Carbón inédito de ARTIGAS, original de Eduardo D. Carbajal
RICARDO AROCENA
(Ultima entrega*)
DON JOSÉ: EL TRUENO ENTRE LAS HOJAS
Para los pobladores de la ciudad de Asunción y sus contornos el 23 de setiembre de 1850 es un día como tantos. Nada hay que lo diferencie de los otros. Como siempre el ardiente sol de fuego se derrama sobre las casas, los edificios y las tierras bermejas y únicamente se detiene ante la cerrada floración tropical. En el cercano Río Paraguay ágiles piraguas hundidas en la popa por el peso del solitario tripulante transportan relucientes cargas de frutas, mientras en las orillas reposan solemnes yacarés, que vistos a la distancia, asemejan enigmáticas esfinges egipcias, que parecen estar al acecho de las refinadas garzas blancas.
Las cargas que llegan al puerto son distribuidas en carretas que se adentran en los barrios nuevos de la ciudad como Santísima Trinidad y Mburucuyá, en donde los comerciantes vociferan sus ofertas apostados en las veredas, con su mercadería expuesta sobre espaciosas mantas. Arriba de ellas hay toda clase de productos, desde tejidos originales y artesanías, hasta comidas típicas y productos de cuero, que son requeridos por ávidos compradores. A pie o en vehículos miles de personas recorren el eje que une la zona portuaria con la Plaza Mayor y la recién creada "Plaza Uruguaya", desde donde parten hacia las comarcas del interior. Definitivamente para ellos la jornada no tiene nada en especial, salvo en la región de Ibiray, adonde los moradores no tienen consuelo.
Las mujeres, con sus hijos a su espalda y vasijas en su cabeza, detienen su paso cansino y sacudiendo sus largas trenzas, dejan que las lágrimas se derramen desde sus profundos ojos negros, hasta cubrirles el rostro arcilloso. Y los hombres no se quedan atrás. Es que nadie ignora que su vecino Artigas agoniza, en su cercano solar. Por ese motivo unos detienen a los otros, y se repiten por doquier los mismos diálogos:
-¡El General es un caraí guazú!¡Un caraí baé porá! ¡Un gran señor! ¡Un señor muy bueno! -reafirman algunos.
-Quería que lo llamaran Don José. Nunca quiso que lo llamaran General- corrigen otros.
Y a todos escucha con paciencia Don Gregorio Narváez, repitiendo apesadumbrado:
-Por aquí pasaba muy a menudo, lo saludábamos con mucho respeto..., es un hombre muy respetable.... y muy querido... ¡Oh, el señor Artigas!
Le había llamado la atención que desde hacía días no se lo veía por los lugares que solía frecuentar. Estaba acostumbrado a verlo rumbear los domingos para la Iglesia de la Recoleta, por el polvoriento camino principal, rodeado de vecinos que se iban agregando a la rutinaria peregrinación. Entre ellos el Juez García, que residía en las proximidades de la ruta. Culminada la ceremonia retornaban todos juntos. El último en llegar a su residencia era Artigas, que era el que vivía más lejos, a una legua de la Capilla. Ni bien arribaba a su vivienda se acomodaba a saborear un amargo, bajo un frondoso Ibirapitá junto con Ansina y en ocasiones la lugareña Andrea Cuevas, que vivía en una choza cercana.
La casa de Don José emerge entre arboledas. Es un rancho de adobe blanqueado a la cal, con techo de dos aguas y entramado de tacuara y tirantes redondos de palma. Dos pequeñas ventanas ventilan la vivienda. A muy corta distancia el campo se abre en varias direcciones: por un lado hacia el distinguido Valle de Tapúa, que se extiende entre casas solariegas de la rancia nobleza hasta los bosques tórridos del Peñón y Arecayá; por el otro hacia la ancha llanura de Ña-Guazú, que remata en las onduladas lomas de Luque y San Lorenzo.
