martes

MORIR CON APARICIO


HUGO GIOVANETTI VIOLA
TERCERA ENTREGA


EL ECLIPSE (3)


Después de dormir la siesta me fui a ver a Isaías, que cuando hace calor se sienta a tomar mate a la sombra de los galpones. A veces se respira primero la ventolina fresca, si no hay tormenta preparándose. Hoy se olía sólo a naco, a yerba y más de cerca de Cruz. “Buenas tardes señorita” me saluda con la chala en los dientes (nunca se afeita bien y es narigón de ojos azules, dice mamá). Después escupe el pucho y me pone la boca en el pelo. “Feliz Navidad” dice con mal aliento. “Feliz, Navidad, Isaías. Lástima que hay tormenta”. Y al rato me animo a preguntarle: “Dígame Cruz: ¿usted no sabe por casualidad quién era la mujer que antes ponía las flores en el cementerio, no?”. “Ah, no: no era una mujer, señorita” dice el viejo prendiendo el cigarrillo: “Era un farero sueco que se llamaba Jonás Erik Jönson, un gigantón astrónomo que hablaba como cinco idiomas y que al ser traicionado por una esposa equilibrista que tenía en Malmö se enroló en el Ciudad de Santander, el vapor que encalló aquí nomás frente al atracadero. Eso se lo conté los otros días. Aunque ahora voy arrancando desde más atrás: desde cuando el Ciudad de Santander toca Beirut allá por el año 94. Me acuerdo que me contaba que era la primera vez que pisaba el Oriente y que a la segunda mañana el capitán los cargó en carretones para que la tripulación conociera las ruinas de la primera ciudad humana, Byblos” (la bombilla hizo ruido en el mate vacío). “Pobre sueco Jonás” dijo Isaías al rato: “Yo reconozco que la madrugada que salí a refrescarme al manantial y lo pesqué infraganti cambiando las flores lo creí un loco bravo, como pensaban los demás loberos. Dios mío, y qué susto me pegué cuando lo vi pararse: medía casi dos metros. Pero él se me acercó tranquilamente y me acompañó hasta el faro agarrándome un hombro. Entonces me contó la historia de su vida. Acá estaba el anfiteatro dijo en cierto momento y dibujó un semicírculo con un palito sobre el mapa de Byblos rasqueteado en la tierra: Eso era romano y era maravilloso. Lo único romano maravilloso que vi en Byblos, muchacho. Pues créanme que aquí mismo se tiraron los marineros a jugar a los dados mientras tomaban alcohol árabe y mojaban el pan (unas tortas redondas sin gusto ninguno) con esa pasta amarillenta que llaman el hommos. Diablo, yo era bastante joven todavía, y maldije a los hombres y me tiré en el pasto con los ojos cerrados. Pero esa misma tarde Erik Jönson no tuvo más remedio que meterse en un cartucho de bodegón medio metro más bajo él para poder cumplir con sus necesidades. Y allí de golpe se filtró entre las latas una típica música oriental decía el sueco poniendo ojos de loco: Venía desde la calle o quién sabe de dónde. Y me sentí tan lejos de mí mismo que clavé las rodillas en la tierra empapada y le hablé a mi ex-mujer por primera y única vez después de separarnos”. Cruz sacó más tabaco del bolsillo. “Ya no te amo, mujer me dijo que le dijo: Pero cómo me muero sin amarte, Liv. Y parece que fue en ese momento que la música típica paró y hubo un viento sagrado que lo llamó a volver urgentemente Al mundo de la patria o a la patria del mundo como decía Jonás agrandando los ojos. Aunque lo más curioso debe haber sido el hecho de que cuando en callara el Santander unos meses después frente a esta misma isla, Erik haya jurado lo mismo que terminó porfiando en aquella letrina: Yo ya no vuelvo a hacer equilibrismos, y elegido pasar de un sueño al otro mientras el resto de los hombres peleaba por salvarse. Tuvo que venir el capitán en persona a golpearle al camarote para que despertara. Quieren tirarse al mar, ayúdeme le dijo. Yo no pude negarme a acompañarlo decía el sueco levantando los hombros: Pero no fue piedad. Fue sólo lástima, muchacho. Les hablamos aquí en la capilla dijo y clavó el palito contra la popa del barco dibujado en la tierra: Aunque yo no los vi primero a ellos, porque cuando el capitán empujó la portezuela me rendí a la visión de la Virgen eterna flotando en equilibrio sobre el horror del mundo, invencible y hermosa entre los cabos de vela que los hombres de fe aguantaron hasta el alba (o mejor dicho hasta la salvación, ya que cuando aclaró llegaron a buscarnos)”

