EL DUELO
QUINTA ENTREGACAPITULO III (1)
La retirada de Moscú sumergió todo sentimiento particular en un océano de desastre y miserias. Coroneles sin regimiento, D'Hubert y Feraud esgrimían sus mosquetes en las filas del llamado Batallón Sagrado, batallón compuesto de oficiales de todas las armas que ya no tenían tropas que dirigir.
En aquel batallón, los coroneles hacían las veces de sargentos; los generales comandaban las compañías, y un mariscal de Francia, príncipe del Imperio, tenía la autoridad máxima sobre todos ellos. Se habían armado con los mosquetes recogidos por el camino y los cartuchos arrebatados a los muertos. En medio de la destrucción general de los lazos de la disciplina y el deber que mantienen la integridad de las compañías, batallones, regimientos, brigadas y divisiones de una hueste armada, estos hombres se esforzaban en mantener un remedo de orden y formación. Los únicos rezagados eran aquellos que se rendían para entregar al hielo sus cuerpos extenuados. Continuaban avanzando penosamente y su paso no interrumpía el mortal silencio de las estepas, resplandecientes al lívido fulgor de la nieve bajo un cielo color ceniza. El viento elevaba sus remolinos por la planicie, arremetía contra la columna, la envolvía en un torbellino de agujas de hielo y amainaba sólo para revelar su trágico esfuerzo de avance desprovisto del brío y -el ritmo del paso marcial.
Aquellos hombres proseguían su marcha sin cruzar palabras ni miradas; filas enteras caminaban codo a codo, durante días y días, sin levantar los ojos del suelo, como sumidas en desesperada meditación. En las silenciosas y negras selvas de pinos, no escuchaban otro ruido que el crujir de las ramas sobrecargadas de nieve. A menudo sucedía que desde el amanecer a la noche, nadie pronunciaba una sola palabra en toda la columna. Era como un macabro desfile de fantasmas hacia una tumba lejana. Sólo algún aislado ataque de los cosacos restablecía entre ellos un remedo de marcial resolución. El batallón hacía frente y se desplegaba, o formaba en cuadros bajo el eterno revolotear de los copos de nieve. Una nube de jinetes tocados con gorras de piel y con las lanzas en ristre, aullando: "¡Hurra! ¡Hurra!", galopaba alrededor de sus amenazadoras siluetas inmóviles, mientras con apagada detonación mil llamas de un rojo intenso cruzaban la atmósfera nublada por la espesa nevazón. Al cabo de pocos minutos los jinetes desaparecían, como si la tormenta arrastrara sus formas ululantes, y el Batallón Sagrado, inmóvil, solo en medio de la ventisca, escuchaba el sonido penetrante del viento que les clavaba las uñas en el mismo corazón. Luego, con uno o dos gritos de Vive l'Empereur!, reanudaban la marcha, dejando tras sí algunos encogidos cuerpos inanimados, diminutas manchas en medio de la inmensidad de las estepas nevadas.
Aunque se encontraran en las filas o luchando juntos por entre los bosques, los dos coroneles se ignoraron mutuamente, no tanto por enemistad como por auténtica indiferencia.
QUINTA ENTREGACAPITULO III (1)
La retirada de Moscú sumergió todo sentimiento particular en un océano de desastre y miserias. Coroneles sin regimiento, D'Hubert y Feraud esgrimían sus mosquetes en las filas del llamado Batallón Sagrado, batallón compuesto de oficiales de todas las armas que ya no tenían tropas que dirigir.
En aquel batallón, los coroneles hacían las veces de sargentos; los generales comandaban las compañías, y un mariscal de Francia, príncipe del Imperio, tenía la autoridad máxima sobre todos ellos. Se habían armado con los mosquetes recogidos por el camino y los cartuchos arrebatados a los muertos. En medio de la destrucción general de los lazos de la disciplina y el deber que mantienen la integridad de las compañías, batallones, regimientos, brigadas y divisiones de una hueste armada, estos hombres se esforzaban en mantener un remedo de orden y formación. Los únicos rezagados eran aquellos que se rendían para entregar al hielo sus cuerpos extenuados. Continuaban avanzando penosamente y su paso no interrumpía el mortal silencio de las estepas, resplandecientes al lívido fulgor de la nieve bajo un cielo color ceniza. El viento elevaba sus remolinos por la planicie, arremetía contra la columna, la envolvía en un torbellino de agujas de hielo y amainaba sólo para revelar su trágico esfuerzo de avance desprovisto del brío y -el ritmo del paso marcial.
