por EDGAR BORGES
(Desde España. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)
A la obra de Franz Kafka regreso no sólo a través de sus libros, también vuelvo a ella cuando me pierdo en el entramado del mundo (la burocratización de las salidas, la pretensión de sistematizar el todo, el ruido, la no vida). Siempre he creído que en La metamorfosis, El proceso, El castillo o Carta al padre, se esconde un niño que le temió al poder (la inquebrantable verdad del poder). Entre los numerosos análisis que le han dedicado al tema Kafka y poder, el de Elías Canetti describe muy bien la vulnerabilidad del escritor checo por no hallarse en la sociedad de los “fuertes”.
Desde el título, El otro proceso de Kafka, Canetti se acerca al temor que su escritor favorito sentía hacia la autoridad como forma absoluta de interpretación de la vida. Según Canetti para Kafka el poder era el camino contrario a la libertad: “Dado que teme al poder en cualquiera de sus manifestaciones, dado que el auténtico objetivo de su vida consiste en sustraerse al poder en cualquiera de sus formas, lo presiente, reconoce, señala o configura en todos aquellos casos en que otras personas lo aceptarían como algo natural” (p. 152).
En Kafka, padre y Estado son el mismo monstruo que devora utopías. Y el utopista sabe que el poder le quiere moldear la mirada (la que descubre los espacios invisibles). En su fuga (de la prisión externa) el escritor encuentra la puerta de la ficción. Y la abre para descubrir un universo que le permite vivir alejado de la rigidez que aceptaron los otros, como quien huye hacia la habitación de su infancia. Sin embargo, en la misma soledad de sus sueños, siente que lo alcanza la frialdad de las leyes de un mundo demasiado mecanizado para pretenderse humano. Y en respuesta devuelve una magistral interpretación del mandato adulto que (desde el absurdo) adoctrina la magia infantil.
Canetti se explica que para Kafka la literatura era una metamorfosis constante, un acto humilde y supremo de cambio (el ilusionista cuyo acto maestro es su propia desaparición del mundo de hombres sin alma), una de las dos opciones que tenía el ficcionista negado a participar en el circo del endurecimiento de las sensibilidades. La otra vía era implosionarse junto al circo, pero Kafka no tenía vocación de kamikaze.
“Uno se hace muy pequeño, se transforma en insecto con el fin de ahorrarle a los demás la culpa que cargan por no amar y por vejar al prójimo; uno se desapetece de los demás, que con sus repulsivas costumbres no cesan de acosarle.” (El otro proceso de Kafka, p. 65).
El otro día me detuve ante el siguiente titular: “La urbana ha multado más de 100 veces a un indigente sin techo y sin recursos”. De inmediato cerré el periódico (negado a buscarle alguna explicación al suceso) y pensé en el creador de Gregorio Samsa, el escapista que se convirtió en bicho para no ser un adorno más de la familia y del trabajo. Kafka, el corredor de seguros que en sus momentos libres volaba hacia la nada; Kafka, la fragilidad del amor en un mercado de ruidos; Kafka, el sujeto que se le fugó (como el joven que huye de la milicia) al proyecto del hombre cemento (Una data, muchos números, ningún ser). Franz Kafka, como un indigente de la dureza del mundo, vivió sin saber exactamente qué hacer con la sensibilidad que sacudía su existencia. La casa, la educación, la sociedad. Una respuesta para todas las preguntas; una realidad para todas las posibilidades; la uniformidad de las emociones (el espectáculo global que frivoliza el yo particular de cada uno), el imperio de lo tangible.
¿Quién dijo que fuera fácil dejar de ser el niño de la imaginación poderosa para convertirse en un adulto servidor de las pesadillas de la burocracia? ¿Se le permite a un adulto soñar realidades múltiples en un mundo educado para una realidad absoluta? Y no puedo evitar que Kafka renazca, así como en la noticia sobre las multas contra el indigente, en cada niño que corre por los laberintos de su juego sin sospechar que afuera, en la oficina del mundo, lo espera una telaraña de acero que amenaza con helar su fuego.
