EL SENDERO DEL BOSQUE QUE LLEVABA A LA FUENTE
(la nouvelle póstuma escrita como pieza final de la saga inconclusa El viaje que nunca termina)
Traducción de Eva Iribarne Dietrich.
SEGUNDA ENTREGA
II
Fue un día de fiesta, años atrás, a comienzos de la guerra, cuando acabábamos de casarnos y pensábamos que sería al mismo tiempo nuestra luna de miel y nuestro primer y último verano juntos, que mi mujer y yo, habitantes de las ciudades, y yo mismo salido de un mundo subterráneo, vinimos a vivir a Eridanus. Sólo que entonces de ningún modo lo vimos como ahora lo he descrito.
La playa estaba llena de gente, y cuando llegamos a ella desde el camino, después de viajar en ómnibus desde la ciudad, al abandonar la fresca y verde bendición del bosque, fue como si de pronto hubiéramos dado con un balneario popular, escondido pero ruidoso. Sin embargo, debe de haber sido la baraúnda y lo extraño de la luz del día y del mismo sol para mí, habituado de larga data a la noche y a dormir a intervalos durante las horas del día lo que la revistió de un aspecto de pesadilla.
Era una tarde de un calor insoportable, y en la pequeñísima cabaña que nos habían dicho que podríamos alquilar por una modesta suma semanal -la cocina de leña a plena marcha, las ventanas cerradas- estaban sentados siete escoceses, charlando y dando fin a una especie de caldo hirviente de oveja, como última comida de las vacaciones.
Afuera, una bruma de calor cubría las montañas. La marea estaba baja, y tan retirada que no podía creer que alguna vez repuntara; la costa, a lo largo de toda la cual había gente buscando almejas, era pedregosa o estaba salpicada de grandes rocas cubiertas de caracolillos que me hicieron temer por los pies de mi joven esposa, los que, por ser tan pequeños y delicados, despertaban en mí un particular sentimiento de protección. Más abajo, junto al borde del agua, la playa estaba sembrada de algas y desechos, y ni siquiera parecía posible que ahí se pudiera nadar.
No había nadie nadando, si bien los niños gritaban y chillaban chapaleando en el barro, entre las avanzadas de la resaca, desde la que se desprendía el hedor más raro e impresionante que hubiera sentido en mi vida. Este arquetipo de hedor resultó provenir, en parte, del mismo brazo de mar, cubierto hasta donde la vista alcanzaba, por una bruñida capa grasienta de petróleo que, según rápidamente deduje, era obra de un petrolero bonachonamente recostado al muelle de la refinería, la que, como ya dije, se halla en el faro, de modo que parecía indudable que nunca más se podría uno bañar; lo mismo hubiera sido estar en el Golfo Pérsico. Y para aumentar el calor, que también recordaba al Golfo Pérsico, mientras íbamos haciendo crujir con cuidado los caracolillos y los exoesqueletos de los cangrejos o cuando, al evitar los depósitos de alquitrán o creosota, nos hundíamos hasta el tobillo en un lodo resbaladizo o chapoteábamos en charcos decorados con las plumas de pavo real del petróleo, desde lo alto de la playa nos llegaban las ráfagas de aire caliente y cenizas provenientes de una docena de sitios donde asaban almejas, y alrededor de cuyos fuegos, según nos pareció, centenares de individuos aullaban y cantaban en una docena de lenguas diferentes.
Como seres humanos sin duda nos complacía ver a la gente divertirse, pero como pareja de recién casados en busca de intimidad, cada vez nos sentíamos más convencidos de que aquello no era para nosotros, tanto más que a mí empezó a hacerme recordar la llegada a un balneario de quinto orden al que se iba a pasar una noche.
Así son de egoístas loe enamorados, sin ningún pensamiento en la cabeza que no sean ellos mismos. A diferencia de ese digno escocés que nos alquiló la cabaña, que, aun cuando pobre y en lucha con ese sentido del ahorro propio de su naturaleza y que de antaño tradicionalmente supuesto se había convertido en realidad, se mostró en extremo generoso. Dándose cuenta de inmediato de que habíamos acudido allí porque era lo único que podíamos permitirnos, antes de que él y sus compatriotas partieran, la cabaña era nuestra por un mes por un alquiler de doce dólares, después de haber él mismo rebajado a esa suma los quince dólares que pedía.
-Pero, ¿entiende usted de botes, joven? -preguntó con severidad.
-¿Botes?
-Sí, muchacho. Yo cuido mucho mi bote.
Fue así que el bote del escocés me fue entregado generosamente. Había sido maquinista en un barco, había explicado yo, ya que no quería decir que había sido fogonero.
Pero, ¿es que era posible alquilar el Paraíso por doce dólares al mes?, fue nuestro primer pensamiento a la mañana siguiente cuando, desde el porche de la cabaña, contemplando ese escenario de soledad y absoluto vacío, vimos cómo la aurora hacía visible las distantes líneas de alta tensión en Port Boden, y cómo el sol ascendía suavemente por detrás de los pinos de la montaña, como un fuego tras los pináculos de una catedral gótica, mientras desde algún lado nos llegaba el conmovedor sonido diatónico de una sirena en la niebla, como las notas iniciales de una gran sinfonía.
