NOVELÓN DE LOS POETAS MUERTOS
HUGO GIOVANETTI VIOLA
1ra edición 1990 / 1ra edición web 2011
NOVENA ENTREGA
DOS: LA PRUEBA DEL INOCENTE (1)
Es verde / pero murmura
es verde / pero habla
es verde / pero interroga
es verde / pero tortura.
(poema anónimo escrito en la cárcel de Libertad
por un combatiente uruguayo durante el fascismo)
SAINT-TROPEZ
UN HOMBRE semicalvo se despierta en una caravane del Camping du Grand Saule en Ranchito, un barrio terminal de la banlieue de Cannes. En la casa rodante siguen durmiendo dos adolescentes mientras el hombre se incorpora de un salto y deja su cucheta. Se viste y busca un peine entre la ropa sucia y abre la puerta del ropero que tiene un espejo. Cuando se está peinando ve sus ojos hinchados por el brillo del fuego del sótano del mundo: suelta el peine y se escapa cruzando la mañana. Entra en una letrina de las instalaciones del camping, pero al salir librado del hedor de sus vísceras sigue espantosamente iluminado: entonces vuelve al toldo de la caravane y pone a calentar agua en una cacerola, mientras prepara el mate. Después entra a la casa rodante y saca del ropero una máquina de escribir, evitando mirarse al espejo. Se pone a tomar mate en un claro de pasto bajo un fiero sol ocre, sentado sobre un banco. Pone otro banco enfrente y destapa la máquina que tiene una hoja puesta: la da vuelta y escribe enceguecidamente. A medida que escribe le chorrean por la cara el sudor y las lágrimas. Chupa el mate leyendo lo que acaba de hacer, y lo corrige a máquina y corre a buscar más hojas. Un momento después aparece el menor de los adolescentes en la boca del toldo, protegido del encandilamiento por su azabache melena charrúa. El hombre toma un mate y lo mira hondamente, con los ojos lavados por la resurrección.
AQUEL VERANO la Croisette de Cannes fue invadida por una oleada de mangueros que aturdió la paciencia de las momias turistas, y la policía nos expulsó sin hacer distinciones y amenazó con encerrarnos si nos volvían a ver en las terrazas. Nos faltaba pagar casi quinientos francos por el alquiler de la casa rodante y era imposible fugarse ya que los pasaportes estaban retenidos en la administración del Camping du Grand Saule. La única solución que les quedaba era yirar por Saint-Tropez a cielo descubierto hasta juntar plata. Parecía apenas posible, pero se resignaron.
En Saint-Tropez se fomentaba la manga como una atracción turística pero la competencia les resultó infernal, a mediados de temporada. Estábamos sin un mango, y la primera noche dormimos en la casa de unos mellizos fanáticos de la música andina que el Cordobés bautizara más tarde el Ceja y el Diamante: uno por una barra de pelambre castaña que llevaba resplandeciendo sobre sus ojos infantiles, y otro por contener media docena de rostros variables que se complementaban congeladoramente. El Ceja vivía con una muchacha rubia embarazada de ocho meses que se desmelenaba de calor abanicándose en el suelo del dormitorio chico. Se llamaba Isabelle, y escuchaba la quena y el charango de los fanáticos con los labios abiertos y una mirada de pureza azul brillando a contramano. Nos hicimos amigos enseguida. Ella me mostró un libro con las fases del parto y yo le conté la historia de una cocinera que conocimos el verano anterior en Ventimiglia: era la compañera de trabajo de un gitano chistoso que la hacía darse baños con la sal de la luna para purificarse. Eso la hizo reír a carcajadas, y al rato se durmió en un colchón que tenía en el suelo para ella y el Ceja. Abel apagó la luz y terminó de abrir una de las ventanas para que derramara la luna sobre la muchacha.
Después volvió a la pieza donde los mellizos ya se habían extenuado de jugar a los cholos musiqueros. En el mismo colchón donde estuvo tocando el Diamante se estiraba una larga muchacha pelirroja que tenía más de veinticinco años y ojos como pulverizados: Abel supo más tarde que Stephanie era tropeziana y había sido la naná del Diamante durante mucho tiempo hasta que se aburrieron y ella subió a París y volvió a los tres años con dos intentos de suicidio una cura del sueño y una desintoxicación heroica: golpeó en lo de su ex-novio a principios de julio y fue bien recibida. Yo vi que Stephanie lechuceaba a Pedrito y pedí por favor que nos dijeran dónde íbamos a dormir porque pensábamos manguear temprano en la playa.
