viernes

CON DALÍ Y LORCA EN FIGUERES



IAN GIBSON
(el pintor le cuenta al biógrafo del poeta asesinado la pasión que unió a los dos personajes / El País de Madrid, 26-1-1986)
Hacía más de seis años que no veía a Dalí. La última vez fue cuando, en octubre de 1980, el pintor, después de meses de enfermedad, había reaparecido, en su museo de Figueres, en una multitudinaria conferencia de prensa organizada sin escatimar un detalle -con tal de que llamara la atención- por el inefable Enric Sabater. Aquella tarde, entre Barcelona y Figueres, el cielo se había puesto oscurísimo y había empezado a tronar. Las calles de la capital de Ampurdán eran torrentes cuando llegamos, y todo presagiaba un gran acontecimiento. De hecho, no fue para tanto.

Asaetado por las preguntas de los periodistas franceses, cuya suficiencia enfureció a sus colegas ibéricos (“Dites-nous, maître -en francais, s’il vous plaît-, qu’est ce que vous avez senti quand vous étiez au bord de la mort?), Dalí, con una pequeñísima Gala muy pintada a su lado, no estuvo en plena forma, ni mucho menos.

La enfermedad había minado la robustez de aquel sufrido cuerpo, y la mano, títere a las órdenes de Parkinson, golpeaba sobre la mesa insistentemente, burlando las grabaciones de la Prensa internacional. El humor no había desaparecido, pero Dalí ya era otro.

Había ido a Figueres con la esperanza de poder preguntarle al pintor acerca de su amistad con Lorca. Pero, en medio de aquella abigarrada muchedumbre, la tímida pregunta mía sólo recibió una contestación somera: la “Oda a Salvador Dalí”, dijo el maestro, lo expresaba todo, y no había nada que añadir al testimonio del propio poeta. Ante una nueva avalancha de preguntas francesas, me había retirado cabizbajo y madiciendo mi torpeza.

Después vino toda una serie de sobresaltos: la muerte de Gala en 1982, después de 53 años juntos, con el consiguiente desplome físico y psicológico del pintor; la revelación del tejemaneje de intereses, muchas veces sórdidos, que se habían urdido en torno a la obra daliniana; la desaparición de Sabater, el incendio, la intervención quirúrgica…

Creía que había perdido para siempre la oportunidad de hablar con Dalí. Pero no. Cuando salió, en abril de 1985, el primer tomo de mi biografía de Lorca, con abundante material acerca de la relación entre el pintor y el poeta, mandé dos ejemplares a Antoni Pitxot, íntimo amigo del pintor, de quien tenía excelentes referencias por el escritor Lluís Permanyer, que le había hecho a Dalí, en 1979, una brillante entrevista publicada en “Playboy”. Hablé poco después con Pitxot por teléfono. Su respuesta fue cordial, comprensiva. Haría todo lo posible para que Dalí me recibiera. Ambos habían hojeado el libro. Les parecía serio. Si algún día Dalí tenía ganas de hablar de Lorca conmigo, Pitxot -me dio su palabra- me llamaría. Y ahora, finalmente, ocho meses después, se había producido el milagro. “Hay que venir inmediatamente” me advirtió desde Cadaqués. “Si puede, venga ahora mismo. Hoy está deseando hablar, y le he insistido en que es a usted a quien le tiene que contar estas cosas sobre Lorca”.

APASIONADA AMISTAD

El puente aéreo que vincula a Madrid con Barcelona es una de las pocas cosas serias que hay en el mundo, así como la autopista que une a la ciudad Condal con Francia. Y el 15 de enero de 1986 funcionaban ambos de maravilla. De modo que a las 16:30 ya había aparcado el coche en Figueres, al lado de la que fue casa de los Dalí, donde pasó Lorca varios días con Salvador durante la Semana Santa de 1925 y luego, otra vez, en el verano de 1927, verano en que su apasionada amistad con Dalí llegó a su apogeo.