El petrolero había desaparecido de la refinería, apenas visible del otro lado del brazo de mar, y con él la capa de petróleo; la marea estaba alta, fría y profunda y nosotros nos arrojamos al agua directamente desde el porche, dispersando las divisiones de un cardumen. Y cuando de regreso a la cabaña, volvimos la cabeza, vimos los pinos y los alisos de nuestro bosque que se alzaban en lo alto. Para nosotros, enamorados, la playa desnuda, despojada de su alegre multitud, era la imagen opuesta de la melancolía. De nuevo nos volvimos y allí estaban las montañas. Después de aquella mañana íbamos a nadar hasta tres o cuatro veces al día.
Con el bote del escocés fuimos remando por el brazo de mar e hicimos un picnic en una isla deshabitada, con una caleta profunda en la que dejamos el bote, entre estrellas silvestres, varas de oro y siemprevivas perladas. Los lugares más remotos del brazo, al pie de las altas montañas nevadas eran entonces, en septiembre, un paraíso solitario par nosotros dos solos. Podíamos remar todo el día y una vez fuera de Eridanus Port, casi no encontrábamos otro bote. Un día, más adelante, fuimos remando incluso a la orilla opuesta, hacia el ferrocarril. En parte lo hicimos porque en la orilla opuesta, directamente por debajo del terraplén del ferrocarril, borrosamente se distinguían, como dije, algunas cabañas, dispersas y ennegrecidas por el humo, pero sobre las que a veces una banda de los mismos rieles, a mediodía, parecía vibrar al unísono con el agua que cabrilleaba abajo; con todo, solíamos preguntarnos cómo alguien podía vivir tan cerca del ruido del ferrocarril. Así nuestra curiosidad sería satisfecha. La hilera superior, próxima al ferrocarril, que de ningún modo prometía ser pintoresca, a medida que nos fuimos alejando de nuestra bahía, ganaba en belleza, minuto a minuto. Pues esa gente -algunos viejos pioneros y buscadores de minas retirados, quizá un puñado de obreros ferroviarios y sus mujeres a quienes no inquietaba el ruido- tan pobres como nosotros pero a quienes mentalmente habíamos mirado desde arriba por ser todavía más pobre aun, eran en realidad más ricos por cuanto podían mirar del otro lado de la punta del brazo de mar y dominar el brazo mismo, podían ver más allá del puerto maderero de Eridanus, las montañas más altas de todas, las propias Montañas Rocosas, para nosotros ocultas por los árboles de nuestro bosque, aunque tanto ellos como nosotros podíamos ver sierra tras sierra de las Cascades -las grandes de Hornos- de las que no era menos parte el Mount Hood que el Popocatepetl. Sí, por hermoso que fuera nuestro panorama, el de ellos lo era más aun, pues ellos tenían ante sus ojos las montañas hacia el sur y hacia el oeste también, los picos a cuyo pie nosotros vivíamos, pero que no podíamos ver. Mientras remábamos a lo largo de la costa, a la tibia luz del atardecer, aquellos grandes picos se reflejaban y arrojaban su sombra sobre el agua que fluía, y parecían moverse a la par de nosotros, y fue así que mi mujer habló del famoso pico de Wodsworht, que marchaba tras él; era algo semejante, dijo, aunque muy diferente, porque nada de amenazador había en ese movimiento aparente; esos picos que nos seguían parecían, más bien, protegernos. Fueron muchas luego las veces que observamos ese fenómeno, como si toda la ladera de la montaña o una serranía de pinos se desprendiera y se desplazara a la par de nuestro bote, pero nunca fue como si nos persiguieran; era como si quisieran recordarnos la dualidad, los movimientos opuestos nacidos del movimiento de la tierra, un símbolo, aun cuando fuera una ilusión, de la intolerancia de la tierra a la inercia. Cuando finalmente remamos de regreso, la luz del sol caía sobre las retortas de aluminio alineadas de la refinería de petróleo, de tal modo que tuvimos la impresión de que eran, tan enamorados estábamos (si bien aquello fue antes de que viera en ella, de noche, como una catedral descubierta, pues faltaba la llama vacilante de los residuos de petróleo al quemarse), como un instrumento musical, extraño y hermoso.
Pero todavía no considerábamos a Eridanus como un lugar donde vivir definitivamente. La guerra proseguía, muchos de los barcos que pasaban y enviaban la conmoción de su oleaje sobre la playa iban cargados de obscenidades para la muerte, y una vez me encontré diciéndole a mi mujer:
-Vivimos una época terrible. No es el momento para tonterías como el romántico amor en una casita.