Cuando nos derrumbamos sobre el mosaico de la cocina forrado de frazadas le supliqué a Pedrito que no fuera a ejercer la necrofilia por el amor de Dios, pero él me hizo una seña amansadora y hasta empezó a roncar antes que el Cordobés. Yo ya había terminado mis pastillas de betametasona y a las dos o tres horas tuve que incorporarme completamente ahogado y en el vapor lunar vi a la vampira arrodillada en cueros, succionando a Pedrito. A la mierda corretaje, pensé dándome vuelta contra la pared. Stephanie acabó su rito y volvió al dormitorio con dos crujidos óseos.
AL OTRO día el Diamante nos expulsó eufemísticamente, y hasta nos concedió dejar los bultos en depósito hasta la medianoche. Nosotros no fuimos a dedo a manguear al restaurant de la playa nudista que hay al lado del camping llamado Pam Beach Club. En la playa conocimos a una pareja de artesanos que vivían en el camping y hacían la temporada vendiendo artículos de cuero repujado. Ella era una petisa con cara de muñeca y unas caderas desproporcionadas que bamboleaba inoperantemente. Se llamaba Mili. No pasaría los treinta y venía a Saint-Tropez todas las temporadas con su primo Gastón, un homosexual triste que compartía el taller de Mili en Saint-Tropez y en Roma. Nos propusieron arrimarnos al puerto en su cachila y traernos a dormir de contrabando al camping. Nosotros agarramos.
Esa noche manguearon en un buen restaurant retirado del puerto y el dueño les pidió si no podían pasar en exclusividad, cosa que festejaron cenando hasta con postre. Retiraron los bultos de la casa de los mellizos y esperaron a Mili y a Gastón en Le Gorille, el famoso boliche donde paraba Picasso. Gastón llegó abrazado con un marica que reencontró después de varios años de una hermandad del alma truncada por los viajes. Le decían la Miguela. Estaba bien vestido y era casi la réplica de Charlot sin disfraz: Gastón lo descubrió ramereando en el corso y lo invitó a dormir al Pam beach Club. Al subirnos al auto la Miguela empezó a manotear las chuzas de Pedrito, que amenazó volarlo por la ventanilla del primer piñazo. “Majo: qué malo eres. Si yo soy tan limpito” porfiaba el marica. Abel iba pensando una carta a su familia con los estriados por la resurrección.
NOS COSTÓ una semana interminable ahorrar lo suficiente como para poder volver a Cannes a levantar los pasaportes y comprarnos una carpa en el Pam beach Club. La noche que Gastón y Mili nos llevaron al camping no dormimos allí: a la petisa reblandecida se le ocurrió ver amanecer en la playa tocando la guitarra y cantando, como si fuéramos una farándula de adolescentes. “Junto a los ríos de Babilonia estamos sentados y lloramos” murmuró Abel viendo asomar la roja testa chata del sol sobre el Mediterráneo -y al mismo tiempo desatando la reacción en cadena de aquel versículo que no se pudo sacar de la boca durante todo el resto del verano.
Ya habíamos terminado de corear baladitas, y la Miguela y Gastón se borraron a un médano para ponerse al día después de tantos años. Entonces Mili sugirió esperarlos durmiendo un rato en la playa. “Después seguimos la farra en la casa de unos amigos que tenemos en Cogolin” dijo acurrucándose gatunamente en la arena. Abel se sacó la campera para usarla de almohada y lo único que pudo fue soñar (sin dormirse) un interminable trenzamiento amoroso con el proyecto de mujer que tenía a medio metro. Y eso era lo que ella quería, por supuesto: alzarnos a los tres. Hubiera sido tan antonionesca una orgía matutina que le reivindicase por lo menos durante una mañana la belleza colgante, pensé abriendo los ojos para compadecernos a todos. Pero Pedrito y el Cordobés y hasta la misma Mili parecían dormidos de veras.
Cuando reaparecieron la Miguela y Gastón, Abel ya había terminado de escribir mentalmente una carta que tenía dos destinatarias de quince años de edad: su hermana María Sara y Bénédicte Trassiorf. Después se había quedado un rato con las córneas rojizas puestas a lavar entre la luminosidad cegadora del Ponto, hasta que oyó crecer los crujidos de los pasos sobre la arena. Se dio vuelta sin ganas y encontró la revuelta tristeza de Gastón buscándole los ojos. La Miguela revoloteaba despertando a los demás con la jovialidad de un maniquí, y el otro me ofrecía su desamparo como el absurdo peso que una hormiga que acababa de perder su penúltima pata quisiera compartir. Yo le ofrecí mi penúltimo cigarrillo.
