HUGO GIOVANETTI VIOLAE LOS POETAS MUERTOS
1ra edición 1990 / 1ra edición web 2011
VIGÉSIMA ENTREGA
TRES: EL PALO EN LA PIÑATA (3)
AL LLEGAR a la taberna encontré a Ray esperándome en la puerta. Debajo del sobretodo tenía puesta mi campera jean, ya fantasmalmente desteñida. Tenía una pierna apoyada en la pared y los ojos creciendo y decreciendo como burbujas verdes de un caldero sangrientro. Entré sin darle la menor pelota. Al rato salí a ver qué pasaba y ya no lo encontré. Más tarde llegó Ramón, con Eva. Vinieron a poner a prueba la paella de la casa, dijeron. “Pero además tengo que darte una noticia sensacional” sonrió el gigante con la mirada aterciopelada, aunque demasiado negra: “Después lo conversamos, mejor. Laburen tranquilos que al final conversamos”.
Tocamos felices. Abel tomó tres cubalibres muy cargados y no sólo se olvidó completamente de la amenazadora aparición de Ray sino que por primera vez logró verse bajando del avión en Montevideo y abrazando a su gente hasta la saciedad. Después me imaginé militando en la clandestinidad y hasta eso me pareció precioso. Al terminar el último pasaje Ramón nos invitó a sentarnos en su mesa. “Nada del otro mundo la paella de estos gallegos, che” comentó en voz muy alta: “Pero en fin. Se comió”. “A mí me gustó” dijo Eva, haciéndome una guiñada. “Bueno, muchachos” dijo el gigante, casi protocolar: “Salió un laburo en Londres. Para nosotros cuatro. Bien pago. En un boliche. La onda es armar un grupo acústico con bajo eléctrico anexado y chau. Yo lo propuse así y los tipos locos de la vida. En principio serían unos ocho o diez días, y si la cosa camina nos quedamos del todo. ¿Cómo la ves, petiso?”. “Bien” le dije: “El problema es que a mí me están por mandar el pasaje de vuelta de un momento a otro. Pero yo agarro igual. El pasaje conserva validez durante meses”.
Ramón lo miró fijo, y Abel tuvo la sensación de que así como existen las “noches de brujas” también se podría hablar en el futuro de las “noches de Gárgolas”. Cuestión de incorporarlo al folklore satánico -me divagué, fregándome los ojos. “Ahí está” dijo el gigante, con voz de malo de las películas: “Te llevamos a Londres y en vez de coparnos en paz te escuchamos hablar todo el día del pasaje de vuelta y de tu papá tu mamá tu hermanita Liverpool el fascismo la revolución y todas esas pendejadas. Mirá, loco: hay días que parece que olés a no sé qué porquería. Es como si todo agarrara tu olor ¿entendés?”. “Entiendo” dijo Abel: “¿Y cuándo se irían, che?”. “Mañana” le contestó el gigante: “Pero si no rompés demasiado podés venir. No hay problema”. Entonces miré a Eva -que presenciaba mi ejecución con los ojos brumosos- y Ramón la obligó a levantarse y la abrazó como había hecho con su hija en Saint-Tropez. “Chau, muchachos” ladró, sin volver a mirarme: “Nos encontramos a medianoche en casa y arreglamos todo”. Habría que ensayar algo, también. Díganle a los gallegos que la paella es un asco”.
Pedrito quedó agarrándose la cabeza. “Perdoná, nono” me dijo: “Pero los Baffa siempre fuimos -todos- unos hijos de puta. No sé por qué, te juro. Vení a Londres, igual. A mi hermano le dan estas viarazas y se le van en diez minutos. Ya sabés cómo es”. “No” Pedrito, le dije: “La verdad es que no sé muy bien cómo es tu hermano. Y no me interesa mucho saberlo, tampoco. Además de que me queda alguna cosa que hacer acá en París, todavía”. Entonces el Cordobés se arrancó de su silla y me apretó la mano hasta el dolor. Fue la primera y última vez que le vi la cara: era realmente un niño. Desamparado. Escrachado. Estafado. “Quería decirte que te tengo fe, guaso” jadeó: “Siempre te tuve fe pero nunca te lo dije. Fuerza, en el Uruguay”.
Después ellos se despidieron de los gallegos y yo formalicé para seguir cantando solo -compartiendo la cartelera con Picaflor y Pepe el Sopo. Los acompañé hasta la calle. El Cordobés me abrazó sin agregar una palabra y Pedrito me dijo nada más que Chau nono, con los ojos demasiado brillantes (lastimaban un poco). Tuvo que inclinarse mucho para que Abel pudiera besarle la frente.
BAJÉ A esperar a Picaflor, el cantor guatemalteco que había formado trío con los gemelos mafiosos hasta que ellos se borraron de apuro de París. Era un tipo macanudo, y esa madrugada -mientras caminábamos guitarra en mano por Sébastopol- le prometí escribir un cuento poniéndolo como personaje principal. “A lo mejor escribo algo con Pepe el Sopo, también” agregué: “Pero el tuyo es seguro”. Se quedó contentísimo. Cuando bajó a tomar su tren en la gare Saint-Michel sentí que alguien me gritaba desde una terraza. Era Pablo Regusci.
