SEXO Y DICTADURA: DOS MONOLITISMOS EN ACCIÓN
REFLEXIÓN SOBRE EL MAL EN LUNA CALIENTE
Luna caliente es una novela breve de 161 páginas, que, pese a su modesta extensión, produce sobre el lector, masculino o femenino, una inolvidabe impresión. Parece querer confirmar el refrán que reza: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno.” En todo es singular, empezando por el hecho de que siendo su autor argentino, no por eso dejó de ganarse en 1983 el Premio Nacional de Novela de México, otorgado por primera vez a un extranjero. (Mempo Giardinelli se encontraba para entonces exiliado allí por razones políticas.) Singular, también lo es, por la tensión que crea desde su original título y por la deliberada ambigüedad de los códigos que pone en marcha e impone al lector, atrapándolo en sus redes como al mismo protagonista, desde la página liminar, y convirtiéndolo en una suerte de testigo incrédulo, de mirón subyugado y perplejo:
“Sabía que iba a pasar; lo supo en cuanto la vio. Hacía muchos años que no volvía al Chaco y en medio de tantas emociones por los reencuentros, Araceli fue un deslumbramiento. Tenía el pelo negro, largo, grueso, y un flequillo altivo que enmarcaba perfectamente su cara delgada, modiglianesca, en la que resaltaban sus ojos oscurísimos, brillantes, de mirada lánguida pero astuta. Flaca y de piernas muy largas, parecía a la vez orgullosa y azorada por esos pechitos que empezaban a explotarle bajo la blusa blanca. Ramiro la miró y supo que habría problemas: Araceli no podía tener más de trece años”.
Nada parece preludiar que esta ficción, colocada bajo el signo de la naturaleza (orquídeas silvestres, lapachos, canto de las cigarras), habrá de girar en torno a la cuestión del Mal, que éste, como lo veremos más adelante, pasará a constituir uno de los ejes más incandescentes y turbadores de la novela. El lector algo familiarizado con la obra de Mempo Giardinelli, al ver surgir desde la primera página de “Luna caliente” la idea de “reencuentro” con el Chaco, se espera, de parte del autor, un hombre del interior nacido en Resistencia, consustanciado con su patria chica pero imbuido de universalidad, una inmersión enriquecedora en esa excéntrica provincia: alguna visión tierna, benévola, teñida de humor e incluso de causticidad, que contribuya a otorgar al Chaco -a la periferia- un verdadero estatuto literario que lo haga digno de ser, a su vez, el posible centro de un universo novelesco. Lo mismo que Onetti con Montevideo, Mempo Giardinelli está oscuramente ansioso de hacer de su provincia natal un objeto literario, de igualarla, por así decirlo, con los grandes espacios míticos de la literatura latinoamericana (el “infierno verde” de la selva, los grandes ríos americanos, los llanos, la pampa, Buenos Aires…), y hasta, por qué no, de la literatura universal. Este objetivo -todo un reto- habrá de concretarse brillantemente en varios textos como “Santo Oficio de la memoria”, por ejemplo (Premio Internacional “Rómulo Gallegos” 1993), o, más tarde, como “Imposible equilibrio” (1995). En ellos aparecerá entonces el Chaco como un crisol de razas y culturas, una encrucijada de destinos, en pocas palabras, como la tierra de todas las posibilidades, las aventuras más alocadas, la utopía y el exceso.
REFLEXIÓN SOBRE EL MAL EN LUNA CALIENTE
Luna caliente es una novela breve de 161 páginas, que, pese a su modesta extensión, produce sobre el lector, masculino o femenino, una inolvidabe impresión. Parece querer confirmar el refrán que reza: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno.” En todo es singular, empezando por el hecho de que siendo su autor argentino, no por eso dejó de ganarse en 1983 el Premio Nacional de Novela de México, otorgado por primera vez a un extranjero. (Mempo Giardinelli se encontraba para entonces exiliado allí por razones políticas.) Singular, también lo es, por la tensión que crea desde su original título y por la deliberada ambigüedad de los códigos que pone en marcha e impone al lector, atrapándolo en sus redes como al mismo protagonista, desde la página liminar, y convirtiéndolo en una suerte de testigo incrédulo, de mirón subyugado y perplejo:
“Sabía que iba a pasar; lo supo en cuanto la vio. Hacía muchos años que no volvía al Chaco y en medio de tantas emociones por los reencuentros, Araceli fue un deslumbramiento. Tenía el pelo negro, largo, grueso, y un flequillo altivo que enmarcaba perfectamente su cara delgada, modiglianesca, en la que resaltaban sus ojos oscurísimos, brillantes, de mirada lánguida pero astuta. Flaca y de piernas muy largas, parecía a la vez orgullosa y azorada por esos pechitos que empezaban a explotarle bajo la blusa blanca. Ramiro la miró y supo que habría problemas: Araceli no podía tener más de trece años”.
Nada parece preludiar que esta ficción, colocada bajo el signo de la naturaleza (orquídeas silvestres, lapachos, canto de las cigarras), habrá de girar en torno a la cuestión del Mal, que éste, como lo veremos más adelante, pasará a constituir uno de los ejes más incandescentes y turbadores de la novela. El lector algo familiarizado con la obra de Mempo Giardinelli, al ver surgir desde la primera página de “Luna caliente” la idea de “reencuentro” con el Chaco, se espera, de parte del autor, un hombre del interior nacido en Resistencia, consustanciado con su patria chica pero imbuido de universalidad, una inmersión enriquecedora en esa excéntrica provincia: alguna visión tierna, benévola, teñida de humor e incluso de causticidad, que contribuya a otorgar al Chaco -a la periferia- un verdadero estatuto literario que lo haga digno de ser, a su vez, el posible centro de un universo novelesco. Lo mismo que Onetti con Montevideo, Mempo Giardinelli está oscuramente ansioso de hacer de su provincia natal un objeto literario, de igualarla, por así decirlo, con los grandes espacios míticos de la literatura latinoamericana (el “infierno verde” de la selva, los grandes ríos americanos, los llanos, la pampa, Buenos Aires…), y hasta, por qué no, de la literatura universal. Este objetivo -todo un reto- habrá de concretarse brillantemente en varios textos como “Santo Oficio de la memoria”, por ejemplo (Premio Internacional “Rómulo Gallegos” 1993), o, más tarde, como “Imposible equilibrio” (1995). En ellos aparecerá entonces el Chaco como un crisol de razas y culturas, una encrucijada de destinos, en pocas palabras, como la tierra de todas las posibilidades, las aventuras más alocadas, la utopía y el exceso.
