viernes

JORGE MANRIQUE (1440 – 1479)




COPLAS POR LA MUERTE DE SU PADRE
Recuerde el alma dormida,         
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte             
tan callando,
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,            
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

Pues si vemos lo presente
cómo en un punto se es ido
y acabado,                          
si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.
No se engañe nadie, no,
pensando que ha de durar            
lo que espera,
más que duró lo que vio
porque todo ha de pasar
por tal manera.

Nuestras vidas son los ríos       
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;                         
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos,
y llegados, son iguales
los que viven por sus manos         
y los ricos.

Invocación:

Dejo las invocaciones
de los famosos poetas
y oradores;
no curo de sus ficciones,           
que traen yerbas secretas
sus sabores;
A aquél sólo me encomiendo,
aquél sólo invoco yo
de verdad,                         
que en este mundo viviendo
el mundo no conoció
su deidad.

Este mundo es el camino
para el otro, que es morada         
sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.
Partimos cuando nacemos,            
andamos mientras vivimos,
y llegamos
al tiempo que fenecemos;
así que cuando morimos
descansamos.                        

Este mundo bueno fue
si bien usáramos de él
como debemos,
porque, según nuestra fe,
es para ganar aquél                 
que atendemos.
Aun aquel hijo de Dios,
para subirnos al cielo
descendió
a nacer acá entre nos,             
y a vivir en este suelo
do murió.

Ved de cuán poco valor
son las cosas tras que andamos
y corremos,                         
que en este mundo traidor,
aun primero que muramos
las perdamos:
de ellas deshace la edad,
de ellas casos desastrados         
que acaecen,
de ellas, por su calidad,
en los más altos estados
desfallecen.

Decidme: la hermosura,            
la gentil frescura y tez
de la cara,
el color y la blancura,
cuando viene la vejez,
¿cuál se para?                      
Las mañas y ligereza
y la fuerza corporal
de juventud,
todo se torna graveza
cuando llega al arrabal             
de senectud.

Pues la sangre de los godos,
y el linaje y la nobleza
tan crecida,
¡por cuántas vías y modos           
se pierde su gran alteza            
en esta vida!
Unos, por poco valer,
¡por cuán bajos y abatidos
que los tienen!                     
otros que, por no tener,            
con oficios no debidos
se mantienen.

Los estados y riqueza
que nos dejan a deshora,            
¿quién lo duda?                  
no les pidamos firmeza,
pues son de una señora
que se muda.
Que bienes son de Fortuna          
que revuelven con su rueda          
presurosa,
la cual no puede ser una
ni estar estable ni queda
en una cosa.                        

Pero digo que acompañen             
y lleguen hasta la huesa
con su dueño:
por eso nos engañen,
pues se va la vida apriesa         
como sueño;                     
y los deleites de acá
son, en que nos deleitamos,
temporales,
y los tormentos de allá,           
que por ellos esperamos,             
eternales.

Los placeres y dulzores
de esta vida trabajada
que tenemos,                       
no son sino corredores,             
y la muerte, la celada
en que caemos.
No mirando nuestro daño,
corremos a rienda suelta            
sin parar;                      
desque vemos el engaño
y queremos dar la vuelta,
no hay lugar.

Si fuese en nuestro poder        
hacer la cara hermosa               
corporal,
como podemos hacer
el alma tan glorïosa,
angelical,                          
¡qué diligencia tan viva            
tuviéramos toda hora,
y tan presta,
en componer la cativa,
dejándonos la señora               
descompuesta!                   

Esos reyes poderosos
que vemos por escrituras
ya pasadas,
por casos tristes, llorosos,        
fueron sus buenas venturas          
trastornadas;
así que no hay cosa fuerte,
que a papas y emperadores
y prelados,                         
así los trata la muerte             
como a los pobres pastores
de ganados.

