EL DUELO
SEXTA ENTREGA
CAPITULO III (2)
Más tarde, en París, cuando se encontraba extraordinariamente ocupado en reorganizar su regimiento, el coronel Feraud supo que D'Hubert había ascendido a general.
Fijó en su informante una mirada incrédula, en seguida cruzó los brazos y se alejó refunfuñando:
-Nada me sorprende ya de parte de ese hombre.
Y en voz alta agregó, hablando por encima del hombro:
-Le agradecería que advirtiera al general D'Hubert, en la primera ocasión posible,
que su promoción lo libra temporalmente de un grave encuentro. Sólo estaba esperando que llegara aquí.
El otro oficial objetó:
-¿Cómo puede pensar en ello, coronel Feraud, ahora que cada vida debería ser exclusivamente consagrada a la gloria y seguridad de Francia?
Pero la tensión de la desdicha causada por los reveses militares había agriado el carácter del coronel Feraud. Como a muchos hombres, la desgracia lo corrompía.
-No puedo atribuir a la existencia del general D'Hubert ningún valor relativo a la gloria o la seguridad de Francia -replicó cínicamente. -Supongo que no pretenderá conocerlo mejor que yo..., yo que me he batido con él en media docena de duelos..., ¿no es así?
Hombre joven, su interlocutor no contestó. El coronel Feraud empezó a pasearse por la pieza.
-No es época esta en que se deban disimular las cosas -dijo-. -No puedo creer que ese hombre haya amado alguna vez al Emperador, Recogió sus estrellas de general bajo las botas del mariscal Berthier. Yo obtendré las mías en otra forma, y entonces liquidaremos de una vez este asunto, que se prolonga demasiado.
Informado por vías indirectas de la actitud del coronel Feraud, el general D'Hubert esbozó un gesto como quien echa de lado a un personaje importuno. Su preocupación giraba alrededor de asuntos más graves. No había tenido tiempo de ir a visitar a su familia. Su hermana, cuyas esperanzas monarquistas crecían día a día, no obstante lo orgullosa que de él se sentía, lamentaba hasta cierto punto su promoción, pues esta lo señalaba claramente con el favor del usurpador, lo que más tarde podría perjudicarlo en su carrera. Él le escribió advirtiéndole que sólo un inveterado enemigo podría decir que había obtenido su ascenso por favoritismo. En cuanto a su carrera, 1e aseguraba que no veía en el futuro más allá del próximo campo de batalla.
Iniciando la campaña de Francia en este lamentable estado de ánimo, el general D'Hubert fue herido en el segundo día de la batalla de Laon. Al ser trasladado fuera del campo, oyó que el coronel Feraud, ascendido a general en ese mismo momento, había sido enviado a reemplazarlo a la cabeza de su propia brigada. Maldijo impulsivamente su suerte, incapaz de comprender a primera vista todas las ventajas que le aportaría una grave herida.
Sin embargo, por este medio enérgico, la Providencia se disponía a forjar su futuro.
Dirigiéndose lentamente hacia la residencia campestre de su hermana, al cuidado de un fiel servidor, el general D'Hubert escapó a todas las humillaciones y cavilaciones que torturaron a los hombres del imperio napoleónico cuando se produjo el derrumbe.
Tendido en su lecho, con la ventana de par en par abierta al sol de Provenza, percibió por fin claramente los indiscutibles beneficios que le aportó aquel dentado fragmento de obús prusiano que, al matar su caballo y rasgarle el muslo, lo salvó de un hondo conflicto de conciencia. Al cabo de catorce años transcurridos sobre la silla de montar y con la espada en la mano, y con un sentido del deber ampliamente cumplido, el general D'Hubert descubrió que la resignación era una virtud fácil. Su hermana se sentía encantada de su sometimiento. "Me pongo íntegramente en tus manos, mi querida Leonie", le había dicho él.
Convalecía aún cuando, gracias a la favorable influencia de la familia dé su cuñado, recibió del gobierno monárquico no sólo la confirmación de su rango, sino la seguridad de que continuaría en el servicio activo. A esto se añadía un ilimitado permiso -de convalecencia. La opinión desfavorable que de él se tenia en los círculos bonapartistas -aunque sólo se apoyaba en las declaraciones sin fundamento de Feraud- fue directamente responsable de su permanencia en la lista activa. En cuanto al general Feraud, también se le confirmó en su rango. Era más de lo que había esperado, pero el mariscal Soult, entonces ministro de la guerra del rey restituido, favorecía a los oficiales que habían luchado en España.
Pero ni siquiera la protección del mariscal era lo suficientemente poderosa para procurarles una ocupación. Feraud permaneció irreconciliable, ocioso y siniestro. En oscuros restaurantes buscaba la compañía de otros oficiales, a media paga, que conservaban con veneración, en el bolsillo del pecho, las ajadas pero gloriosas cocardas tricolores, y lucían en sus viejas chaquetas los botones con el águila imperial prohibida, resistiéndose al cambio prescrito bajo el pretexto de que su pobreza no les permitía el gasto.
El regreso triunfante de la Isla de Elba, hecho histórico tan maravilloso y sorprendente como las hazañas de algún semidiós mitológico, sorprendió al general D'Hubert demasiado débil aún para montar un caballo. Tampoco podía caminar bien. Estos impedimentos físicos, que Madame Leonie consideraba afortunadísimos, colaboraron a apartar a su hermano de todo peligro posible. Sin embargo, notó con desaliento que su estado de ánimo estaba muy lejos de ser razonable. Este general, amenazado aún de la pérdida de un miembro, fue una noche sorprendido en las caballerizas del castillo por un criado que, al divisar una luz, sembró la alarma temiendo una incursión de ladrones. La muleta yacía medio enterrada en la paja y el general saltaba en una pierna sobre un cajón vacío, esforzándose en ensillar un fogoso caballo. Tales eran los efectos de la fascinación imperial sobre el espíritu de un hombre de temperamento calmado y mente serena. Acosado, a la luz de los faroles de la caballeriza, por los llantos, las súplicas, la indignación, las reconvenciones y reproches de su familia, salió de esta difícil situación desmayándose oportunamente en los brazos del más próximo pariente, y en este estado se le condujo a su lecho. Antes que pudiera levantarse de nuevo, el segundo reinado de Napoleón, los Cien Días de febril agitación y supremo esfuerzo se desvanecieron como una terrorífica pesadilla. El año trágico de 1815, iniciado en medio de preocupaciones e inquietudes, terminó con vastos proyectos de venganza.
Cómo el general Feraud escapó a las garras de la Comisión Especial y a los últimos servicios de un pelotón de fusilamiento, ni él mismo lo supo jamás. Se debió esto en parte al papel subalterno que se le asignó durante los Cien Días. El Emperador no le concedió nunca el mando activo, sino que lo mantuvo ocupado en la guarnición de caballería en París, preparando y enviando rápidamente expertos soldados a los campos de batalla.
Considerando esta tarea indigna de sus méritos, se había desempeñado sin un celo especial, pero fue la intervención del propio general D'Hubert la que lo salvó definitivamente de los excesos de la reacción monárquica.
Gozando aún de su permiso de convalecencia, pero ya en estado de viajar, éste había sido enviado por su hermana para que se presentara a su legítimo soberano. Como nadie en la capital podía conocer los detalles de la escena en la caballeriza, fue recibido allí con honores.