En “Luna caliente” es un Chaco enigmático e inquietante el que se perfila, reducido a un astro cuya influencia fatal, mortífera, sólo se comprenderá plenamente al final de la novela. De entrada llama la atención, en el título “Luna caliente”, el uso de un audaz oxímoron. La luna, astro femenino y frío por excelencia, se halla dotada aquí de un insólito calor, que algo tiene de calentura, de excitación. Las connotaciones sexuales que emanan del mismo título, la erotización creciente y manifiesta de la aventura vivida por Ramiro y Araceli, los toques descriptivos -pocos pero sugerentes- relativos a la condición embriagadora del entorno, las alusiones regulares, a manera de leitmotiv, a esa luna de invasora y aplastante presencia, todo nos lleva paulatinamente a prestar atención al surgimiento de un nuevo parámetro: la presencia de una oscura potencia -el Mal-, que va ganando terreno y adueñándose tanto de los jóvenes Ramiro y Araceli, como del conjunto de la sociedad chaqueña, entrelazando inextricablemente, de modo angustioso, esfera íntima y esfera pública.
El Mal no tardará en revelar sus turbadoras y múltiples facetas: violencia sexual rayana en la violación, hostigamiento masculino, excitación bestial, descontrol, obsesión contagiosa que pasa del joven adulto de treinta años -Ramiro, de regreso en su tierra natal- a la niña de trece brutalmente arrebatada a su universo infantil, pervertida por su contacto con el macho y poseída en adelante por una suerte de furor uterino. Aventura que culminará en el crimen. Todas estas manifestaciones del Mal en “Luna caliente”, algunas de las cuales dejan asomar el intertexto onettiano (la irremediable corrupción de la “muchacha”, la virgen, por el hombre) y, más claramente aún, la sombra de Nabokov, cuya protagonista Lolita inspira directamente el personaje de Araceli; todos esos actos trangresivos, que no puede sino censurar la moral (tanto religiosa como laica), tienden, además, a reiterarse. Reiteración trágica, pesadillesca, con ribetes paródicos en ocasiones, como si fuese imprescindible cierta dimensión grotesca para aligerar la carga de horror entrañada por ciertos episodios. Ahora bien, si el lector de “Luna caliente” -capacitado para la sublimación- no puede sino distanciarse instintivamente de los atípicos comportamientos enfatizados por el narrador, no deja de fascinarlo el texto de Mempo Giardinelli, eficaz maquinaria narrativa en la que mirada, determinismo y acción se refuerzan mutuamente, constituyendo de entrada una tríada maldita.
En el ojo -en la mirada- radica, en efecto, desde la escena inicial la perdición de Ramiro Bernárdez. En ese ojo, que mucho más que el “órgano de la vista en el hombre y los animales”, según rezan los diccionarios, es la puerta abierta hacia lo fantasmático. Ya lo intuyeron los Padres de la Iglesia, encarnizados censores de la “concupiscencia de los ojos”; bien lo saben los cuentos populares , escritores, cineastas y filósofos: “Ver es un acto peligroso ”. Tanto Bataille , Starobinski, como Sartre y hasta Genette, dedicaron a la mirada esclarecedores análisis que destacan cómo ésta tiende a excederse a sí misma, pasando de actividad observadora, clasificadora, ordenadora, jerarquizadora (concepto heredado de la Antigüedad), a una fuerza expansiva oscuramente ligada a las derivas imaginarias. Vinculada por esencia con cierto ímpetu –“un ímpetu perseverante”-, con una “energía impaciente”, dos características fundamentales que, según Jean Starobinski, conviene enfatizar, la mirada resulta indisociable de la demasía.
Es precisamente lo que da a entender “Luna caliente”, en que aparece la mirada como el sentido más culpable de todos, más voraz, de burda sensualidad: por los ojos entra el Mal, por los ojos se perderán vertiginosamente Ramiro, Araceli, pero también el padre de Araceli, involuntario testigo ocular de los turbios tejemanejes del joven con su hija. No es nada fortuito que resulte tan proliferante en la novela -hasta la saturación- el campo semántico de la precipitación, ligado de modo privilegiado al protagonista masculino Ramiro Bernárdez. Incapaz de distanciarse, de reflexionar, víctima de una forma de oscuro determinismo, este personaje se deja llevar por una precipitación instintiva y un patrón de conducta agresivo considerado como natural, normal. El estereotipo de la virilidad, indisociable de la hiperactividad (por contraposición a la pasividad femenina o al apoltronamiento de ciertos personajes masculinos, como el doctor Tannenbaum), viene a ser un parámetro aparentemente insuperable de su universo mental. La incontenible necesidad de actuar, cuya dimensión enfermiza Ramiro parece intuir a ratos, funciona, de hecho, como una legitimación, una justificación, y hasta como una coartada inconsciente destinada a enmascarar la violencia pulsional que anida en él. El prurito de “actuar”, saltándose la prudente, la necesaria etapa de la reflexión, resulta ser la otra cara, como no deja de intuirlo el lector, de la inmadurez afectiva del personaje y, en última instancia, de su entrega a las fuerzas del Mal.
Es más. La mirada no sólo va de la mano, en la novela, con una precipitación y brusquedad que algo tienen de eyaculación precoz, sino que, como ya lo analizara agudamente Jean-Paul Sartre en “El ser y la Nada” , anula al ser mirado, le asigna una “naturaleza”, lo transforma en objeto, lo “petrifica”, haciendo de él un “ser indefenso”, mientras que el que mira ejerce sin trabas su libertad, y su poder. Es esta mirada “alienante”. Pueden aplicarse plenamente estos planteamientos del filósofo francés al comportamiento de Ramiro. Éste, aunque no conoce en absoluto a Araceli, la hija de su anfitrión, a quien ve por primera vez durante una cena en casa de su padre, no duda en formarse, instantáneamente, una idea de la chiquilla: preconcebida y aleatoria. Usa a Araceli como si fuera un mero objeto: una pantalla sobre la cual proyecta, de hecho, sus propias fantasías eróticas. Así va surgiendo, arbitrariamente, una imagen adecuada a la impaciencia de su propio deseo. Es, a todas luces, el comportamiento de un depredador potencial el que van esbozando las primeras páginas de la novela.
¿Pero en qué consiste exactamente el Mal en “Luna caliente”, cuyos despiadados ramalazos castigan el texto, cada vez más brutales? Quizás deba buscarse parte de la respuesta en la contraposición establecida entre el espacio americano inicial -primario y agobiante- y el espacio europeo -urbano, culto, francés- evocado en una sugestiva analepsis ligada al pasado estudiantil parisiense de Ramiro.