Aquellos hombres proseguían su marcha sin cruzar palabras ni miradas; filas enteras caminaban codo a codo, durante días y días, sin levantar los ojos del suelo, como sumidas en desesperada meditación. En las silenciosas y negras selvas de pinos, no escuchaban otro ruido que el crujir de las ramas sobrecargadas de nieve. A menudo sucedía que desde el amanecer a la noche, nadie pronunciaba una sola palabra en toda la columna. Era como un macabro desfile de fantasmas hacia una tumba lejana. Sólo algún aislado ataque de los cosacos restablecía entre ellos un remedo de marcial resolución. El batallón hacía frente y se desplegaba, o formaba en cuadros bajo el eterno revolotear de los copos de nieve. Una nube de jinetes tocados con gorras de piel y con las lanzas en ristre, aullando: "¡Hurra! ¡Hurra!", galopaba alrededor de sus amenazadoras siluetas inmóviles, mientras con apagada detonación mil llamas de un rojo intenso cruzaban la atmósfera nublada por la espesa nevazón. Al cabo de pocos minutos los jinetes desaparecían, como si la tormenta arrastrara sus formas ululantes, y el Batallón Sagrado, inmóvil, solo en medio de la ventisca, escuchaba el sonido penetrante del viento que les clavaba las uñas en el mismo corazón. Luego, con uno o dos gritos de Vive l'Empereur!, reanudaban la marcha, dejando tras sí algunos encogidos cuerpos inanimados, diminutas manchas en medio de la inmensidad de las estepas nevadas.
Aunque se encontraran en las filas o luchando juntos por entre los bosques, los dos coroneles se ignoraron mutuamente, no tanto por enemistad como por auténtica indiferencia.
Toda su provisión de energía moral se concentraba en la resistencia contra la naturaleza hostil y la agobiadora certidumbre del irremediable desastre. Hasta el final se les contó entre los más activos, los menos desmoralizados del batallón; su vigorosa vitalidad los investía a ambos de heroicos relieves a los ojos de sus compañeros. Y nunca cambiaron más de una o dos palabras, a excepción de aquel día en que, a la cabeza del batallón, mientras resistían un peligroso ataque de caballería, se encontraron de pronto aislados en los bosques por un pequeño grupo de cosacos. Varios barbudos jinetes con gorras de piel galopaban a su alrededor, blandiendo las lanzas en amenazador silencio; pero los dos oficiales no tenían intenciones de deponer las armas, y de pronto el coronel Feraud pronunció con voz ronca y gruñona, apuntando con su fusil:
-Encárguese usted del bruto más próximo, coronel D'Hubert, el siguiente correrá de mi cuenta. Tengo mejor puntería que usted.
El coronel D'Hubert asintió por encima de su levantado mosquete. Tenían las espaldas apoyadas -en un ancho tronco y frente a ellos un enorme montón de nieve los, protegía de una carga directa. Dos disparos cuidadosamente dirigidos resonaron en el ambiente helado. Dos cosacos se retorcieron sobre sus monturas. Los demás, considerando peligroso el juego, rodearon a los compañeros heridos y se alejaron al galope.
Los dos oficiales lograron reunirse al batallón detenido para pasar la noche. Más de una vez aquella tarde se habían prestado mutuo apoyo, y, finalmente, el coronel D'Hubert, cuyas largas piernas le daban una considerable ventaja para caminar por la blanda nieve, se apoderó decididamente del mosquete del coronel Feraud y se lo echó al hombro valiéndose del propio como de un cayado.
En las afueras de una aldehuela, medio enterrada en la nieve, un viejo bodegón de madera ardía con claras llamas inmensas. El Batallón Sagrado de esqueletos cubiertos de harapos se aglomeraba ávidamente par el lado del viento, extendiendo hacia la lumbre cientos de manos entumecidas y entecas. Nadie había observado su llegada. Antes de penetrar en el circulo de luz reflejada sobre los demacrados rostros famélicos de ojos vidriosos, el coronel D'Hubert habló a su vez:
-Aquí tiene su mosquete, coronel Feraud. Yo camino mejor que usted.
