martes

MORIR CON APARICIO


HUGO GIOVANETTI VIOLA
QUINTA ENTREGA

LAS CRUCES (2)
La vieron embarcarse una mañana de 1930 y el pescador que la llevó y la trajo recién el domingo (en ese tiempo se demoraba mucho en cruzar a Lobos) cuenta que Natacha durmió en el faro las tres noches y habló incansablemente con el farero sueco -Jonás Erik Jönson- y que incluso después siguieron escribiéndose. Otra mañana mansa de ese mismo verano me tocó revisar a doña Julia y encontré a la muchacha vestida de luto. Nunca se volvió a hablar de Dominique Boursault. No se podía decir que ella hubiera vuelto al viejo autismo, pero cuando su abuela aulló desde la torre y salimos corriendo Natacha trancó su dolor igual que en otros tiempos. Doña Julia murió en el 39, paralizada por una miastenia. Natacha la maquillaba de mañana y esperaba tocando la guitarra junto a Dominique I, un gato gris y blanco que patriarcó el color de seis generaciones. Doña Julia tenía dificultades para cerrar los ojos y gritar y tragar, pero no perdonaba. Una de las últimas veces que me tocó subir con la muchacha la escuché repetir aquel cuento secular del desembarco en Buenos Aires y volver a insultar a Sabino y al mundo con un odio tan grande que me descompuso. Otras veces se inventaba una vida de puta vocacional con detalles tristísimos, y sobre todo se remordía de toda la maldad que le quedó abortada entre las tripas mientras su maquillaje se embarraba. La muchacha miraba el ventanal. Tenía corales turbios en los ojos, aunque la transparencia de su azul siempre fue sordomuda (o invencible). La tarde que enterramos a doña Julia salimos del cementerio juntos en mi coche. Natacha ya era una mujer de casi cuarenta años con cara de viuda, y al mirar para atrás cerró los ojos. “La perdono, doctor” dijo y lloró callando mientras atravesábamos los pinares. Y al llegar a La Torre me mostró aquella carta que Sabino le dio a la vieja en Buenos Aires y la vieja le dio a Natacha recién horas antes de morir insultando a todas las porteñas (1).

(1) Natacha: en este momento me estás mirando y estoy tratando de no toser. Papá fue a trabajar en la verdulería. La italiana de arriba se ofreció a lavarme la ropa y a cocinar porque no están los hijos. Entonces se me ocurrió escribirte esto. Para cuando te cueste ser mujer. De golpe vas a estar volando con tu traje de novia todavía enganchado en las nubes y va a venir un viento venenoso. No te asustes, hija. Papá dice que todo es una fiesta. Y cuando íbamos a los parques papá decía que se podían partir los parques con la mano. Yo no entendía pero me daba cuenta. Después Teobaldo y Juan se volvieron de luz y pasábamos horas sin hablar nada más que tratando de no entristecerte. Pero un domingo negro yo te llevé a la casa de los italianos y bajé y me acosté al costado de tu padre. Cómo hay que hacer para resucitar, le pregunté agarrándole una pierna. Así, me dijo. Y me agarró una pierna. Nunca dejes decir que no hay amor. Nunca desprecies el amor que das. Nunca piensas que no hay nadie perfecto.

Se me presentó al poco tiempo de empezada la guerra vestida de medio luto, con unos zapatos polvorientos y un sombrero de paja que alguna vez fue negro. Me dijo que ella tocaba la guitarra desde hacía mucho tiempo pero que nunca pudo progresar. Venía a tomar clase en tren desde Punta del Este una vez por semana, y empecé a conocerla un día que le enseñé una sarabanda de Roncalli. Primero la toqué, y al torcer la cabeza vi una humareda azul mojándole los ojos. Después la acompañé hasta la Estación Central y unos segundos antes de que arrancara el tren ella me agarró un brazo para darme las gracias “por tener a mi padre guardado en las manos”. Claro, Natacha aprendió rapidísimo -y eso que no era edad para poder pensar en conciertos ni nada. Aunque lo que ella quiso siempre fue enseñar. Fue insoportablemente escrupulosa para apuntar el método paso por paso “para no acalambrar ni estropear sin saber una mano de nadie”. Me acuerdo que cuando Segovia estrenó en Montevideo el concierto de Ponce la invité a que durmiera en casa y se quedara. Ella se entusiasmó. Nunca voy a olvidarme de la cara que puso cuando los vio a Segovia y a la orquesta juntos. Fue un concierto genial, y al final todo el mundo pidió un bis y Segovia arrancó con una obra de Moreno Torroba y al principio nomás se trancó y no zafaba. Yo me empecé a clavar las uñas en la mano y de golpe Natacha me alcanzó la otra punta del pañuelo gris perla que ella estaba comiéndose. Lo seguimos mordiendo mientras el maestro pasó sin parar a otra obra de Torroba “sin que nadie notara la resurrección”. Eso dijo Natacha al subirse al tren la otra mañana. Y la próxima vez volvió sin luto.