Dejemos a los troyanos,
que sus males no los vimos          
ni sus glorias;
dejemos a los romanos,
aunque oímos y leímos
sus historias.
No curemos de saber                 
lo de aquel siglo pasado
qué fue de ello;
vengamos a lo de ayer,
que también es olvidado
como aquello.                      

¿Qué se hizo el rey don Juan?
Los infantes de Aragón
¿qué se hicieron?
¿Qué fue de tanto galán,
qué fue de tanta invención          
como trajeron?
Las justas y los torneos,
paramentos, bordaduras
y cimeras,
¿fueron sino devaneos?              
¿qué fueron sino verduras
de las eras?

¿Qué se hicieron las damas,
sus tocados, sus vestidos,
sus olores?                          
¿Qué se hicieron las llamas         
de los fuegos encendidos
de amadores?
¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas              
que tañían?
¿Qué se hizo aquel danzar,
aquellas ropas chapadas
que traían?

Pues el otro, su heredero,        
don Enrique, ¡qué poderes
alcanzaba!
¡Cuán blando, cuán halaguero
el mundo con sus placeres
se le daba!                        
Mas verás cuán enemigo,
cuán contrario, cuán cruel
se le mostró;
habiéndole sido amigo,
¡cuán poco duró con él              
lo que le dio!

Las dádivas desmedidas,
los edificios reales
llenos de oro,
las vajillas tan febridas,          
los enriques y reales
del tesoro;
los jaeces, los caballos
de sus gentes y atavíos
tan sobrados,                       
¿dónde iremos a buscallos?
¿qué fueron sino rocíos
de los prados?

Pues su hermano el inocente,
que en su vida sucesor              
se llamó,
¡qué corte tan excelente
tuvo y cuánto gran señor
le siguió!
Mas, como fuese mortal,             
metióle la muerte luego
en su fragua.
¡Oh, juïcio divinal,
cuando más ardía el fuego,
echaste agua!                       

Pues aquel gran Condestable,
maestre que conocimos
tan privado,
no cumple que de él se hable,       
sino sólo que lo vimos              
degollado.
Sus infinitos tesoros,
sus villas y sus lugares,
su mandar,
¿qué le fueron sino lloros?         
¿Qué fueron sino pesares
al dejar?

Y los otros dos hermanos,
maestres tan prosperados
como reyes,                         
que a los grandes y medianos
trajeron tan sojuzgados
a sus leyes;
aquella prosperidad
que tan alta fue subida             
y ensalzada,
¿qué fue sino claridad
que cuando más encendida
fue amatada?

Tantos duques excelentes,         
tantos marqueses y condes
y varones
como vimos tan potentes,
di, muerte, ¿dó los escondes
y traspones?                       
Y las sus claras hazañas
que hicieron en las guerras
y en las paces,
cuando tú, cruda, te ensañas,
con tu fuerza las atierras         
y deshaces.

Las huestes innumerables,
los pendones, estandartes
y banderas,
los castillos impugnables,          
los muros y baluartes
y barreras,
la cava honda, chapada,
o cualquier otro reparo,
¿qué aprovecha?                    
que si tú vienes airada,
todo lo pasas de claro
con tu flecha.

Aquél de buenos abrigo,
amado por virtuoso                  
de la gente,
el maestre don Rodrigo
Manrique, tanto famoso
y tan valiente;
sus hechos grandes y claros         
no cumple que los alabe,
pues los vieron,  
ni los quiero hacer caros
pues que el mundo todo sabe
cuáles fueron.                      

Amigo de sus amigos,
¡qué señor para criados
y parientes!
¡Qué enemigo de enemigos!
¡Qué maestro de esforzados          
y valientes!
¡Qué seso para discretos!
¡Qué gracia para donosos!
¡Qué razón!
¡Cuán benigno a los sujetos!       
¡A los bravos y dañosos,
qué león!

En ventura Octaviano;
Julio César en vencer
y batallar;                         
en la virtud, Africano;
Aníbal en el saber
y trabajar;
en la bondad, un Trajano;
Tito en liberalidad                 
con alegría;
en su brazo, Aureliano;
Marco Tulio en la verdad
que prometía.