Lamenté haber hablado así porque me pareció ver morir en su rostro una temblorosa esperanza, y la tomé en mis brazos. Pero yo no había querido herirla, ni ella era una sentimental, y de todos modos no teníamos ninguna casita ni muchas esperanzas de tenerla en un futuro previsible. La sombra de la guerra se proyectaba sobre todo. Y mientras hubiera hombres que morían en ella, era difícil sentirse feliz consigo mismo. Era difícil saber qué era la felicidad, qué era lo bueno. ¿Éramos felices nosotros, buenos? Y si se era feliz en un momento tal, ¿qué podía hacerse con esa felicidad?
Un día, mientras remábamos por el brazo, dimos con una canoa hundida, un desecho que flotaba bajo la superficie en unas aguas profundas y tan límpidas que pudimos descifrar su nombre: Intermezzo.
Pensamos que podía haber sido hundida a propósito, quizá por otros dos amantes, y fue eso lo que hizo que no la rescatáramos. Y reflexionamos que sí, que eso era quizá nuestra vida ahí: un intermezzo. En realidad no habíamos pedido ni esperado nada más que una luna de miel. Y nos preguntábamos cuál sería la suerte corrida por esos otros enamorados.
¿La guerra? ¿Los habría separado la guerra? ¿Nos separaría la guerra a nosotros? Me sobrecogió el miedo y un sentido de culpabilidad y la preocupación por mi mujer, y empecé a remar de vuelta, triste y en silencio, y la serena paz iluminada del brazo de mar se convirtió para mí en las márgenes de algún río de los muertos, pues ¿no era también Eridanus el Estigio?
Antes de casarme y después de haber abandonado el mar, había sido músico de jazz, pero mi salud se había resentido por las trasnochadas y las noches en vela en todo el hemisferio. Había dejado esa vida en honor de nuestro casamiento y estaba iniciando otra nueva: una cosa difícil para un músico de jazz que quiera tanto al jazz como yo.
Al iniciarse la guerra, me había presentado como voluntario pero había sido rechazado, pero allí, con mi nueva vida, mi salud estaba mejorando notablemente.
Aun en ese mismo momento, mientras remaba, no obstante la forma perezosa y desganada en que lo hacía, podía percibir la mejoría. Poco a poco, la autodisciplina, el sentido del humor y la felicidad de nuestra vida en común, estaba obrando un milagro. ¿Sería acaso ese esfuerzo hacia la vida y la salud nada más que una preparación para la muerte? Aun así, era una simple cuestión de honor el tratar de ponerme en condiciones para la matanza si era posible, y era tanto con ese fin como a causa de mi casamiento que había abandonado mi antigua vida de night-clubs, y, de paso, casi mi único medio de ganarme razonablemente la vida, si bien tenía ahorrado lo bastante como para permitirme vivir durante un año y contaba además con las reducidas entradas provenientes de los derechos de autor de discos, de algunos de los cuales era yo también el compositor.
¿Qué pasaría si continuáramos viviendo ahí? No consideré la idea seriamente, ni surgió de las profundidades de mi espíritu; fue simplemente algo que se asomó en el horizonte, como uno de esos haces luminosos evanescentes de origen desconocido que ocasionalmente surgían sobre las montañas, vagamente provenientes de la ciudad “donde probablemente estaba inaugurando una tienda de comestibles”, como lacónicamente comentaba mi mujer. Económico sería, sin duda. Pero las lunas de miel no eran acontecimientos que por su misma naturaleza pudiera suponerse que duraran. Y mucho peor sería que ese concepto de “intermezzo” era el de que, en un plano, sería como vivir en el mismo límite del mundo, como ese mismo mundo no había dudado en hacérnoslo recordar.
Y aunque unas vacaciones de verano, aun si prolongadas eran una cosa, qué duro sería el vivir realmente ahí, para mi mujer el tener que arreglárselas con la vieja cocina, sin agua corriente, las lámparas de petróleo y la falta total de comodidades en invierno. Sí, sería demasiado duro para ella, aun contando con mi ayuda (pues aunque yo poseía una especie de fuerza torpe, carecía en cambio de la habilidad coordinada y el sentido práctico que por lo general caracterizan al marinero). Podía ser divertido una semana, hasta un mes, pero el vivir ahí significaba aceptar las condiciones de la más abyecta pobreza, sería casi equivalente a renunciar por completo al mundo, y si reflexionaba cuán arduo sería la aceptación de esos términos en invierno, sencillamente era cosa de echarse a reír: claro, estaba fuera de consideración.
Hundí los remos, haciendo girar el bote. En lo alto, sobre el cielo, se mecían los alisos y los pinos. La casa era agradable de ver, con sus líneas simples. Pero más debajo de la casa, debajo de ella, sobre la playa, estaban sus cimientos de pilotes y planchas de madera y el entrelazamiento de tirantes, como la maquinaria detenida de un vapor de ruedas, entre las dos cajas de las ruedas de paletas.