Militar hasta lo más hondo de su alma, la posibilidad de continuar en su carrera lo compensaba de ser el objeto de la malevolencia bonapartista, que lo perseguía con una tenacidad que le parecía inexplicable. Todo el rencor de aquel partido perseguido y amargado lo señalaba a él cómo el hombre que "jamás" amó al Emperador, una especie de monstruo esencialmente más perverso que un simple traidor.
El general D'Hubert se encogía de hombros, indiferente a este feroz prejuicio.
Desairado por sus antiguos amigos y profundamente desconfiado de las atenciones de la sociedad monarquista, el joven y apuesto general (apenas contaba cuarenta años) adoptó una actitud de fría y puntillosa cortesía que, a la menor insinuación de una solapada ofensa, se trocaba en impenetrable altivez. En esta forma precavido, el general D'Hubert atendía a sus asuntos en París, sintiéndose íntimamente dichoso con aquella peculiar y alentadora sensación de felicidad, que es privilegio del hombre enamorado. La niña encantadora buscada por su hermana se había presentado en escena conquistándolo completamente, en aquella forma única que una muchacha muy joven se apodera de un hombre de cuarenta años por el solo hecho de existir en su presencia. Se casarían apenas el general D'Hubert obtuviera su nombramiento oficial para el mando prometido.
Una tarde, sentado en la terrasse del Café Tortoni, el general D'Hubert se impuso, por la conversación de dos desconocidos instalados en una mesa vecina, de que el general Feraud, incluido en el número de oficiales detenidos después del segundo regreso del rey, estaba en peligro de pasar ante la Comisión Especial. Ocupados todos sus momentos de ocio -como a menudo ocurre a los enamorados- en vivir anticipado a la realidad en un estado de maravillosa alucinación, fue preciso que el nombre de su perpetuo antagonista fuera pronunciado en voz alta para arrancar al más joven de los generales de Napoleón de la contemplación mental de su prometida. Miró a su alrededor. Los desconocidos llevaban trajes de civiles. Delgados y curtidos por la intemperie, reclinados en sus sillas, miraban a la multitud con ceñudo y desafiante menosprecio por debajo del ala de sus sombreros muy hundidos sobre los ojos. Era fácil reconocerlos como dos de los oficiales de la Vieja Guardia a los cuales se había impuesto el retiro. Por bravata o negligencia hablaban con voz muy alta, y el general D'Hubert, que no veía motivo para cambiar de asiento, oyó todo lo que decían.
Al parecer no eran amigos personales del general Feraud. Su nombre iba incluido entre otros.
Al oírlo varias veces repetido, las tiernas ensoñaciones del general D'Hubert sobre un futuro doméstico, adornado por la gracia exquisita de una mujer, se vieron interrumpidas bruscamente por la aguda nostalgia de su pasado guerrero, de aquel prolongado y embriagador choque de las armas, único en la magnitud de su gloria y su desastre, obra maravillosa y posesión exclusiva de su generación. Lo invadió una insensata ternura hacia su antiguo adversario y consideró con emoción la locura criminal que su encuentro introdujo en su vida. Era como un sabor particularmente picante agregado a un guiso bien sazonado.
Recordó su gusto con súbita melancolía. Jamás volvería a sentirlo. Todo aquello había terminado. "Me imagino que el dejarlo allí tirado en el jardín lo exasperó desde el principio", pensó con indulgencia.
Los dos desconocidos guardaron silencio después de haber pronunciado por tercera vez el nombre del general Feraud. De pronto, el que parecía de más edad, tomó nuevamente la palabra y afirmó, en tono amargo, que la suerte de Feraud estaba echada. ¿Y por qué?
SEXTA ENTREGA
CAPITULO III (2)
Más tarde, en París, cuando se encontraba extraordinariamente ocupado en reorganizar su regimiento, el coronel Feraud supo que D'Hubert había ascendido a general.
Fijó en su informante una mirada incrédula, en seguida cruzó los brazos y se alejó refunfuñando:
-Nada me sorprende ya de parte de ese hombre.
Y en voz alta agregó, hablando por encima del hombro:
-Le agradecería que advirtiera al general D'Hubert, en la primera ocasión posible,
que su promoción lo libra temporalmente de un grave encuentro. Sólo estaba esperando que llegara aquí.
El otro oficial objetó:
-¿Cómo puede pensar en ello, coronel Feraud, ahora que cada vida debería ser exclusivamente consagrada a la gloria y seguridad de Francia?
Pero la tensión de la desdicha causada por los reveses militares había agriado el carácter del coronel Feraud. Como a muchos hombres, la desgracia lo corrompía.
-No puedo atribuir a la existencia del general D'Hubert ningún valor relativo a la gloria o la seguridad de Francia -replicó cínicamente. -Supongo que no pretenderá conocerlo mejor que yo..., yo que me he batido con él en media docena de duelos..., ¿no es así?
Hombre joven, su interlocutor no contestó. El coronel Feraud empezó a pasearse por la pieza.
-No es época esta en que se deban disimular las cosas -dijo-. -No puedo creer que ese hombre haya amado alguna vez al Emperador, Recogió sus estrellas de general bajo las botas del mariscal Berthier. Yo obtendré las mías en otra forma, y entonces liquidaremos de una vez este asunto, que se prolonga demasiado.
Informado por vías indirectas de la actitud del coronel Feraud, el general D'Hubert esbozó un gesto como quien echa de lado a un personaje importuno. Su preocupación giraba alrededor de asuntos más graves. No había tenido tiempo de ir a visitar a su familia. Su hermana, cuyas esperanzas monarquistas crecían día a día, no obstante lo orgullosa que de él se sentía, lamentaba hasta cierto punto su promoción, pues esta lo señalaba claramente con el favor del usurpador, lo que más tarde podría perjudicarlo en su carrera. Él le escribió advirtiéndole que sólo un inveterado enemigo podría decir que había obtenido su ascenso por favoritismo. En cuanto a su carrera, 1e aseguraba que no veía en el futuro más allá del próximo campo de batalla.
Iniciando la campaña de Francia en este lamentable estado de ánimo, el general D'Hubert fue herido en el segundo día de la batalla de Laon. Al ser trasladado fuera del campo, oyó que el coronel Feraud, ascendido a general en ese mismo momento, había sido enviado a reemplazarlo a la cabeza de su propia brigada. Maldijo impulsivamente su suerte, incapaz de comprender a primera vista todas las ventajas que le aportaría una grave herida.
Sin embargo, por este medio enérgico, la Providencia se disponía a forjar su futuro.
Dirigiéndose lentamente hacia la residencia campestre de su hermana, al cuidado de un fiel servidor, el general D'Hubert escapó a todas las humillaciones y cavilaciones que torturaron a los hombres del imperio napoleónico cuando se produjo el derrumbe.
Tendido en su lecho, con la ventana de par en par abierta al sol de Provenza, percibió por fin claramente los indiscutibles beneficios que le aportó aquel dentado fragmento de obús prusiano que, al matar su caballo y rasgarle el muslo, lo salvó de un hondo conflicto de conciencia. Al cabo de catorce años transcurridos sobre la silla de montar y con la espada en la mano, y con un sentido del deber ampliamente cumplido, el general D'Hubert descubrió que la resignación era una virtud fácil. Su hermana se sentía encantada de su sometimiento. "Me pongo íntegramente en tus manos, mi querida Leonie", le había dicho él.