El Mal viene asociado al continente americano, al Chaco, dominado por una luna monstruosa, verdadera deidad primordial, terrible e indiferente, que preside la acción, así como por un calor literalmente infernal, dantesco. (Al leer este texto uno no puede dejar de pensar en los impactantes cuadros expresionistas del pintor uruguayo José Cúneo (1887-1977), pintor de lunas precisamente, abultadas, inquietantes, invasoras, devoradoras del espacio, de connotaciones cósmicas .) “Luna caliente” constituye, como puede apreciarse, una nueva variación poética -una más- sobre la famosa dicotomía Civilización / Barbarie. Las fuerzas de la cultura, del diálogo, del debate, de los refinamientos eróticos -aunque no del amor feliz-, representadas por la vida parisina, en que hombres y mujeres intercambian libremente comentarios, impresiones, se pelean afectuosamente y hasta consiguen separarse con cierta elegancia, sin mayor escándalo, contrastan violentamente, según un esquema de acusado binarismo, con la visión telúrica de la tierra americana. América, en cambio, es ajena a estas frivolidades mundanas, a estas sofisticaciones (ya exaltadas en su tiempo por el Modernismo rubendariano). Todo en “Luna caliente” es, además, determinismo, exceso y monolitismo: climático, psicológico, político.
El Mal, en efecto, no reviste aquí únicamente una dimension sexual. De algo más se trata en este texto que de las aventuras de una « lolita » enardecida, de una “nínfula” chaqueña y de su amante bestial. Cual rizoma, el Mal se expande, echa potentes ramificaciones que dañan todo el tejido social. Por eso importa fijarse bien en ciertas características deliberadamente asignadas al personaje de Ramiro, joven burgués argentino, cuyos desbordamientos sexuales y conducta criminal están a punto de poner en peligro la brillante carrera universitaria que su extracción social y su talento parecían tenerle asegurada. El personaje se nos aparece como bastante arrogante, cosmopolita, orgulloso de su conocimiento de Europa que lo distingue del vulgo -el viaje a Francia y la formación en París de las élites nacionales es, desde los tiempos de la Colonia, un tópico de la literatura latinoamericana-. Indirectamente, el texto -cuya acción transcurre en diciembre del 77 , durante la última dictadura militar - destapa el prudente silencio de ciertos sectores acomodados de la sociedad argentina, e incluso su connivencia con la dictadura militar entonces vigente.
“-Voy a ser claro nuevamente, doctor: usted no está siendo admitido en la universidad sólo por sus estudios, ni por sus títulos. En el proceso en el que estamos empeñadas las fuerzas armadas, ello no es posible, sin nuestro consentimiento. Usted viene a ser lo que yo llamaría un hombre de reserva, una persona en estudio” .
Como atrapados en las redes monstruosas de los militares, todos intentan torpemente salvar el pellejo, víctimas de presiones y amenazas: tal es el caso del camionero interrogado en la Jefatura de Policía, así como el del mismo protagonista, literalmente acosado, manipulado y chantajeado por unos militares sabedores de su culpabilidad. Los que, excepcionalmente, se toman el trabajo de analizar con lucidez la situación y se atreven a hablar, no dejan por eso de deteriorarse de modo irremediable. Es lo que ocurre al personaje del médico Don Braulio Tannenbaum, entrañable y repulsivo a la vez, cuya lenta autodestrucción masoquista por el alcohol reviste la forma de una hiperbólica, una esperpéntica borrachera. (Don Braulio, padre de Araceli -no lo olvidemos-, será eliminado por Ramiro, temeroso de sus imprevisibles reacciones. Éste será, propiamente dicho, el primer crimen verdadero cometido por Ramiro.) Otros personajes secundarios, perfectamente delineados, como el obrero Juan Gomulka, también nos permiten acceder al profundo abatimiento y la locura larvada de todos aquellos que se siguen aferrando, contra toda lógica, contra toda esperanza, a los símbolos de un pasado mejor -los tiempos de bonanza y relativa libertad del primer peronismo-. Así puede comprenderse el obsesivo apego, el amor casi visceral del obrero por su coche, un Ford del 47:
“Gritó, insultó, dijo que así se acababa una amistad, que había sido un abuso de confianza. Ramiro lo escuchó lamentarse, respondió a todo que sí y prometió pagarle los daños, en cuanto pudiera. Gomulka juró que no había dinero para pagarle el daño moral, pues ese Ford había sido restaurado con sus propias manos y con piezas originales, no lo voy a perdonar nunca, me quiero morir…”
Como podemos advertirlo, todas las capas de la sociedad argentina -cualquiera que sea su origen (criollo, polaco, judío) y su nivel económico- quedan destruidas, directa o indirectamente, por esa dictadura devastadora.
Por poco que leamos con atención “Luna caliente”, no se nos puede escapar la punzante presencia de patrulleros, siniestros Ford Falcon, agentes parapoliciales brutales y taimados, las alusiones a la vigilancia, la censura, la represión, la violencia de las armas e incluso la tortura, abiertamente evocada. Cunde en toda la novela un ambiente de “miedo”, “espanto” y hasta “terror” -vocablos los tres que puntúan el texto con un sabio in crescendo-, que no deja de ilustrarnos sobre la intencionalidad de esta terrible fábula.
El Mal proteiforme que nos da a contemplar el texto es el producto de una doble impotencia, de una doble ceguera: íntima y política. No nos olvidemos de que Ramiro viene presentado, pese a las apariencias, como un ser inseguro, secretamente incómodo en presencia de las mujeres, acomplejado por este sexo tildado de débil, a quien percibe, sin embargo, como ingobernable, misterioso y superior al suyo. En su caso misoginia y miedo van de la mano, llevándolo a una conducta irracional y hasta criminal, fundada en una soterrada lucha genérica, en una silenciosa guerra de los sexos. Sólo la madre del protagonista, protectora e involuntaria cómplice, personaje apagado si cabe, se libra de la mirada recelosa que el hijo posa en las mujeres:
“Las mujeres representan el sentido común que nos falta a los hombres, se confesó. Y eso es lo que los hombres tememos. Por desearlas y necesitarlas, les tenemos miedo. Nos causan pavor. ¿O no era eso lo que había sentido frente a Araceli, anoche? Él, Ramiro Bernárdez, el gran macho, el argentino maula que no fue capaz de alzarse a una francesita de París, anoche se había convertido en un vulgar violador. Por miedo, por terror” .
¿Quién es, de hecho, Ramiro Bermúdez? ¿Acaso es, como él mismo lo afirma, consciente de su infamia y autoflagelándose no sin cierto humor, “un prototipo lombrosiano” , biológica, genéticamente programado para hacer el mal? ¿Es válido este argumento determinista decimonónico?, totalmente superado hoy, y enarbolado con cierta mala fe, una vez más, en el capítulo X. Aunque ciertos detalles o pasajes de la novela parecerían corroborar parcialmente esta tesis -el de la repugnante crueldad infantil que demuestra Ramiro en el episodio de los gatitos-, conviene no concederles una exagerada importancia:
“Y se quedó así, paralizado ante el cuadro que veía, de suciedad y repulsión, hasta que observó que cuatro pequeños gatitos se deslizaban, casi reptando, por debajo de la mesa, como buscando refugio en otro lado. Entonces, fríamente, cerró la ventana que daba al patio, la puerta que daba a la cocina y la que él mismo había abierto y que comunicaba con el resto de la casa. Excitado por su venganza, regresó al coche donde lo esperaba el tío Ramón. Casi un mes después, cuando volvieron a Resistencia su madre y Cristina, su hermana menor, se horrorizaron ante los pequeños cadáveres descompuestos, cuyas pelambres estaban pegadas, como incrustadas en las baldosas. El olor era insoportable y él, después de negar toda responsabilidad, se fue al cine y se pasó la tarde viendo una misma película de Luis Sandrini” .