O era como una jaula, cuando me fui acercando con el bote, donde gruesos tablones, a través de los cuales se veía la maquinaria, clavados verticalmente a las zancas, formaban algo remotamente parecido, podría decirse, al salvavidas de una locomotora, para impedir que los troncos arrastrados penetraran debajo de la casa y socavaran sus cimientos.
O abajo mismo, donde era como la jaula enorme y extraña en la que viviera un anfibio, y donde a menudo, durante la marea baja, mientras arreglaba un tirante, en medio de los olores de las algas, me sentía como si estuviera hundido en el primer lodo, aunque era un trabajo que me gustaba, y admiraba la simplicidad de las fuerzas de los cimientos bajo mi vista, que, a diferencia de la mayor parte de los cimientos, estaban, naturalmente, por encima del suelo, como en las más primitivas de las casas.
Era simple y primitivo. Pero qué complejidad no debía haber en todo para resistir las fuerzas elementales que debía resistir. Una tonelada de madera flotante lanzada con toda la fuerza de una marea en repunte con un temporal equinoccial tras sí, eso es lo que podía aguantar la casa, rechazándolo sin sufrir daño.
Y de pronto, mientras ayudaba a mi mujer a salir del bote y amarraba éste, me sentí abrumado por una especie de amor. Puesta allí como un desafío a la eternidad y, sin embargo, como en humilde respuesta a la misma, con sus paredes resistentes que formaban parte de su medio ambiente natural tal como un templo Shinto forma parte del paisaje japonés, ¿por qué esas cabañas habían venido a representar para mí algo de una indefinible bondad, hasta de una clase de grandeza? Y una cierta sombra de la verdad que más tarde me sería revelada, pareció extenderse sobre mi alma, la sensación de algo que el hombre ha perdido, del que esas cabañas y casillas, fuertes contra los elementos pero a la vez a merced del destructor, eran el símbolo indefenso y empero poderoso del hombre y la necesidad del hombre por la belleza, por las estrellas y la salida del sol.
Primero habíamos decidido quedarnos hasta fines de septiembre. Pero el verano sólo parecía empezar y a mediados de octubre todavía estábamos allí, y todavía nadábamos todos los días. Para fines de octubre el glorioso veranillo indio estaba todavía dorado y para mediados de noviembre habíamos decidido quedarnos durante todo el invierno. Ah, qué vida de felicidad se había abierto ahora ante nosotros! Llegaron las primeras heladas, y sobre la playa estaban las maderas plateadas, y cuando hizo demasiado frío para nadar, hicimos caminatas por el bosque, donde los cristales del hielo se quebraban como caramelo bajo nuestros pies.
Y luego llegó la temporada de las nieblas, y a veces la niebla se helaba sobre los árboles y el bosque se convertía en un bosque de cristal. Y a la noche, cuando abríamos la ventana, las lámparas proyectaban nuestras sombras afuera hacia el mar, sobre la niebla, contra el fondo de la noche, y a veces eran enormes y amenazadoras. Una noche, al atravesar el porche cuando volvíamos desde la casilla de la leña, con una linterna en la mano y una carga de leña bajo el otro brazo, vi mi sombra, gigantesca, y los leños grandes como un ataúd, y por un instante esa sombra pareció ser la representación maligna de todo aquello que nos amenazaba; sí, incluso una proyección del aspecto caótico y oscuro de mí mismo, de mi ignorancia feroz y destructora.
Y más o menos en esa época empezamos a reflexionar sobre esa cosa maravillosa: ese era nuestro primer hogar.
-Sale la luna moribunda.
-La luna moribunda se levanta en un cielo verde.
-El porche y todos los techos están blancos por la helada… Me pregunto si se habrán salvado los narcisos del pobre señor McNab. Es la primera helada fuerte del año. Y el primer amanecer claro desde hace un mes.
-Bajo la ventana hay una flotilla de pájaros.
-La marea está alta.
-Mis pobres gaviotas, tiene hambre. Qué frías tendréis las patas, en el agua helada. El gato se comió todos los huesos que eran para vosotras, los encontré en el suelo, el miserable! Los huesos que había guardado del guisado de anoche.
-Hay un cuervo posado en la punta del cedro grande, y qué criatura inmunda y espantosa que es.
-Mira, ahora. Sale el sol.
-Como una fogata.
-Como una catedral ardiente.
-Tengo que limpiar las ventanas.
-No es la sola naturaleza la que hace tan maravilloso este amanecer. Es el humo de esas terribles fábricas de Port Baden.
-La salida del sol hace cosas raras con la niebla.
-Tengo que preparar el desayuno al gato. Volverá con hambre de su paseo al alba.
-Ahí va un corvejón.
-Ahí va un gran somorgujo.
-La escarcha centellea como polvo de diamantes.
-De aquí a unos minutos se habrá fundido.
Así, cada mañana, antes que llegaran los días realmente fríos, cuando fui yo el que se levantaba primero, me despertaban los comentarios de mi mujer mientras encendía el fuego y preparaba al café, en un continuo amanecer de nuestras vidas, en un continuo despertar. Y para mí era como si hasta conocerla, toda mi vida hubiera vivido en la oscuridad.