Antonio Pío en clemencia;         
Marco Aurelio en igualdad
del semblante;
Adriano en elocuencia;
Teodosio en humanidad
y buen talante;                     
Aurelio Alejandro fue
en disciplina y rigor
de la guerra;
un Constantino en la fe,
Camilo en el gran amor               
de su tierra.

No dejó grandes tesoros,
ni alcanzó muchas riquezas
ni vajillas;
mas hizo guerra a los moros,        
ganando sus fortalezas
y sus villas;
y en las lides que venció,
muchos moros y caballos
se perdieron;                      
y en este oficio ganó
las rentas y los vasallos
que le dieron.

Pues por su honra y estado,
en otros tiempos pasados,           
¿cómo se hubo?
Quedando desamparado,
con hermanos y criados
se sostuvo.
Después que hechos famosos          
hizo en esta misma guerra
que hacía,
hizo tratos tan honrosos
que le dieron aún más tierra
que tenía.                          

Estas sus viejas historias
que con su brazo pintó
en juventud,
con otras nuevas victorias
ahora las renovó                    
en senectud.
Por su grande habilidad,
por méritos y ancianía
bien gastada,
alcanzó la dignidad                
de la gran Caballería
de la Espada.

Y sus villas y sus tierras
ocupadas de tiranos
las halló;                         
mas por cercos y por guerras
y por fuerza de sus manos
las cobró.
Pues nuestro rey natural,
si de las obras que obró            
fue servido,
dígalo el de Portugal
y en Castilla quien siguió
su partido.
                                
Después de puesta la vida         
tantas veces por su ley
al tablero;
después de tan bien servida
la corona de su rey
verdadero:                         
después de tanta hazaña
a que no puede bastar
cuenta cierta,
en la su villa de Ocaña
vino la muerte a llamar              
a su puerta,

diciendo: «Buen caballero,
dejad el mundo engañoso
y su halago;
vuestro corazón de acero,           
muestre su esfuerzo famoso
en este trago;
y pues de vida y salud
hicisteis tan poca cuenta
por la fama,                         
esfuércese la virtud
para sufrir esta afrenta
que os llama.

No se os haga tan amarga
la batalla temerosa                
que esperáis,
pues otra vida más larga
de la fama glorïosa
acá dejáis,
(aunque esta vida de honor          
tampoco no es eternal
ni verdadera);
mas, con todo, es muy mejor
que la otra temporal
perecedera.                        

El vivir que es perdurable
no se gana con estados
mundanales,
ni con vida deleitable
en que moran los pecados           
infernales;
mas los buenos religiosos
gánanlo con oraciones
y con lloros;
los caballeros famosos,             
con trabajos y aflicciones
contra moros.

Y pues vos, claro varón,
tanta sangre derramasteis
de paganos,                         
esperad el galardón
que en este mundo ganasteis
por las manos;
y con esta confianza
y con la fe tan entera             
que tenéis,
partid con buena esperanza,
que esta otra vida tercera
ganaréis.»

«No tengamos tiempo ya            
en esta vida mezquina
por tal modo,
que mi voluntad está
conforme con la divina
para todo;                          
y consiento en mi morir
con voluntad placentera,
clara y pura,
que querer hombre vivir
cuando Dios quiere que muera       
es locura.

Oración:

Tú, que por nuestra maldad,
tomaste forma servil
y bajo nombre;
tú, que a tu divinidad              
juntaste cosa tan vil
como es el hombre;
tú, que tan grandes tormentos
sufriste sin resistencia
en tu persona,                     
no por mis merecimientos,
mas por tu sola clemencia
me perdona.»

Fin:

Así, con tal entender,
todos sentidos humanos              
conservados,
cercado de su mujer
y de sus hijos y hermanos
y criados,
dio el alma a quien se la dio       
(en cual la dio en el cielo
en su gloria),
que aunque la vida perdió
dejónos harto consuelo
su memoria.                         


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