sábado

MALCOLM LOWRY (1909-1957)



EL SENDERO DEL BOSQUE QUE LLEVABA A LA FUENTE

(la nouvelle póstuma escrita como pieza final de la saga inconclusa El viaje que nunca termina)

Traducción de Eva Iribarne Dietrich.

QUINTA ENTREGA

V

En esta parte del mundo, que es la nuestra, los días son muy cortos en invierno, y con frecuencia tan oscuros y grises que es imposible creer que el sol vuelva a brillar de nuevo. Semanas de helada lluvia torrencial alternaban con tormentas salvajes que barrían el brazo de mar desde las montañas, cuando el mar resonaba debajo y alrededor de nosotros, y azotaba nuestra cabaña, hasta que a veces parecía que enero no terminaría nunca, aun si alguna vez se presentaba un día enceguecedoramente claro y luminoso, tan frío que el agua humeaba y la niebla se levantaba del agua como el vapor de un caldero en ebullición, y por la noche mi mujer decía de las estrellas: “son como esquirlas de hielo en un cielo de azabache”.

El paisaje invernal era hermoso esos días raros y breves de sol y flores de escarcha, en que el cristal envolvía las delgadas ramas de los abedules y de los arces con hojas de pámpano, las gotas de diamante centelleaban sobre los pinoabetos y el follaje escarchado de las siemprevivas brillaba. La escarcha se fundía en nuestro porche en franjas y trazaba un dibujo sobre la madera húmeda y negra como una capa extendida de incontables abalorios, sobre la que nuestro gato caminaba con las patas delicadas y frías, para ir sentarse fuera, en el alféizar, la cola arrollada alrededor de las patas.

Un día ya avanzado de enero, oscuro y ventoso, en que no parecía quedar ningún color en el mundo empapado, y el brazo de mar parecía el mismo Estigio, negra el agua, negras las montañas, negras las bajas nubes que se estremecían y gruñían arriba, fuimos caminando hasta el faro.

-…y pronto los cangrejos traerán la primavera… -nos gritó Sam-. Pero cangrejos… Tuve un amigo, un buzo, ladrón en su vida privada, nunca volvía a casa sin algo, así fuera un clavo… Ay, el sótano era como una tienda de viejo. Bueno, esta vez fue abajo, abajo, abajo. ¿Sabe? Profundo. Y de pronto se asusta… ¿Por qué? Billones de cangrejos en emigración que trepan a su alrededor, la migración de primavera, suben todos a su alrededor, se mueven, estirando los músculos.
-…
-Sí. Quizás ellos ven alguna otra cosa allí abajo, ¿quién sabe? Tenía un susto tan loco que no quiso hablar con nadie durante dos semanas. Pero después de eso, canta como los ruiseñores y es capaz de cansar a cualquiera con su charla… Y pronto los cangrejos, queridos, y pronto los pájaros traerán la primavera…

Fue más o menos en esa época cuando empezamos a leer más. Fui a la biblioteca de la ciudad y saqué una “ficha rural” que me autorizaba a retirar cada vez una bolsa llena de libros. La ciudad, que ya, en pocas horas, había empezado a convertir en una fábula casi imposible nuestra existencia, y me parecía saber, con triste previsión, cómo hasta sus comodidades más suntuosas a las que un día podríamos por cobardía rendirnos, como finalmente lo hemos hecho, llegarían casi a ahogar por completo el recuerdo de la realidad y la riqueza a de una vida como la nuestra, la ciudad, con su calefacción a vapor, los barrotes carceleros de sus persianas, su vista helada y estática de techos y jardincitos minúsculos de arbustos recortados que, en invierno y al oscurecer, parecían unas croquetas de pollo salpicadas de azúcar en polvo. Y ay, después de haber estado separado de mi mujer todas esas horas, regresar de la ciudad y encontrar la casa todavía en su sitio y el brazo de mar sereno y bruñido, los alisos y los altos cedros, el muelle - pues habíamos construido un pequeño muelle- el vasto cielo y las estrellas que brillaban! O avanzar descendiendo por el resbaladizo sendero, con los árboles que se agitaban y gemían a mi alrededor en medio de la tormenta y la oscuridad, para llegar a puerto de nuevo, al abrigo de la luz de la lámpara y de la tibieza del cuarto.

