miércoles
PAULO FREIRE / EDUCACIÓN Y ACCIÓN CULTURAL
EDUCACIÓN Y ACCIÓN CULTURAL
(Antología de 5 artículos del pedagogo brasileño)SEXTA ENTREGA
INVESTIGACIÓN Y METODOLOGÍA DE LA INVESTIGACIÓN DEL “TEMA GENERADOR” – REDUCCIÓN Y CODIFICACIÓN TEMÁTICAS (II)En el diálogo (4) se concretiza la aparente duplicidad de esta forma de ser que, en verdad, es única palabra-acción-reflexión. De ahí que la reducción de la palabra a la palabrería, del verbo al verbalismo, con el agotamiento de su fuerza transformadora, no pueda dar origen al diálogo. Cualquier intento en este sería, como lo es, mera mistificación, enmascaramiento de la realidad. Fuga de la verdadera “pronunciación” del mundo.
Por otro lado, como ya afirmamos, el silencio no funda el diálogo. Este se impone como el camino por el cual los hombres ganan significación en cuanto hombres. Por ello, se torna una exigencia existencial. Y si él es el encuentro que solidariza la reflexión y la acción de sus sujetos encauzados hacia el mundo que debe ser transformado y humanizado, no puede reducirse a un acto de depositar ideas de un sujeto en el otro, transformado en recipiente, ni tampoco puede ser un simple cambio de ideas que sean consumidas por sus permutantes. No es tampoco discusión guerrera, polémica, entre sujetos que no aspiran a comprometerse con la pronunciación del mundo, ni con la búsqueda de la verdad, sino que solamente están interesados en la imposición de su verdad. Porque es el diálogo el encuentro de hombres que pronuncian el mundo, no puede haber una donación de la pronunciación de unos a los otros. Es un acto creador. De ahí que no pueda ser mañoso instrumento del cual eche mano un sujeto para la conquista del otro.
La conquista implícita en el diálogo es la del mundo por sus sujetos dialógicos, no la de uno por el otro. Conquista del mundo para su humanización y la de los hombres. El diálogo es intersubjetividad, por ello mismo, es “situado y fechado”.
No hay diálogo, sin embargo, si no hay un profundo amor al mundo y al hombre. No es posible la pronunciación del mundo, que es un acto de creación y recreación, si no hay amor que lo infunda. Siendo el amor fundamento del diálogo, es también diálogo. El amor es, esencialmente, tarea de sujetos. Si es fundamentalmente que el sujeto que ama tenga en el ser amado el sujeto de su amor, se hace indispensable que aquel sea reconocido por éste también como objeto de su amor. El hecho de ser ambos objetos del amor, uno del otro, los hace sujetos del acto del amor. De ahí que el verdadero amor no se pueda dar en una relación de objetivación unilateral. De ahí que, en la dominación, no haya amor, sino patología de amor. Sadismo en el que domina; masoquismo en el dominado, si acepta la dominación.
Porque el amor es un acto valiente, nunca de miedo, es compromiso asumido con el hombre concreto, en el mundo y con el mundo. Donde quiera que este hombre concreto esté aplastado, robado en su derecho de ser, el acto de amor está en comprometerse con su causa. La causa de su humanización. Pero, este compromiso, porque es amoroso, es dialógico. Si el amor, en la razón de su valentía, no puede ser “beatería”, no puede igualmente ser pretexto para la manipulación. Siendo él un acto de libertad, genera, necesariamente, otros actos de libertad. Si no es así, no es amor.
Si no amor el mundo, si no amo la vida, si no amo el hombre aplastado y vencido, no puedo dialogar.
El amor verdadero no está en el mantenimiento del “status quo”, en el cual se encuentran los hombres deshumanizados, “cosificados”, sino en la transformación de las estructuras de la cual resulta que los hombres puedan ser más.
No hay, por otro lado, diálogo, si no hay humildad. La “pronunciación” del mundo, con la cual el hombre lo recrea permanentemente, no puede ser un acto arrogante. El diálogo, como encuentro de los hombres para la tarea común de saber y actuar se rompe si sus polos -o uno de ellos- pierden la humildad. ¿Cómo puedo dialogar, por ejemplo, si alieno la ignorancia, esto es, si la veo siempre en el otro, nunca en mí?
¿Cómo puedo dialogar si me reconozco como un hombre diferente, virtuoso por herencia, al frente de los otros, meros “ellos” a quienes no veo como “yo”?
¿Cómo puedo dialogar si me siento participante de un “ghetto” de hombres puros y de hombres sabios, propietarios de la virtud y del saber, para quienes todos los que estén fuera son unos enfermos del alma o de la inteligencia, son “esa gente” o son “nativos” inferiores?
¿Cómo puedo dialogar, si parto de que la “pronunciación” del mundo es tarea de hombres selectos y que la presencia de las masas populares en la historia es señal de su deteriorización, la que debo evitar?
¿Cómo puedo dialogar, si me cierro a la contribución del otro, que jamás reconozco, y hasta me siento ofendido con ella?