Aquella mañana fueron a Cogolin, un pueblito cercano a Saint-Tropez que oyó nombrar toda la vida: su padre era el heredero de una de las mundialmente famosas pipas de la región comprada por su legendario tío-abuelo Lucas durante el viaje donde se dio el lujo de ver escribir a Papá Hemingway en la Closerie des Lilas y compartir el hambre con él frente a los cuadros impresionistas colgados en ese entonces en el Museo del Luxembourg. Abel se recordaba escuchando desde niño las historias del Maldonado del novecientos que su tío Jorge -el cura- había recogido directamente de boca de aquel hombre que perdió el brazo derecho peleando con Saravia en 1904 y aprendió hasta a pintar con el que le quedaba: recordaba todavía -secuencia tras secuencia- el increíble romance legado a la posteridad por Sabino Regusci y Carolina Tomillo, pero por sobre era mucho capaz -ahora- de encandilarse con el heroísmo.
Acabo de inventar por primera vez en mi vida uno de aquellos dichos dobles que le gustaba tanto coleccionar al viejo Hem le empecé a escribir mentalmente a mi padre, ensardinado en el fondo de la cachila aunque casi feliz por la visión de los viñedos resplandeciendo bajo el ocre inmaduro de las ocho de la mañana: Camino a Cogolin y pensando en la pipa que heredaste de Lucas y en sus maravillosas historias de amor. De amor y de heroísmo, viejo. Que no es la misma cosa. Acabo de soñarles una carta conjunta a Ma-Sa y a la nena, y al rato ya me largo con esta. Parece broma, pero por ahora es la única manera que tengo de escribirles. Mirándolo al derecho -supongo que porque me nació así- el dicho doble dice: Hay que creer para sobrevivir. La otra versión a elegir sería, lógicamente: Hay que sobrevivir para creer. Prefiero la primera. No sé, está tan jodida la cosa que ni siquiera mentalmente te puedo contar lo que me pasó en París después que asesinaron a Sinclair -o lo que me puede pasar en cualquier momento. No te quiero intrigar por gusto, y es muy posible que dentro de unos días te pida que empieces a juntar plata para mandarme el pasaje de vuelta. A esta altura del partido estoy casi seguro de que ya nunca voy a llegar a juntarla solo. También es posible que siga siendo un malcriado de suburbio residencial, pero siento que cada día que pasa se me rompe algo por adentro. El problema es que recién voy a poder volver a casa cuando pague las deudas (no sólo monetarias) que tengo por aquí. Para eso sí me van a alcanzar los ahorros, supongo. Tengo que subir a París y pagar esas deudas y volver a mirarle los ojos a la Gárgola: más no puedo decirte. También estoy empezando a sentir cada vez con más claridad que este viaje es una especie de novela andante (definición oscuramente robada a Malcolm Lowry, si no me equivoco) imposible de dejar de vivir hasta el final, como me corresponde. Si no, no soy un escritor. O peor: no soy un hombre. Te prometo que la próxima carta va pasterizada envasada y PAR AVION. Pero lo cierto (como dice Walt Whitman entre aquel de paréntesis inolvidable) es que estoy a tu lado.