Hasta aquel lugar solían llegar los moradores más cercanos para reunirse con el venerable anciano que les había ganado el corazón desde su llegada, hacía alrededor de cinco años y al querían como un padre. Estaba ahí a pedido nada menos que del Presidente López: el paraguayo y el oriental sostenían largas charlas en el corredor de la mansión presidencial de descanso, que por otra parte quedaba muy cerca. Los nativos adoraban a Don José y le llevaban aves y frutas, que eran bien recibidas por el viejo General: "¡Dios dé salud a los que me hacen tanto bien!", era su frase más repetida.
Era dueño de una personalidad que cautivaba. Con sus largos rizos plateados que se desprendían por debajo del alto carandí sobre el ancho poncho blanco, asemejaba a un patriarca bíblico. En los últimos años se apoyaba en un largo bastón, que le daba cierto aire de peregrino y si bien la debilidad propia de la senilidad le imponía limitaciones, de cuando en cuando subía con dificultad a su caballo, al que había bautizado por el color "el Morito" y una vez arriba desatendía todos los impedimentos y como una ráfaga cruzaba las colinas, hundiéndose en los colores y olores de la selva. A su paso veloz se conmovían monos, urutaús, loros, cotorras y tucanes, sorprendidos por aquella imprevista ráfaga libertaria.
Durante la semana los lugareños gustaban de reunirse con el anciano a rezar el rosario cuando al caer la tarde el toque de las campanas llegaba desde la distante Asunción. Don José hacía coro y el resto, arrodillado en su entorno, le contestaba en guaraní. Finalizada la ceremonia y luego de saludar, entraba a su rancho para acostarse muy temprano, para poder madrugar con el alba.
Últimamente concurría todas las mañanas al poblado indígena, más precisamente a la casa de don Juan de la Cruz Cañete, a conversar y tomar mate y en ocasiones se sumaba a las partidas del sencillo juego español de la "Pandorga", que deleitaba a los niños, en particular porque el que perdía debía pagar con una prenda. Aunque cuando le tocaba perder, Artigas no aceptaba de buena manera transformarse en el hazmerreír y se malhumoraba.
***
A ojos vistas, y con temor, como siempre le ocurre a los que aman a alguien mayor, los habitantes de la región habían visto envejecer al patriarca. El declive se había acentuado desde que en 1846 lo visitara su hijo José María. Cuando al cabo de dos meses éste se alejó entre las islas remotas a bordo de un buque a vapor rumbo al Uruguay, el viejo oriental volvió caminando con dificultad a su rancho y envuelto en su poncho, permaneció largo tiempo con la cabeza entre las manos. Desde aquel día a todos les pareció que en sus ojos algo se había apagado: se quedaba largas horas sentado en una desencajada silla o recostado en su hamaca paraguaya al aire libre, con el caballo cerca y el perro a los pies. Hablaba con voz fuerte, como lo hacen todos los que tienen los oídos debilitados.
El mismo año que lo visitó su hijo, lo entrevistó el General Paz. Artigas lo recibió en la orilla del río mientras pescaba. Mientras miraba el ondular de las aguas, le había explicado sobre su lucha de los viejos tiempos: "Yo no hice otra cosa que responder con la guerra a los manejos tenebrosos del Directorio, y a la guerra que él me hacía por considerarme enemigo del centralismo, que sólo distaba un paso del realismo".
La pasión le había llevado a alzar el tono ante su interlocutor y procurando serenarse continuó: "Tomando por modelo Estados Unidos yo quería la autonomía de las provincias, dándole a cada estado su gobierno propio, su constitución, su bandera y el derecho a elegir sus representantes, sus jueces, sus gobernadores, entre los hombres naturales de cada estado. Esto era lo que yo había pretendido para mi provincia y para los que me habían proclamado Protector".
Y luego de suspirar había agregado: "Hacerlo así hubiera sido dar a cada uno lo suyo; pero los Pueyrredones y sus acólitos querían hacer de Buenos Aires una nueva Roma imperial mandando sus procónsules a gobernar las provincias militarmente, como lo hicieron rechazando los diputados al Congreso, que los pueblos de la Banda Oriental habían nombrado, y poniendo precio a mi cabeza".