El coronel Feraud asintió y avanzó hacia el calor del incendio. El coronel D'Hubert procedió con más delicadeza, pero no con menos decisión, a procurarse un lugar, en la primera fila. Aquellos que apartaban a un lado para avanzar, intentaban celebrar con una débil expresión de júbilo la reaparición de los dos compañeros invencibles en la actividad y en la resistencia. Estas viriles virtudes probablemente jamás han recibido un homenaje más sublime que esta lánguida aclamación.
Esta es la historia fiel de las frases cambiadas entre el coronel Feraud y el coronel D'Hubert durante la retirada de Moscú.
El taciturno silencio de Feraud era la expresión del furor reprimido. Pequeño, peludo, negro, con costras de mugre y la hirsuta maraña de una crespa barba naciente, con una mano helada envuelta en harapos y sostenida en cabestrillo, acusaba a la fortuna de haberse ensañado con incomparable perfidia en el sublime Hombre del Destino. Con los largos bigotes colgando en estalactitas, de hielo a ambos lados de sus labios morados y partidos, con los párpados inflamados por el fulgor de la nieve, constituyendo la parte principal de su indumentaria un abrigo de piel de cordero, robado al cadáver helado de un espía encontrado en una carreta, el coronel D'Hubert tomaba las cosas con más filosofía. Su rostro, habitualmente hermoso, reducido ahora a los huesos y la piel descarnada, asomaba por una toca femenina de terciopelo negro sobre la cual se había calado a la fuerza un tricornio recogido bajo las ruedas de un furgón militar vacío, que en un tiempo debió contener el equipaje de algún alto funcionario. El abrigo de piel de cordero resultaba muy corto para su elevada estatura y la piel de sus muslos, amoratada por el frío, asomaba por las rasgaduras de sus miserables ropas. En semejantes circunstancias este hecho no provocaba bromas ni piedad. A nadie le importaba ni el aspecto ni los sentimientos de su vecino. Endurecido por el sufrimiento, el coronel D'Hubert padecía principalmente en su amor propio por la lamentable indecencia de su indumentaria. Cualquiera persona irreflexiva podría pensar que con todo un ejército de cuerpos inanimados, jalonando los caminos de la retirada, no podía haber mucha dificultad en remediar estas deficiencias. Pero despojar a un cadáver congelado de un par de pantalones, no es tan fácil como pueda parecer a un simple teórico. Se precisan tiempo y fuerzas para llevar a cabo esta tarea. Era necesario quedarse rezagado mientras los compañeros continuaban avanzando. El coronel D'Hubert sentía ciertos escrúpulos en salir de las filas. Si las abandonaba, no tenía seguridad de poder reunirse nuevamente a su batallón, y la macabra intimidad de una lucha cuerpo a cuerpo con un cadáver congelado, que opondría a todos sus esfuerzos la invencible rigidez del hierro, repugnaba a sus delicados sentimientos.
Afortunadamente un día, al escarbar en un montón de nieve, junto a las chozas de una aldea, en busca de alguna patata, helada o cualquier leguminosa que llevarse a los largos dientes castañeteantes, el coronel D'Hubert descubrió un par de aquellas esteras con que los campesinos rusos acostumbran forrar los costados de sus carretas. Envolviendo con ellas su esbelta figura, y bien amarradas a la cintura, después de haber sacudido la nieve que las impregnaba, estas esteras le procuraron un extraño atavío, una especie de enagua tiesa, que dio al coronel D'Hubert un aspecto de impecable decencia, pero mucho más extravagante que antes.
Así equipado, prosiguió -en la retirada, sin dudar jamás de su salvación personal, peroobsesionado por otras preocupaciones. La primera efervescencia de su fe en el futuro se había desvanecido. Si las rutas de la gloria conducían a través de tan inesperados episodios, se preguntaba -pues era de naturaleza reflexiva- si el guía sería tan de confiar. Lo embargaba una patriótica melancolía, no exenta de personales cuidados, y muy diferente a la irrazonable indignación, contra hombre y cosas, que el coronel Feraud sustentaba. Recobrando fuerzas en una pequeña ciudad alemana durante tres semanas, el coronel D'Hubert quedó atónito al descubrirse un fuerte amor al reposo. Su recobrado vigor era de aspiraciones extrañamente pacificas. Meditó silenciosamente sobre este cambio de temperamento. Sin duda muchos de sus compañeros en las filas experimentaban la misma transformación moral, pero no era oportuno hablar ahora de ello. En una de las cartas a su familia, D'Hubert escribió:
Todos tus proyectos para casarme con la encantadora joven que has descubierto en tu vecindad, mi querida Leonie, me parecen más que nunca irrealizables. Aun no tendremos paz. Europa necesita otra lección. Será una dura tarea para nosotros, pero la llevaremos a cabo, porque el Emperador es invencible.
