martes
MORIR CON APARICIO
HUGO GIOVANETTI VIOLA
SEXTA ENTREGA
EL ECLIPSE (4)
Una de las mañanas que estuvimos conchabados en Laguna del Diario yo me había tirado en el porche del chalé cuando de golpe sentí volar la punta de un chiflido que se metía al jardín como un hilo dorado. “Hola Padre” le dije levantándome. Era la primera vez que venía a vernos después de la segunda operación, pero él me saludó como si yo pudiera verlo y entonces salí corriendo a la cocina a avisarle a mamá. Esa tarde estuvimos charlando hasta que empezó el fresco, todos sentados en el porche del chalé menos papá, y el padre Jorge nos contó primero la historia de la catedral de Maldonado -desde que la mandaron levantar los reyes españoles, prometiéndonos una Virgen milagrera- hasta que la invasión de los ingleses la volvió fortaleza. Recién a fin de siglo el Padre Podestá pudo terminarla del todo. Entonces encalló el Santander aquí frente a la isla, y el capitán convenció a los marineros de que no se tiraran al agua y que le prometieran a la Virgen del Carmen (la patrona del barco) colocarla en la iglesia de más cerca, si se salvaban. Pero los barcos de Lussich la desembarcaron en Montevideo, y al final el marqués dueño del Santander mandó que la llevaran de vuelta para España.”
“Hasta que un 24 de octubre de 1896 los fernandinos salen a la calle para recibir a la Virgen del Carmen” dijo el Padre cebando el primer mate: “Como lo quisieron el Señor, el mar y nuestro pueblo representado en el Padre Podestá, que desenterró la promesa olvidada de los reyes y le escribió al Ministro uruguayo en España -don Juan Zorrilla de San Martín- para que intercediera frente al Marqués de Comillas. La peregrinación por mar que la trajo desde Montevideo estaba integrada por el vapor Cacique y la cañonera Artigas y esa tarde la plaza fernandina fue víctima de un contramilagro, como contaba mi tío Lucas. Claro que en ese entonces ni teníamos idea de lo que podía ser el impresionismo, te imaginarás me contaba tío Lucas ya muy viejo, masticando una pipa apagada que compró en Cogolin: Aunque mi compinche Sabino Regusci ya dibujaba con unas deformaciones perfectamente postimpresionistas. Y era inventor, músico y peluquero (porque una vez que Napoleón Regusci -su padre, el peluquero de San Carlos- lo echó de la casa por revolucionario Sabino se cambió de apellido, puso una peluquería enfrente sin haberle cortado jamás el pelo a nadie y lo fundió en tres meses hasta forzar la reconciliación). Bueno, y la tarde del contramilagro íbamos los dos solos a caballos bastante más adelante que el resto de los carolinos que se dignaron a bajar (en aquel tiempo carolinos y fernandinos rivalizábamos hasta en los templos, por más que los diarios galantes como El conciliador no dijeran lo mismo) cuando aquella visión de la plaza fernandina nos obligó a gritar al mismo tiempo:“Esto habría que pintarlo a cielo abierto”. Y entonces apareció ella decía tío Lucas entornando los ojos: Era un Monet, Dios mío. Pero eso lo supe recién en París corriendo el año veintipico, cuando nos encontrábamos todas las tardes en el Jardin du Luxembourg con un gringo grandote que yo veía escribir en los cafés, los dos muertos de hambre -se nos notaba por la forma de mirar las palomas- y él devoraba su Cézanne y yo mi dama etérea. Sí, Carolina Tomillo fue el Monet que bajó del coupé color damasco flotando bajo unos tules que ni la capelina ni la sombrilla dejaron incendiarse. Justo adelante nuestro. Y entonces tuvo que darse vuelta un momento (ella, la más hermosa y copetuda muchacha fernandina) para poner los ojos en Sabino Regusci. Se sostuvieron la mirada hasta que una ex-esclava arrastró a la muchacha mientras le parecía advertir con ojos desbocados la prohibición de aquel fruto montesco. ¿Y cuál sombra tachonada de pétalos de acacia escuchó suspirar a Carolina cuando se recitó en lo ajeno de sí misma el “Prodigiosa fuerza del amor en mí, tener que amar a un odiado enemigo”? Y contaba tío Lucas que después arreció el contramilagro. Porque la plaza se oscureció de golpe mientras sombreros y sombrillas besaban el polvo y hubo que hasta correr atropelladamente cuando los goterones y el olor del mar anunciaron el final de la fiesta, ya que la Virgen