El Museo de Dalí en Figueres, en medio de su inevitable mediocridad -los grandes cuadros, con contadísimas excepciones, no se encuentran aquí-, tiene, eso sí, tras obras de notable resonancia lorquiana: “Homenakje a Erik Satie” (1926), “Cabeza amiba” (1926) y “Pez y balcón (Naturaleza muerta al claro de luna)”, probablemente del mismo año. En ella encontramos el motivo, obsesivo en los cuadros de Dalí de este período -período que el crítico Rafael Santos Torroella ha denominado, acertadamente, las “época lorquiana” del pintor, de las cabezas fundidas de los dos amigos. “Homenaje a Erik Satie” llama especialmente la atención en este sentido: en este impresionante lienzo, la gran sombra azul que proyecta la cabeza heroica es indudablemente la silueta de la de Federico. Al contemplar otra vez estos cuadros, tan elocuente de lo que fue la relación de ambos genios, uno se pone ahora nervioso. ¿Cómo me recibiría Dalí, el Dalí autor de estos lienzos, el Dalí ya de vuelta de tantos escándalos y de tantas peripecias?

A las seis de la tarde en punto -la hora convenida- aparece Antoni Pitxot. Es un hombre de unos 50 años -calculo-, de buen parecer, delgado, con una impresionante pelambre gris (se dice en Cadaqués que los Pixot, artistas todos ellos, siempre andaban algo melenudos), y la sonrisa, afable, generosa. En seguida me siento un poco menos inquieto. Pitxot me conduce en el acto a la torre Gorgot, hoy rebautizada torre Galatea, inmediatamente detrás del museo y conectada con éste por medio de una puerta blindada. “¿Podré llevar mi magnetófono?”. “Llevarlo sí, pero a lo mejor Dalí dirá que no. Esto ya lo veremos sobre la marcha. No se preocupe”.

ENCARNACIÓN DE LA VIDA

Penetramos en el vetusto caserón. En la entrada, unos guardias. En las antesalas, arriba, hablan animadamente varias jóvenes. Supongo que serán enfermeras, pero tienen aspecto de amigas de la casa. Nos vamos aproximando al “sancta sanctórum”. Sí, esto va a ser no una entrevista sino una audiencia. Me confirmo en esta impresión al entrar en la sala en donde se encuentra Dalí esperándonos. El maestro está sentado al final de la estancia en una especie de trono, vestido desde los pies a la cabeza con una túnica de seda blanca y tocado con su célebre gorro de borla. Nada más verle se me vienen a las mientes, a modo de visión, el retrato a lápiz que Lorca le hizo en 1926 y que fue publicado, creo que por primera vez, en el libro de Robert Descharnes “Dalí de Gala”. En dicho dibujo, el pintor aparece sentado al pie de una alta torre, bajo una luna amarilla arquetípicamente lorquiana, a guisa de supremo sacerdote del arte. Está vestido con hábito y mitra blancos, con la paleta en la mano derecha, sendos peces rojos adheridos a la punta de los dedos de la izquierda y un gran pez rojo, vertical, sobre el pecho.

“Lorca me veía como una encarnación de la vida, tocado como un dioscuro”, diría Dalí al comentar el dibujo. “La mano tiene cada uno de sus dedos convertidos en pez-cromosoma”. La mitra o casquete que lleva Dalí en el dibujo está en forma esférica. Lo cual remite en seguida -como ha señalado Rafael Santos Torroella- al mito de Cástor y Pólux, los “dioscuri” (hijos de Zeus, en griego) que, engendrados por el dios en Leda, nacen de un huevo de cisne. El dibujo aludiría, pues, a la honda amistad que unía a los “gemelos” Lorca y Dalí, nuevos Cástor y Pólux. Y esta forma de vestir ahora de Dalí, ¿no podría responder -aunque fuera a nivel subliminal- a la visión que de él tenía, allá por 1926, el poeta? Y la torre Galatea, ¿no recuerda también la del dibujo? Desde la muerte de Gala hay indicios de que el recuerdo de Lorca ha llegado a ser, para el pintor, más obsesivo que nunca. Prueba de ello, incluso, es la invitación que me lleva hoy a su lado.