Abel corrió hasta el boliche tan exaltadamente, que se tropezó dos veces seguidas con su propia guitarra bamboleante y estuvo a punto de romperse la cabeza contra el cordón de la vereda. “Opa, che” se rio Pablo, sin levantarse de su mesa: “Tené cuidado que vas a dejar a Caín sin trabajo”. Nos dimos la mano. “¿Cómo te acordabas de lo de Caín?” pregunté: “¿Cómo andás? ¿Estás viviendo acá? ¿Vas a quedarte o qué?”. “Qué reportaje largo” dijo Pablo: “Como musicastro que soy te voy a contestar en orden descendente y en modo mayor, sin desalterar los intervalos ¿tamo? Ahí va: pienso casarme con una uruguaya exiliada cuando vuelva de una girita que tengo en Alemania (salgo dentro de un rato). Estuve viviendo acá después que volví del sur, porque cayó mi primo -el hijo de tío Pacho- de visita. No ando bien. Nadie se olvida de los disparates que cuenta un loco como vos (lo cual no me vas a negar que desde el punto de vista novelístico te representa una enorme ventaja)”.
Abel pidió un ron Saint-James y estudió a su gemelo mayor y lo encontró casi peor que él. “Pero qué te pasó” pregunté: “En el sur andabas fenómeno”. “Sí” dijo el otro: “Andaba bien. Pero parece que ahora me di cuenta que mi compañera está exiliada y yo estoy borrado. Me di cuenta de veras, quiero decir. Lo que te provoca el correspondiente complejo de culpa con el correspondiente traslado a la culpa universal, etc., etc. Lo que de veras siento -y es bastante jodido- es que viniéndome del todo para París me robé algo a mí mismo ¿entendés?”. “Claro, claro” le dije, con los ojos clavados en la fuente de la place Saint-Michel: “Si entenderé los problemas que trae robarse algo a sí mismo”. “Bueno, tengo que ir arrancando” suspiró el otro: “Aquí está mi dirección. Guardala. ¿Cuándo te las tomás, al final?”. “Cuestión de días” le contesté: “Falta que llegue el pasaje, todavía. Y muy poca cosa más”.
Al llegar al hotel me tiré en la cama a fumar esperando el correo. Abel revistó mentalmente la “noche de Gárgolas” que acababa de atravesar y la cara se le empezó a crispar en mucho menos tiempo del que precisa una calderita de lata para ponerse en órbita. Entonces bajé corriendo a vichar el casillero del correo y ahí estaba la carta, nomás. Increíble. Isabelino Pena nunca falla, nene. El pasaje había sido remitido a una agencia y podía retirarlo cuando quisiera. Abel subió a la chambre y releyó la carta unas cuantas veces y de repente agarró a patadas la cama y la valija por turno, hasta que se le aflojaron las piernas. “Ahora falta muy poca cosa más, gallo negro. Te lo advierto” me volví a acostar encajándome otro cigarro en la trompa: “Un palazo a la piñata y asunto terminado”.
ME FALTABA hacerle otra visita a Monsieur Amelot, todavía, y esa tarde me volví a dejar platear la calva por la llovizna eterna. París estaba realmente insufrible. Encontré a Guy tomando Valpolicella, solo. Se notaba que había tocado la cordeona, por la huella de crispación oligofrénica que todavía le empozaba los cachetes. No se levantó a besarme, pero me señaló el Valpolicella con desesperado placer. Abel tomó un par de vasos de aquel elixir que no volvería a disfrutar en muchísimos años, y se sintió inspirado. “Tengo que confesarte algo, Guy” le largué sin preámbulos, apuntándole al pecho con un cigarrillo apagado: “Porque te considero un amigo”. El ex-escenógrafo me miró desde muy lejos y atravesó las brumas de su locura con sorprendente rapidez. “Qué pasa, hijo” me preguntó, ceñudo. Entonces le hice una seña de que me esperara y pegué un salto y fui a buscar la Pentax. La encontré en el estante alto, otra vez, bajo la mascarilla mortuoria de Beethoven. Miré al sordo glorioso con emocionada fijeza. Deme suerte, maestro -pensé levantando el puño.
Volví a la mesa donde estaba Guy y puse la cámara entre el botellón de dos litros y su asombro picudo. “Esto fue lo que pasó” le dije, prendiendo el peter Stuyvesant que había dejado al lado de mi vaso: “El otro día te vine a visitar y me puse a jugar con tu cámara y sin darme cuenta dejé un cigarrillo apoyado arriba. Así ¿ves? Mirá lo que pasó”. Guy vio la quemadura y sacudió la cabeza tristemente. “No importa” suspiró: “Y por un lado mejor. Ahora no tengo nada sano”. Aunque a este truc siempre lo he cuidado mucho, porque es un regalo que me hizo mi ex-mujer. El otro día la lustré y todo. Pero no te preocupes”. Abel se disculpó dándole la mano con fuerza y dijo que se tenía que ir a trabajar de apuro.
En realidad me faltaban como tres horas para entrar a la taberna. Lo que quería era localizar a Ray, lo antes posible. No fue nada difícil. El riverense me estaba esperando a la salida del apartamento, con las solapas del sobretodo levantadas y los ojos aparentemente opacos. “Quería hablar contigo, Abel” dijo: “Te vi pasar desde el Morvan y esperé que salieras porque me gustaría aclarar algunas cosas antes de irme. No me mandaron el giro, al final: me mandaron un pasaje barato. Tengo que arrancar para Cannes esta misma noche, a tomar el barco. Anoche te fui a buscar a la taberna pero no me diste bola”. “Está bien” dijo Abel: “¿Dónde querés hablar? ¿Por qué no vamos a mi hotel?”. Entonces vi fosforecer la Gárgola en la trastienda verdinosa de su locura. “Bueno” dijo: “Fenómeno”. Y caminamos silenciosamente bajo la llovizna.