¿Cómo puedo dialogar, si temo la superación y, con sólo pensar en ella sufro?
Si a priori, admito y afirmo que los campesinos y los obreros son absolutamente ignorantes, incapaces, ¿cómo puedo dialogar con ellos?
La autosuficiencia es incompatible con el diálogo. Los hombres que no tienen humildad o que la han perdido no pueden acercarse a los hombres sencillos. No pueden ser sus compañeros de pronunciación del mundo.
No hay diálogo, tampoco, si no hay una intensa fe en el hombre. Fe en su poder de hacer y rehacer. De crear y recrear. Fe en su vocación de ser más, que no es privilegio de algunos, sino destinación de los hombres.
La fe en el hombre es un a priori del diálogo. El hombre dialógico tiene fe en el hombre antes de encontrarse con él al frente. Esta, con todo, no es una fe ingenua. El hombre dialógico sabe, porque es crítico, que el poder de hacer, de crear, de transformar es un poder de los hombres y sabe también que los hombres, en situaciones concretas en las cuales quedan alienados, tienen ese poder disminuido.
Esta posibilidad, sin embargo, no mata, en el hombre dialógico, su fe en el hombre. Por el contrario, se le presenta como un desafío al cual debe responder.
Sin esta fe en el hombre, el diálogo es una farsa. En la mejor de las hipótesis se transforma en manipulación disfrazada de paternalismo.
Ahora bien, al basarse en el amor, en la humildad, en la fe en el hombre, el diálogo es una relación horizontal, en la cual la confianza de un polo en el otro es consecuencia lógica.
Sería una contradicción si así no fuera. Como también sería contradicción si existiera confianza o interconfianza en la relación antidialógica.
Si, en el diálogo, la fe en el hombre es un a priori, esta tiende a crecer en la medida en que, existenciado el diálogo, se instaura la confianza entre sus polos. Lo que era antes una fe genérica, pasa a ser ahora una fe encarnada. Y, cuanto más desarrolla esa confianza, los sujetos dialógicos más se van sintiendo compañeros en la pronunciación del mundo.
Si esta confianza falla es porque fallaron las condiciones antes discutidas.
Un falso amor, una falsa humildad, una debilitada fe en el hombre no pueden generar confianza. La confianza resulta del testimonio que un sujeto da al otro de sus reales y concretas intenciones. No puede existir si la palabra, descaracterizada, no coincide con los hechos. Decir una cosa y hacer otra, no tomando la palabra en serio, no puede ser estímulo a la confianza.
No hay diálogo, tampoco, sin esperanza. La esperanza está en la raíz de la inconclusión del hombre, de la cual se mueve en permanente búsqueda de ser más.
La desesperanza es también una forma de silenciar, de negar el mundo, de huir de él. La deshumanización que “cosifica”, no puede ser la razón para la pérdida de la esperanza sino, por el contrario, motivo para más esperanza, esperanza que conduce a la búsqueda incesante de la humanidad negada en la injusticia. La esperanza no está, sin embargo, en el gesto pasivo de quien cruza los brazos y espera. Me muero en la esperanza mientras activa y decididamente busco y, si busco con esperanza, puedo entonces esperar.
Si el diálogo es el encuentro de los hombres para ser más, no puede realizarse en la desesperanza. Si los sujetos del diálogo nada esperan de su quehacer, ya no hay diálogo. Su encuentro es vacío y estéril, burocrático y fastidioso.
¿Cómo puede un educador desesperanzado dialogar?
Dialogar ¿por qué, para qué, si nada espera? Sí, para él, todo seguirá como está, el mundo, el hombre siguiendo su mismo ritmo; si nada cambiará y hasta es mejor que no cambie, ¿para qué dialogar?
La esperanza en que la vocación del hombre es la transformación del mundo con su palabra acción mueve al diálogo, que desaparece si esta esperanza perece.
Fuera de esta esperanza en un hombre responsable, cuyo llamamiento es ser sujeto, caemos en la manipulación y ya no hay diálogo.
Finalmente, no hay diálogo verdadero si no hay en sus sujetos un pensar crítico. Pensar que, no aceptando la dicotomía mundo-hombre, reconoce entre ellos una inquebrantable solidaridad. Este es un pensar que percibe la realidad como proceso, que la capta en constante devenir y no como algo estático. No se dicotomiza a sí mismo en la acción. Implica un empaparse constante de temporalidad, a cuyos riesgos no teme. Se opone al pensar ingenuo, que ve en el tiempo histórico como si fuera un peso (5) de lo que resulta que el presente debe ser algo normalizado y bien “comportado”.
Para el pensar ingenuo, lo importante es la acomodación a este hoy normalizado. Para el pensar crítico, lo fundamental es la transformación permanente de la realidad, con miras a la humanización del hombre. Para el pensar crítico, diría Pierre Furter, “la meta ya no será eliminar los riesgos de la temporalidad, son la adhesión al espacio garantizado (agarrando al espacio garantido), sino temporalizar el espacio”. El universo no se revela a mí, dice todavía Furter, en el espacio que impusiera una presencia maciza a la cual solamente pudiera adaptarme, sino que se me revela como un campo, un dominio que va tomando forma en la medida de su acción. (6)
Para el pensar ingenuo, la meta está en que el hombre quede adherido a este espacio garantizado. La adherencia al espacio garantizado lo lleva a ajustarse a él, de lo que resulta la negación de la temporalidad, que es la negación de sí mismo.