Convalecía aún cuando, gracias a la favorable influencia de la familia dé su cuñado, recibió del gobierno monárquico no sólo la confirmación de su rango, sino la seguridad de que continuaría en el servicio activo. A esto se añadía un ilimitado permiso -de convalecencia. La opinión desfavorable que de él se tenia en los círculos bonapartistas -aunque sólo se apoyaba en las declaraciones sin fundamento de Feraud- fue directamente responsable de su permanencia en la lista activa. En cuanto al general Feraud, también se le confirmó en su rango. Era más de lo que había esperado, pero el mariscal Soult, entonces ministro de la guerra del rey restituido, favorecía a los oficiales que habían luchado en España.
Pero ni siquiera la protección del mariscal era lo suficientemente poderosa para procurarles una ocupación. Feraud permaneció irreconciliable, ocioso y siniestro. En oscuros restaurantes buscaba la compañía de otros oficiales, a media paga, que conservaban con veneración, en el bolsillo del pecho, las ajadas pero gloriosas cocardas tricolores, y lucían en sus viejas chaquetas los botones con el águila imperial prohibida, resistiéndose al cambio prescrito bajo el pretexto de que su pobreza no les permitía el gasto.
El regreso triunfante de la Isla de Elba, hecho histórico tan maravilloso y sorprendente como las hazañas de algún semidiós mitológico, sorprendió al general D'Hubert demasiado débil aún para montar un caballo. Tampoco podía caminar bien. Estos impedimentos físicos, que Madame Leonie consideraba afortunadísimos, colaboraron a apartar a su hermano de todo peligro posible. Sin embargo, notó con desaliento que su estado de ánimo estaba muy lejos de ser razonable. Este general, amenazado aún de la pérdida de un miembro, fue una noche sorprendido en las caballerizas del castillo por un criado que, al divisar una luz, sembró la alarma temiendo una incursión de ladrones. La muleta yacía medio enterrada en la paja y el general saltaba en una pierna sobre un cajón vacío, esforzándose en ensillar un fogoso caballo. Tales eran los efectos de la fascinación imperial sobre el espíritu de un hombre de temperamento calmado y mente serena. Acosado, a la luz de los faroles de la caballeriza, por los llantos, las súplicas, la indignación, las reconvenciones y reproches de su familia, salió de esta difícil situación desmayándose oportunamente en los brazos del más próximo pariente, y en este estado se le condujo a su lecho. Antes que pudiera levantarse de nuevo, el segundo reinado de Napoleón, los Cien Días de febril agitación y supremo esfuerzo se desvanecieron como una terrorífica pesadilla. El año trágico de 1815, iniciado en medio de preocupaciones e inquietudes, terminó con vastos proyectos de venganza.
Cómo el general Feraud escapó a las garras de la Comisión Especial y a los últimos servicios de un pelotón de fusilamiento, ni él mismo lo supo jamás. Se debió esto en parte al papel subalterno que se le asignó durante los Cien Días. El Emperador no le concedió nunca el mando activo, sino que lo mantuvo ocupado en la guarnición de caballería en París, preparando y enviando rápidamente expertos soldados a los campos de batalla.
Considerando esta tarea indigna de sus méritos, se había desempeñado sin un celo especial, pero fue la intervención del propio general D'Hubert la que lo salvó definitivamente de los excesos de la reacción monárquica.
Gozando aún de su permiso de convalecencia, pero ya en estado de viajar, éste había sido enviado por su hermana para que se presentara a su legítimo soberano. Como nadie en la capital podía conocer los detalles de la escena en la caballeriza, fue recibido allí con honores.
Militar hasta lo más hondo de su alma, la posibilidad de continuar en su carrera lo compensaba de ser el objeto de la malevolencia bonapartista, que lo perseguía con una tenacidad que le parecía inexplicable. Todo el rencor de aquel partido perseguido y amargado lo señalaba a él cómo el hombre que "jamás" amó al Emperador, una especie de monstruo esencialmente más perverso que un simple traidor.
El general D'Hubert se encogía de hombros, indiferente a este feroz prejuicio.
Desairado por sus antiguos amigos y profundamente desconfiado de las atenciones de la sociedad monarquista, el joven y apuesto general (apenas contaba cuarenta años) adoptó una actitud de fría y puntillosa cortesía que, a la menor insinuación de una solapada ofensa, se trocaba en impenetrable altivez. En esta forma precavido, el general D'Hubert atendía a sus asuntos en París, sintiéndose íntimamente dichoso con aquella peculiar y alentadora sensación de felicidad, que es privilegio del hombre enamorado. La niña encantadora buscada por su hermana se había presentado en escena conquistándolo completamente, en aquella forma única que una muchacha muy joven se apodera de un hombre de cuarenta años por el solo hecho de existir en su presencia. Se casarían apenas el general D'Hubert obtuviera su nombramiento oficial para el mando prometido.
Una tarde, sentado en la terrasse del Café Tortoni, el general D'Hubert se impuso, por la conversación de dos desconocidos instalados en una mesa vecina, de que el general Feraud, incluido en el número de oficiales detenidos después del segundo regreso del rey, estaba en peligro de pasar ante la Comisión Especial. Ocupados todos sus momentos de ocio -como a menudo ocurre a los enamorados- en vivir anticipado a la realidad en un estado de maravillosa alucinación, fue preciso que el nombre de su perpetuo antagonista fuera pronunciado en voz alta para arrancar al más joven de los generales de Napoleón de la contemplación mental de su prometida. Miró a su alrededor. Los desconocidos llevaban trajes de civiles. Delgados y curtidos por la intemperie, reclinados en sus sillas, miraban a la multitud con ceñudo y desafiante menosprecio por debajo del ala de sus sombreros muy hundidos sobre los ojos. Era fácil reconocerlos como dos de los oficiales de la Vieja Guardia a los cuales se había impuesto el retiro. Por bravata o negligencia hablaban con voz muy alta, y el general D'Hubert, que no veía motivo para cambiar de asiento, oyó todo lo que decían.
Al parecer no eran amigos personales del general Feraud. Su nombre iba incluido entre otros.
Al oírlo varias veces repetido, las tiernas ensoñaciones del general D'Hubert sobre un futuro doméstico, adornado por la gracia exquisita de una mujer, se vieron interrumpidas bruscamente por la aguda nostalgia de su pasado guerrero, de aquel prolongado y embriagador choque de las armas, único en la magnitud de su gloria y su desastre, obra maravillosa y posesión exclusiva de su generación. Lo invadió una insensata ternura hacia su antiguo adversario y consideró con emoción la locura criminal que su encuentro introdujo en su vida. Era como un sabor particularmente picante agregado a un guiso bien sazonado.
Recordó su gusto con súbita melancolía. Jamás volvería a sentirlo. Todo aquello había terminado. "Me imagino que el dejarlo allí tirado en el jardín lo exasperó desde el principio", pensó con indulgencia.
Los dos desconocidos guardaron silencio después de haber pronunciado por tercera vez el nombre del general Feraud. De pronto, el que parecía de más edad, tomó nuevamente la palabra y afirmó, en tono amargo, que la suerte de Feraud estaba echada. ¿Y por qué?
Simplemente porque no era como otros individuos infatuados, que sólo se amaban a sí mismos. Los monárquicos sabían que nunca obtendrían nada de él. Amaba demasiado al Otro.
El Otro era el hombre de Santa Elena. Los dos oficiales asintieron y chocaron sus copas antes de beber por un imposible retorno. Entonces, el mismo que había hablado antes observó con una irónica carcajada:
-Su adversario ha demostrado más habilidad.
-¿Qué adversario? -preguntó el más joven, con cierta sorpresa.
-¿No lo sabe, acaso? Eran dos húsares. Después de cada ascenso se batían. ¿No ha oído entonces hablar del duelo que dura desde 1801?