(la nouvelle póstuma escrita como pieza final de la saga inconclusa El viaje que nunca termina)
Traducción de Eva Iribarne Dietrich.
SEGUNDA ENTREGA
II
Fue un día de fiesta, años atrás, a comienzos de la guerra, cuando acabábamos de casarnos y pensábamos que sería al mismo tiempo nuestra luna de miel y nuestro primer y último verano juntos, que mi mujer y yo, habitantes de las ciudades, y yo mismo salido de un mundo subterráneo, vinimos a vivir a Eridanus. Sólo que entonces de ningún modo lo vimos como ahora lo he descrito.
La playa estaba llena de gente, y cuando llegamos a ella desde el camino, después de viajar en ómnibus desde la ciudad, al abandonar la fresca y verde bendición del bosque, fue como si de pronto hubiéramos dado con un balneario popular, escondido pero ruidoso. Sin embargo, debe de haber sido la baraúnda y lo extraño de la luz del día y del mismo sol para mí, habituado de larga data a la noche y a dormir a intervalos durante las horas del día lo que la revistió de un aspecto de pesadilla.
Era una tarde de un calor insoportable, y en la pequeñísima cabaña que nos habían dicho que podríamos alquilar por una modesta suma semanal -la cocina de leña a plena marcha, las ventanas cerradas- estaban sentados siete escoceses, charlando y dando fin a una especie de caldo hirviente de oveja, como última comida de las vacaciones.
Afuera, una bruma de calor cubría las montañas. La marea estaba baja, y tan retirada que no podía creer que alguna vez repuntara; la costa, a lo largo de toda la cual había gente buscando almejas, era pedregosa o estaba salpicada de grandes rocas cubiertas de caracolillos que me hicieron temer por los pies de mi joven esposa, los que, por ser tan pequeños y delicados, despertaban en mí un particular sentimiento de protección. Más abajo, junto al borde del agua, la playa estaba sembrada de algas y desechos, y ni siquiera parecía posible que ahí se pudiera nadar.
No había nadie nadando, si bien los niños gritaban y chillaban chapaleando en el barro, entre las avanzadas de la resaca, desde la que se desprendía el hedor más raro e impresionante que hubiera sentido en mi vida. Este arquetipo de hedor resultó provenir, en parte, del mismo brazo de mar, cubierto hasta donde la vista alcanzaba, por una bruñida capa grasienta de petróleo que, según rápidamente deduje, era obra de un petrolero bonachonamente recostado al muelle de la refinería, la que, como ya dije, se halla en el faro, de modo que parecía indudable que nunca más se podría uno bañar; lo mismo hubiera sido estar en el Golfo Pérsico. Y para aumentar el calor, que también recordaba al Golfo Pérsico, mientras íbamos haciendo crujir con cuidado los caracolillos y los exoesqueletos de los cangrejos o cuando, al evitar los depósitos de alquitrán o creosota, nos hundíamos hasta el tobillo en un lodo resbaladizo o chapoteábamos en charcos decorados con las plumas de pavo real del petróleo, desde lo alto de la playa nos llegaban las ráfagas de aire caliente y cenizas provenientes de una docena de sitios donde asaban almejas, y alrededor de cuyos fuegos, según nos pareció, centenares de individuos aullaban y cantaban en una docena de lenguas diferentes.
Como seres humanos sin duda nos complacía ver a la gente divertirse, pero como pareja de recién casados en busca de intimidad, cada vez nos sentíamos más convencidos de que aquello no era para nosotros, tanto más que a mí empezó a hacerme recordar la llegada a un balneario de quinto orden al que se iba a pasar una noche.
Así son de egoístas loe enamorados, sin ningún pensamiento en la cabeza que no sean ellos mismos. A diferencia de ese digno escocés que nos alquiló la cabaña, que, aun cuando pobre y en lucha con ese sentido del ahorro propio de su naturaleza y que de antaño tradicionalmente supuesto se había convertido en realidad, se mostró en extremo generoso. Dándose cuenta de inmediato de que habíamos acudido allí porque era lo único que podíamos permitirnos, antes de que él y sus compatriotas partieran, la cabaña era nuestra por un mes por un alquiler de doce dólares, después de haber él mismo rebajado a esa suma los quince dólares que pedía.
-Pero, ¿entiende usted de botes, joven? -preguntó con severidad.
-¿Botes?
-Sí, muchacho. Yo cuido mucho mi bote.
Fue así que el bote del escocés me fue entregado generosamente. Había sido maquinista en un barco, había explicado yo, ya que no quería decir que había sido fogonero.
Pero, ¿es que era posible alquilar el Paraíso por doce dólares al mes?, fue nuestro primer pensamiento a la mañana siguiente cuando, desde el porche de la cabaña, contemplando ese escenario de soledad y absoluto vacío, vimos cómo la aurora hacía visible las distantes líneas de alta tensión en Port Boden, y cómo el sol ascendía suavemente por detrás de los pinos de la montaña, como un fuego tras los pináculos de una catedral gótica, mientras desde algún lado nos llegaba el conmovedor sonido diatónico de una sirena en la niebla, como las notas iniciales de una gran sinfonía.