De este modo escribía el coronel D'Hubert desde Pomerania a su hermana casada Leonie, que residía en el Sur de Francia. Y los sentimientos expresados en esta misiva no habrían podido ser impugnados por el coronel Feraud, que no escribía a nadie, cuyo padre fue un herrero analfabeto, que no tenia hermanos ni hermanas, y que nadie deseaba ardientemente unir a alguna encantadora damisela para que disfrutara de una vida pacífica.
Pero la carta del coronel D'Hubert contenía también algunas generalizaciones filosóficas sobre la inseguridad de todas las esperanzas personales, al encontrarse estrechamente ligadas a la prestigiosa suerte de un hombre, aunque grande en verdad, humano al cabo en medio de su exaltación. Esta opinión habría sido calificada de simple herejía, por el coronel Feraud.
Cualquier melancólico presentimiento de orden militar, cautelosamente manifestado, habría sido señalado nada menos que como alta traición por éste. Pero Leonie, la hermana del coronel D'Hubert, recibió la carta con profunda satisfacción, la dobló pensativa y observó para sí "que era muy probable que Armand resultara ser un hombre muy sensato". Desde su matrimonio, efectuado con un miembro de una familia meridional, se había convertido en una fervorosa creyente en el retorno del rey legítimo. Llena de esperanzas y ansiedad, mañana y tarde ofrecía oraciones a este efecto y en las iglesias encendía cirios por la salud y prosperidad de su hermano.
Tenía muchos motivos para creer que sus oraciones eran escuchadas. El coronel D'Hubert pasó por Lutzen, Bautzen y Leipzig sin sufrir mutilaciones y aumentando en cambio su excelente fama. Adaptando su conducta a las necesidades de aquella época desesperada, jamás manifestó sus decepciones. Las ocultaba bajo una alegre cortesía de tan agradable especie, que la gente se preguntaba asombrada si el coronel D'Hubert no se daba cuenta de los desastres. No sólo sus modales, sino su mirada misma, permanecieron imperturbables.
La expresión siempre acogedora de sus ojos azules desconcertaba a todos los descontentos y aplacaba la desesperación.
Esta actitud fue favorablemente observada por el propio Emperador, pues el coronel D'Hubert, agregado ahora al servicio del general de Estado Mayor, se encontró varias veces dentro del radio visual imperial. Pero esta misma serenidad exasperaba el carácter más impetuoso del coronel Feraud. Al pasar por Magdeburgo en actos del servicio, éste se permitió decir, refiriéndose al adversario de toda su vida, mientras permanecía tristemente sentado junto a la mesa del Comandant de Place:
-Ese hombre no ama al Emperador.
Y sus palabras fueron recibidas por los demás invitados en medio de un profundo silencio. Espantado en lo hondo de su conciencia por la atrocidad de su acusación, el coronel Feraud sintió la necesidad de apoyarse en un poderoso argumento.
-Nadie puede conocerlo mejor que yo -exclamó agregando algunas maldiciones. -Cada cual estudia a su adversario. Como todo el ejército lo sabe, nos hemos enfrentado una media docena de veces en el campo del honor. ¿Qué más quieren? Si esto no es suficiente para que cualquier idiota conozca a su hombre, que el diablo me lleve.
Y miró en derredor con expresión sombría y obstinada.
-Encárguese usted del bruto más próximo, coronel D'Hubert, el siguiente correrá de mi cuenta. Tengo mejor puntería que usted.
El coronel D'Hubert asintió por encima de su levantado mosquete. Tenían las espaldas apoyadas -en un ancho tronco y frente a ellos un enorme montón de nieve los, protegía de una carga directa. Dos disparos cuidadosamente dirigidos resonaron en el ambiente helado. Dos cosacos se retorcieron sobre sus monturas. Los demás, considerando peligroso el juego, rodearon a los compañeros heridos y se alejaron al galope.
Los dos oficiales lograron reunirse al batallón detenido para pasar la noche. Más de una vez aquella tarde se habían prestado mutuo apoyo, y, finalmente, el coronel D'Hubert, cuyas largas piernas le daban una considerable ventaja para caminar por la blanda nieve, se apoderó decididamente del mosquete del coronel Feraud y se lo echó al hombro valiéndose del propio como de un cayado.