La excitabilidad malsana, el sadismo, la oscura atracción por la muerte demostrados por el niño Ramiro en un momento muy específico de su vida -después del fallecimiento de su padre, justamente- no significan necesariamente que el personaje sea de una excepcional perversidad. Ya hace mucho que la psicología infantil y el psicoanálisis han desmitificado la figura del niño, poniéndonos en guardia contra su supuesta inocencia y bondad. El texto insiste -no lo olvidemos- en la importancia de la casualidad, los malentendidos, las incomprensiones; en pocas palabras, en los fatales engranajes que, como en una tragedia griega, se disponen a triturar a Ramiro y Araceli. Además, las mismas preguntas que no deja de plantearse el protagonista, los debates internos que lo agitan, su asombro ante su misma ruindad, sus tardías cavilaciones sobre el amor que pudo haberlo salvado del infierno , son una prueba irrefutable de que, por muy lujurioso y criminal que sea, es algo más que un bruto inescrupuloso y frío. Es a la luz del psicoanálisis y no del determinismo lombrosiano como debe, finalmente, leerse su aventura.
Por mucho que el Ramiro intente autojustificarse, en efecto, parapetándose en ocasiones tras el cinismo de brillantes planteamientos literarios -los de De Quincey y de Dostoievsky, particularmente-, nunca logran convencerlo totalmente, por ejemplo, los argumentos especiosos del ruso: que el honor, la conciencia, el remordimiento son pura superstición, que el narcisismo, en cambio, es un valor respetable… Tampoco llega a compartir realmente con el inglés la admiración que éste siente ante el crimen, descaradamente elevado por él al rango de las “Bellas Artes”. El Mal, en el caso de Ramiro Bermúdez, no significa la inexistencia de todo imperativo moral, sino el debilitamiento, el borrado parcial, la abolición pasajera de la sublimación ante las arremetidas de la pulsión, tanto más fuertes cuanto que la sociedad las reprime severamente. Lo que sí revela, en cambio, la actitud desenfrenada de Ramiro es una forma de malestar frente al Otro, de rabiosa y disimulada impotencia.
Reforzando la inseguridad íntima, el pánico de un Ramiro desquiciado que se percibe, erróneamente, como inhumano, monstruoso, ajeno a toda preocupación moral , y no puede dejar de infligir el mal para sentir que existe, el miedo colectivo impuesto por el “régimen militar” -la cara política del Mal- no tarda en declinar todos sus modalidades, haciendo más irrespirable aún la deletérea pasión vivida por los dos protagonistas. A la tónica erótica del relato se suman los tintes sombríos de la novela policial y de la novela de aventuras -una agitada “road-story” en que Ramiro huye desordenadamente de la policía hacia la frontera paraguaya-. El Mal político, omnipresente -movido por burdos estereotipos ideológicos, frío, mecánico, desenvuelto y retador, dueño del espacio y del tiempo-, se filtra en el más mínimo intersticio dejado por las peripecias de la aventura erótica inicial. Todo será, en adelante, imperio del terror, universo dantesco -como lo sugieren las palabras finales de la novela, recordándonos la importancia del universo de Dante Alighieri en la narrativa de Mempo Giardinelli-. Como lo intuye el lector, a una forma de “banalidad” del Mal nos está enfrentando finalmente esta novela. A un Mal expansivo, corruptor, capaz de contaminar los elementos sanos (Araceli), de crear graves perturbaciones (colapso emocional de Gomulka, actitud suicida de Tannembaum, acobardamiento generalizado), más espantoso aún que el que ponían en escena las grandes maquinarias terroríficas del siglo XIX (la novela gótica, por ejemplo). Pero siendo tan invasora, tan compacta la presencia del Mal en Luna caliente, ¿será posible escapar finalmente de sus efluvios deletéreos? ¿O imposible?
El Mal no tardará en revelar sus turbadoras y múltiples facetas: violencia sexual rayana en la violación, hostigamiento masculino, excitación bestial, descontrol, obsesión contagiosa que pasa del joven adulto de treinta años -Ramiro, de regreso en su tierra natal- a la niña de trece brutalmente arrebatada a su universo infantil, pervertida por su contacto con el macho y poseída en adelante por una suerte de furor uterino. Aventura que culminará en el crimen. Todas estas manifestaciones del Mal en “Luna caliente”, algunas de las cuales dejan asomar el intertexto onettiano (la irremediable corrupción de la “muchacha”, la virgen, por el hombre) y, más claramente aún, la sombra de Nabokov, cuya protagonista Lolita inspira directamente el personaje de Araceli; todos esos actos trangresivos, que no puede sino censurar la moral (tanto religiosa como laica), tienden, además, a reiterarse. Reiteración trágica, pesadillesca, con ribetes paródicos en ocasiones, como si fuese imprescindible cierta dimensión grotesca para aligerar la carga de horror entrañada por ciertos episodios. Ahora bien, si el lector de “Luna caliente” -capacitado para la sublimación- no puede sino distanciarse instintivamente de los atípicos comportamientos enfatizados por el narrador, no deja de fascinarlo el texto de Mempo Giardinelli, eficaz maquinaria narrativa en la que mirada, determinismo y acción se refuerzan mutuamente, constituyendo de entrada una tríada maldita.
En el ojo -en la mirada- radica, en efecto, desde la escena inicial la perdición de Ramiro Bernárdez. En ese ojo, que mucho más que el “órgano de la vista en el hombre y los animales”, según rezan los diccionarios, es la puerta abierta hacia lo fantasmático. Ya lo intuyeron los Padres de la Iglesia, encarnizados censores de la “concupiscencia de los ojos”; bien lo saben los cuentos populares , escritores, cineastas y filósofos: “Ver es un acto peligroso ”. Tanto Bataille , Starobinski, como Sartre y hasta Genette, dedicaron a la mirada esclarecedores análisis que destacan cómo ésta tiende a excederse a sí misma, pasando de actividad observadora, clasificadora, ordenadora, jerarquizadora (concepto heredado de la Antigüedad), a una fuerza expansiva oscuramente ligada a las derivas imaginarias. Vinculada por esencia con cierto ímpetu –“un ímpetu perseverante”-, con una “energía impaciente”, dos características fundamentales que, según Jean Starobinski, conviene enfatizar, la mirada resulta indisociable de la demasía.