Por supuesto, había oído hablar del duelo. Ahora comprendía la alusión. El barón general Hubert podría ahora disfrutar en paz del favor de su obeso rey.
-Que le haga buen provecho -farfulló el más viejo. -Ambos eran unos valientes. Nunca conocí a este D'Hubert; era una especie de presumido intrigante, según me han dicho. Pero no me cabe duda de que he oído decir de él, a Feraud, que nunca amó al Emperador.
Se levantaron y partieron.
El general D'Hubert sintió el espanto de un sonámbulo que despierta de un agradable sueño de actividad para encontrarse caminando por un tremedal. Lo sobrecogió un profundo horror por el terreno sobre el cual avanzaba. Hasta la imagen de la encantadora joven fue arrastrada por la ola de la angustia moral. Cuanto había sido o aspirado a ser le parecía una amarga ignominia si no lograba salvar al general Feraud de la suerte que amenazaba a tantos valientes. Bajo el impulso de esta casi morbosa necesidad de procurar la salvación de su adversario, el general D'Hubert se desempeñó tan bien con pies y manos (como dicen los franceses), que en menos de veinticuatro horas encontró el medio de obtener una audiencia extraordinaria y privada con el ministro de policía.
El barón D'Hubert fue introducido a su presencia sin anuncio previo. En la penumbra del gabinete del ministro, tras la masa del escritorio, las sillas y algunas mesas, entre dos ramos luminosos de bujías de cera, que emergían de unos candelabros de pared, divisó una alta figura ataviada de una magnifica casaca, pavoneándose ante un gran espejo. El viejo conventionnel Fouché, senador del imperio, traidor a todo hombre, principio y causa de la conducta humana, duque de Otranto y astuto promotor de la Segunda Restauración, se probaba el traje de corte, con el cual su joven y bella fiancée deseaba ver su retrato pintado en porcelana. Era un capricho, un encantador antojo que el ministro de policía se apresuraba a satisfacer. Pues este hombre, a menudo comparado por su astucia con el zorro, pero cuya moral podría simbolizarse acertadamente nada menos que con la fétida mofeta, estaba tan embargado por su amor como el propio D'Hubert.
Disgustado al ser sorprendido en esta situación por la torpeza de un criado, afrontó, sin embargo, esta pequeña humillación con la característica impudicia que le había servido tan provechosamente en las interminables Intrigas de su egoísta carrera. Sin alterar un ápice su actitud, con una pierna enfundada en media de seda y ligeramente estirada, la cabeza torcida sobre el hombro izquierdo, llamó con toda calma:
-Por aquí, general. Por favor, acérquese. Y bien, soy todo oídos.
Mientras el general D'Hubert, molesto como si a él mismo se le hubiese descubierto en una debilidad, exponía su demanda en la forma más rápida posible, el duque de Otranto continuó probando el ajuste del cuello, estirando las solapas ante el espejo y ciñéndose la espalda en un esfuerzo por mantener en su sitio las colas bordadas de oro de la casaca. Su rostro sereno, sus ojos escrutadores, no habrían podido expresar un mayor interés en estas cosas si hubiera estado solo.
-¿Excluir de los juicios de la Corte Especial a un tal Feraud, Gabriel Florián, general de brigada en la promoción de 1814? -repitió en tono ligeramente sorprendido y en seguida se apartó del espejo. -¿Por qué excluirlo a él precisamente?
-Me admira que Su Excelencia, tan competente en la valorización de los hombres de su época, haya considerado ese nombre digno de ser colocado en la lista.
-¡Es un bonapartista fanático!
-Cada granadero y cada soldado del ejército es igual, como Su Excelencia lo sabe perfectamente. Y la personalidad del general Feraud no tiene más valor que la de cualquier granadero. Es un hombre de escasa capacidad mental, de ningún talento auténtico. Es inconcebible suponer que pueda tener alguna influencia.
-Sin embargo, tiene una lengua activísima -intervino Fouché.
-Es bullanguero, convengo en ello, pero de ningún modo peligroso.
-No deseo discutir con usted. No sé casi nada sobre el personaje. En realidad apenas conozco su nombre siquiera.
-Y, sin embargo, Su Excelencia es el presidente de la comisión encargada por el rey de indicar a aquellos que deben ser procesados -dijo el general D'Hubert con un énfasis que no pasó inadvertido del ministro.
-Sí, general -respondió dirigiéndose hacia la parte más obscura de la vasta sala y dejándose caer en una honda silla, que pareció engullirlo, dejando visibles sólo el suave fulgor del oro de los bordados y la mancha pálida del rostro. -Sí, general, siéntese allí.
El general tomó asiento.
-Sí, general -continuó el maestro en las artes de la intriga y la traición, cuya duplicidad (como si a veces a él mismo le resultara intolerable) se desahogaba en verdaderos estallidos de cínica franqueza. -Es verdad que me apresuré en la formación de la Comisión Proscriptiva y tomé su presidencia. ¿Pero sabe usted por qué? Sencillamente porque temía que si no me precipitaba a tomarla rápidamente -en mis manos, mi propio nombre encabezaría la lista de los condenados. Tales son los tiempos en que vivimos. Pero todavía soy ministro del rey y le ruego que me declare francamente por qué desea que saque de la lista el nombre de ese oscuro Feraud. Le sorprende a usted que se lo haya colocado allí. ¿Es posible que conozca tan poco a los hombres? Mi querido general, ya en la primera sesión celebrada por la comisión, los nombres nos cayeron encima como la lluvia sobre el techo de las Tullerías. ¡Nombres! Teníamos miles para elegir. ¿Cómo sabe usted si el nombre de este Feraud, cuya vida o muerte no tendría ninguna importancia para Francia, no oculta alguna otra personalidad?
La voz que brotaba de las profundidades del sillón se detuvo. Enfrente estaba sentado el general D'Hubert, inmóvil, sombrío y callado. Sólo de vez en cuando se ola el metálico temblor de su sable. La voz en el sillón comenzó nuevamente:
-También debemos procurar satisfacer las exigencias de los soberanos aliados. Sólo ayer el príncipe de Talleyrand me dijo que Nesselrode lo había informado, oficialmente, del disgusto con que Su Majestad el Emperador Alejandro veía el escaso número de escarmientos que el gobierno del rey se proponía efectuar, particularmente entre los militares. Le refiero esto en forma confidencial.
-¡Dios mío! -exclamó el general D'Hubert con los dientes apretados. -Si Su Excelencia piensa honrarme con alguna otra información confidencial, no sé lo que haré. Lo que acaba de decirme es suficiente para que uno sienta deseos de quebrar la espada sobre la rodilla y tirar los pedazos...
-¿A qué clase de gobierno se había imaginado usted estar sirviendo? -lo interrumpió con brusquedad el ministro.
Al cabo de un corto silencio, el general D'Hubert respondió con voz abatida:
-Al gobierno de Francia.
-Acalla usted su conciencia con simples frases vacías, general. La verdad es que usted está sirviendo a un gobierno de desterrados que regresan, de hombres que durante veinte años carecieron de patria. De hombres que también se reponen ahora de un terrible y humillante temor... No tenga ninguna ilusión sobre ellos.
El duque de Otranto calló. Se había aliviado y lograba su objeto al rebajar un tanto el amor propio de un hombre que lo había sorprendido en ridículos pavoneos, con bordado traje de corte, ante un espejo. Pero estos militares eran tipos testarudos y reflexionó que sería poco conveniente que un general de cierta influencia, recibido en audiencia bajo la recomendación de uno de los príncipes, procediera con escandalosa precipitación después de haber celebrado una entrevista privada con el ministro. Con un tono diferente planteó esta pregunta:
-¿Es pariente suyo este Feraud?