En las afueras de una aldehuela, medio enterrada en la nieve, un viejo bodegón de madera ardía con claras llamas inmensas. El Batallón Sagrado de esqueletos cubiertos de harapos se aglomeraba ávidamente par el lado del viento, extendiendo hacia la lumbre cientos de manos entumecidas y entecas. Nadie había observado su llegada. Antes de penetrar en el circulo de luz reflejada sobre los demacrados rostros famélicos de ojos vidriosos, el coronel D'Hubert habló a su vez:
-Aquí tiene su mosquete, coronel Feraud. Yo camino mejor que usted.
El coronel Feraud asintió y avanzó hacia el calor del incendio. El coronel D'Hubert procedió con más delicadeza, pero no con menos decisión, a procurarse un lugar, en la primera fila. Aquellos que apartaban a un lado para avanzar, intentaban celebrar con una débil expresión de júbilo la reaparición de los dos compañeros invencibles en la actividad y en la resistencia. Estas viriles virtudes probablemente jamás han recibido un homenaje más sublime que esta lánguida aclamación.
Esta es la historia fiel de las frases cambiadas entre el coronel Feraud y el coronel D'Hubert durante la retirada de Moscú.
El taciturno silencio de Feraud era la expresión del furor reprimido. Pequeño, peludo, negro, con costras de mugre y la hirsuta maraña de una crespa barba naciente, con una mano helada envuelta en harapos y sostenida en cabestrillo, acusaba a la fortuna de haberse ensañado con incomparable perfidia en el sublime Hombre del Destino. Con los largos bigotes colgando en estalactitas, de hielo a ambos lados de sus labios morados y partidos, con los párpados inflamados por el fulgor de la nieve, constituyendo la parte principal de su indumentaria un abrigo de piel de cordero, robado al cadáver helado de un espía encontrado en una carreta, el coronel D'Hubert tomaba las cosas con más filosofía. Su rostro, habitualmente hermoso, reducido ahora a los huesos y la piel descarnada, asomaba por una toca femenina de terciopelo negro sobre la cual se había calado a la fuerza un tricornio recogido bajo las ruedas de un furgón militar vacío, que en un tiempo debió contener el equipaje de algún alto funcionario. El abrigo de piel de cordero resultaba muy corto para su elevada estatura y la piel de sus muslos, amoratada por el frío, asomaba por las rasgaduras de sus miserables ropas. En semejantes circunstancias este hecho no provocaba bromas ni piedad. A nadie le importaba ni el aspecto ni los sentimientos de su vecino. Endurecido por el sufrimiento, el coronel D'Hubert padecía principalmente en su amor propio por la lamentable indecencia de su indumentaria. Cualquiera persona irreflexiva podría pensar que con todo un ejército de cuerpos inanimados, jalonando los caminos de la retirada, no podía haber mucha dificultad en remediar estas deficiencias. Pero despojar a un cadáver congelado de un par de pantalones, no es tan fácil como pueda parecer a un simple teórico. Se precisan tiempo y fuerzas para llevar a cabo esta tarea. Era necesario quedarse rezagado mientras los compañeros continuaban avanzando. El coronel D'Hubert sentía ciertos escrúpulos en salir de las filas. Si las abandonaba, no tenía seguridad de poder reunirse nuevamente a su batallón, y la macabra intimidad de una lucha cuerpo a cuerpo con un cadáver congelado, que opondría a todos sus esfuerzos la invencible rigidez del hierro, repugnaba a sus delicados sentimientos.
Afortunadamente un día, al escarbar en un montón de nieve, junto a las chozas de una aldea, en busca de alguna patata, helada o cualquier leguminosa que llevarse a los largos dientes castañeteantes, el coronel D'Hubert descubrió un par de aquellas esteras con que los campesinos rusos acostumbran forrar los costados de sus carretas. Envolviendo con ellas su esbelta figura, y bien amarradas a la cintura, después de haber sacudido la nieve que las impregnaba, estas esteras le procuraron un extraño atavío, una especie de enagua tiesa, que dio al coronel D'Hubert un aspecto de impecable decencia, pero mucho más extravagante que antes.