Es precisamente lo que da a entender “Luna caliente”, en que aparece la mirada como el sentido más culpable de todos, más voraz, de burda sensualidad: por los ojos entra el Mal, por los ojos se perderán vertiginosamente Ramiro, Araceli, pero también el padre de Araceli, involuntario testigo ocular de los turbios tejemanejes del joven con su hija. No es nada fortuito que resulte tan proliferante en la novela -hasta la saturación- el campo semántico de la precipitación, ligado de modo privilegiado al protagonista masculino Ramiro Bernárdez. Incapaz de distanciarse, de reflexionar, víctima de una forma de oscuro determinismo, este personaje se deja llevar por una precipitación instintiva y un patrón de conducta agresivo considerado como natural, normal. El estereotipo de la virilidad, indisociable de la hiperactividad (por contraposición a la pasividad femenina o al apoltronamiento de ciertos personajes masculinos, como el doctor Tannenbaum), viene a ser un parámetro aparentemente insuperable de su universo mental. La incontenible necesidad de actuar, cuya dimensión enfermiza Ramiro parece intuir a ratos, funciona, de hecho, como una legitimación, una justificación, y hasta como una coartada inconsciente destinada a enmascarar la violencia pulsional que anida en él. El prurito de “actuar”, saltándose la prudente, la necesaria etapa de la reflexión, resulta ser la otra cara, como no deja de intuirlo el lector, de la inmadurez afectiva del personaje y, en última instancia, de su entrega a las fuerzas del Mal.
Es más. La mirada no sólo va de la mano, en la novela, con una precipitación y brusquedad que algo tienen de eyaculación precoz, sino que, como ya lo analizara agudamente Jean-Paul Sartre en “El ser y la Nada” , anula al ser mirado, le asigna una “naturaleza”, lo transforma en objeto, lo “petrifica”, haciendo de él un “ser indefenso”, mientras que el que mira ejerce sin trabas su libertad, y su poder. Es esta mirada “alienante”. Pueden aplicarse plenamente estos planteamientos del filósofo francés al comportamiento de Ramiro. Éste, aunque no conoce en absoluto a Araceli, la hija de su anfitrión, a quien ve por primera vez durante una cena en casa de su padre, no duda en formarse, instantáneamente, una idea de la chiquilla: preconcebida y aleatoria. Usa a Araceli como si fuera un mero objeto: una pantalla sobre la cual proyecta, de hecho, sus propias fantasías eróticas. Así va surgiendo, arbitrariamente, una imagen adecuada a la impaciencia de su propio deseo. Es, a todas luces, el comportamiento de un depredador potencial el que van esbozando las primeras páginas de la novela.
¿Pero en qué consiste exactamente el Mal en “Luna caliente”, cuyos despiadados ramalazos castigan el texto, cada vez más brutales? Quizás deba buscarse parte de la respuesta en la contraposición establecida entre el espacio americano inicial -primario y agobiante- y el espacio europeo -urbano, culto, francés- evocado en una sugestiva analepsis ligada al pasado estudiantil parisiense de Ramiro.
El Mal viene asociado al continente americano, al Chaco, dominado por una luna monstruosa, verdadera deidad primordial, terrible e indiferente, que preside la acción, así como por un calor literalmente infernal, dantesco. (Al leer este texto uno no puede dejar de pensar en los impactantes cuadros expresionistas del pintor uruguayo José Cúneo (1887-1977), pintor de lunas precisamente, abultadas, inquietantes, invasoras, devoradoras del espacio, de connotaciones cósmicas .) “Luna caliente” constituye, como puede apreciarse, una nueva variación poética -una más- sobre la famosa dicotomía Civilización / Barbarie. Las fuerzas de la cultura, del diálogo, del debate, de los refinamientos eróticos -aunque no del amor feliz-, representadas por la vida parisina, en que hombres y mujeres intercambian libremente comentarios, impresiones, se pelean afectuosamente y hasta consiguen separarse con cierta elegancia, sin mayor escándalo, contrastan violentamente, según un esquema de acusado binarismo, con la visión telúrica de la tierra americana. América, en cambio, es ajena a estas frivolidades mundanas, a estas sofisticaciones (ya exaltadas en su tiempo por el Modernismo rubendariano). Todo en “Luna caliente” es, además, determinismo, exceso y monolitismo: climático, psicológico, político.
El Mal, en efecto, no reviste aquí únicamente una dimension sexual. De algo más se trata en este texto que de las aventuras de una « lolita » enardecida, de una “nínfula” chaqueña y de su amante bestial. Cual rizoma, el Mal se expande, echa potentes ramificaciones que dañan todo el tejido social. Por eso importa fijarse bien en ciertas características deliberadamente asignadas al personaje de Ramiro, joven burgués argentino, cuyos desbordamientos sexuales y conducta criminal están a punto de poner en peligro la brillante carrera universitaria que su extracción social y su talento parecían tenerle asegurada. El personaje se nos aparece como bastante arrogante, cosmopolita, orgulloso de su conocimiento de Europa que lo distingue del vulgo -el viaje a Francia y la formación en París de las élites nacionales es, desde los tiempos de la Colonia, un tópico de la literatura latinoamericana-. Indirectamente, el texto -cuya acción transcurre en diciembre del 77 , durante la última dictadura militar - destapa el prudente silencio de ciertos sectores acomodados de la sociedad argentina, e incluso su connivencia con la dictadura militar entonces vigente.
“-Voy a ser claro nuevamente, doctor: usted no está siendo admitido en la universidad sólo por sus estudios, ni por sus títulos. En el proceso en el que estamos empeñadas las fuerzas armadas, ello no es posible, sin nuestro consentimiento. Usted viene a ser lo que yo llamaría un hombre de reserva, una persona en estudio” .
Como atrapados en las redes monstruosas de los militares, todos intentan torpemente salvar el pellejo, víctimas de presiones y amenazas: tal es el caso del camionero interrogado en la Jefatura de Policía, así como el del mismo protagonista, literalmente acosado, manipulado y chantajeado por unos militares sabedores de su culpabilidad. Los que, excepcionalmente, se toman el trabajo de analizar con lucidez la situación y se atreven a hablar, no dejan por eso de deteriorarse de modo irremediable. Es lo que ocurre al personaje del médico Don Braulio Tannenbaum, entrañable y repulsivo a la vez, cuya lenta autodestrucción masoquista por el alcohol reviste la forma de una hiperbólica, una esperpéntica borrachera. (Don Braulio, padre de Araceli -no lo olvidemos-, será eliminado por Ramiro, temeroso de sus imprevisibles reacciones. Éste será, propiamente dicho, el primer crimen verdadero cometido por Ramiro.) Otros personajes secundarios, perfectamente delineados, como el obrero Juan Gomulka, también nos permiten acceder al profundo abatimiento y la locura larvada de todos aquellos que se siguen aferrando, contra toda lógica, contra toda esperanza, a los símbolos de un pasado mejor -los tiempos de bonanza y relativa libertad del primer peronismo-. Así puede comprenderse el obsesivo apego, el amor casi visceral del obrero por su coche, un Ford del 47:
“Gritó, insultó, dijo que así se acababa una amistad, que había sido un abuso de confianza. Ramiro lo escuchó lamentarse, respondió a todo que sí y prometió pagarle los daños, en cuanto pudiera. Gomulka juró que no había dinero para pagarle el daño moral, pues ese Ford había sido restaurado con sus propias manos y con piezas originales, no lo voy a perdonar nunca, me quiero morir…”
Como podemos advertirlo, todas las capas de la sociedad argentina -cualquiera que sea su origen (criollo, polaco, judío) y su nivel económico- quedan destruidas, directa o indirectamente, por esa dictadura devastadora.