La mano que me tiende Dalí está cubierta de pecas amarillentas. De la nariz emerge una sonda plástica. Los ojos, de un intenso azul, pero ya cansados, se clavan en mí. Es la mirada más desconcertante que he conocido. Y el pintor empieza a hablar rápidamente, pero tan bajo y con articulación tan nebulosa que es muy difícil entenderle. Pitxot me hace una señal para que ponga en marcha el magnetófono. Por lo menos podré descifrar después las palabras que no capto ahora. Me doy cuenta de que Dalí nos está hablando de la última vez que vio a Federico. Fue en Barcelona, en el otoño de 1935, cuando el granadino estrena triunfalmente “Doña Rosita, la soltera”. Los dos no se habían visto en siete años y, en una entrevista periodística, Lorca expresaría su alegría al constatar que, después de tan largo lapso de tiempo, no había cambiado la intensidad de su mutuo afecto.

“Somos”, le dice al periodista, pensando otra vez, acaso, en Cástor y Pólux, “dos espíritus gemelos. Aquí está la prueba: siete años sin vernos y hemos coincidido en todo, como si hubiésemos estado hablando diariamente. Genial, genial, Salvador Dalí”. Dalí recuerda ahora con profunda nostalgia aquel último encuentro, que tuvo lugar en el Canari de la Garriga, famoso restaurante, frente al Ritz, que frecuentaban escritores y artistas. Dalí iba acompañado del escritor inglés Edward James, luego conocido coleccionista de las obras del catalán, y hablaban de un proyecto de hacer una visita, dentro de poco, a Amalfi. “Me produce ahora un poco de remordimiento no haber invitado a Federico a acompañarnos” confiesa Dalí, pensando que, de haber ido con ellos el poeta, tal vez muchas cosas hubiesen sido distintas. Lo que sí hizo Federico fue acompañar a Dalí en una visita, repentinamente decidida, a Tarragona. Aquella noche, el poeta dio uno de sus famosos plantones y no apareció en un homenaje organizado en su honor en Barcelona.

COMIENZO DE LA AMISTAD

Pero Dalí está ya pensando en otra cosa: en los años de la Residencia de Estudiantes en Madrid, los primeros años de la década de los veinte, cuando había empezado su amistad con Federico, así como con Luis Buñuel, José (“Pepín”) Bello -para este último. Dalí guarda un entrañable recuerdo-, Gustavo Durán (brillante pianista, íntimo de Federico y luego famosísimo combatiente de la guerra civil) y tantos otros compañeros de generación. Y nos cuenta lo que antes ha dicho a varios entrevistadores, pero que esta vez irradia con un lujo de detalles que sobrecoge. Resulta que Lorca, frenéticamente enamorado de Dalí, quería intimar sexualmente con él (“Me quería dar por el culo dos veces”), pero que el pintor, pese a su deseo de complacer al amigo y a su esfuerzo por hacerlo, era incapaz de satisfacerlo. Esto lo ha dicho siempre Dalí. Y también ha dicho que Lorca, la segunda vez, “sacrificó” en su lugar a una innominada muchacha, la primera con la cual habría tenido una relación sexual.

Pero ahora Dalí identifica por nombre y apellido a la chica. Esta frecuentaba el grupo que alternaba entre la Residencia de Estudiantes y la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, y era sorprendentemente libre de represiones sexuales. Además ofrecía para Federico la ventaja de tener pechos muy pequeños. “A Lorca le repugnaban sobre todo los pechos de las mujeres”, aclara Dalí. “A usted tampoco le han gustado” le sugerimos. “Tampoco mucho, es verdad” admite el pintor, casi sonriendo, “pero en cambio he pintado pechos volantes”. (Es cierto. En “Senicitas”-otro cuadro de la “época lorquiana”, hoy en el Museo Español de Arte Contemporáneo de Madrid- vuelan varios pares de senos liberados. Y en una carta a Lorca del año 1927, Dalí se refiere a un lienzo que está pintado y en el cual “hay también algún pecho ‘extraviado’, éste es todo lo contrario del pecho volador, éste está quieto sin saber lo que hacer y tan indefenso que emociona”.