El petrolero había desaparecido de la refinería, apenas visible del otro lado del brazo de mar, y con él la capa de petróleo; la marea estaba alta, fría y profunda y nosotros nos arrojamos al agua directamente desde el porche, dispersando las divisiones de un cardumen. Y cuando de regreso a la cabaña, volvimos la cabeza, vimos los pinos y los alisos de nuestro bosque que se alzaban en lo alto. Para nosotros, enamorados, la playa desnuda, despojada de su alegre multitud, era la imagen opuesta de la melancolía. De nuevo nos volvimos y allí estaban las montañas. Después de aquella mañana íbamos a nadar hasta tres o cuatro veces al día.
Con el bote del escocés fuimos remando por el brazo de mar e hicimos un picnic en una isla deshabitada, con una caleta profunda en la que dejamos el bote, entre estrellas silvestres, varas de oro y siemprevivas perladas. Los lugares más remotos del brazo, al pie de las altas montañas nevadas eran entonces, en septiembre, un paraíso solitario par nosotros dos solos. Podíamos remar todo el día y una vez fuera de Eridanus Port, casi no encontrábamos otro bote. Un día, más adelante, fuimos remando incluso a la orilla opuesta, hacia el ferrocarril. En parte lo hicimos porque en la orilla opuesta, directamente por debajo del terraplén del ferrocarril, borrosamente se distinguían, como dije, algunas cabañas, dispersas y ennegrecidas por el humo, pero sobre las que a veces una banda de los mismos rieles, a mediodía, parecía vibrar al unísono con el agua que cabrilleaba abajo; con todo, solíamos preguntarnos cómo alguien podía vivir tan cerca del ruido del ferrocarril. Así nuestra curiosidad sería satisfecha. La hilera superior, próxima al ferrocarril, que de ningún modo prometía ser pintoresca, a medida que nos fuimos alejando de nuestra bahía, ganaba en belleza, minuto a minuto. Pues esa gente -algunos viejos pioneros y buscadores de minas retirados, quizá un puñado de obreros ferroviarios y sus mujeres a quienes no inquietaba el ruido- tan pobres como nosotros pero a quienes mentalmente habíamos mirado desde arriba por ser todavía más pobre aun, eran en realidad más ricos por cuanto podían mirar del otro lado de la punta del brazo de mar y dominar el brazo mismo, podían ver más allá del puerto maderero de Eridanus, las montañas más altas de todas, las propias Montañas Rocosas, para nosotros ocultas por los árboles de nuestro bosque, aunque tanto ellos como nosotros podíamos ver sierra tras sierra de las Cascades -las grandes de Hornos- de las que no era menos parte el Mount Hood que el Popocatepetl. Sí, por hermoso que fuera nuestro panorama, el de ellos lo era más aun, pues ellos tenían ante sus ojos las montañas hacia el sur y hacia el oeste también, los picos a cuyo pie nosotros vivíamos, pero que no podíamos ver. Mientras remábamos a lo largo de la costa, a la tibia luz del atardecer, aquellos grandes picos se reflejaban y arrojaban su sombra sobre el agua que fluía, y parecían moverse a la par de nosotros, y fue así que mi mujer habló del famoso pico de Wodsworht, que marchaba tras él; era algo semejante, dijo, aunque muy diferente, porque nada de amenazador había en ese movimiento aparente; esos picos que nos seguían parecían, más bien, protegernos. Fueron muchas luego las veces que observamos ese fenómeno, como si toda la ladera de la montaña o una serranía de pinos se desprendiera y se desplazara a la par de nuestro bote, pero nunca fue como si nos persiguieran; era como si quisieran recordarnos la dualidad, los movimientos opuestos nacidos del movimiento de la tierra, un símbolo, aun cuando fuera una ilusión, de la intolerancia de la tierra a la inercia. Cuando finalmente remamos de regreso, la luz del sol caía sobre las retortas de aluminio alineadas de la refinería de petróleo, de tal modo que tuvimos la impresión de que eran, tan enamorados estábamos (si bien aquello fue antes de que viera en ella, de noche, como una catedral descubierta, pues faltaba la llama vacilante de los residuos de petróleo al quemarse), como un instrumento musical, extraño y hermoso.
Pero todavía no considerábamos a Eridanus como un lugar donde vivir definitivamente. La guerra proseguía, muchos de los barcos que pasaban y enviaban la conmoción de su oleaje sobre la playa iban cargados de obscenidades para la muerte, y una vez me encontré diciéndole a mi mujer:
-Vivimos una época terrible. No es el momento para tonterías como el romántico amor en una casita.