AL ENTRAR a la chambre me senté del lado de la mesa donde estaba el cajón con el cuchillo. “Bueno: ¿de qué querías hablar?” pregunté. Ray bajó la mirada. “No sé” dijo: “Hacer un poco de balance. ¿Has estado escribiendo, últimamente?”. “Poemas” le contesté: “Unas cuantas cosas como la gente” le contesté. Fijate este”. Y escarbé en el bolso y le alcancé uno que se llamaba Para mi muerte. “Bárbaro” dijo Ray, después de releerlo. “Sí. Creo que no está mal. Bueno, loco: yo me tengo que ir a laburar. Hacé de cuenta que ese poema es el balance y chau” dije parándome para volver a ponerme la gabardina. Entonces Ray se asustó: se dio cuenta que ya no me asustaba, en realidad. “¿Tan temprano, entrás?” me preguntó, con la Gárgola empezando a brillarle a media máquina. “Sí” mentí: “Vamonós”.
Al llegar a la esquina del Boul Mich y la rue de l’École-de-Médecine teníamos que separarnos. A mí me quedaba algo muy importante por largar, pero de golpe los ojos de Ray empezaron a hincharse y deshincharse como nunca los había visto. Era algo espectacularmente terrorífico. “Vamos a sacarnos las máscaras, Abelito” siseó: “Quedate piola de una vez, campeón. No me sigas jodiendo, campeón: no soy una cucaracha. Cada cosa que hacés cada cosa que hablás cada cosa que-”. Entonces me decidí a mostrarle los espolones, de una vez por todas. Como viejo neurótico calderita de lata no tuve el menor problema para fingir una furia espantosa. Con patadas en el suelo y todo. (Eso debí haber hecho desde el primer momento. No dejarme ensuciar. No dejarme atropellar. No dejarme explotar. Pero todo demora media vida -por lo menos- en aprenderse: todo.)
“¿Así que soy yo el que te jodo?” empezó a vociferar Abel: “¿Así que fui yo el que le vendió la Pentax a Mozart y viví a costillas de mi compañero de chambre mostrándole una Pentax prestada -y guardada en el armario con advertencia de no ser desenvuelta para que no se viera que era la de Amelot- y aproveché el asesinato del ugandés para largar la bola de que la habían robado esa noche? Da la casualidad que el asesino (la asesina, digo) entró esa noche en la chambre pero para otra cosa que no tenía nada que ver contigo. ¿Pero no serás vos el que te robaste la cámara a vos mismo -como dijiste un día embromando, allá en la isla- para seguir quedándote en París, tirándote la guita de la venta en viajecitos a Holanda y-”. Ray levantó los brazos y empezó a pedir que me callara, casi lloriqueando.
“No me calle un carajo” seguí, a grito pelado: “¿Por qué no me hacés callar vos? ¿Tenés huevos o no, al final? No sé si tenés huevos pero además de tirártelas de vivo de Hemingway sos vivo de verdad, hermano. Tuve que romperme mucho el mate para entender la última jugada: ni Capablanca debe haber dado un zarpazo final de esa categoría. Porque el otro día -cuando yo tuve la bondad de contarte que había averiguado que Mozart tenía la Pentax- le pegaste un cigarrazo a la de Guy, por si yo la encontraba. (Primer error: yo ya había visto la Pentax de Guy. Distraídamente, pero la había visto.) Aunque igual se me pudo haber armado el gran entreverijo: pude haberme quedado tratando de pegarle a la piñata hasta el día del Juicio Final, te lo aseguro. El segundo (y gran) error fue menospreciar a Guy: no está tan loco. Nadie que ande suelto está tan loco como para que se le borren ciertas cosas: Guy se dio cuenta enseguida que recién le habían aujereado el fetiche. Te equivocaste, botija. ¿Y ahora qué máscara querés que yo me saque, me podés decir?”.
Ray se abalanzó para abrazarme. “Yo te quiero mucho, Abel” dijo dos o tres veces seguidas, reblandecidamente. Abel no se dejaba abrazar del todo porque tenía la sensación de que el otro podía acuchillarlo en cualquier momento. Pero no pasó nada. “Bueno” aflojé: “No llores, loco. Por favor. Vos sos un tipo que podés-”. “No” chilló Rasy, dando un paso atrás: “No. No me hables con lástima, te lo suplico. Me gustaría que nos siguiéramos escribiendo, por lo menos. Dame tu dirección y yo te-”. “No” dije: “Dejalo así, mejor”. Ray bajó la cabeza. “Mirá: lo que me gustaría sería poder agregar una sola cosa más” empecé a decir sin tener la menor idea de dónde iba a parar: “Una sola cosa que valiera por todo”. Y agregué: “No vayas a olvidarte jamás de cuál es tu apellido”. Abel se dio vuelta y cruzó el Boul Mich a las zancadas. Nunca más volvía a ver a Ray De Deus.