-No, de ninguna manera.
-¿Un amigo íntimo?
-Intimo...; si. Existe entre nosotros una relación de tal naturaleza que convierte para mí en un punto de honor el tratar de...
El ministro tocó una campanilla sin esperar la terminación de la frase. Cuando el criado se hubo marchado, después de colocar sobre la mesa escritorio un par de pesados candelabros de plata, el duque de Otranto se levantó, el pecho deslumbrante de dorados reflejos acentuados por la luz más potente, y sacando una hoja de un cajón, la sostuvo ostentosamente en la mano mientras decía con persuasiva dulzura:
-No debe usted hablar de quebrar su espada sobre la rodilla, general. Es muy probable que jamás consiguiera otra. Esta vez el Emperador no regresará... Diable d'homme!
Hubo un momento aquí en París, inmediatamente después de Waterloo, en que realmente me asustó. Parecía dispuesto a comenzar todo de nuevo. Afortunadamente, es esta una hazaña que nunca se cumple. No debe pensar en quebrar su espada, general.
Con la vista baja, el general movió ligeramente las manos en un desesperado gesto de renunciación. El ministro de policía apartó de él los ojos y examinó detenidamente la hoja que desde hacía un rato tenía levantada.
-Sólo se ha elegido a veinte generales para que sirvan de escarmiento. Veinte. Un número redondo. Y veamos, Feraud... ¡Ah! Aquí está. Gabriel Florian. Parfaitement. Este es su hombre. Bueno, entonces sólo habrá diecinueve escarmientos.
El general se levantó con la sensación de haber padecido una grave enfermedad infecciosa.
-Debo rogar a Su Excelencia que guarde el más profundo secreto sobre mi ntervención. Doy la mayor importancia al hecho de que siempre Ignore...
-¿Y quién podría informarlo, dígame?-preguntó Fouché escrutando con curiosidad el rostro tenso y demacrado del general D'Hubert. -Coja una de esas plumas y borre usted mismo el nombre. Esta es la única lista que existe. Si cuida usted de mojar su pluma con suficiente tinta, nadie podrá averiguar jamás cuál fue el nombre borrado. Pero, par exemple, yo no soy responsable de lo que Clarke haga en seguida con él. Si persiste en su fanatismo, el Ministerio de la Guerra lo obligará a residir en algún pueblecito de provincia, bajo vigilancia policíaca.
Pocos días más tarde, el general D'Hubert decía a su hermana, después de los primeros saludes de bienvenida:
-¡Ah! Mi querida Leonie, no sabes qué prisa tenia en abandonar París.
-Efectos del amor -insinuó ella con una sonrisa maliciosa.
-Y del horror -agregó el general D'Hubert, con profunda gravedad. -Creí morirme allí... de asco.
Tenía el rostro contraído de repugnancia. Y mientras su hermana lo observaba atentamente, continuó:
-Tuve que ver a Fouché. Me dieron audiencia. Estuve en su despacho. Todo aquel que se ha visto en la desgraciada necesidad de respirar el mismo aire con ese hombre, conserva una sensación de dignidad rebajada, una desagradable impresión de no estar tan limpio como uno deseara... Pero tú no puedes comprender.
Ella asintió rápidamente varias veces. Al contrario, comprendía perfectamente. Conocía a fondo a su hermano y le gustaba tal como era. Además el desprecio y el odio de la humanidad entera se volcaban sobre el jacobin Fouché, quien, explotando en beneficio propio cada debilidad, cada virtud o ilusión generosa de los hombres, engañó y traicionó a toda su generación, muriendo finalmente olvidado como duque de Otranto.
-Mi querido Armand -dijo ella llena de compasión. -¿Qué has podido necesitar de ese individuo?
-Nada menos que una vida humana, -contestó el general D'Hubert. -Y la obtuve. Tenía que hacerlo. Pero siento ahora que jamás podré perdonar al hombre que tuve que salvar, la situación en que hube de ponerme por su seguridad.
Totalmente incapaz (como en la mayoría de los casos a todos nos sucede) de comprender la razón de los acontecimientos, el general Feraud recibió la orden, del ministro de la guerra, de trasladarse inmediatamente a un pueblecito de la Francia Central, con un sentimiento cuya expresión natural se tradujo en un salvaje crujir de dientes y una fiera mirada de extravío en los ojos. La terminación del estado de guerra, única condición social que conociera, el espantoso espectáculo de un mundo en paz, lo aterrorizaban. Se marchó al pueblecito que le indicaran, firmemente convencido de que aquello no podía durar. Allí se le informó de su retiro del ejército y que su pensión (correspondiente en el escalafón a su rango de coronel) dependería en lo porvenir de la corrección de su conducta y los buenos informes que de él emitiera la policía. ¡Ya no pertenecía al ejército! Se sintió de pronto desligado de la tierra, como un espíritu separado del cuerpo. Era imposible existir así. Pero al principio reaccionó por simple incredulidad. Esto no podía ser. Aguardó truenos, terremotos, cataclismos naturales, pero nada ocurrió. La pesada carga de un ocio irremediable cayó sobre el general Feraud, quien, por no contar dentro de si mismo con recursos de salvación, se sumió en un estado de lastimoso entorpecimiento. Deambulaba por las calles del pueblecito, con la mirada opaca fija en una vaga lejanía, indiferente a los sombreros que se levantaban en un saludo a su paso, y la gente al verlo se codeaba diciendo:
-Ese es el pobre general Feraud., Tiene el corazón destrozado. Te puedes imaginar cuánto amaba al Emperador.
Los demás despojos sobrevivientes del naufragio napoleónico rodeaban al general Feraud con infinito respeto. Él mismo se imaginaba que el dolor desgarraba su alma. Padecía de deseos rápidamente sucesivos de llorar, aullar, morderse los puños hasta hacerlos sangrar; de pasar los días tendido sobre el lecho con la cabeza bajo la almohada; pero estos arrebatos eran simplemente provocados por el tedio, por la angustia de un inmenso, indescriptible e inconcebible aburrimiento. Su incapacidad mental para captar la naturaleza irremediable de su caso fue lo único que lo salvó del suicidio. No pensaba en nada. Perdió el apetito, y la dificultad que experimentaba para expresar la abrumadora opresión de sus sentimientos (ni las más furiosas blasfemias lograban aliviarlo) lo sumió gradualmente en un obstinado silencio, especie de muerte para el temperamento meridional.
Inmensa fue, pues, la sorpresa que experimentaron los anciens militaires que frecuentaban cierto pequeño café infestado de moscas, cuando en una tarde sofocante aquel "pobre general Feraud" estalló bruscamente en una formidable andanada de maldiciones.
Había estado tranquilamente sentado en su rincón preferido, revisando los diarios parisienses, con el mismo interés que un condenado a muerte podría manifestar por las noticias el día antes de su ejecución. Un racimo de rostros marciales y bronceados, entre los cuales se destacaba uno al cual faltaba un ojo y otro que había perdido la punta de la nariz, helada en la campaña rusa, lo rodearon llenos de ansiedad.
-¿Qué sucede, general?
Muy rígido, éste sostenía el periódico doblado con el brazo muy extendido para ver mejor la pequeña letra de imprenta. Leyó para sí, una vez más, fragmentos de la noticia que había causado lo que podría llamarse su resurrección.