Así equipado, prosiguió -en la retirada, sin dudar jamás de su salvación personal, peroobsesionado por otras preocupaciones. La primera efervescencia de su fe en el futuro se había desvanecido. Si las rutas de la gloria conducían a través de tan inesperados episodios, se preguntaba -pues era de naturaleza reflexiva- si el guía sería tan de confiar. Lo embargaba una patriótica melancolía, no exenta de personales cuidados, y muy diferente a la irrazonable indignación, contra hombre y cosas, que el coronel Feraud sustentaba. Recobrando fuerzas en una pequeña ciudad alemana durante tres semanas, el coronel D'Hubert quedó atónito al descubrirse un fuerte amor al reposo. Su recobrado vigor era de aspiraciones extrañamente pacificas. Meditó silenciosamente sobre este cambio de temperamento. Sin duda muchos de sus compañeros en las filas experimentaban la misma transformación moral, pero no era oportuno hablar ahora de ello. En una de las cartas a su familia, D'Hubert escribió:
Todos tus proyectos para casarme con la encantadora joven que has descubierto en tu vecindad, mi querida Leonie, me parecen más que nunca irrealizables. Aun no tendremos paz. Europa necesita otra lección. Será una dura tarea para nosotros, pero la llevaremos a cabo, porque el Emperador es invencible.
De este modo escribía el coronel D'Hubert desde Pomerania a su hermana casada Leonie, que residía en el Sur de Francia. Y los sentimientos expresados en esta misiva no habrían podido ser impugnados por el coronel Feraud, que no escribía a nadie, cuyo padre fue un herrero analfabeto, que no tenia hermanos ni hermanas, y que nadie deseaba ardientemente unir a alguna encantadora damisela para que disfrutara de una vida pacífica.
Pero la carta del coronel D'Hubert contenía también algunas generalizaciones filosóficas sobre la inseguridad de todas las esperanzas personales, al encontrarse estrechamente ligadas a la prestigiosa suerte de un hombre, aunque grande en verdad, humano al cabo en medio de su exaltación. Esta opinión habría sido calificada de simple herejía, por el coronel Feraud.
Cualquier melancólico presentimiento de orden militar, cautelosamente manifestado, habría sido señalado nada menos que como alta traición por éste. Pero Leonie, la hermana del coronel D'Hubert, recibió la carta con profunda satisfacción, la dobló pensativa y observó para sí "que era muy probable que Armand resultara ser un hombre muy sensato". Desde su matrimonio, efectuado con un miembro de una familia meridional, se había convertido en una fervorosa creyente en el retorno del rey legítimo. Llena de esperanzas y ansiedad, mañana y tarde ofrecía oraciones a este efecto y en las iglesias encendía cirios por la salud y prosperidad de su hermano.
Tenía muchos motivos para creer que sus oraciones eran escuchadas. El coronel D'Hubert pasó por Lutzen, Bautzen y Leipzig sin sufrir mutilaciones y aumentando en cambio su excelente fama. Adaptando su conducta a las necesidades de aquella época desesperada, jamás manifestó sus decepciones. Las ocultaba bajo una alegre cortesía de tan agradable especie, que la gente se preguntaba asombrada si el coronel D'Hubert no se daba cuenta de los desastres. No sólo sus modales, sino su mirada misma, permanecieron imperturbables.
La expresión siempre acogedora de sus ojos azules desconcertaba a todos los descontentos y aplacaba la desesperación.
Esta actitud fue favorablemente observada por el propio Emperador, pues el coronel D'Hubert, agregado ahora al servicio del general de Estado Mayor, se encontró varias veces dentro del radio visual imperial. Pero esta misma serenidad exasperaba el carácter más impetuoso del coronel Feraud. Al pasar por Magdeburgo en actos del servicio, éste se permitió decir, refiriéndose al adversario de toda su vida, mientras permanecía tristemente sentado junto a la mesa del Comandant de Place:
-Ese hombre no ama al Emperador.
Y sus palabras fueron recibidas por los demás invitados en medio de un profundo silencio. Espantado en lo hondo de su conciencia por la atrocidad de su acusación, el coronel Feraud sintió la necesidad de apoyarse en un poderoso argumento.
-Nadie puede conocerlo mejor que yo -exclamó agregando algunas maldiciones. -Cada cual estudia a su adversario. Como todo el ejército lo sabe, nos hemos enfrentado una media docena de veces en el campo del honor. ¿Qué más quieren? Si esto no es suficiente para que cualquier idiota conozca a su hombre, que el diablo me lleve.
Y miró en derredor con expresión sombría y obstinada.
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