ESA NOCHE canté por última vez en La Reja. Al amanecer le provoqué un feroz ataque de risa a los gallegos, cuando le di la mano al Poeta: el ovejero me tendió su pata con brumosa ternura. Dame la pata. No. La mano, he dicho. Salud. Y sufre -pensó Abel, sin reírse. Después de acompañar a Picaflor me fui caminando nada menos que hasta Champs-Elysées, donde estaba la agencia de viajes. El otoño me ofreció un amanecer digno de ser respirado hasta el agotamiento: ahí estaba París, herrumbrado y sedoso. Hay un sitio en el mundo, madre.
Me acordé de Sinclair. Morir cuerdo y vivir loco / como aventura no es poco. / Pero solo: qué tristura -payé, sediento de otra latitud. Tenía avión el domingo de noche: al otro día. Perfecto. Llamé a Colette por teléfono al trabajo y quedamos en almorzar juntos el domingo. El sábado les tocaba a los Bugeia. Después llamé a la nena. La invité a cenar esa noche en Le Bateau Ivre, para despedirnos recordando los viejos tiempos. Bénédicte me contestó que casualmente estaba a punto de llamarme porque necesitaba verme. Ah, Lady Brett: no hay torero que te dure -pensé, arrepintiéndome enseguida de la crueldad gratuita.
Esa mañana les di -sin dormir- la última clase a los Bugeia. Abel se caía de cansado, pero igual armaron un picado con los amigos de Patrick, y Abel y el Inspector se trancaron a muerte: ganó el cuadro del Inspector, por penales. Patrick -que siempre jugaba conmigo- casi lloraba de la bronca. “Hay que saber perder ¿no es cierto?” me toreó Marc, con sudado cariño. Abel no dijo nada. Pero después le gritó al chiquilín, casi de un arco al otro: “No le vayas a comentar nunca a Papá Maigret el secreto de por qué los dejamos lucirse a ellos, Patrick”. Marc lo dejó pasar como un chiste inofensivo.
Al volver al apartamento pedí comunicación con Montevideo, para avisar cuándo llegaba. Me la dieron en menos de media hora. Me atendió Ma-Sa. “Traéme una castaña autobiografiada por la B.B.” gritó antes de colgar. Marlowe, el gran lagrimeador. Salut, Arlette y Marc: gracias por la confianza, sobre todo. (Unos meses después demoré bastante en contestarles dos postales seguidas y recibí una llamada de larga distancia: era el Inspector, para asegurarse de que no me había pasado nada. Y Patrick me gritó que tuviera cuidado con los orangutanes.)
Dormí la siesta un par de horas y me encontré con Bénédicte a las ocho, en el Bateau mismo. Estaba todo como siempre, a excepción de los músicos de turno: eran más malos que nosotros. Amed nos preparó una côte de boeuf espectacular y el Payaso nos invitó con una botella de vino de marca. Bénédicte estaba tan maquillada y bien vestida como la última vez que nos vimos, aunque un aura sombría le inflacionaba la edad exageradamente. “Qué pasa” le pregunté en cierto momento, sin el menor dramatismo. “Nada especial” contestó ella: “Pero esto del amor es difícil como el diablo”. Y me miró como si yo fuera su Hijo por última vez. “Nadie dijo que fuera fácil” retruqué. “Es verdad” murmuró la muchacha, acariciándome brevemente la mano. Tenía que irse a las diez. La acompañé hasta el Lux entre la frialdad azul y radiante del otoño. Nos cambiamos las direcciones y nos dijimos Suerte y Cuidate y Escribime. Fuera de esas variedades prologales la despedida se consumó exactamente igual que siempre.
AL OTRO día almorcé con Colette, y después caminamos largamente por el Lux y subimos a matear a la chambre. Le conté que pensaba escribir una novela sobre Maldonado antes de tirarme con esta. Le conté parte del argumento y todo, y ella brillaba de felicidad. Entre su perfume triste. Abel le regaló al mate la bombilla el poster de la Revolución Cubana y la máquina de escribir a la muchacha, mientras ella lo ayudaba a empacar.
“¿Sabías que en las vacaciones te hice caso y leí Absalom, Absalom, al final?” desembuchó Colette cuando terminamos de comprimir y cerrar la valija. “Mirá vos” me reí: “No me habías dicho nada. Y qué te pareció”. “No lo entendí muy bien” dijo la muchacha, empezando a ponerse el impermeable y dejando de sonreír abruptamente: “Pero quería hacerte la pregunta que le hace Shreve a Quintin, si no te molesta. ¿Por qué odiás a París?”. Abel no contestó y ella empezó a llorar sin hacer ruido. “Bueno, me voy” dijo sonriendo: “Gracias por los regalos”. Pero no pudo parar de llorar. Mientras bajábamos a la calle el llanto fue creciendo hasta hacerse ruidoso y casi se volvió un grito cuando nos abrazamos en la puerta del hotel. “Me voy sola” se las arregló para jadearme en la oreja: “No me acompañes a ningún lado, por favor”. Y corrió hasta el Boul Mich sin darse vuelta. Entonces terminé de entender lo último que me faltaba entender. “No lo odio” murmuré, con el jadeo de Quintin Compson entre la congelación celeste: “No. No. No lo odio. No lo odio”.
PERO ME faltaba revisitar otro final más apto, todavía. Abel calculó cuánta plata le quedaba y se fue en taxi hasta Invalides, donde debía tomar el ómnibus que lo llevaría gratis al aeropuerto. Había un pequeño bar, en la estación. Allí me gasté los últimos dos francos tomando una copa de rouge barato. No me hizo nada mal. Todo lo que logró fue hacerme recordar a Peluca de Plata. Siempre nos escribimos.