“Estamos informados de que el general D'Hubert, con permiso de convalecencia hasta la fecha, será llamado para asumir el mando de la 5ª. brigada de Caballería”.
Dejó caer pesadamente el diario... Llamado a asumir el mando..., y de pronto se dio en la frente una ligera palmada:
-Casi lo había olvidado -murmuró en tono de remordimiento.
Un veterano de hundido pecho gritó desde un extremo del café:
-¿Alguna nueva infamia del gobierno, general?
-Las infamias de estos desalmados son innumerables -tronó el general Feraud. -Una más, una menos...
Y bajó la voz para decir:
-Pero por lo menos he de corregir una de ellas.
Observó los rostros agrupados a su alrededor.
-Existe un melindroso y elegante oficialillo de Estado Mayor, favorito de uno de los mariscales que vendieron a su padre por un puñado de oro inglés. Tengo que hacerle presente ahora que aún estoy vivo -declaró en tono dogmático. -Pero éste es un asunto privado. Un antiguo conflicto de honor. ¡Bah! Ya nuestro honor no significa nada. Henos aquí desechados, con las orejas gachas como un tropel de caballos de batalla inservibles..., dignos sólo del equipo de un titiritero. Pero sería como vengar al. Emperador... Messieurs, necesito el apoyo de dos de vosotros.
Todos dieron un paso adelante. Profundamente conmovido por esta demostración, el general Feraud llamó a su lado, con visible emoción, al veterano coracero que carecía de un ojo y al oficial de cazadores a caballo que había perdido en Rusia la punta de la nariz. Se excusó ante los demás por su elección.
-Se trata de un asunto de caballería..., de manera que...
Le respondió un animado coro de Parfaitement, mon Général... C'est fuste... Parbleu, c'est connu... Todo el mundo estaba satisfecho. Los tres salieron juntos del café, acompañados de gritos de Bonne chance!
Afuera se tomaron del brazo, dejando al general en medio. Los tres ajados tricornios, colocados en bataille con una siniestra inclinación sobre los ojos, obstruían casi de lado a lado la estrecha calleja. El caluroso pueblecito de piedras grises y rojos tejados dormía aquella tarde provinciana bajo su cielo muy azul. Los rudos golpes de un tonelero que colocaba los arcos a un casco retumbaban con regularidad entre las casas. A la sombra de los muros el general avanzaba arrastrando un poco el pie izquierdo.
-Ese maldito invierno de 1813 se me ha metido definitivamente en los huesos. No importa. Tendremos que servirnos de pistolas, eso es todo. Un poco de lumbago. Nos batiremos con pistolas. Esto me conviene. Mi vista es tan aguda como de costumbre. Debierais haberme visto en Rusia cazando a esos escurridizos cosacos con un inmundo mosquete de infantería. Tengo un talento natural para el manejo de las armas de fuego.
En este estado de ánimo, el general Feraud avanzaba rápidamente, con la cabeza erguida, sus ojos de lechuza y su nariz de ave de rapiña. Luchador toda su vida, oficial de caballería, un cabal sabreur, comprendía la guerra en la forma más simplista, como un conjunto de disputas personales, una especie de duelo gregario. Y he aquí que ahora se le presentaba, una guerra propia. Se sintió revivir. La sombra de la paz se apartaba de él como la sombra de la muerte. Era la maravillosa resurrección del llamado Feraud, Gabriel Florian, engagé volontaire en 1793, general en 1813, enterrado sin ceremonias por medio de una orden del servicio firmada por el Ministro de la Guerra de la Segunda Restauración.
El Otro era el hombre de Santa Elena. Los dos oficiales asintieron y chocaron sus copas antes de beber por un imposible retorno. Entonces, el mismo que había hablado antes observó con una irónica carcajada:
-Su adversario ha demostrado más habilidad.
-¿Qué adversario? -preguntó el más joven, con cierta sorpresa.
-¿No lo sabe, acaso? Eran dos húsares. Después de cada ascenso se batían. ¿No ha oído entonces hablar del duelo que dura desde 1801?
Por supuesto, había oído hablar del duelo. Ahora comprendía la alusión. El barón general Hubert podría ahora disfrutar en paz del favor de su obeso rey.
-Que le haga buen provecho -farfulló el más viejo. -Ambos eran unos valientes. Nunca conocí a este D'Hubert; era una especie de presumido intrigante, según me han dicho. Pero no me cabe duda de que he oído decir de él, a Feraud, que nunca amó al Emperador.
Se levantaron y partieron.
El general D'Hubert sintió el espanto de un sonámbulo que despierta de un agradable sueño de actividad para encontrarse caminando por un tremedal. Lo sobrecogió un profundo horror por el terreno sobre el cual avanzaba. Hasta la imagen de la encantadora joven fue arrastrada por la ola de la angustia moral. Cuanto había sido o aspirado a ser le parecía una amarga ignominia si no lograba salvar al general Feraud de la suerte que amenazaba a tantos valientes. Bajo el impulso de esta casi morbosa necesidad de procurar la salvación de su adversario, el general D'Hubert se desempeñó tan bien con pies y manos (como dicen los franceses), que en menos de veinticuatro horas encontró el medio de obtener una audiencia extraordinaria y privada con el ministro de policía.
El barón D'Hubert fue introducido a su presencia sin anuncio previo. En la penumbra del gabinete del ministro, tras la masa del escritorio, las sillas y algunas mesas, entre dos ramos luminosos de bujías de cera, que emergían de unos candelabros de pared, divisó una alta figura ataviada de una magnifica casaca, pavoneándose ante un gran espejo. El viejo conventionnel Fouché, senador del imperio, traidor a todo hombre, principio y causa de la conducta humana, duque de Otranto y astuto promotor de la Segunda Restauración, se probaba el traje de corte, con el cual su joven y bella fiancée deseaba ver su retrato pintado en porcelana. Era un capricho, un encantador antojo que el ministro de policía se apresuraba a satisfacer. Pues este hombre, a menudo comparado por su astucia con el zorro, pero cuya moral podría simbolizarse acertadamente nada menos que con la fétida mofeta, estaba tan embargado por su amor como el propio D'Hubert.
Disgustado al ser sorprendido en esta situación por la torpeza de un criado, afrontó, sin embargo, esta pequeña humillación con la característica impudicia que le había servido tan provechosamente en las interminables Intrigas de su egoísta carrera. Sin alterar un ápice su actitud, con una pierna enfundada en media de seda y ligeramente estirada, la cabeza torcida sobre el hombro izquierdo, llamó con toda calma:
-Por aquí, general. Por favor, acérquese. Y bien, soy todo oídos.
Mientras el general D'Hubert, molesto como si a él mismo se le hubiese descubierto en una debilidad, exponía su demanda en la forma más rápida posible, el duque de Otranto continuó probando el ajuste del cuello, estirando las solapas ante el espejo y ciñéndose la espalda en un esfuerzo por mantener en su sitio las colas bordadas de oro de la casaca. Su rostro sereno, sus ojos escrutadores, no habrían podido expresar un mayor interés en estas cosas si hubiera estado solo.
-¿Excluir de los juicios de la Corte Especial a un tal Feraud, Gabriel Florián, general de brigada en la promoción de 1814? -repitió en tono ligeramente sorprendido y en seguida se apartó del espejo. -¿Por qué excluirlo a él precisamente?
-Me admira que Su Excelencia, tan competente en la valorización de los hombres de su época, haya considerado ese nombre digno de ser colocado en la lista.