Los dos hombres solían montar a caballo. En cierta ocasión, ante la dificultad de Artigas para subir al Morito, Paz lo había querido ayudar, pero el viejo General haciendo un esfuerzo se irguió sobre los estribos al grito de "¡Ahora..., que vengan los porte...!". Pero cayendo en la cuenta de que quien le ofrecía ayuda era un porteño, se corrigió en el aire y agitando en su mano octogenaria el sombrero, se rectificó sonriendo... "¡que vengan los portugueses!"
Los años transcurridos no le habían borrado la memoria y era conciente de que su sacrificada confinación en aquel apartado lugar era la mejor forma de legar a las futuras generaciones la integridad de los principios por los cuales tanto había luchado. No había aceptado volver, como tantas veces se lo habían reclamado, entre otras razones porque en su tierra oriental aquellos en los que había alguna vez confiado, como él mismo lo decía, "continuaban peleando". Tanto Rivera como Oribe habían disputado su apoyo, pero el viejo guerrero ya lo había dejado bien claro: "quiero morir tranquilo, antes que plegarme a algún movimiento que no sea el que yo mismo he iniciado".
En 1847 llega hasta la chacra de López el joven militar brasileño Enrique Beaurepaire-Rohán, que no sabía que Artigas continuaba con vida y que vivía tan cerca de adonde se encontraba. Ni bien le dijeron que el rancho que se veía era el del oriental, fue a verlo y a su regreso a su país dio cuenta de la entrevista: "Por los arrabales de Asunción existen algunas chacras. En una de ellas visité, hoy viejo y pobre, pero lleno de reminiscencias de gloria, a aquel guerrero tan temible de otros tiempos, en las campañas del Sud, el famoso don José Artigas... Yo no me hartaba de estar frente a frente de ese hombre intrépido, de cuyas hazañas había oído hablar desde mi infancia, y que reputaba muerto de mucho tiempo atrás. No menos satisfecho se mostró por su parte el declinante anciano, al saber que era la fama de sus hechos lo que me llevaba a su habitación".
Artigas había recibido al joven con respeto y consideración y luego de escucharlo, había preguntado en forma jovial mientras aspiraba el aire de la bóveda silvestre que lo rodaba y los pájaros blandían como armas sus gorjeos y trinos: "Entonces, todavía suena mi nombre en su país". Ante la respuesta afirmativa, el anciano había agregado, esta vez con melancolía: "Es todo lo que me resta de tantos trabajos; hoy vivo de limosnas".
Pero hacía ya muchos años de aquellas glorias y el Paraguay había cambiado desde que arribara solicitando refugio. Asunción había crecido y nuevos y lujosos edificios, sustituían a los de treinta años atrás. En 1842 una Ordenanza Municipal había obligado a la demolición en Asunción de los edificios precarios y a su reconstrucción con materiales cerámicos, en 1846 había arribado el primer barco a vapor y en 1849 se había creado el registro de la propiedad urbana, mientras se habilitaban los puertos de San Jerónimo, de la Bahía Negra, del Río Blanco, del Paraná y del Paso de la Patria, entre otros.
Y Artigas había ido quedando para algunos de sus contemporáneos como la viva imagen de un monumento histórico en ruinas. Como un fuego que poco a poco se iba consumiendo. El destino había elegido para poner punto final a aquel "trueno entre las hojas", uno de los últimos días, de uno de los postreros meses del año bisagra de 1850, fin de un ciclo en la historia continental. Hasta el más optimista de los pobladores que lo conocían sabía que estaba por apagarse el corazón de uno de los símbolos de la época y se sobrecogía ante la dimensión histórica del acontecimiento.