Solamente el diálogo, que implica el pensar crítico, es capaz también de generarlo.
Sin él, no hay comunicación y sin esta no hay educación.
La educación es diálogo. Su dialogicidad, sin embargo, no empieza cuando se encuentran educador y educando en situación pedagógica. Debe iniciarse antes. En la etapa de la preparación programática.
Un programa de educación no es algo que deba ser hecho solamente por uno de los polos interesados en él. Si así fuera, se rompería la dialogicidad de la educación y se caería en la concepción “bancaria” de la educación. El programa tiene que ser elaborado con la participación de ambos. De ahí, la necesidad que tienen los educadores, que se reconocen en la situación pedagógica, como educador y que reconocen a los educandos también como educadores, de detectar la temática significativa de estos últimos.
A partir del reconocimiento de esta temática es que se puede elaborar el programa. De esta manera, el contenido programático de la educación no es una donación, un conjunto de informes que deben ser “depositados” en el educando sino la devolución, organizada y sistematizada, a los individuos de aquello a lo cual ellos aspiran saber más.
La educación no se hace de A para B o de A sobre B, sino de A con B, mediatizados por el mundo. Mundo que impresiona y desafía a uno y a otro y que origina visiones de él o puntos de vista en torno a él. Visiones estas que se encuentran impregnadas de anhelos, de dudas, de esperanzas, basados en los cuales se constituirá el contenido programático de la educación.
El punto de partida de esta se halla en el mismo hombre. Pero, como no hay hombre en el aire, suelto, sino que en el mundo y con los otros, el punto de partida de la educación está en el hombre-mundo. Lo que vale decir, en el hombre en sus relaciones con el mundo y con los otros.
Una de las equivocaciones de una visión ingenua del humanismo está en que, en el ansia de corporificar un modelo de “buen hombre”, se olvida de la situación concreta, existencial, presente del mismo hombre.
“El humanismo consiste, dice Furter, en permitir la toma de conciencia de nuestra plena humanidad, como condición y obligación como situación y proyecto.” (7)
Simplemente, no podemos llegar a los obreros y a los campesinos, estos, de modo general, inmersos en un contexto colonial, casi umbilicalmente ligados al mundo de la naturaleza del cual se sienten más transformadores, para “entregarles conocimientos” o imponerles un modelo de “buen hombre” contenido en la programación unilateral de nuestro trabajo. Trabajo que, sólo absurdamente, en esta hipótesis, se llamaría educativo.
No serían raros los ejemplos que podríamos citar de programas educacionales que fallaron porque sus realizadores partieron de su visión personal de la realidad. Porque no tomaron en cuenta, aunque fuese por un mínimo instante, al hombre en “situación”, a quien se dirigía su programa. Y, al fallar el programa, buscan siempre un “chivo expiatorio” que, invariablemente, es el pueblo, considerado como incapaz y flojo porque es mestizo. Y es así considerado porque ha rechazado la verticalidad de la programación o porque ha producido poco en ella.
No podemos, a no ser ingenuamente, esperar resultados positivos de una labor educativa que no respete la particular visión del mundo que tenga el pueblo y cuyo programa se constituya en una especie de invasión cultural, aunque hecha con la mejor de las intenciones. Pero, siempre invasión cultural.
Será, a partir de la situación presente, existencial, concreta, que refleja el conjunto de aspiraciones del pueblo, que podremos trabajar el contenido programático de la educación.
Notas
4) En la experiencia del diálogo se constituye un terreno común entre el otro y el yo, mi pensamiento y el suyo forman un tejido único, mis dichos y los de mi interlocutor son exigidos por el estado de la discusión, se insertan en una operación común cuyo creador no es ninguno de nosotros. Hay un ser dual, y el otro ya no es, en este caso, para mí, un simple comportamiento en mi campo trascendental ni, por otro lado, yo lo soy en el suyo, sino que somos uno para el otro colaboradores en un estado de reciprocidad a través de un mismo mundo. En el diálogo actual, me libro de mí mismo, los pensamientos del otro son, desde luego, pensamientos suyos, no soy yo quien los forme, aunque los capto inmediatamente en cuanto nacen o inclusive los anticipo y la objeción que me formula el interlocutor me arranca pensamientos que nunca había poseído, de modo que, si le presto pensamientos, a su vez me hace pensar. (Merleau Ponty, “Fenomenología de la percepción”, Fondo de Cultura, México, 1957).
5) Trozo de una carta de un amigo autor.
6) Furter, Pierre: “Educacao e vida”. Editora Vozes Limitada. Petrópolis, Río, 66, p. 26-27.
7) Furter, Pierre: obra citada, p. 165.
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