La chica sin senos fue sumisamente al sacrificio, que tiene lugar delante del propio Dalí. “Federico estaba excitado al saber que yo le miraba”, comenta el pintor ante nuestra extrañeza. “Traspasó su pasión a la muchacha”. Consumado el acto, el poeta, en vez de tratar a esta con desprecio -reacción que esperaba Salvador-, se comporta con exquisito tacto. Cogiéndola de las manos y mirándola, recita dos versos del romance “Tamar y Amnón”: “En las yemas de tus dedos, / rumor de rosa encerrada”.

No por casualidad, cabe suponer, recordaba el poeta estos versos del poema que narra el incesto bíblico, poema, por más señas, que gustaba a Dalí -a diferencia de otras composiciones del romancero gitano- porque contenía “pedazos de incesto” y, como el “Romance de Santa Eulalia”, transparentaba menos “costumbrismo” y elementos anecdóticos que los demás poemas de la inmediata célebre colección.

Dalí insiste en que, aparte de este acto, nunca repetido, no recuerda que Lorca tuviera contacto sexual con ninguna otra mujer.

DOS CAMINOS

Van surgiendo otros recuerdos en cadena. Dalí habla de la publicación en la revista de Lorca en Granada, “Gallo”, de su prosa “San Sebastián”, que tanta influencia ejerció sobre el poeta. Alude a las muchas cartas que recibió de Federico y que se perdieron durante la guerra (Dalí insiste en que no las tiene). Evoca a las otras admiraciones de Lorca, Gustavo Durán (modelo de varios cuadros del pintor de efebos y de peces canario Néstor Fernández de la Torre), a quien llama Buñuel en sus memorias el único “homosexual de verdad” del grupo. Buñuel! Dalí recalca que este amigo, con quien hizo en 1929 “Un chien andalou”, “siempre estuvo en contra” de Lorca por la cuestión de la homosexualidad. Y es cierto que tanto “Mi último suspiro” como una carta de Buñuel a su amigo Pepín Bello, además de los recuerdos de muchos amigos, revelan hasta qué punto esta cuestión le preocupaba al futuro realizador, llevándole a perpetrar actos que con el tiempo él mismo lamentaría.

Pero todos estos recuerdos son ahora secundarios, y lo que realmente le atenaza a Dalí es la memoria de un Lorca obsesionado siempre por la muerte. En la Residencia de Estudiantes, el poeta, tendido sobre su cama, gustaba de parodiar su propio fallecimiento, forzando a sus amigos a que le contemplasen mientras representaba y describía la lenta descomposición de su cadáver, la colocación de éste en el ataúd, la marcha del cortejo fúnebre por las calles de Granada -baches incluidos- y, finalmente, el entierro. Lo más divertido de todo -para Lorca, claro- fue cuando, al haberles trasmitido a sus amigos su terror ante la muerte, y así liberarse temporalmente de éste, se levantaba de un salto de la cama y, riéndose, empujaba a sus pasmados compañeros hacia la puerta, seguro ya de poder dormir tranquilamente. Con esta ceremonia, recuerda Dalí, “nos aterrorizaba a todos”.

Dalí se expresa profundamente dolido por el título de la obra de Antonina Rodrigo “Lorca-Dalí. Una amistad traicionada”, publicada por Planeta en 1981. No ha querido leer el libro, pero le han hablado de él. Insiste en que no hubo jamás traición por su parte, sino, a partir de 1928, una bifurcación de caminos impuesta por las circunstancias de la vida, y no por voluntad suya. Le digo que, pese a conocer a Antonina Rodrigo y apreciar muchos aspectos de su labor investigadora, no comparto la tesis suya acerca de una “traición”.