Por poco que leamos con atención “Luna caliente”, no se nos puede escapar la punzante presencia de patrulleros, siniestros Ford Falcon, agentes parapoliciales brutales y taimados, las alusiones a la vigilancia, la censura, la represión, la violencia de las armas e incluso la tortura, abiertamente evocada. Cunde en toda la novela un ambiente de “miedo”, “espanto” y hasta “terror” -vocablos los tres que puntúan el texto con un sabio in crescendo-, que no deja de ilustrarnos sobre la intencionalidad de esta terrible fábula.
El Mal proteiforme que nos da a contemplar el texto es el producto de una doble impotencia, de una doble ceguera: íntima y política. No nos olvidemos de que Ramiro viene presentado, pese a las apariencias, como un ser inseguro, secretamente incómodo en presencia de las mujeres, acomplejado por este sexo tildado de débil, a quien percibe, sin embargo, como ingobernable, misterioso y superior al suyo. En su caso misoginia y miedo van de la mano, llevándolo a una conducta irracional y hasta criminal, fundada en una soterrada lucha genérica, en una silenciosa guerra de los sexos. Sólo la madre del protagonista, protectora e involuntaria cómplice, personaje apagado si cabe, se libra de la mirada recelosa que el hijo posa en las mujeres:
“Las mujeres representan el sentido común que nos falta a los hombres, se confesó. Y eso es lo que los hombres tememos. Por desearlas y necesitarlas, les tenemos miedo. Nos causan pavor. ¿O no era eso lo que había sentido frente a Araceli, anoche? Él, Ramiro Bernárdez, el gran macho, el argentino maula que no fue capaz de alzarse a una francesita de París, anoche se había convertido en un vulgar violador. Por miedo, por terror” .
¿Quién es, de hecho, Ramiro Bermúdez? ¿Acaso es, como él mismo lo afirma, consciente de su infamia y autoflagelándose no sin cierto humor, “un prototipo lombrosiano” , biológica, genéticamente programado para hacer el mal? ¿Es válido este argumento determinista decimonónico?, totalmente superado hoy, y enarbolado con cierta mala fe, una vez más, en el capítulo X. Aunque ciertos detalles o pasajes de la novela parecerían corroborar parcialmente esta tesis -el de la repugnante crueldad infantil que demuestra Ramiro en el episodio de los gatitos-, conviene no concederles una exagerada importancia:
“Y se quedó así, paralizado ante el cuadro que veía, de suciedad y repulsión, hasta que observó que cuatro pequeños gatitos se deslizaban, casi reptando, por debajo de la mesa, como buscando refugio en otro lado. Entonces, fríamente, cerró la ventana que daba al patio, la puerta que daba a la cocina y la que él mismo había abierto y que comunicaba con el resto de la casa. Excitado por su venganza, regresó al coche donde lo esperaba el tío Ramón. Casi un mes después, cuando volvieron a Resistencia su madre y Cristina, su hermana menor, se horrorizaron ante los pequeños cadáveres descompuestos, cuyas pelambres estaban pegadas, como incrustadas en las baldosas. El olor era insoportable y él, después de negar toda responsabilidad, se fue al cine y se pasó la tarde viendo una misma película de Luis Sandrini” .
La excitabilidad malsana, el sadismo, la oscura atracción por la muerte demostrados por el niño Ramiro en un momento muy específico de su vida -después del fallecimiento de su padre, justamente- no significan necesariamente que el personaje sea de una excepcional perversidad. Ya hace mucho que la psicología infantil y el psicoanálisis han desmitificado la figura del niño, poniéndonos en guardia contra su supuesta inocencia y bondad. El texto insiste -no lo olvidemos- en la importancia de la casualidad, los malentendidos, las incomprensiones; en pocas palabras, en los fatales engranajes que, como en una tragedia griega, se disponen a triturar a Ramiro y Araceli. Además, las mismas preguntas que no deja de plantearse el protagonista, los debates internos que lo agitan, su asombro ante su misma ruindad, sus tardías cavilaciones sobre el amor que pudo haberlo salvado del infierno , son una prueba irrefutable de que, por muy lujurioso y criminal que sea, es algo más que un bruto inescrupuloso y frío. Es a la luz del psicoanálisis y no del determinismo lombrosiano como debe, finalmente, leerse su aventura.
Por mucho que el Ramiro intente autojustificarse, en efecto, parapetándose en ocasiones tras el cinismo de brillantes planteamientos literarios -los de De Quincey y de Dostoievsky, particularmente-, nunca logran convencerlo totalmente, por ejemplo, los argumentos especiosos del ruso: que el honor, la conciencia, el remordimiento son pura superstición, que el narcisismo, en cambio, es un valor respetable… Tampoco llega a compartir realmente con el inglés la admiración que éste siente ante el crimen, descaradamente elevado por él al rango de las “Bellas Artes”. El Mal, en el caso de Ramiro Bermúdez, no significa la inexistencia de todo imperativo moral, sino el debilitamiento, el borrado parcial, la abolición pasajera de la sublimación ante las arremetidas de la pulsión, tanto más fuertes cuanto que la sociedad las reprime severamente. Lo que sí revela, en cambio, la actitud desenfrenada de Ramiro es una forma de malestar frente al Otro, de rabiosa y disimulada impotencia.
Reforzando la inseguridad íntima, el pánico de un Ramiro desquiciado que se percibe, erróneamente, como inhumano, monstruoso, ajeno a toda preocupación moral , y no puede dejar de infligir el mal para sentir que existe, el miedo colectivo impuesto por el “régimen militar” -la cara política del Mal- no tarda en declinar todos sus modalidades, haciendo más irrespirable aún la deletérea pasión vivida por los dos protagonistas. A la tónica erótica del relato se suman los tintes sombríos de la novela policial y de la novela de aventuras -una agitada “road-story” en que Ramiro huye desordenadamente de la policía hacia la frontera paraguaya-. El Mal político, omnipresente -movido por burdos estereotipos ideológicos, frío, mecánico, desenvuelto y retador, dueño del espacio y del tiempo-, se filtra en el más mínimo intersticio dejado por las peripecias de la aventura erótica inicial. Todo será, en adelante, imperio del terror, universo dantesco -como lo sugieren las palabras finales de la novela, recordándonos la importancia del universo de Dante Alighieri en la narrativa de Mempo Giardinelli-. Como lo intuye el lector, a una forma de “banalidad” del Mal nos está enfrentando finalmente esta novela. A un Mal expansivo, corruptor, capaz de contaminar los elementos sanos (Araceli), de crear graves perturbaciones (colapso emocional de Gomulka, actitud suicida de Tannembaum, acobardamiento generalizado), más espantoso aún que el que ponían en escena las grandes maquinarias terroríficas del siglo XIX (la novela gótica, por ejemplo). Pero siendo tan invasora, tan compacta la presencia del Mal en Luna caliente, ¿será posible escapar finalmente de sus efluvios deletéreos? ¿O imposible?