La pareja de artesanos que los cobijó en Cogolin vivía en una casona impersonal y gris, como todo el pueblito. La mujer -Claudine- era una tropeziana treintona que había llegado a dar recitales de folklore andino en Cannes y en Saint-Raphael acompañada por los mellizos, hasta que se le fue la voz de golpe: lo contaba desnudando sin el menor pudor una sonrisa cariada donde ya no brillaba ni la autocompasión. Nos recibió vestida apenas con una bombacha. “¿Así que hablás español?” dijo Pedrito mirándole agresivamente las enormes tetas vinosas: a ver, decí na-ran-ja”. “Na-jan-ja” dijo la mujer, y no tuvimos más remedio que reírnos todos juntos. Mili Gastón y la Miguela no querían saber nada de dormir, pero nosotros nos derrumbamos en unos colchones donde me desperté al atardecer sin saber ni quién era. Después reconocí las risas de la pieza de al lado y me puse los pantalones salmodiando el versículo y le pegué un par de patadas a los colchones de los muchachos. Ninguno reaccionó. Abel siguió aporreando los colchones hasta que lo insultaron inteligiblemente, y entonces salió más tranquilo a afrontar la impostergable aventura de localizar un baño. Ni para Don Quijote fue aventura mea, pensó apantallándose la cara en señal de saludo. Encontró al grupo recortado sobre un fondo de sol anaranjado que rebrillaba en las miradas y en las tazas de té. “¿En dónde queda el baño, Mili?” pregunté refregándome los ojos para conservarlos escondidos. Fui atravesando piezas oscuras y ruinosas mientras sentía crecer la sensación de que iba a ser imposible soportarme la mirada, otra vez. Pero no hice la prueba: me lavé y me peiné de espaldas al espejo y volví a terminar de despertar a los muchachos.
Después tomaron el té, escuchando contar a Mili qué fabuloso almuerzo de pollo con papas fritas les habían despachado en un restaurant de la ruta. “Te sirven en el auto” decía la enana fingiendo un entusiasmo liceal: “Mañana los llevamos”. “Siempre que hoy laburemos. Porque no tenemos un mango” le contestó Abel. “Sí. Ya nos vamos todos a trabajar” aplaudió la Miguela haciéndole una guiñada a Pedrito, que ni se inmutó. Francois y Claudine también vendían artículos de cuero en el puerto, y Abel tuvo la esperanzada impresión de que aquellos dos náufragos podían estar verdaderamente acampados al margen del degeneramiento. Vio libros interesantes -Lovecraft y Bradbury, en su gran mayoría- alineados a lo largo de los zócalos del taller, y se los elogió a Francois levantando un pulgar a la romana. El artesano (joven rubio peludo amable parco y sucio) apenas sonrió.
Hicieron el viaje al puerto deslumbrados por un atardecer que se hundía bajo el peso del cobalto estrellado: viendo la flotación de la última paleta que se aterciopelaba entre los yates Abel volvió a rendirse frente a la belleza. Para colmo de bienes, apenas empezamos a caminar nos encontramos en el Gorille al Ceja y a Isabelle. La muchacha se acariciaba la barriga con la mirada fija en el manso trasluz que derramaba sobre el mundo. No me animé ni a saludarla.
Esa noche hicieron capote en el restaurant conseguido en exclusividad y recibieron otra proposición más importante: agarrar un famoso piano-bar llamado Chez Marlene a partir del próximo sábado, con un sueldo de base canilla libre y cena. Lo festejaron como correspondía, aunque también ya fue posible despejar casi cincuenta francos para el fondo pro-recuperación de los pasaportes en Cannes. Pedrito salió a dar un yiro, y el Cordobés y yo nos acomodamos en el Gorille a esperar a los artesanos. Cuando el corso turístico ya empezaba a ralear sobre el empedrado, Abel distinguió un nombre impreso en la cartelera callejera (en donde se anunciaban los espectáculos de la Citadelle) que le hizo dar un salto. Me acerqué a confirmarlo y no pude creerlo: Pablo Regusci -el bisnieto del hermano del legendario Sabino Regusci- daba un concierto de guitarra, el próximo sábado. Así que terminó por venirse a París, pensó Abel acordándose de los proyectos de aquel muchacho tan parecido a él con quien habían desenterrado una secular amistad familiar el verano anterior a su viaje. Y una voracidad de verdadera compañía le aniñó las facciones hasta que vio venir a Pedrito con un reventado al que seguramente le acababa de sacar gramos de hasch. “Dios nos cría” dije en broma, y me volvía a sentar en el café.