Lamenté haber hablado así porque me pareció ver morir en su rostro una temblorosa esperanza, y la tomé en mis brazos. Pero yo no había querido herirla, ni ella era una sentimental, y de todos modos no teníamos ninguna casita ni muchas esperanzas de tenerla en un futuro previsible. La sombra de la guerra se proyectaba sobre todo. Y mientras hubiera hombres que morían en ella, era difícil sentirse feliz consigo mismo. Era difícil saber qué era la felicidad, qué era lo bueno. ¿Éramos felices nosotros, buenos? Y si se era feliz en un momento tal, ¿qué podía hacerse con esa felicidad?
Un día, mientras remábamos por el brazo, dimos con una canoa hundida, un desecho que flotaba bajo la superficie en unas aguas profundas y tan límpidas que pudimos descifrar su nombre: Intermezzo.
Pensamos que podía haber sido hundida a propósito, quizá por otros dos amantes, y fue eso lo que hizo que no la rescatáramos. Y reflexionamos que sí, que eso era quizá nuestra vida ahí: un intermezzo. En realidad no habíamos pedido ni esperado nada más que una luna de miel. Y nos preguntábamos cuál sería la suerte corrida por esos otros enamorados.
¿La guerra? ¿Los habría separado la guerra? ¿Nos separaría la guerra a nosotros? Me sobrecogió el miedo y un sentido de culpabilidad y la preocupación por mi mujer, y empecé a remar de vuelta, triste y en silencio, y la serena paz iluminada del brazo de mar se convirtió para mí en las márgenes de algún río de los muertos, pues ¿no era también Eridanus el Estigio?
Antes de casarme y después de haber abandonado el mar, había sido músico de jazz, pero mi salud se había resentido por las trasnochadas y las noches en vela en todo el hemisferio. Había dejado esa vida en honor de nuestro casamiento y estaba iniciando otra nueva: una cosa difícil para un músico de jazz que quiera tanto al jazz como yo.
Al iniciarse la guerra, me había presentado como voluntario pero había sido rechazado, pero allí, con mi nueva vida, mi salud estaba mejorando notablemente.
Aun en ese mismo momento, mientras remaba, no obstante la forma perezosa y desganada en que lo hacía, podía percibir la mejoría. Poco a poco, la autodisciplina, el sentido del humor y la felicidad de nuestra vida en común, estaba obrando un milagro. ¿Sería acaso ese esfuerzo hacia la vida y la salud nada más que una preparación para la muerte? Aun así, era una simple cuestión de honor el tratar de ponerme en condiciones para la matanza si era posible, y era tanto con ese fin como a causa de mi casamiento que había abandonado mi antigua vida de night-clubs, y, de paso, casi mi único medio de ganarme razonablemente la vida, si bien tenía ahorrado lo bastante como para permitirme vivir durante un año y contaba además con las reducidas entradas provenientes de los derechos de autor de discos, de algunos de los cuales era yo también el compositor.
¿Qué pasaría si continuáramos viviendo ahí? No consideré la idea seriamente, ni surgió de las profundidades de mi espíritu; fue simplemente algo que se asomó en el horizonte, como uno de esos haces luminosos evanescentes de origen desconocido que ocasionalmente surgían sobre las montañas, vagamente provenientes de la ciudad “donde probablemente estaba inaugurando una tienda de comestibles”, como lacónicamente comentaba mi mujer. Económico sería, sin duda. Pero las lunas de miel no eran acontecimientos que por su misma naturaleza pudiera suponerse que duraran. Y mucho peor sería que ese concepto de “intermezzo” era el de que, en un plano, sería como vivir en el mismo límite del mundo, como ese mismo mundo no había dudado en hacérnoslo recordar.
Y aunque unas vacaciones de verano, aun si prolongadas eran una cosa, qué duro sería el vivir realmente ahí, para mi mujer el tener que arreglárselas con la vieja cocina, sin agua corriente, las lámparas de petróleo y la falta total de comodidades en invierno. Sí, sería demasiado duro para ella, aun contando con mi ayuda (pues aunque yo poseía una especie de fuerza torpe, carecía en cambio de la habilidad coordinada y el sentido práctico que por lo general caracterizan al marinero). Podía ser divertido una semana, hasta un mes, pero el vivir ahí significaba aceptar las condiciones de la más abyecta pobreza, sería casi equivalente a renunciar por completo al mundo, y si reflexionaba cuán arduo sería la aceptación de esos términos en invierno, sencillamente era cosa de echarse a reír: claro, estaba fuera de consideración.
Hundí los remos, haciendo girar el bote. En lo alto, sobre el cielo, se mecían los alisos y los pinos. La casa era agradable de ver, con sus líneas simples. Pero más debajo de la casa, debajo de ella, sobre la playa, estaban sus cimientos de pilotes y planchas de madera y el entrelazamiento de tirantes, como la maquinaria detenida de un vapor de ruedas, entre las dos cajas de las ruedas de paletas.
O era como una jaula, cuando me fui acercando con el bote, donde gruesos tablones, a través de los cuales se veía la maquinaria, clavados verticalmente a las zancas, formaban algo remotamente parecido, podría decirse, al salvavidas de una locomotora, para impedir que los troncos arrastrados penetraran debajo de la casa y socavaran sus cimientos.