Natacha se levantó de golpe y cruzó la cocina con el gato adelante. En el living había viejos sillones y una guitarra desenfundada en la penumbra. No abrió la ventana. En un rincón del living había un gran tocadiscos y un mueble tachuelado con fotografías: de Olga y Álvaro Pierri y de Pablo Regusci, su sobrino segundo. Al costado del mueble estaba el baúl forrado por Dominique Boursault: la piel de lobo parecía vieja y limpia como su contenido. Pero Natacha podía repasar la frase del baúl (bordado sobre la piel con letras desparejas) para desenterrar el resplandor del hombre. Lo demás no importaba. Nunca importó tampoco lo que decía la frase (C’est minute d’éveil m’a donné la vision de la pureté) porque Natacha leía sólo el dibujo de las letras. Y en el trazo del hombre quedó la verdad. Ahora miraba el lomo del baúl sin atreverse a oler el ajuar de los ángeles. Una intacta tristeza le rebasó la cara. Otros podrán, pensó, sonriéndose de golpe. Lo que más importaba esa mañana era salir a comprar chocolate para hacerle una torta a un alumno lustrabotas y después repasar las partituras nuevas que le mandó Olga Pierri de un tal Leo Brouwer. Dominique VI se tiró a dormir sobre un estuche de guitarra vacío. Ella le revisó las pulgas, mientras pensaba cuántos chiquilines podrían dar el examen de diciembre. Cuando salió a la calle con una canasta y un legendario chal que tejió Carolina sintió un vuelo de fiesta en el batón. Le gustaba cruzar el viento del otoño, remontando el declive hasta Gorlero: Punta del Este anclada en un abril casi vaciado del corso turístico. (Le gustaba pasar por los altos jardines y le hubiera gustado vivir en cada casa, encuadrar a la luna en todas las ventanas y amanecer oliendo el sol bajo los pinos.) La cortísima vida, pensó al bajar al puerto adentro de un fragante frufru de palmeras.

Cuando desembocó en la rambla se paró en una esquina y respiró el temblor del rosado ventoso de los edificios reflejado entre pájaros y yates. “Voy a comprar majuga” se anunció. Y cruzó y bajó al muelle de madera donde dos hombres con un mediomundo cosechaban racimos y racimos de limaduras vivas y chorreantes. Cerca andaban dos lobos. Uno era un fino y otro era un peluca, pero los dos nadaban en la transparencia con la misma mirada hinchada y dulce. La mujer se sentó en el muro de ladrillo y escuchó resoplar y comer a los lobos entrecortadamente. Arriba había turistas filmando los yates. Deben ser alemanes que viven en Brasil, pensó Natacha estudiando las caras. De repente pasó por adelante suyo una familia entera. Adelante iba un hombre con paso borracho y una boina de vasco tapándole la frente. Ya no era joven, pero conservaba un asombro infantil enterrado en los ojos. Más atrás caminaba la mujer, agarrando de la mano a dos chiquilines. La mujer era hermosa y tenía la cadencia de un orgullo mulato envarándole el paso. A la izquierda caminaba un adolescente de expresión extraviada y a la derecha una infanta mulata de perfecta nariz y ojos de oro vidrioso. Natacha Regusci Tomillo pudo ver que era vidrio verdadero cuando la chiquilina se frenó con la cara torcida en dirección al muelle. “Son dos lobos marinos que están roncando, Alondra” dijo la mujer. Pero la chiquilina subió un brazo canela y su madre y Natacha recién empezaron a escuchar un suavísimo zumbido. “Ah: nos están filmando” murmuró la mujer. Se peinaron las tres al mismo tiempo. (Un fulgor de humildad y humillación se fugó por el agua.) Entonces la familia se apuró a pasar por la parte baja del muelle para subir al barco anaranjado que llaman la Chancha. Cuando Natacha vio a la chiquilina con sus ojos dorados (y volados) levantados demás sobre la borda, tuvo la sensación de que su alma zarpaba otra vez para Lobos.

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