte» teóricamente prometedor, que resultará generador de depresión, melancolía, e inducirá al personaje protagónico a refugiarse cada vez más abiertamente en el alcohol. Esta otra América, lo mismo que la primera, distará mucho de estar a la altura del mito del Nuevo Mundo.
El zoológico II participa de la novela de la memoria, de la saga familiar -un entramado de recuerdos, vivencias, balances existenciales, reflexiones filosóficas-, tan del gusto de la literatura latinoamericana contemporánea. (Tal vez no sea ocioso recordar que el Premio Rómulo Gallegos 90 vino a galardonar la novela, de sugestivo título, Santo Oficio de la memoria, del argentino Mempo Giardinelli.) Novela de aprendizaje retrospectivo, El zoológico II se diferencia de otros textos de idéntica filiación por el tratamiento frontal y desprovisto de falso pudor deparado al tema de la sexualidad, que hasta podría considerarse como su objeto principal. El relato, sobre el cual planea la sombra de Nabokov y de la tradición popular húngara, actualmente postergada, está animado por una inspiración rabelaisiana rica en toda clase de audacias. De la cultura popular El zoológico II toma la pujante viveza de la narración, la riqueza metafórica, el humor desacralizador, el juego paródico con el estereotipo, tan eficaces en las escenas eróticas que ponen en escena el cuerpo en todos sus estados, mofándose con desenfado y crudeza de los tabúes más arraigados. Ni el lector más acartonado puede sustraerse de la risa… y de una inevitable reflexión sobre la omnipotencia de la pulsión sexual y su hipócrita, su conformista administración por la sociedad occidental. Es imposible olvidarse, entre tantas escenas jocosas (las del «banquero cafishio», de «Margarita y el Wu», o de «mi reino por un calzoncillo»), de los notables capítulos 16, 17, 18, relativos a los extravagantes anhelos y experimentos eróticos del joven Fénix con las prostitutas uruguayas. (Prostitutas, por lo demás, flageladas por la miseria, como lo revelan algunos detalles sórdidos, en ese Uruguay falsamente edénico con pretensiones de «Suiza del Sur».)
Cuanto más avanza la novela, más nítidamente se perfila la verdadera función (o, mejor dicho, una de las razones de ser) de la temática sexual. El erotismo resulta en adelante inseparable de las modas, de la cultura del momento (marcada por el cine, la literatura, la ideología), de las mentalidades. En resumen, inseparable del contexto social, cuyo carácter determinante es subrayado por la instancia narrativa. En la segunda parte de la novela, el erotismo aparece como directamente atravesado, e incluso como insidiosamente amoldado, impactado, por intempestivas relaciones de clase que perturban el juego amoroso. Fuente inconsciente de malentendidos entre los enamorados, de complejos de inferioridad, de dificultad para dialogar verdaderamente, dichas relaciones de clase no dejan de confirmar su presión. El amor no escapa de las relaciones de fuerza engendradas por las diferencias sociales. Paralelamente, se acentúa en la novela el papel del dinero, dando pie a jocosos y agudos análisis sobre la sociedad capitalista -específicamente el mundo de los negocios, cuya negrura recuerda por momentos las rabiosas diatribas arltianas y onettianas contra los comerciantes-. Así, la descripción de las relaciones profesionales entre Abraham Goldenberg, comerciante judío, a la vez benevolente, solidario, codicioso, taimado, entrañable, y su empleado Fénix Jacobowicz, que tanto le debe -y cuyo posible origen judaico se encuentra bruscamente puesto de relieve-, constituye un episodio particularmente revelador de la novela. Ningún personaje, cualquiera que sea su comunidad de origen, se libra del poder corruptor del dinero.
La vida amorosa se debilita, corroída por el peso de la existencia cotidiana. Una existencia deteriorada, en medio de una Argentina asolada por la crisis económica, donde el emblemático desmoronamiento, grotesco y dramático a la vez, de ciertas «chimeneas de fábrica» otrora arrogantes -las del aristocrático Señor Driskius- señala las inocultables fisuras del capitalismo. Y quizás, también, la vacuidad de toda noción de progreso, de todo pensamiento utópico. Las grandes referencias ideológicas de la juventud de Fénix -marxismo, lucha de clases, compromiso- parecen definitivamente repudiadas, no sin cierta amargura, en nombre de una novedosa exigencia de autenticidad, opuesta a las borreguiles exaltaciones de antaño. En cuanto a la curiosidad infinita del deseo, la inventividad creadora de los cuerpos enamorados, la desenfadada vitalidad de la juventud, las sofisticaciones eróticas, dejan lugar poco a poco a la infidelidad, la impureza del mundo y de los corazones, las traiciones ordinarias, la indiferencia, la estéril repetición. Quizás sólo la imaginación -simbolizada por el soñador deambular, a través de «remotas galaxias», de un Fénix solitario y errante-, y la literatura, pese a sus mentiras, sean capaces de atenuar el punzante dolor ligado a la condición humana. Así se cierra, melancólicamente, ese truculento «zoológico» devastado por el inexcusable transcurrir del tiempo, cuya dimensión autobiográfica, conmovedora, no se le habrá escapado al lector.
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