Pero a veces sucedía que, de noche, la desesperación de los elementos recomenzaba y nosotros perdíamos las esperanzas aterrorizados por el ruido, las ramas vencidas que se quebraban, el tumulto del mar, el estrépito de las cosas que se rompían bajo la casa, y nos agarrábamos el uno del otro como dos animalitos arbóreos en una medianoche de la selva -y éramos dos animalitos como ellos en una selva como esa- hasta que de nuevo éramos capaces de reírnos de esa misma conmoción, de esa culminación del deber hacia una casa, tan llena de una ansiedad de amor como la de los oficiales por el barco que navega en medio del temporal. Si bien era en las primeras horas de la mañana, con la marea alta, a la hora de preparar el desayuno, cuando esa amenaza salvaje de los elementos solía hacerse más enervante, con el mar gris y los casquetes blancos casi a la altura de las ventanas, y la lluvia que batía contra ellas, el mar que golpeaba y siseaba sobre la costa debajo de la casa, y causaba una terrible agitación de leños, de golpes atronadores que sacudían en tal forma la pequeña cabaña que hasta los brazos de la lámpara se movían a compás con las ventanas, a las que dejaba atrás un madero arrastrado por las aguas que amenazaba nuestro muelle, y tras el humo de las fábricas de Port Boden apenas se veía un gris lluvioso, mientras las hojas caían al mar; y de pronto nuestro bote que se hundía, agitado, parecía correr peligro, y al mismo tiempo se oían las ramas que se rompían en el bosque, el gran arce que se agitaba y brumaba, mientras las maderas flotantes gemían lastimeramente zarandeadas por el agua y las redes de pescar de Mauger se agitaban en el porche como fantasmas enloquecidos hasta quedarse inmóviles; y la ansiedad distendida hasta su máxima tensión repitiendo, se habrá roto el pobre bote, el muelle contra el cual un golpe sordo era como un golpe en el corazón, también a salvo; aunque sólo por un momento, al instante siguiente todo había comenzado de nuevo, y era así que entre el viento, el retumbo de los truenos, la ansiedad adentro y afuera, el orgullo de haber sobrevivido, la sensación de vida, el temor a la muerte, el apetito por el desayuno, ya que los olores del café y el tocino pasaban en vaharadas arrastrados por el viento cada vez que se abría la puerta, a veces se apoderaba de mí tal exuberancia que sentía el deseo de zambullirme rápidamente en el mar desbordante para que mi apetito fuera mayor aun, por eso o porque el mar parecía más seguro que la casa.

Pero luego desembocábamos en una mañana de patos salvajes que pasaban a sesenta millas a favor del viento y de abadejos de copete dorado que, en rápido revoloteo acompañado de agudos gritos, buscaban alimento entre las matas sin hojas, y algún otro día la estrecha compañía invernal terminaba en un atardecer de vientos, nubes y gaviotas que volaban en cuatro direcciones al mismo tiempo y un cielo negro por encima de los alisos desolados y temblorosos, su corazón recubierto ya por las delicadas joyas verdes que yo nunca había visto realmente, y las gaviotas flotaban, blancas, sobre esa oscuridad en la que bruscamente la luna aparecía detrás de las nubes, cuando el viento cesaba, transiluminando las profundidades de sus propios rayos en el agua, la luna que se reflejaba en las nubes abajo a medias iluminadas por la luna en el agua, y detrás, en las mismas profundidades translunares, el reflejo de las riostras y las vigas cruzadas de nuestro sencillo muelle, a salvo por otro día, dispuesto subacuáticamente en una antigua y perfecta armonía de belleza arquitectónica, una geometría lunar inmersa más de nuestro conocimiento consciente.

Al llegar febrero los días se hicieron perceptiblemente más largos y más luminosos y tibios, la salida y la puesta del sol de nuevo volvieron a ser a veces brillantes y hermosas, inesperadamente había un mediodía tibio y luminoso o hasta todo un día que derretía el hielo en los arroyos que empezaban a correr, o un día de sol en que se podía contemplar el cielo entre los árboles, donde Aconcaguas luminosos navegaban en una azul tarde de Dios.

Al atardecer, cuando iba por agua, lo que me complacía hacer que coincidiera siempre con el regreso vespertino de las gaviotas por encima de los árboles a lo largo del brazo de mar, el crepúsculo era más largo, y los paros, abadejos y tordos revoloteaban en el matorral. Cuánto había llegado a amar a esos pequeños seres desde que habían aprendido a conocer sus nombres y algunas de sus costumbres, ya que con mi mujer los habíamos alimentado todo el invierno y algunos eran hasta muy mansos y sin temor me miraban de cerca. Inmediatamente después de “Dunwoiken” el sendero se desviaba un buen trecho hacia abajo, hacia la playa, con una pendiente empinada, luego doblaba hacia la izquierda, subía suavemente de nuevo, y allí estaba la fuente del agua venida de las montañas, donde yo llenaba el recipiente. Ah, la hondura, la belleza y el misterio de los ojos de agua y de los pequeños manantiales donde el agua dulce nace cerca del océano!

Nosotros la llamábamos la fuente, aunque en cierto modo no lo era. En realidad, era un alegre arroyuelo pero cómo sólo surgía apenas algo más arriba, para nosotros era la fuente. Y era en efecto una fuente de agua, la fuente de algo esencial.