¿Imposible, de verdad? ¿Sólo nos habrá servido esta novela de entretenimiento? ¿No será entonces la literatura de ninguna utilidad para derrotar al Mal, siquiera parcialmente? ¿Sólo será capaz “Luna caliente” de describirlo?, no sin cierta complacencia -dirán los mojigatos-. Asomémonos de nuevo a la cuestión del Mal. Más allá de toda anécdota, preguntémonos en qué consiste exactamente Él en “Luna caliente”. Bien podría ser que el Mal estuviera estructuralmente vinculado a la cuestión de la univocidad. Porque tanto la aventura erótica impuesta inicialmente a la fuerza, como el régimen político dictatorial, se caracterizan por un movimiento de reducción de lo plural a lo singular, de lo diverso a lo uniforme, preludiando el reinado de la Repetición de lo Mismo, hasta la saciedad. De ahí esta sensación, muy lograda, de vértigo y agobio a la vez. De vértigo: engendrado por el ritmo mismo de la ficción -ritmo acezante de novela policíaca, con falsas apariencias, revelaciones, peripecias, lances imprevistos, enigmas insolubles-, en que cada página, ilusoriamente, parece andar con ganas de brindarnos algún dato determinante para una más cabal intelección de la situación; pero el vértigo causado por la rápida sucesión de los capítulos breves e incisivos que configuran la novela (un promedio de siete-ocho páginas, sólo dos páginas en el capítulo IX) nos lleva, sin embargo, con gran pericia, a una conclusión. Una única certidumbre, asestada por el texto como “un cross a la mandíbula”, con vigor arltiano: la omnipresencia del Mal, cualquiera que sea su modalidad y sus orígenes. El lector comienza a percibir entonces, más allá de los indiscutibles ganchos del discurso ficcional, la verdadera naturaleza del Mal que corroe la sociedad chaqueña: su carácter totalitario, uniformizante.
El agobio no tarda en sumarse al vértigo, tan pesada resulta la reiteración de la infamia, en todos los niveles. En adelante, el arte del narrador -que es grande- consistirá en transmutar este sentimiento de agobio del receptor en una suerte de curiosidad indignada, en una incredulidad fascinada y vital, que reimpulsen la ficción impidiéndole todo cierre definitivo:
“En ese momento sonó el teléfono, y saltó de la cama. Finalmente llegaban a detenerlo. Descolgó el aparato. Era el tipo de la conserjería.
-Señor: aquí lo busca una señorita.
Ramiro apretó el tubo, conteniendo la respiración. Miró por la ventana, negando con la cabeza. Luego miró la Biblia que estaba sobre la mesa de noche y pensó en Dios, pero él no tenía Dios. No lo había. Sólo había, entonces y para siempre, el recuerdo de la luna caliente del Chaco, instalada en un pedazo de piel, la piel más excitante que jamás conocería.
-¿Cómo dice?
-Que lo busca una señorita, señor, casi una niña.
Al lector ya no le cabe la menor duda: el Mal, cual enfermedad endémica, resurge al final de la novela. Está lejos de haber dicho su última palabra. Su condición participa de la pesadilla, envolvente y angustiosa. Dista mucho de haber terminado la dictadura argentina y parece bien improbable la redención moral de Ramiro. Que se trate de la reaparición, poco verosímil, de Araceli, ferozmente asesinada en un episodio anterior por Ramiro, o de una ofuscación mental del protagonista, de una reacción delirante, obsesionante, rayana en lo onírico-fantástico, en la última página de la novela el lector se ve devuelto, en un cíclico movimiento, a la sórdida y trágica tríada del arranque de la novela: mirada, determinismo, lujuria. O mejor dicho, recordando nuestra propia línea interpretativa: mirada, pulsión, lujuria. Y de nuevo, la noria de infamias individuales y colectivas: el Mal.
Si no ha sido derrotado el Mal, por lo menos “Luna caliente” nos habrá revelado a través del despliegue de su brillante discurso dialógico -rico en interrogaciones, contradicciones, paradojas, modalizaciones, provocantes juegos intertextuales, humor- el totalitarismo del que se nutre aquél: el monolitismo embrutecedor del deseo, de la pulsión obsesiva, a nivel individual ; y el monolitismo asfixiante de la ideología oficial. Ambos monolitismos, cuyas aguas se mezclan, se fundan en el culto a la “acción”, a la eficacia, deshumanizadoras, mortíferas. Cerremos ahora la novela. Escapémonos de la pesadilla. Actuemos, a nuestra manera: reflexionando, pausadamente. Sobre esta novela ambiciosa -pese a su brevedad-, verdadera alegoría acerca de la violencia y el miedo, el sexo desenfrenado y la dictadura, el Mal.
NOTAS
1 Mempo Giardinelli, “Luna caliente”, Alianza Editorial, Madrid, 1996, capítulo I, página 13.
2 Véanse los sugerentes pesonajes de Barba azul, Narciso, Edipo, Psique, Medusa, y también el caso de Orfeo, todos ellos citados por Jean Starobinski en su enjundioso ensayo sobre el ojo.
3 Jean Starobinski, «L’œil vivant», Gallimard, 1961, página 14. (Traducido al español: “El ojo vivo”, Valladolid, Cuatro Ediciones, 2002.)
4 Véase Georges Bataille, “Histoire de l’œil”, e igualmente el texto intitulado «L’œil», en “Articles”. (Traducido al español: “Historia del ojo”, Ediciones Coyoacán, México D. F., 1994.)
5 Jean-Paul Sartre, «L’être et le néant» (Essai d’ontologie phénoménologique), Gallimard, 1943. (Traducido al español: “El ser y la Nada”, Losada, Biblioteca de Obras Maestras del Pensamiento, Argentina, 1943.)
6 Véase «Art d’Amérique latine». 1911-1968, Musée national d’art moderne. Centre Georges Pompidou, 1992, páginas 153-155 (tres reproducciones), y, en las páginas 140-141, la presentación del pintor realizada por Angel Kalenberg, y traducida por Claire Blanchon.
7 Véase Mempo Giardinelli, op. cit., capítulo XV, página 101: « Estaba caliente; todo el país estaba caliente ese diciembre del 77. »
8 La última dictadura militar argentina transcurrió de 1976 a 1983, fecha esta última que señaló el restablecimiento de la democracia, simbolizada por la figura del radical Raúl Alfonsín.