-¡Es un bonapartista fanático!
-Cada granadero y cada soldado del ejército es igual, como Su Excelencia lo sabe perfectamente. Y la personalidad del general Feraud no tiene más valor que la de cualquier granadero. Es un hombre de escasa capacidad mental, de ningún talento auténtico. Es inconcebible suponer que pueda tener alguna influencia.
-Sin embargo, tiene una lengua activísima -intervino Fouché.
-Es bullanguero, convengo en ello, pero de ningún modo peligroso.
-No deseo discutir con usted. No sé casi nada sobre el personaje. En realidad apenas conozco su nombre siquiera.
-Y, sin embargo, Su Excelencia es el presidente de la comisión encargada por el rey de indicar a aquellos que deben ser procesados -dijo el general D'Hubert con un énfasis que no pasó inadvertido del ministro.
-Sí, general -respondió dirigiéndose hacia la parte más obscura de la vasta sala y dejándose caer en una honda silla, que pareció engullirlo, dejando visibles sólo el suave fulgor del oro de los bordados y la mancha pálida del rostro. -Sí, general, siéntese allí.
El general tomó asiento.
-Sí, general -continuó el maestro en las artes de la intriga y la traición, cuya duplicidad (como si a veces a él mismo le resultara intolerable) se desahogaba en verdaderos estallidos de cínica franqueza. -Es verdad que me apresuré en la formación de la Comisión Proscriptiva y tomé su presidencia. ¿Pero sabe usted por qué? Sencillamente porque temía que si no me precipitaba a tomarla rápidamente -en mis manos, mi propio nombre encabezaría la lista de los condenados. Tales son los tiempos en que vivimos. Pero todavía soy ministro del rey y le ruego que me declare francamente por qué desea que saque de la lista el nombre de ese oscuro Feraud. Le sorprende a usted que se lo haya colocado allí. ¿Es posible que conozca tan poco a los hombres? Mi querido general, ya en la primera sesión celebrada por la comisión, los nombres nos cayeron encima como la lluvia sobre el techo de las Tullerías. ¡Nombres! Teníamos miles para elegir. ¿Cómo sabe usted si el nombre de este Feraud, cuya vida o muerte no tendría ninguna importancia para Francia, no oculta alguna otra personalidad?
La voz que brotaba de las profundidades del sillón se detuvo. Enfrente estaba sentado el general D'Hubert, inmóvil, sombrío y callado. Sólo de vez en cuando se ola el metálico temblor de su sable. La voz en el sillón comenzó nuevamente:
-También debemos procurar satisfacer las exigencias de los soberanos aliados. Sólo ayer el príncipe de Talleyrand me dijo que Nesselrode lo había informado, oficialmente, del disgusto con que Su Majestad el Emperador Alejandro veía el escaso número de escarmientos que el gobierno del rey se proponía efectuar, particularmente entre los militares. Le refiero esto en forma confidencial.
-¡Dios mío! -exclamó el general D'Hubert con los dientes apretados. -Si Su Excelencia piensa honrarme con alguna otra información confidencial, no sé lo que haré. Lo que acaba de decirme es suficiente para que uno sienta deseos de quebrar la espada sobre la rodilla y tirar los pedazos...
-¿A qué clase de gobierno se había imaginado usted estar sirviendo? -lo interrumpió con brusquedad el ministro.
Al cabo de un corto silencio, el general D'Hubert respondió con voz abatida:
-Al gobierno de Francia.
-Acalla usted su conciencia con simples frases vacías, general. La verdad es que usted está sirviendo a un gobierno de desterrados que regresan, de hombres que durante veinte años carecieron de patria. De hombres que también se reponen ahora de un terrible y humillante temor... No tenga ninguna ilusión sobre ellos.
El duque de Otranto calló. Se había aliviado y lograba su objeto al rebajar un tanto el amor propio de un hombre que lo había sorprendido en ridículos pavoneos, con bordado traje de corte, ante un espejo. Pero estos militares eran tipos testarudos y reflexionó que sería poco conveniente que un general de cierta influencia, recibido en audiencia bajo la recomendación de uno de los príncipes, procediera con escandalosa precipitación después de haber celebrado una entrevista privada con el ministro. Con un tono diferente planteó esta pregunta:
-¿Es pariente suyo este Feraud?
-No, de ninguna manera.
-¿Un amigo íntimo?
-Intimo...; si. Existe entre nosotros una relación de tal naturaleza que convierte para mí en un punto de honor el tratar de...
El ministro tocó una campanilla sin esperar la terminación de la frase. Cuando el criado se hubo marchado, después de colocar sobre la mesa escritorio un par de pesados candelabros de plata, el duque de Otranto se levantó, el pecho deslumbrante de dorados reflejos acentuados por la luz más potente, y sacando una hoja de un cajón, la sostuvo ostentosamente en la mano mientras decía con persuasiva dulzura:
-No debe usted hablar de quebrar su espada sobre la rodilla, general. Es muy probable que jamás consiguiera otra. Esta vez el Emperador no regresará... Diable d'homme!
Hubo un momento aquí en París, inmediatamente después de Waterloo, en que realmente me asustó. Parecía dispuesto a comenzar todo de nuevo. Afortunadamente, es esta una hazaña que nunca se cumple. No debe pensar en quebrar su espada, general.
Con la vista baja, el general movió ligeramente las manos en un desesperado gesto de renunciación. El ministro de policía apartó de él los ojos y examinó detenidamente la hoja que desde hacía un rato tenía levantada.
-Sólo se ha elegido a veinte generales para que sirvan de escarmiento. Veinte. Un número redondo. Y veamos, Feraud... ¡Ah! Aquí está. Gabriel Florian. Parfaitement. Este es su hombre. Bueno, entonces sólo habrá diecinueve escarmientos.
El general se levantó con la sensación de haber padecido una grave enfermedad infecciosa.
-Debo rogar a Su Excelencia que guarde el más profundo secreto sobre mi ntervención. Doy la mayor importancia al hecho de que siempre Ignore...
-¿Y quién podría informarlo, dígame?-preguntó Fouché escrutando con curiosidad el rostro tenso y demacrado del general D'Hubert. -Coja una de esas plumas y borre usted mismo el nombre. Esta es la única lista que existe. Si cuida usted de mojar su pluma con suficiente tinta, nadie podrá averiguar jamás cuál fue el nombre borrado. Pero, par exemple, yo no soy responsable de lo que Clarke haga en seguida con él. Si persiste en su fanatismo, el Ministerio de la Guerra lo obligará a residir en algún pueblecito de provincia, bajo vigilancia policíaca.
Pocos días más tarde, el general D'Hubert decía a su hermana, después de los primeros saludes de bienvenida:
-¡Ah! Mi querida Leonie, no sabes qué prisa tenia en abandonar París.
-Efectos del amor -insinuó ella con una sonrisa maliciosa.
-Y del horror -agregó el general D'Hubert, con profunda gravedad. -Creí morirme allí... de asco.
Tenía el rostro contraído de repugnancia. Y mientras su hermana lo observaba atentamente, continuó:
-Tuve que ver a Fouché. Me dieron audiencia. Estuve en su despacho. Todo aquel que se ha visto en la desgraciada necesidad de respirar el mismo aire con ese hombre, conserva una sensación de dignidad rebajada, una desagradable impresión de no estar tan limpio como uno deseara... Pero tú no puedes comprender.