O abajo mismo, donde era como la jaula enorme y extraña en la que viviera un anfibio, y donde a menudo, durante la marea baja, mientras arreglaba un tirante, en medio de los olores de las algas, me sentía como si estuviera hundido en el primer lodo, aunque era un trabajo que me gustaba, y admiraba la simplicidad de las fuerzas de los cimientos bajo mi vista, que, a diferencia de la mayor parte de los cimientos, estaban, naturalmente, por encima del suelo, como en las más primitivas de las casas.
Era simple y primitivo. Pero qué complejidad no debía haber en todo para resistir las fuerzas elementales que debía resistir. Una tonelada de madera flotante lanzada con toda la fuerza de una marea en repunte con un temporal equinoccial tras sí, eso es lo que podía aguantar la casa, rechazándolo sin sufrir daño.
Y de pronto, mientras ayudaba a mi mujer a salir del bote y amarraba éste, me sentí abrumado por una especie de amor. Puesta allí como un desafío a la eternidad y, sin embargo, como en humilde respuesta a la misma, con sus paredes resistentes que formaban parte de su medio ambiente natural tal como un templo Shinto forma parte del paisaje japonés, ¿por qué esas cabañas habían venido a representar para mí algo de una indefinible bondad, hasta de una clase de grandeza? Y una cierta sombra de la verdad que más tarde me sería revelada, pareció extenderse sobre mi alma, la sensación de algo que el hombre ha perdido, del que esas cabañas y casillas, fuertes contra los elementos pero a la vez a merced del destructor, eran el símbolo indefenso y empero poderoso del hombre y la necesidad del hombre por la belleza, por las estrellas y la salida del sol.
Primero habíamos decidido quedarnos hasta fines de septiembre. Pero el verano sólo parecía empezar y a mediados de octubre todavía estábamos allí, y todavía nadábamos todos los días. Para fines de octubre el glorioso veranillo indio estaba todavía dorado y para mediados de noviembre habíamos decidido quedarnos durante todo el invierno. Ah, qué vida de felicidad se había abierto ahora ante nosotros! Llegaron las primeras heladas, y sobre la playa estaban las maderas plateadas, y cuando hizo demasiado frío para nadar, hicimos caminatas por el bosque, donde los cristales del hielo se quebraban como caramelo bajo nuestros pies.
Y luego llegó la temporada de las nieblas, y a veces la niebla se helaba sobre los árboles y el bosque se convertía en un bosque de cristal. Y a la noche, cuando abríamos la ventana, las lámparas proyectaban nuestras sombras afuera hacia el mar, sobre la niebla, contra el fondo de la noche, y a veces eran enormes y amenazadoras. Una noche, al atravesar el porche cuando volvíamos desde la casilla de la leña, con una linterna en la mano y una carga de leña bajo el otro brazo, vi mi sombra, gigantesca, y los leños grandes como un ataúd, y por un instante esa sombra pareció ser la representación maligna de todo aquello que nos amenazaba; sí, incluso una proyección del aspecto caótico y oscuro de mí mismo, de mi ignorancia feroz y destructora.
Y más o menos en esa época empezamos a reflexionar sobre esa cosa maravillosa: ese era nuestro primer hogar.
-Sale la luna moribunda.
-La luna moribunda se levanta en un cielo verde.
-El porche y todos los techos están blancos por la helada… Me pregunto si se habrán salvado los narcisos del pobre señor McNab. Es la primera helada fuerte del año. Y el primer amanecer claro desde hace un mes.
-Bajo la ventana hay una flotilla de pájaros.
-La marea está alta.
-Mis pobres gaviotas, tiene hambre. Qué frías tendréis las patas, en el agua helada. El gato se comió todos los huesos que eran para vosotras, los encontré en el suelo, el miserable! Los huesos que había guardado del guisado de anoche.
-Hay un cuervo posado en la punta del cedro grande, y qué criatura inmunda y espantosa que es.
-Mira, ahora. Sale el sol.
-Como una fogata.
-Como una catedral ardiente.
-Tengo que limpiar las ventanas.
-No es la sola naturaleza la que hace tan maravilloso este amanecer. Es el humo de esas terribles fábricas de Port Baden.
-La salida del sol hace cosas raras con la niebla.
-Tengo que preparar el desayuno al gato. Volverá con hambre de su paseo al alba.
-Ahí va un corvejón.
-Ahí va un gran somorgujo.
-La escarcha centellea como polvo de diamantes.
-De aquí a unos minutos se habrá fundido.
Así, cada mañana, antes que llegaran los días realmente fríos, cuando fui yo el que se levantaba primero, me despertaban los comentarios de mi mujer mientras encendía el fuego y preparaba al café, en un continuo amanecer de nuestras vidas, en un continuo despertar. Y para mí era como si hasta conocerla, toda mi vida hubiera vivido en la oscuridad.
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