“Entonces Erik Jönson no tuvo más remedio que agregarse otro nombre” dijo Isaías al rato con la chala en los dientes: “Fíjese que ya íbamos en uno de los vapores de Lussich me contó esa mañana levantando el palito hacia el resto del barco cuando yo me di cuenta, mirando el Santander, que había estado en el fondo del mundo. ¿Ahora cree que estoy loco? Y allí nomás se levantó y se dio su par de vueltas carnero diarias, dejando un surco gigantesco en la tierra revuelta. Pero dígame señorita: ¿usté no se acuerda lo que yo le conté los otros días de aquella Nochebuena fatal frente a la iglesia de Maldonado, a principios de siglo?”. “¿La del Cristo Amarillo?”. Isaías se rio. “Claro, el Cristo Amarillo era el sueco Jonás: así lo habían bautizado los náufragos que se conchabaron con él en una chacra que quedaba entre el Rincón del Diario y Punta Ballena (un terreno arenoso ideal para la siembra de la batata blanca) porque les predicaba un Evangelio propio donde el altar mayor lo tenían las mujeres: Las que jamás reniegan de la vida ni en el pozo más hondo de este mundo según palabras del propio profeta. Yo conocí la historia por mi padrino el Sordo, que trabajó con ellos unas cuantas cosechas”. Cruz suspiró y volvió a prender el cigarrillo. “Aquella madrugada mamá estaba sentada bajo la luna que entraba por la puerta de casa cantando villancicos catalanes, me acuerdo. Ya hacía bastante tiempo que habíamos terminado de quemar al Judas de mi cuadra. Papá me estaba hablando de Aparicio Saravia: decía que era imposible que viniera otra guerra como la del 97. De repente escuchamos una corrida por el terraplén y entró el Sordo boqueando, con uno de los ojazos celestes más torcidos para arriba que nunca. Pero no pudo hablar. ¿Qué pasó? Hablá, caray dijo mi viejo entreparándose. No parió nadie dijo mi padre. No: él te está preguntando qué pasó le grité yo acercándomele a la oreja. Vino el Cristo a la plaza gritó el Sordo. Pero si estás borracho, coño, Haber avisao antes rezongó mi viejo. No interrumpió mamá chupándose una lágrima: Me parece que tiene algo para decirnos- Vino el Cristo, cuñada repitió mi padrino de repente y subió el ojo loco: Aunque yo me salvé porque no quise ir a timbear. Y no por puritano: lo que pasa es que me encontré con el Justo Regusci y otros muchachos de lo de Cavallo. Por eso nos quedamos en el mostrador del Billar dándole al tinto y mascando tabaco. Y ellos meta timbear allá frente a la iglesia- ¿Quiénes? gritó papá. Los marineros, quién va a ser: los náufragos. Dale al dado nomás a la luz de un farol, frente al portal de Nuestra Señora. Y ahí el Sordo contó cómo vieron llegar a Jonás parado sobre un carro que desembocó en la plaza iluminada a giorno destripando el colchón de serpentinas que habían dejado las parejas guerreando en la retreta, mientras se oían los latigazos al lastimar las ancas plateadas de las mulas. Sí, era el Cristo Amarillo dijo el Sordo y después se persignó: De seguro que estaba de visita en lo de don Camacho y alguien fue con el cuento y cayó a castigarlos. Los pobres náufragos se quedaron helados mirándolo venir. Él saltó del carro con la melena y la barba encrespadas y ahí nomás repartió los latigazos. Después se metió en la iglesia donde un par de horas había estado cantando el Te Deum tan campante en la misa del gallo) hecho la misma furia. Y entró a enfrentarse con Nuestra Señora nomás, como él mismo contaba enfermo de vergüenza, Alondra: imagínese a un hombre de dos metros embadurnado de sudor y polvo y echando fuego oscuro por los ojos. Que se les pudra el alma, Madre dijo que les dijo: Ya ves que no entendieron. No les tengas piedad o yo me muero- Suelta la fusta le ordenó la Virgen (y él recién se dio cuenta que ni siquiera estaba arrodillado): ¿Tuviste tú piedad de Liv, Jonás?- Sí, madre, como de mi carne- ¿Y no voy a tener piedad para mía? dijo la Virgen mirando a su Hijo: Pecaste tú, profeta, más que el mundo. Fuera. Ahora es tuya la luz pero en silencio”.

“Y así fue que Jonás Erik Jönson, el astrónomo sueco, terminó de farero” dijo Isaías empezando a pararse. “Espere un poco, Cruz” le pedí desde el suelo: “¿Jonás no le habrá explicado por qué le llevaba flores a los muertos, no?”. Él se volvió a sentar y escupió el cigarrillo. “Esas cosas no pueden explicarse, señorita” me dijo: “Yo no le conté a nadie más que a usté el secreto de las flores, ¿sabe? Ahora me voy al faro. Pero me gustaría que me acompañara cuando ponga el cordero en la parrilla”.

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