Ella asintió rápidamente varias veces. Al contrario, comprendía perfectamente. Conocía a fondo a su hermano y le gustaba tal como era. Además el desprecio y el odio de la humanidad entera se volcaban sobre el jacobin Fouché, quien, explotando en beneficio propio cada debilidad, cada virtud o ilusión generosa de los hombres, engañó y traicionó a toda su generación, muriendo finalmente olvidado como duque de Otranto.
-Mi querido Armand -dijo ella llena de compasión. -¿Qué has podido necesitar de ese individuo?
-Nada menos que una vida humana, -contestó el general D'Hubert. -Y la obtuve. Tenía que hacerlo. Pero siento ahora que jamás podré perdonar al hombre que tuve que salvar, la situación en que hube de ponerme por su seguridad.
Totalmente incapaz (como en la mayoría de los casos a todos nos sucede) de comprender la razón de los acontecimientos, el general Feraud recibió la orden, del ministro de la guerra, de trasladarse inmediatamente a un pueblecito de la Francia Central, con un sentimiento cuya expresión natural se tradujo en un salvaje crujir de dientes y una fiera mirada de extravío en los ojos. La terminación del estado de guerra, única condición social que conociera, el espantoso espectáculo de un mundo en paz, lo aterrorizaban. Se marchó al pueblecito que le indicaran, firmemente convencido de que aquello no podía durar. Allí se le informó de su retiro del ejército y que su pensión (correspondiente en el escalafón a su rango de coronel) dependería en lo porvenir de la corrección de su conducta y los buenos informes que de él emitiera la policía. ¡Ya no pertenecía al ejército! Se sintió de pronto desligado de la tierra, como un espíritu separado del cuerpo. Era imposible existir así. Pero al principio reaccionó por simple incredulidad. Esto no podía ser. Aguardó truenos, terremotos, cataclismos naturales, pero nada ocurrió. La pesada carga de un ocio irremediable cayó sobre el general Feraud, quien, por no contar dentro de si mismo con recursos de salvación, se sumió en un estado de lastimoso entorpecimiento. Deambulaba por las calles del pueblecito, con la mirada opaca fija en una vaga lejanía, indiferente a los sombreros que se levantaban en un saludo a su paso, y la gente al verlo se codeaba diciendo:
-Ese es el pobre general Feraud., Tiene el corazón destrozado. Te puedes imaginar cuánto amaba al Emperador.
Los demás despojos sobrevivientes del naufragio napoleónico rodeaban al general Feraud con infinito respeto. Él mismo se imaginaba que el dolor desgarraba su alma. Padecía de deseos rápidamente sucesivos de llorar, aullar, morderse los puños hasta hacerlos sangrar; de pasar los días tendido sobre el lecho con la cabeza bajo la almohada; pero estos arrebatos eran simplemente provocados por el tedio, por la angustia de un inmenso, indescriptible e inconcebible aburrimiento. Su incapacidad mental para captar la naturaleza irremediable de su caso fue lo único que lo salvó del suicidio. No pensaba en nada. Perdió el apetito, y la dificultad que experimentaba para expresar la abrumadora opresión de sus sentimientos (ni las más furiosas blasfemias lograban aliviarlo) lo sumió gradualmente en un obstinado silencio, especie de muerte para el temperamento meridional.
Inmensa fue, pues, la sorpresa que experimentaron los anciens militaires que frecuentaban cierto pequeño café infestado de moscas, cuando en una tarde sofocante aquel "pobre general Feraud" estalló bruscamente en una formidable andanada de maldiciones.
Había estado tranquilamente sentado en su rincón preferido, revisando los diarios parisienses, con el mismo interés que un condenado a muerte podría manifestar por las noticias el día antes de su ejecución. Un racimo de rostros marciales y bronceados, entre los cuales se destacaba uno al cual faltaba un ojo y otro que había perdido la punta de la nariz, helada en la campaña rusa, lo rodearon llenos de ansiedad.
-¿Qué sucede, general?
Muy rígido, éste sostenía el periódico doblado con el brazo muy extendido para ver mejor la pequeña letra de imprenta. Leyó para sí, una vez más, fragmentos de la noticia que había causado lo que podría llamarse su resurrección.
“Estamos informados de que el general D'Hubert, con permiso de convalecencia hasta la fecha, será llamado para asumir el mando de la 5ª. brigada de Caballería”.
Dejó caer pesadamente el diario... Llamado a asumir el mando..., y de pronto se dio en la frente una ligera palmada:
-Casi lo había olvidado -murmuró en tono de remordimiento.
Un veterano de hundido pecho gritó desde un extremo del café:
-¿Alguna nueva infamia del gobierno, general?
-Las infamias de estos desalmados son innumerables -tronó el general Feraud. -Una más, una menos...
Y bajó la voz para decir:
-Pero por lo menos he de corregir una de ellas.
Observó los rostros agrupados a su alrededor.
-Existe un melindroso y elegante oficialillo de Estado Mayor, favorito de uno de los mariscales que vendieron a su padre por un puñado de oro inglés. Tengo que hacerle presente ahora que aún estoy vivo -declaró en tono dogmático. -Pero éste es un asunto privado. Un antiguo conflicto de honor. ¡Bah! Ya nuestro honor no significa nada. Henos aquí desechados, con las orejas gachas como un tropel de caballos de batalla inservibles..., dignos sólo del equipo de un titiritero. Pero sería como vengar al. Emperador... Messieurs, necesito el apoyo de dos de vosotros.
Todos dieron un paso adelante. Profundamente conmovido por esta demostración, el general Feraud llamó a su lado, con visible emoción, al veterano coracero que carecía de un ojo y al oficial de cazadores a caballo que había perdido en Rusia la punta de la nariz. Se excusó ante los demás por su elección.
-Se trata de un asunto de caballería..., de manera que...
Le respondió un animado coro de Parfaitement, mon Général... C'est fuste... Parbleu, c'est connu... Todo el mundo estaba satisfecho. Los tres salieron juntos del café, acompañados de gritos de Bonne chance!
Afuera se tomaron del brazo, dejando al general en medio. Los tres ajados tricornios, colocados en bataille con una siniestra inclinación sobre los ojos, obstruían casi de lado a lado la estrecha calleja. El caluroso pueblecito de piedras grises y rojos tejados dormía aquella tarde provinciana bajo su cielo muy azul. Los rudos golpes de un tonelero que colocaba los arcos a un casco retumbaban con regularidad entre las casas. A la sombra de los muros el general avanzaba arrastrando un poco el pie izquierdo.
-Ese maldito invierno de 1813 se me ha metido definitivamente en los huesos. No importa. Tendremos que servirnos de pistolas, eso es todo. Un poco de lumbago. Nos batiremos con pistolas. Esto me conviene. Mi vista es tan aguda como de costumbre. Debierais haberme visto en Rusia cazando a esos escurridizos cosacos con un inmundo mosquete de infantería. Tengo un talento natural para el manejo de las armas de fuego.
En este estado de ánimo, el general Feraud avanzaba rápidamente, con la cabeza erguida, sus ojos de lechuza y su nariz de ave de rapiña. Luchador toda su vida, oficial de caballería, un cabal sabreur, comprendía la guerra en la forma más simplista, como un conjunto de disputas personales, una especie de duelo gregario. Y he aquí que ahora se le presentaba, una guerra propia. Se sintió revivir. La sombra de la paz se apartaba de él como la sombra de la muerte. Era la maravillosa resurrección del llamado Feraud, Gabriel Florian, engagé volontaire en 1793, general en 1813, enterrado sin ceremonias por medio de una orden del servicio firmada por el Ministro de la Guerra de la Segunda Restauración.
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