Se ve que Dalí está preocupado por la, según él, mala interpretación que se le ha dado a las palabras que pronunció al enterarse, en París, del fusilamiento de Lorca, ocasión en en la cual, según él mismo, lazó un “Olé!” arquetípicamente español y se sintió extrañamente alegre. Posteriormente, Dalí explicó aquella exclamación en función de la obsesión que padecía Lorca con su propia muerte -obsesión que él había visto exteriorizada tantas veces- y también en función del oscuro presentimiento que tenía el poeta, de acuerdo con el pintor, de lo que un día le podía ocurrir, presentimiento que luego se vería que se había expresado en el impresionante poema “Fabúla y ronda de los tres amigos”, publicado póstumamente, en 1940, en “Poeta en Nueva York”: “Cuando se hundieron las formas puras bajo el cri cri de las margaritas / comprendí que me habían asesinado / Recorrieron los cafés y los cementerios y las iglesias, / abrieron los toneles y los armarios, / destrozaron tres esqueletos para arrancar sus dientes de oro / y no me encontraron. / ¿No me encontraron? / No. No me encontraron.”

Hoy, al volver sobre este asunto, la preocupación de Dalí es evidente. Quiere que la gente comprenda que, con aquella exclamación, no pudo ser su intención traicionar a un amigo que tanta mella había hecho en su vida. Pienso, al escucharle, que Dalí siempre fue Dalí, y que juzgarle como si fuera una persona distinta -iba a decir “persona normal”- constituye un notable espejismo.

“¿CÓMO FUE LA MUERTE?”

Pero ha surgido otra vez el tema de la muerte de Lorca. Dalí me pregunta cómo fue. Le cuento rápidamente lo principal de lo que sé al respecto: el susto en la huerta de San Vicente, la llamada telefónica a Luis Rosales; le acogida que la familia de éste le dispensa al poeta en momentos muy peligrosos; la detención, que lleva a cabo el ex diputado de la CEDA Ramón Ruiz Alonso- fallecido hace unos pocos años, por lo visto en Estados Unidos-; la estancia de tres días en el Gobierno Civil de Granada (con tiempo suficiente para que los sublevados pensasen a fondo lo que iban a hacer con el poeta); los términos de la denuncia; la envidia y el odio que había en ciertos sectores granadinos contra Lorca; el fusilamiento al lado de la fuente de Ainadamar, en Alfacar. Dalí escucha atentamente. Y dice: “No se toleraba la personalidad de Lorca; por eso se lo cargaron”.

Dalí me firma un ejemplar de su “Vida secreta” con un rotulador negro que le pasa Pitxot. A pesar de la maldita mano que le tiembla, los grandes trazos resultan admirablemente firmes. Y en seguida, insistentemente, el pintor vuelve a sus obsesiones. Me ruega que hable bien de Gala y, sobre todo, que diga que no está de acuerdo en absoluto con la tesis según la cual hubiera sido ella quien le hiciera volverse surrealista. “Yo siempre fui surrealista”, insiste. Y luego vuelve a lo de la traición a Lorca. “Diga usted que no es verdad. Y que no venga nadie a preguntarme nada, nadie”. Estoy en pie, tratando discretamente de despedirme, pero todavía me quiere decir algo Dalí. Me pregunta si voy a participar en los actos lorquianos que tendrán lugar en Granada durante el año. Le digo que tal vez en algunos, si me invitan. Se ve que está hondamente preocupado, pensando en lo mal que entienden las gentes lo que fue su relación con Federico. Sus últimas palabras, mientras le tengo agarrada la mano, son: “Era un honor para mí que Federico estuviera enamorado de mí. Aquello no era una amistad. Era una pasión erótica muy fuerte. Eso es la verdad”.

Al salir, me siento inundado repentinamente de una de las más agudas tristezas de mi vida.

2 comentarios:

Camila dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Camila dijo...

Lo siento por borrar lo anterior. Mi comentario era:
¿Esto confirma, entonces, la relación "más allá de la amistad" que hubo entre Dalí y Lorca? Aún no me queda claro, porque si Dalí intentaba satisfacer a Lorca, pero no podía, era porque realmente sus sentimientos hacia Lorca no eran de amistad. Sin embargo, sus palabras parecieran ser como si Lorca fuera el único con estos sentimientos, y Dalí solamente estaba sometiéndose. Que contradictoria se ve esta entrevista :(

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