1979 / 1986
1ra edición 1990 / 1ra edición web 2011
VIGÉSIMA ENTREGA
TRES: EL PALO EN LA PIÑATA (3)
AL LLEGAR a la taberna encontré a Ray esperándome en la puerta. Debajo del sobretodo tenía puesta mi campera jean, ya fantasmalmente desteñida. Tenía una pierna apoyada en la pared y los ojos creciendo y decreciendo como burbujas verdes de un caldero sangrientro. Entré sin darle la menor pelota. Al rato salí a ver qué pasaba y ya no lo encontré. Más tarde llegó Ramón, con Eva. Vinieron a poner a prueba la paella de la casa, dijeron. “Pero además tengo que darte una noticia sensacional” sonrió el gigante con la mirada aterciopelada, aunque demasiado negra: “Después lo conversamos, mejor. Laburen tranquilos que al final conversamos”.
Tocamos felices. Abel tomó tres cubalibres muy cargados y no sólo se olvidó completamente de la amenazadora aparición de Ray sino que por primera vez logró verse bajando del avión en Montevideo y abrazando a su gente hasta la saciedad. Después me imaginé militando en la clandestinidad y hasta eso me pareció precioso. Al terminar el último pasaje Ramón nos invitó a sentarnos en su mesa. “Nada del otro mundo la paella de estos gallegos, che” comentó en voz muy alta: “Pero en fin. Se comió”. “A mí me gustó” dijo Eva, haciéndome una guiñada. “Bueno, muchachos” dijo el gigante, casi protocolar: “Salió un laburo en Londres. Para nosotros cuatro. Bien pago. En un boliche. La onda es armar un grupo acústico con bajo eléctrico anexado y chau. Yo lo propuse así y los tipos locos de la vida. En principio serían unos ocho o diez días, y si la cosa camina nos quedamos del todo. ¿Cómo la ves, petiso?”. “Bien” le dije: “El problema es que a mí me están por mandar el pasaje de vuelta de un momento a otro. Pero yo agarro igual. El pasaje conserva validez durante meses”.
Ramón lo miró fijo, y Abel tuvo la sensación de que así como existen las “noches de brujas” también se podría hablar en el futuro de las “noches de Gárgolas”. Cuestión de incorporarlo al folklore satánico -me divagué, fregándome los ojos. “Ahí está” dijo el gigante, con voz de malo de las películas: “Te llevamos a Londres y en vez de coparnos en paz te escuchamos hablar todo el día del pasaje de vuelta y de tu papá tu mamá tu hermanita Liverpool el fascismo la revolución y todas esas pendejadas. Mirá, loco: hay días que parece que olés a no sé qué porquería. Es como si todo agarrara tu olor ¿entendés?”. “Entiendo” dijo Abel: “¿Y cuándo se irían, che?”. “Mañana” le contestó el gigante: “Pero si no rompés demasiado podés venir. No hay problema”. Entonces miré a Eva -que presenciaba mi ejecución con los ojos brumosos- y Ramón la obligó a levantarse y la abrazó como había hecho con su hija en Saint-Tropez. “Chau, muchachos” ladró, sin volver a mirarme: “Nos encontramos a medianoche en casa y arreglamos todo”. Habría que ensayar algo, también. Díganle a los gallegos que la paella es un asco”.
Pedrito quedó agarrándose la cabeza. “Perdoná, nono” me dijo: “Pero los Baffa siempre fuimos -todos- unos hijos de puta. No sé por qué, te juro. Vení a Londres, igual. A mi hermano le dan estas viarazas y se le van en diez minutos. Ya sabés cómo es”. “No” Pedrito, le dije: “La verdad es que no sé muy bien cómo es tu hermano. Y no me interesa mucho saberlo, tampoco. Además de que me queda alguna cosa que hacer acá en París, todavía”. Entonces el Cordobés se arrancó de su silla y me apretó la mano hasta el dolor. Fue la primera y última vez que le vi la cara: era realmente un niño. Desamparado. Escrachado. Estafado. “Quería decirte que te tengo fe, guaso” jadeó: “Siempre te tuve fe pero nunca te lo dije. Fuerza, en el Uruguay”.
Después ellos se despidieron de los gallegos y yo formalicé para seguir cantando solo -compartiendo la cartelera con Picaflor y Pepe el Sopo. Los acompañé hasta la calle. El Cordobés me abrazó sin agregar una palabra y Pedrito me dijo nada más que Chau nono, con los ojos demasiado brillantes (lastimaban un poco). Tuvo que inclinarse mucho para que Abel pudiera besarle la frente.
BAJÉ A esperar a Picaflor, el cantor guatemalteco que había formado trío con los gemelos mafiosos hasta que ellos se borraron de apuro de París. Era un tipo macanudo, y esa madrugada -mientras caminábamos guitarra en mano por Sébastopol- le prometí escribir un cuento poniéndolo como personaje principal. “A lo mejor escribo algo con Pepe el Sopo, también” agregué: “Pero el tuyo es seguro”. Se quedó contentísimo. Cuando bajó a tomar su tren en la gare Saint-Michel sentí que alguien me gritaba desde una terraza. Era Pablo Regusci.