náufraga (como se la llamaba) no iba a poder desembarcar a tiempo. Ellos ataron los caballos y se metieron en un despacho de bebidas donde en otro momento los hubieran mirado de reojo, a no ser por el miedo inconfesado que ultrajaba el orgullo de los fernandinos. Entonces fue que apareció un gigante con el pelo y la barba color azafrán, parado sobre un carro y latigueando una recua de mulas bajo el aguacero. Y aquel Cristo Amarillo, como le decían ellos me contaba tío Lucas recorrió la plaza por puerta desde el despacho de bebidas hasta el mismo altar gritándonos a todos que solamente aquellos que la pudieran ver en el vientre frutal de todas las mujeres, salvarían a la Virgen del segundo naufragio. Y la lluvia llenó los ojos de Sabino”.
“Aquella noche la pasamos en Punta Ballena seguía tío Lucas revoleando la pipa con el único brazo que le quedó de la guerra del 4: Nos sucucharon dos carolinos que trabajaban en la chacra donde se habían conchabado algunos náufragos del Santander. Y allí Sabino escuchó predicar por primera vez a aquel Cristo Amarillo que tomaba más vino que toda la peonada junta -aunque nos los dejaba eructar ni bostezar en público cuando se hablaba de Nuestra Señora. Yo me dormí enseguida, confieso, y entre sueños escuché la oración estrenada esa noche por los náufragos: Oh Madre y Reina celestial que oíste piadosa los deseos de los reyes españoles y prodigiosamente quisiste establecer tu morada en esta ciudad de Maldonado Extiende ahora sobre nosotros tu manto protector Sigue derramando sobre nuestras almas pecadoras la ternura de tu bondad Conserva nuestra fe Aparte de nosotros la corrupción de las costumbres que amenaza arrastrar al mundo a una total ruina Bendice nuestras empresas Acompáñanos en las luchas espirituales y después de nuestra muerte llévamos Madre a la patria celestial Amén. Y hay un recuerdo más de aquella madrugada decía Lucas entornando los ojos como frente a una tela: Fue al amanecer. Me parece estar viéndolos en la puerta del rancho pasándose el mate y discutiendo recortados contra la brasa madre que ya empezaba despuntar (Sabino no era bajo pero el astrónomo medía dos metros): uno decía que el sol era una estrella y que por lo tanto estaba condenado a apagarse, y otro que él no creía en esas bobadas. Pero más tarde, en la ronda del mate mañanero mi compinche tenía una palidez idéntica a la de un buzo, mientras que el sueco parecía arrepentido. Ese mismo 25, sin embargo, después de terminada la procesión (y colocada la Virgen en el altar) Sabino resucitó fervientemente sobre un banco de la iglesia que conseguimos a empujones justo detrás de los Tomillo. Se rezaba la oración a la Virgen, y algo me hizo temblar cuando noté que él empezó a cambiar las primeras palabras. Oh infanta y reina mía rezó Sabino bajo el perfume colgante de la muchacha que oíste piadosamente los deseos del sediento y prodigiosamente quisiste levantar tu belleza en esta ciudad de Maldonado Extiende ahora sobre mi sombra tu temblor luminoso Sigue derramando contra mi espanto pecador la ternura de tu silencio Conserva mi fe Bendice mi locura Acompáñame en la propagación de lo sagrado y después de nuestra muerte llévanos a la humanidad del sol eterno Amén. Pero jamás hubiésemos podido saber si carolina escuchó la plegaria (porque la muchacha ni se animó a mirar a mi compinche mientras era arrastrada a la salida por la nodriza de los ojos locos) si Sabino no se hubiese obstinado aquella noche mismo en averiguar cómo podía llegarse a la mansión de los Tomillo. Tuvimos que agarrarnos a trompadas con todos los borrachos que piropearon obscenamente a Carolina antes de señalarnos la dirección de Suelo Santo para poder montar medio deshechos y encontrar un camino de eucaliptos donde el viento arrastraba polvaredas de plata. Cuando llegamos a la quinta mi compinche se bajó del caballo y antes de que alcanzara los portones una gasa surgió desde la sombra, le dejó algo en la mano y volvió a tal velocidad que la luna quedó rebrillando entre el polvo. Era una capelina. Sabino se la llevó para San Carlos junto con aquel pensamiento perfumado y azul (me refiero a esa flor de terciopelo) que ella plantó en su mano para siempre bajo el himno ventoso de los eucaliptus”.