Un atardecer, en el camino de regreso de la fuente, por alguna razón recordé un break de Bix en el disco de Frankie Trumbauer Singing the Blues, en el que siempre había visto la expresión de un momento de la más pura y espontánea felicidad. Nunca oía ese break sin sentirme feliz yo mismo y deseoso de hacer algo bueno. ¿Seróa posible traducir esa clase de felicidad en la propia vida? Como eso era únicamente un momento de felicidad me sentía envuelto por impulsos irreconciliables. No era posible volver permanente un momento, y quizá la sola tentativa de hacerlo era en alguna forma maligna. ¿Pero es que no podría haber algún medio de por lo menos sugerir la existencia de tal felicidad, que era lo que realmente se entiende por libertad, que era como la fuente, que era como nuestro amor, que era como el deseo de ser verdaderamente bueno?

Un frío día de lluvia encontré a Quaggan, un hombrecillo flaco y resistente, vestido con un jersey cowichan tejido por los indios en una serie de frisos; estaba en el sendero, cortando cáscara sagrada.
-El sendero de Proteus -dijo, absorto.
-¿Proteus?
-Sí. El hombre que abrió este sendero. Herrero, vive ahora en la ciudad. Lo solíamos llamar el sendero Bell-Proteus, pues Bell lo ayudó -dijo el viejo y desapareció en la oscuridad con su brillante carga purgante.

Cuando regresé a casa busqué a Proteus, en el diccionario que había dejado el escocés (quien con raro discernimiento durante veinte años había dejado de devolverlo a la Biblioteca Pública de Moose Jaw), junto con algunos ensayos de Renan y una Biblia, prestado de un Gedeón, y que estaban en la leñera, y descubrí -aunque no puedo decir que antes no lo supiera más o menos- que era un dios marino profético al servicio de Poseidón. Si se le cogía, adoptaba una forma diferente.

Pero qué extraño era eso, pensé. Ahí Proteo era un hombre, que había dado nombre a ese sendero. Qué misterioso! Y también Eridanus, que era un barco y el nombre de nuestro puerto y aldea, y el de un brazo de mar y también el de una constelación. ¿Estábamos viviendo una vida que era mitad real, mirad fábula? El nombre de Bell no tenía ningún significado que yo supiera. Ni tampoco el de Quaggan. Kristbjorg podría tener virtudes dignas de Cristo, pero en su figura en nada se asemejaba. Y sin embargo no podía dejar de recordar a Hank Gleason, el contrabajista, que al ver Eridanus aquel domingo había exclamado: “Fuera de este mundo, hermano”. Por un momento me había causado una sensación incómoda, como al ver uno de esos filmes grotescos que emplean dibujos animados con personas reales, una mezcla de dos formas: era también la sensación, aunque no pudiera definirla, que me había causado “Wywurk” o “Hi-Doubt”. ¿Pero no provendría esa confusión porque colocábamos los rótulos de una dimensión en otra? ¿O eran inseparables? Como cuando, precisamente en esa época, la refinería de petróleo resolvió poner como anuncio un gran cartel sobre los muelles: SHELL. Pero durante semanas no colocaron la S, de modo que quedó HELL. Y sin embargo, mi propia imaginación no habría podido soñar nada más bello que el cielo desde el cual veíamos aquello. (En realidad yo hasta me había encariñado con la maligna refinería de petróleo que de noche, al exigir la guerra cada vez más lubricantes, solía ser entonces una llamarada de luces, como un barco en puerto el día del cumpleaños del Almirante). Pero nunca podría resolver esos problemas; si tan siquiera llegaba a expresarlos en mi “música” -ya que había tenido ataques de composición en el piano de cámara- ya eso sería una buena obra.

Y luego, antes de tener tiempo de reflexionar, de nuevo tenía la sensación de estar ocupado en la provisión de agua, como si fuera caminando por una serie de eternos oscureceres que se disolvían a lo largo del sendero. Y por fin la noche llegaba como una gran rueda de fuegos artificiales.

Era un atardecer muy sereno, y yo había salido más tarde que lo habitual. Las lámparas brillaban ya silenciosas en la cabaña de Quaggan, en la de Kristbjorg y, en la Punta, en Four Bells, aunque yo sabía que ninguno de sus moradores estaba en casa porque acababa de ver a los tres marchando entre los árboles camino a la tienda. Creo que fue la quietud, el silencio, con la marea que subía, y el hecho de las lámparas que ardían en las casas vacías junto al mar lo que me hizo recordar. ¿Dónde había leído yo sobre la Isla del Deleite? -en Renan, claro- la isla donde los pájaros cantan los maitines y las laudas a las horas canónicas. La Isla del Deleite donde las lámparas se iluminan solas para los servicios religiosos, y nunca se agotan pues brillan con una luz espiritual, la Isla donde reina una quietud absoluta, y todo el mundo conoce con exactitud la hora de su muerte, y donde no se siente frío ni calor ni tristeza ni se padece mal del cuerpo o del alma. Y pensé para mí, estas luces son como aquellas. Esa quietud como esta. Esto es como la Isla del Deleite. Y luego pensé para mí, deteniéndome en el sendero: ¿qué será si lo perdemos? Y ese pensamiento de angustia opresiva hacía que me detuviera con un suspiro. Y luego llegó la primavera y me olvidé también de esa angustia.

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