Abel corrió hasta el boliche tan exaltadamente, que se tropezó dos veces seguidas con su propia guitarra bamboleante y estuvo a punto de romperse la cabeza contra el cordón de la vereda. “Opa, che” se rio Pablo, sin levantarse de su mesa: “Tené cuidado que vas a dejar a Caín sin trabajo”. Nos dimos la mano. “¿Cómo te acordabas de lo de Caín?” pregunté: “¿Cómo andás? ¿Estás viviendo acá? ¿Vas a quedarte o qué?”. “Qué reportaje largo” dijo Pablo: “Como musicastro que soy te voy a contestar en orden descendente y en modo mayor, sin desalterar los intervalos ¿tamo? Ahí va: pienso casarme con una uruguaya exiliada cuando vuelva de una girita que tengo en Alemania (salgo dentro de un rato). Estuve viviendo acá después que volví del sur, porque cayó mi primo -el hijo de tío Pacho- de visita. No ando bien. Nadie se olvida de los disparates que cuenta un loco como vos (lo cual no me vas a negar que desde el punto de vista novelístico te representa una enorme ventaja)”.
Abel pidió un ron Saint-James y estudió a su gemelo mayor y lo encontró casi peor que él. “Pero qué te pasó” pregunté: “En el sur andabas fenómeno”. “Sí” dijo el otro: “Andaba bien. Pero parece que ahora me di cuenta que mi compañera está exiliada y yo estoy borrado. Me di cuenta de veras, quiero decir. Lo que te provoca el correspondiente complejo de culpa con el correspondiente traslado a la culpa universal, etc., etc. Lo que de veras siento -y es bastante jodido- es que viniéndome del todo para París me robé algo a mí mismo ¿entendés?”. “Claro, claro” le dije, con los ojos clavados en la fuente de la place Saint-Michel: “Si entenderé los problemas que trae robarse algo a sí mismo”. “Bueno, tengo que ir arrancando” suspiró el otro: “Aquí está mi dirección. Guardala. ¿Cuándo te las tomás, al final?”. “Cuestión de días” le contesté: “Falta que llegue el pasaje, todavía. Y muy poca cosa más”.
Al llegar al hotel me tiré en la cama a fumar esperando el correo. Abel revistó mentalmente la “noche de Gárgolas” que acababa de atravesar y la cara se le empezó a crispar en mucho menos tiempo del que precisa una calderita de lata para ponerse en órbita. Entonces bajé corriendo a vichar el casillero del correo y ahí estaba la carta, nomás. Increíble. Isabelino Pena nunca falla, nene. El pasaje había sido remitido a una agencia y podía retirarlo cuando quisiera. Abel subió a la chambre y releyó la carta unas cuantas veces y de repente agarró a patadas la cama y la valija por turno, hasta que se le aflojaron las piernas. “Ahora falta muy poca cosa más, gallo negro. Te lo advierto” me volví a acostar encajándome otro cigarro en la trompa: “Un palazo a la piñata y asunto terminado”.
ME FALTABA hacerle otra visita a Monsieur Amelot, todavía, y esa tarde me volví a dejar platear la calva por la llovizna eterna. París estaba realmente insufrible. Encontré a Guy tomando Valpolicella, solo. Se notaba que había tocado la cordeona, por la huella de crispación oligofrénica que todavía le empozaba los cachetes. No se levantó a besarme, pero me señaló el Valpolicella con desesperado placer. Abel tomó un par de vasos de aquel elixir que no volvería a disfrutar en muchísimos años, y se sintió inspirado. “Tengo que confesarte algo, Guy” le largué sin preámbulos, apuntándole al pecho con un cigarrillo apagado: “Porque te considero un amigo”. El ex-escenógrafo me miró desde muy lejos y atravesó las brumas de su locura con sorprendente rapidez. “Qué pasa, hijo” me preguntó, ceñudo. Entonces le hice una seña de que me esperara y pegué un salto y fui a buscar la Pentax. La encontré en el estante alto, otra vez, bajo la mascarilla mortuoria de Beethoven. Miré al sordo glorioso con emocionada fijeza. Deme suerte, maestro -pensé levantando el puño.
Volví a la mesa donde estaba Guy y puse la cámara entre el botellón de dos litros y su asombro picudo. “Esto fue lo que pasó” le dije, prendiendo el peter Stuyvesant que había dejado al lado de mi vaso: “El otro día te vine a visitar y me puse a jugar con tu cámara y sin darme cuenta dejé un cigarrillo apoyado arriba. Así ¿ves? Mirá lo que pasó”. Guy vio la quemadura y sacudió la cabeza tristemente. “No importa” suspiró: “Y por un lado mejor. Ahora no tengo nada sano”. Aunque a este truc siempre lo he cuidado mucho, porque es un regalo que me hizo mi ex-mujer. El otro día la lustré y todo. Pero no te preocupes”. Abel se disculpó dándole la mano con fuerza y dijo que se tenía que ir a trabajar de apuro.
En realidad me faltaban como tres horas para entrar a la taberna. Lo que quería era localizar a Ray, lo antes posible. No fue nada difícil. El riverense me estaba esperando a la salida del apartamento, con las solapas del sobretodo levantadas y los ojos aparentemente opacos. “Quería hablar contigo, Abel” dijo: “Te vi pasar desde el Morvan y esperé que salieras porque me gustaría aclarar algunas cosas antes de irme. No me mandaron el giro, al final: me mandaron un pasaje barato. Tengo que arrancar para Cannes esta misma noche, a tomar el barco. Anoche te fui a buscar a la taberna pero no me diste bola”. “Está bien” dijo Abel: “¿Dónde querés hablar? ¿Por qué no vamos a mi hotel?”. Entonces vi fosforecer la Gárgola en la trastienda verdinosa de su locura. “Bueno” dijo: “Fenómeno”. Y caminamos silenciosamente bajo la llovizna.