(Desde España. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)
A la obra de Franz Kafka regreso no sólo a través de sus libros, también vuelvo a ella cuando me pierdo en el entramado del mundo (la burocratización de las salidas, la pretensión de sistematizar el todo, el ruido, la no vida). Siempre he creído que en La metamorfosis, El proceso, El castillo o Carta al padre, se esconde un niño que le temió al poder (la inquebrantable verdad del poder). Entre los numerosos análisis que le han dedicado al tema Kafka y poder, el de Elías Canetti describe muy bien la vulnerabilidad del escritor checo por no hallarse en la sociedad de los “fuertes”.
Desde el título, El otro proceso de Kafka, Canetti se acerca al temor que su escritor favorito sentía hacia la autoridad como forma absoluta de interpretación de la vida. Según Canetti para Kafka el poder era el camino contrario a la libertad: “Dado que teme al poder en cualquiera de sus manifestaciones, dado que el auténtico objetivo de su vida consiste en sustraerse al poder en cualquiera de sus formas, lo presiente, reconoce, señala o configura en todos aquellos casos en que otras personas lo aceptarían como algo natural” (p. 152).
En Kafka, padre y Estado son el mismo monstruo que devora utopías. Y el utopista sabe que el poder le quiere moldear la mirada (la que descubre los espacios invisibles). En su fuga (de la prisión externa) el escritor encuentra la puerta de la ficción. Y la abre para descubrir un universo que le permite vivir alejado de la rigidez que aceptaron los otros, como quien huye hacia la habitación de su infancia. Sin embargo, en la misma soledad de sus sueños, siente que lo alcanza la frialdad de las leyes de un mundo demasiado mecanizado para pretenderse humano. Y en respuesta devuelve una magistral interpretación del mandato adulto que (desde el absurdo) adoctrina la magia infantil.
Canetti se explica que para Kafka la literatura era una metamorfosis constante, un acto humilde y supremo de cambio (el ilusionista cuyo acto maestro es su propia desaparición del mundo de hombres sin alma), una de las dos opciones que tenía el ficcionista negado a participar en el circo del endurecimiento de las sensibilidades. La otra vía era implosionarse junto al circo, pero Kafka no tenía vocación de kamikaze.
“Uno se hace muy pequeño, se transforma en insecto con el fin de ahorrarle a los demás la culpa que cargan por no amar y por vejar al prójimo; uno se desapetece de los demás, que con sus repulsivas costumbres no cesan de acosarle.” (El otro proceso de Kafka, p. 65).
El otro día me detuve ante el siguiente titular: “La urbana ha multado más de 100 veces a un indigente sin techo y sin recursos”. De inmediato cerré el periódico (negado a buscarle alguna explicación al suceso) y pensé en el creador de Gregorio Samsa, el escapista que se convirtió en bicho para no ser un adorno más de la familia y del trabajo. Kafka, el corredor de seguros que en sus momentos libres volaba hacia la nada; Kafka, la fragilidad del amor en un mercado de ruidos; Kafka, el sujeto que se le fugó (como el joven que huye de la milicia) al proyecto del hombre cemento (Una data, muchos números, ningún ser). Franz Kafka, como un indigente de la dureza del mundo, vivió sin saber exactamente qué hacer con la sensibilidad que sacudía su existencia. La casa, la educación, la sociedad. Una respuesta para todas las preguntas; una realidad para todas las posibilidades; la uniformidad de las emociones (el espectáculo global que frivoliza el yo particular de cada uno), el imperio de lo tangible.
¿Quién dijo que fuera fácil dejar de ser el niño de la imaginación poderosa para convertirse en un adulto servidor de las pesadillas de la burocracia? ¿Se le permite a un adulto soñar realidades múltiples en un mundo educado para una realidad absoluta? Y no puedo evitar que Kafka renazca, así como en la noticia sobre las multas contra el indigente, en cada niño que corre por los laberintos de su juego sin sospechar que afuera, en la oficina del mundo, lo espera una telaraña de acero que amenaza con helar su fuego.
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