9 Mempo Giardinelli, op. cit., página 109.
10 Ibid., capítulo XIV, páginas 93-94
11 Ibid., capítulo X, páginas 63-64.
12 Ibid., capítulo X, páginas 64-65.
13 Ibid., capítulo VII, página 46.
14 Ibid., Epílogo, capítulo XXIV, página 160: «Y los militares continuarían en el gobierno. Y los Gamboa seguirían teniendo todo controlado. Todo eso era poco: la verdadera condena era no ser sumergido inmediatamente en las lagunas de sangre del séptimo círculo; era no sufrir los dardazos de los centauros cada vez que quisiera erguirse. La condena era ser joven y estar vivo, y no poder morir ni amar, en esas tierras de nadie.»
15 Ibid., capítulo X, página 65: « Entonces, él no tenía honor; no era honrado, ni siquiera un hombre. Todos los siglos de la humanidad, de ese afanoso procurar distinguir el bien del mal, se le vinieron encima.
16 Véanse los análisis de Hannah Arendt sobre la « banalidad del mal », en Eichmann en Jerusalén, 1963.
17 Ibid., capítulo XXIV, páginas 160-161.
El agobio no tarda en sumarse al vértigo, tan pesada resulta la reiteración de la infamia, en todos los niveles. En adelante, el arte del narrador -que es grande- consistirá en transmutar este sentimiento de agobio del receptor en una suerte de curiosidad indignada, en una incredulidad fascinada y vital, que reimpulsen la ficción impidiéndole todo cierre definitivo:
“En ese momento sonó el teléfono, y saltó de la cama. Finalmente llegaban a detenerlo. Descolgó el aparato. Era el tipo de la conserjería.
-Señor: aquí lo busca una señorita.
Ramiro apretó el tubo, conteniendo la respiración. Miró por la ventana, negando con la cabeza. Luego miró la Biblia que estaba sobre la mesa de noche y pensó en Dios, pero él no tenía Dios. No lo había. Sólo había, entonces y para siempre, el recuerdo de la luna caliente del Chaco, instalada en un pedazo de piel, la piel más excitante que jamás conocería.
-¿Cómo dice?
-Que lo busca una señorita, señor, casi una niña.
Al lector ya no le cabe la menor duda: el Mal, cual enfermedad endémica, resurge al final de la novela. Está lejos de haber dicho su última palabra. Su condición participa de la pesadilla, envolvente y angustiosa. Dista mucho de haber terminado la dictadura argentina y parece bien improbable la redención moral de Ramiro. Que se trate de la reaparición, poco verosímil, de Araceli, ferozmente asesinada en un episodio anterior por Ramiro, o de una ofuscación mental del protagonista, de una reacción delirante, obsesionante, rayana en lo onírico-fantástico, en la última página de la novela el lector se ve devuelto, en un cíclico movimiento, a la sórdida y trágica tríada del arranque de la novela: mirada, determinismo, lujuria. O mejor dicho, recordando nuestra propia línea interpretativa: mirada, pulsión, lujuria. Y de nuevo, la noria de infamias individuales y colectivas: el Mal.
Si no ha sido derrotado el Mal, por lo menos “Luna caliente” nos habrá revelado a través del despliegue de su brillante discurso dialógico -rico en interrogaciones, contradicciones, paradojas, modalizaciones, provocantes juegos intertextuales, humor- el totalitarismo del que se nutre aquél: el monolitismo embrutecedor del deseo, de la pulsión obsesiva, a nivel individual ; y el monolitismo asfixiante de la ideología oficial. Ambos monolitismos, cuyas aguas se mezclan, se fundan en el culto a la “acción”, a la eficacia, deshumanizadoras, mortíferas. Cerremos ahora la novela. Escapémonos de la pesadilla. Actuemos, a nuestra manera: reflexionando, pausadamente. Sobre esta novela ambiciosa -pese a su brevedad-, verdadera alegoría acerca de la violencia y el miedo, el sexo desenfrenado y la dictadura, el Mal.
NOTAS
1 Mempo Giardinelli, “Luna caliente”, Alianza Editorial, Madrid, 1996, capítulo I, página 13.
2 Véanse los sugerentes pesonajes de Barba azul, Narciso, Edipo, Psique, Medusa, y también el caso de Orfeo, todos ellos citados por Jean Starobinski en su enjundioso ensayo sobre el ojo.
3 Jean Starobinski, «L’œil vivant», Gallimard, 1961, página 14. (Traducido al español: “El ojo vivo”, Valladolid, Cuatro Ediciones, 2002.)
4 Véase Georges Bataille, “Histoire de l’œil”, e igualmente el texto intitulado «L’œil», en “Articles”. (Traducido al español: “Historia del ojo”, Ediciones Coyoacán, México D. F., 1994.)
5 Jean-Paul Sartre, «L’être et le néant» (Essai d’ontologie phénoménologique), Gallimard, 1943. (Traducido al español: “El ser y la Nada”, Losada, Biblioteca de Obras Maestras del Pensamiento, Argentina, 1943.)
6 Véase «Art d’Amérique latine». 1911-1968, Musée national d’art moderne. Centre Georges Pompidou, 1992, páginas 153-155 (tres reproducciones), y, en las páginas 140-141, la presentación del pintor realizada por Angel Kalenberg, y traducida por Claire Blanchon.
7 Véase Mempo Giardinelli, op. cit., capítulo XV, página 101: « Estaba caliente; todo el país estaba caliente ese diciembre del 77. »
8 La última dictadura militar argentina transcurrió de 1976 a 1983, fecha esta última que señaló el restablecimiento de la democracia, simbolizada por la figura del radical Raúl Alfonsín.
9 Mempo Giardinelli, op. cit., página 109.
10 Ibid., capítulo XIV, páginas 93-94
11 Ibid., capítulo X, páginas 63-64.
12 Ibid., capítulo X, páginas 64-65.
13 Ibid., capítulo VII, página 46.
14 Ibid., Epílogo, capítulo XXIV, página 160: «Y los militares continuarían en el gobierno. Y los Gamboa seguirían teniendo todo controlado. Todo eso era poco: la verdadera condena era no ser sumergido inmediatamente en las lagunas de sangre del séptimo círculo; era no sufrir los dardazos de los centauros cada vez que quisiera erguirse. La condena era ser joven y estar vivo, y no poder morir ni amar, en esas tierras de nadie.»
15 Ibid., capítulo X, página 65: « Entonces, él no tenía honor; no era honrado, ni siquiera un hombre. Todos los siglos de la humanidad, de ese afanoso procurar distinguir el bien del mal, se le vinieron encima.
16 Véanse los análisis de Hannah Arendt sobre la « banalidad del mal », en Eichmann en Jerusalén, 1963.
17 Ibid., capítulo XXIV, páginas 160-161.
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