AL ENTRAR a la chambre me senté del lado de la mesa donde estaba el cajón con el cuchillo. “Bueno: ¿de qué querías hablar?” pregunté. Ray bajó la mirada. “No sé” dijo: “Hacer un poco de balance. ¿Has estado escribiendo, últimamente?”. “Poemas” le contesté: “Unas cuantas cosas como la gente” le contesté. Fijate este”. Y escarbé en el bolso y le alcancé uno que se llamaba Para mi muerte. “Bárbaro” dijo Ray, después de releerlo. “Sí. Creo que no está mal. Bueno, loco: yo me tengo que ir a laburar. Hacé de cuenta que ese poema es el balance y chau” dije parándome para volver a ponerme la gabardina. Entonces Ray se asustó: se dio cuenta que ya no me asustaba, en realidad. “¿Tan temprano, entrás?” me preguntó, con la Gárgola empezando a brillarle a media máquina. “Sí” mentí: “Vamonós”.
Al llegar a la esquina del Boul Mich y la rue de l’École-de-Médecine teníamos que separarnos. A mí me quedaba algo muy importante por largar, pero de golpe los ojos de Ray empezaron a hincharse y deshincharse como nunca los había visto. Era algo espectacularmente terrorífico. “Vamos a sacarnos las máscaras, Abelito” siseó: “Quedate piola de una vez, campeón. No me sigas jodiendo, campeón: no soy una cucaracha. Cada cosa que hacés cada cosa que hablás cada cosa que-”. Entonces me decidí a mostrarle los espolones, de una vez por todas. Como viejo neurótico calderita de lata no tuve el menor problema para fingir una furia espantosa. Con patadas en el suelo y todo. (Eso debí haber hecho desde el primer momento. No dejarme ensuciar. No dejarme atropellar. No dejarme explotar. Pero todo demora media vida -por lo menos- en aprenderse: todo.)
“¿Así que soy yo el que te jodo?” empezó a vociferar Abel: “¿Así que fui yo el que le vendió la Pentax a Mozart y viví a costillas de mi compañero de chambre mostrándole una Pentax prestada -y guardada en el armario con advertencia de no ser desenvuelta para que no se viera que era la de Amelot- y aproveché el asesinato del ugandés para largar la bola de que la habían robado esa noche? Da la casualidad que el asesino (la asesina, digo) entró esa noche en la chambre pero para otra cosa que no tenía nada que ver contigo. ¿Pero no serás vos el que te robaste la cámara a vos mismo -como dijiste un día embromando, allá en la isla- para seguir quedándote en París, tirándote la guita de la venta en viajecitos a Holanda y-”. Ray levantó los brazos y empezó a pedir que me callara, casi lloriqueando.
“No me calle un carajo” seguí, a grito pelado: “¿Por qué no me hacés callar vos? ¿Tenés huevos o no, al final? No sé si tenés huevos pero además de tirártelas de vivo de Hemingway sos vivo de verdad, hermano. Tuve que romperme mucho el mate para entender la última jugada: ni Capablanca debe haber dado un zarpazo final de esa categoría. Porque el otro día -cuando yo tuve la bondad de contarte que había averiguado que Mozart tenía la Pentax- le pegaste un cigarrazo a la de Guy, por si yo la encontraba. (Primer error: yo ya había visto la Pentax de Guy. Distraídamente, pero la había visto.) Aunque igual se me pudo haber armado el gran entreverijo: pude haberme quedado tratando de pegarle a la piñata hasta el día del Juicio Final, te lo aseguro. El segundo (y gran) error fue menospreciar a Guy: no está tan loco. Nadie que ande suelto está tan loco como para que se le borren ciertas cosas: Guy se dio cuenta enseguida que recién le habían aujereado el fetiche. Te equivocaste, botija. ¿Y ahora qué máscara querés que yo me saque, me podés decir?”.
Ray se abalanzó para abrazarme. “Yo te quiero mucho, Abel” dijo dos o tres veces seguidas, reblandecidamente. Abel no se dejaba abrazar del todo porque tenía la sensación de que el otro podía acuchillarlo en cualquier momento. Pero no pasó nada. “Bueno” aflojé: “No llores, loco. Por favor. Vos sos un tipo que podés-”. “No” chilló Rasy, dando un paso atrás: “No. No me hables con lástima, te lo suplico. Me gustaría que nos siguiéramos escribiendo, por lo menos. Dame tu dirección y yo te-”. “No” dije: “Dejalo así, mejor”. Ray bajó la cabeza. “Mirá: lo que me gustaría sería poder agregar una sola cosa más” empecé a decir sin tener la menor idea de dónde iba a parar: “Una sola cosa que valiera por todo”. Y agregué: “No vayas a olvidarte jamás de cuál es tu apellido”. Abel se dio vuelta y cruzó el Boul Mich a las zancadas. Nunca más volvía a ver a Ray De Deus.
ESA NOCHE canté por última vez en La Reja. Al amanecer le provoqué un feroz ataque de risa a los gallegos, cuando le di la mano al Poeta: el ovejero me tendió su pata con brumosa ternura. Dame la pata. No. La mano, he dicho. Salud. Y sufre -pensó Abel, sin reírse. Después de acompañar a Picaflor me fui caminando nada menos que hasta Champs-Elysées, donde estaba la agencia de viajes. El otoño me ofreció un amanecer digno de ser respirado hasta el agotamiento: ahí estaba París, herrumbrado y sedoso. Hay un sitio en el mundo, madre.