***
Caía la tarde del 23 de septiembre. Alrededor de una decena de personas conversaba en voz baja y con solemnidad bajo el portal de tejas rojas que protegía la entrada del rancho del viejo oriental. Un silencio emocionado caía sobre las palmeras y los cercos rústicos. Los olores y colores de la selva apaciguaban sus ardores ante el inmenso momento.
Adentro de la casa las penumbras envolvían un catre de tijeras y cuero sobre el cual Artigas apenas respiraba. La bandera tricolor estaba recostada al lado de la cama, muy cerca suyo y un crucifijo colgaba de la pared sobre su cabeza de plata. Al sentir que le llegaba el final había solicitado los últimos sacramentos, ante lo cual la esposa de Carlos Antonio López mandó llamar a un miembro de la familia de Asunción García, para que fuera a preparar el altar para administrar al moribundo el Santo Viático.
Cumplida la orden, el cura párroco de La Recoleta, don Cornelio Contreras, llevó al General sus oficios, pero en el momento en que iba a administrarlos, el viejo oriental quiso levantarse. Una de las mujeres presentes le explicó que su estado de debilidad le permitía tomar la comunión en la cama, pero el General respondió que quería recibir a "su majestad" de pie y no postrado. Entonces ayudado por los que lo acompañaban se irguió con gran dificultad, decidido a recibir la comunión. El silencio se hizo profundo cuando finalizada la ceremonia el cuerpo exánime fue nuevamente recostado en el catre.
Eran los últimos segundos y se cerraba el telón del ciclo vital que le había reservado el destino. Pero no todo estaba dicho y el moribundo se detiene por un segundo en la fatal frontera desconocida, como lo había hecho tantas veces antes. Tal vez fue el resonar de los sables de Las Piedras que le llegaron de su memoria, o el siempre presente recuerdo del éxodo oriental, o el fragor de los cañones durante los sitios de Montevideo, pero lo concreto es que algo hizo que Don José abriera en forma desmesurada los ojos y se incorporara del camastro, para transformase de nuevo en Artigas. Parado parecía muy grande. Enorme. Y desde una dimensión inmortal tronó, adivinando futuras praderas: "¿Y mi caballo? ¡Tráiganme mi caballo!" Luego se recostó para morir, mientras ganaban las sombras de la noche y la selva se encendía para recoger en su seno, a uno de sus más grandes indomables.
*NOTA DEL AUTOR
Cuando iniciamos la publicación en elMontevideano / Laboratorio de Artes de estos artículos, hace de esto algo menos de un año, nuestro proyecto era cubrir desde la memorable "Admirable Alarma" hasta el último suspiro del Jefe de los Libres, don José Artigas, en el lejano Paraguay. Pero no conseguimos cumplir con nuestros objetivos y finalizados los festejos del Bicentenario constatamos que escuetamente logramos abarcar, desde un punto de vista histórico, apenas hasta la formación del Gobierno Provisional, con algunos aportes que hacen referencia al reparto justiciero de tierras de 1815.
Sin lugar a dudas demasiado nos quedó en el tintero, pero creemos que ha llegado el momento de poner un transitorio punto final a estas "Crónicas..." y "Entrevistas" sobre la "Patria Vieja". Casi seguramente retornaremos a ese entrañable período histórico con nuevos artículos más adelante, aunque en forma menos sistemática. Desde un principio nuestra obsesión fue adentrarnos en aquella gesta para difundir lo que sobre ella fuera menos conocido. Recurriendo a diferentes estilos periodísticos y en algún caso hasta "literarios", para que ayudaran en la comunicación, intentamos colaborar en la difusión de un pasado cada vez más remoto, pero que tanto tiene que ver con nuestra vivencia nacional actual.
No podemos saber si logramos en alguna medida lo que nos propusimos, eso solamente lo pueden decir los lectores. Por nuestra parte nos gustaría señalar que la búsqueda y el rescate de las luchas de aquel período nos fue revelando en toda su dimensión una epopeya que mucho nos enseñó y sigue enseñando, y que nos gustaría definir, sin la menor duda, como una hermosa historia.... Como una hermosa historia de amor.
R. A.
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