“Al poco tiempo Sabino se conchabó en la chacra de Punta Ballena” siguió contando el Padre Jorge después de haber parado un poco para comerse un pastel: “Pero tío Lucas ya no lo siguió. La próxima vez que se vieron habían pasado dos o tres meses y en Maldonado circulaban historias terroríficas acerca de una luz ensombrerada que langosteaba entre Punta Ballena y Suelo Santo. Nos encontramos en la chacra misma me contaba tío Lucas levantando la pipa hacia la lejanía: Por ese entonces mi compinche ya era algo así como una especie de lugarteniente del Cristo Amarillo, lo acompañaba en los sermones con una quena de caña tacuara y una preciosa guitarra nacarada que compró en un remate, me acuerdo, y hasta hacía equilibrismo en lo alto de los eucaliptos -y el gigante soltaba lagrimones dorados que oscurecían su barba misteriosamente. Bueno, y aquella noche hubo un fogón donde el Cristo contó la historia de una famosa equilibrista sueca llamada Elvira Madigan, y al final mi compinche sacó el tema de la maldita luz ensombrerada. “Tch: los fantasma sólo existen aquí” dijo el Cristo tocándose la frente: “Lo demás son disfraces”. Y entonces yo (que ya me había bajado como un litro del tinto espeso y aterciopelado que hacían los mismos náufragos) desafié a aquel fantasma. “Te apuesto que esta noche lo baleo, si aparece” grité como un imbécil. “Mejor no apuestes, Lucas. Podés hacerte arriba” me advirtió mi compinche. Pero a mí me dio bronca y ahí nomás monté el zaino y recorrí al galope el camino sin luna que iba hasta Suelo Santo. Me parece que fue por nostalgia (o tal vez algo más) que elegí colocarme frente al portón de Carolina. Unas horas más tarde, cuando el revólver ya no me temblaba vi zigzaguear la luz entre los árboles. No pude razonar ni rezar ni tirar mientras aquel blancor con capelina langosteaba chillando y carcajeando. Yo ya estaba ensopado, sobrino (te imaginarás) cuando veo desmontar al mismísimo Sabino de unos zancos con sábanas y gritarme radiante, bamboleando un farol: “Dame un abrazo, hermano, que la conquisté”. Pero yo me enojé locamente con él decía Lucas rejuvenecido por el dolor: Hasta que un mes después nos enteramos por la prensa que Un carolino ladrón y violador se había enredado con los cables que el comisario ató de tronco en tronco alrededor de Suelo Santo, donde el demente entraba disfrazado para sembrar terror y otras babas del diablo. Sabino fue encerrado y expulsado enseguida del departamento y no supimos nada de él durante meses, hasta que la leyenda payadora reveló que una sombra renegrida se las había arreglado para hacer llegar hasta el calabozo fernandino el nombre del convento donde Carolina Tomillo iba a ser internada en Montevideo”.
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