Me acordé de Sinclair. Morir cuerdo y vivir loco / como aventura no es poco. / Pero solo: qué tristura -payé, sediento de otra latitud. Tenía avión el domingo de noche: al otro día. Perfecto. Llamé a Colette por teléfono al trabajo y quedamos en almorzar juntos el domingo. El sábado les tocaba a los Bugeia. Después llamé a la nena. La invité a cenar esa noche en Le Bateau Ivre, para despedirnos recordando los viejos tiempos. Bénédicte me contestó que casualmente estaba a punto de llamarme porque necesitaba verme. Ah, Lady Brett: no hay torero que te dure -pensé, arrepintiéndome enseguida de la crueldad gratuita.
Esa mañana les di -sin dormir- la última clase a los Bugeia. Abel se caía de cansado, pero igual armaron un picado con los amigos de Patrick, y Abel y el Inspector se trancaron a muerte: ganó el cuadro del Inspector, por penales. Patrick -que siempre jugaba conmigo- casi lloraba de la bronca. “Hay que saber perder ¿no es cierto?” me toreó Marc, con sudado cariño. Abel no dijo nada. Pero después le gritó al chiquilín, casi de un arco al otro: “No le vayas a comentar nunca a Papá Maigret el secreto de por qué los dejamos lucirse a ellos, Patrick”. Marc lo dejó pasar como un chiste inofensivo.
Al volver al apartamento pedí comunicación con Montevideo, para avisar cuándo llegaba. Me la dieron en menos de media hora. Me atendió Ma-Sa. “Traéme una castaña autobiografiada por la B.B.” gritó antes de colgar. Marlowe, el gran lagrimeador. Salut, Arlette y Marc: gracias por la confianza, sobre todo. (Unos meses después demoré bastante en contestarles dos postales seguidas y recibí una llamada de larga distancia: era el Inspector, para asegurarse de que no me había pasado nada. Y Patrick me gritó que tuviera cuidado con los orangutanes.)
Dormí la siesta un par de horas y me encontré con Bénédicte a las ocho, en el Bateau mismo. Estaba todo como siempre, a excepción de los músicos de turno: eran más malos que nosotros. Amed nos preparó una côte de boeuf espectacular y el Payaso nos invitó con una botella de vino de marca. Bénédicte estaba tan maquillada y bien vestida como la última vez que nos vimos, aunque un aura sombría le inflacionaba la edad exageradamente. “Qué pasa” le pregunté en cierto momento, sin el menor dramatismo. “Nada especial” contestó ella: “Pero esto del amor es difícil como el diablo”. Y me miró como si yo fuera su Hijo por última vez. “Nadie dijo que fuera fácil” retruqué. “Es verdad” murmuró la muchacha, acariciándome brevemente la mano. Tenía que irse a las diez. La acompañé hasta el Lux entre la frialdad azul y radiante del otoño. Nos cambiamos las direcciones y nos dijimos Suerte y Cuidate y Escribime. Fuera de esas variedades prologales la despedida se consumó exactamente igual que siempre.
AL OTRO día almorcé con Colette, y después caminamos largamente por el Lux y subimos a matear a la chambre. Le conté que pensaba escribir una novela sobre Maldonado antes de tirarme con esta. Le conté parte del argumento y todo, y ella brillaba de felicidad. Entre su perfume triste. Abel le regaló al mate la bombilla el poster de la Revolución Cubana y la máquina de escribir a la muchacha, mientras ella lo ayudaba a empacar.
“¿Sabías que en las vacaciones te hice caso y leí Absalom, Absalom, al final?” desembuchó Colette cuando terminamos de comprimir y cerrar la valija. “Mirá vos” me reí: “No me habías dicho nada. Y qué te pareció”. “No lo entendí muy bien” dijo la muchacha, empezando a ponerse el impermeable y dejando de sonreír abruptamente: “Pero quería hacerte la pregunta que le hace Shreve a Quintin, si no te molesta. ¿Por qué odiás a París?”. Abel no contestó y ella empezó a llorar sin hacer ruido. “Bueno, me voy” dijo sonriendo: “Gracias por los regalos”. Pero no pudo parar de llorar. Mientras bajábamos a la calle el llanto fue creciendo hasta hacerse ruidoso y casi se volvió un grito cuando nos abrazamos en la puerta del hotel. “Me voy sola” se las arregló para jadearme en la oreja: “No me acompañes a ningún lado, por favor”. Y corrió hasta el Boul Mich sin darse vuelta. Entonces terminé de entender lo último que me faltaba entender. “No lo odio” murmuré, con el jadeo de Quintin Compson entre la congelación celeste: “No. No. No lo odio. No lo odio”.
PERO ME faltaba revisitar otro final más apto, todavía. Abel calculó cuánta plata le quedaba y se fue en taxi hasta Invalides, donde debía tomar el ómnibus que lo llevaría gratis al aeropuerto. Había un pequeño bar, en la estación. Allí me gasté los últimos dos francos tomando una copa de rouge barato. No me hizo nada mal. Todo lo que logró fue hacerme recordar a Peluca de Plata. Siempre nos escribimos.
1979 / 1986
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