EN COGOLIN organizaron una fumata redonda. Francois se quedó preparando spaghetti, mientras el resto de las almas empezaba a desnudarse lentamente a la orilla del humo: el Cordobés se desplomó -como siempre- en un vacío total de personalidad y terminó roncando con la cabeza apoyada en la biblioteca-zócalo. Pedrito hacía oscilar su lujuria entre las dos mujeres, aunque dejando traslucir una clara preferencia por la enana con cara de muñeca. Claudine se sacó la blusa y emparejó bastante la partida. Su problema es tener el corazón cariado como emocionantemente emperrado en sonreír, pensé casi deseándole los pechos. Mili se había ocultado las desproporciones con una sábana y bailaba imantada menos por la mirada de Pedrito que por el enloquecimiento del marica. “Este no puede fumar” me rumoreó Gastón: “Ahora nomás le viene la gaguera. Cuando nos conocimos en España era siempre lo mismo”. La Miguela gimió durante unos minutos con una especie de jocosa desesperación que lo hacía dar saltitos ojicerrados, y se arrodilló a llorar. “El mejor momento de mi vida fue cuando tomé la comunión” dijo resplandeciendo en mansedumbre. “¿Y el peor?” le preguntó Pedrito. “Cuando murió mi madre” hipó la Miguela. Y se ovilló a dormir en un rincón. “Ah no, che: el mejor momento de mi vida fue cuando me casé con mi machito” dijo Mili dejando de bailar: “En cuanto vuelva a Roma lo conquisto de nuevo”. “¿Y el peor?” le pregunté. “Cuando me saqué un hijo” contestó encapuchándose con la sábana. Gastón me miró fijo. “Primero vos” le dije.
“Los míos son repugnantes” advirtió el artesano: “El mejor fue cuando me enamoré de un chiquilín en España -este otoño van a hacer seis años. Yo tenía veinticinco y él dieciséis. Al poco tiempo de venirse a vivir conmigo se me fue con un viejo. Nunca me pude volver a enamorar de nadie. Ojalá que él tampoco haya podido: ojalá sea un putito”. Pedrito se rio fuerte y yo lo hice callar con una seña. “Me siento como un ciego. Como un sordomudo. Como un paralítico” siguió Gastón acariciando la cabeza de Mili debajo de la sábana: “Ya no gozo con nadie. Esta mañana en la playa sentí que me descuartizaban, otra vez. ¿Y vos qué contás, poeta?”. “Yo fui descuartizado hace poco, también” retrucó Abel, y se plegó a la carcajada general antes de continuar la confesión: “No exactamente de la misma forma, aunque descuartizado al fin. Pero no quiero hablar de eso ahora. Yo te diría, más bien -plagiando a un gran poeta peruano que se llamó César Vallejo- que el peor momento de mi vida no debe haber llegado todavía. Y el mejor tampoco, lamentablemente. Lo que sí puedo contarte es lo peor que hice en mi vida: eso puedo contártelo”.
Abel cerró los ojos y se sintió volar por la humareda verde del sótano del mundo. “Yo también estuve metido en un aborto” dijo agarrándose las manos como para rezar: “Mi ex-mujer quedó embarazada a propósito porque tenía miedo de viajar a Europa conmigo. Yo no me puse contento cuando quedó embarazada. No me puse contento”. “¿Y ella?” preguntó Mili, con una voz horrible. “No hay nada que agregar” le contesté: “Lo demás no interesa”. Y me escapé hasta el baño y encontré en el espejo los ojos de la Gárgola brillando adentro mío, otra vez. Entonces me desabroché resignadamente la ropa y me ovillé en el wáter frotándome los párpados igual que en la letrina del Camping du Grand Saule: “Hay que sobrevivir” murmuré haciendo fuerza para cagar la tenia verde que había vuelto a sucubarme en menos de setenta y dos horas: “Hay que sobrevivir para creer. Y viceversa, padre. Y así seguir aguantando esta estafa esta trampa esta culpa esta vida, Gabi: esto que nos tocó sufrir”. Abel iba desengarfiando anillos de serpiente con un cansancio eterno y una eterna certeza de que todo el amor y todo el heroísmo caben en esa sobrehumana resistencia que nos hace capaces de durar en el mundo porque hay que estar aquí, sencillamente. Porque el viaje hay que vivirlo hasta su verdadero final, pensé haciendo abluciones sin mirarme al espejo.
“¿Resucitaste?” me preguntó Gastón apenas volví al taller. “Si vos lo decís” dije alzando un pulgar frente al plato de spaghetti que me ofrecía Francois. La Miguela se había despertado y revoloteaba alrededor de Mili haciéndole cosquillas con una virilidad pirotécnica que terminó por excitar a la enana y humillar a Pedrito hasta la desesperación. “Mili, vení para acá, carajo” gritaba el chiquilín desde la pieza de al lado: “Vení para acá, carajo”. Pero se enronqueció sin poder evitar el lamentable orgasmo de la enana éntre los zarpazos del marica. Entonces Francois pasó calmosamente el pan por el plato y le hizo una seña a Claudine para que fuera a consolar al despechado. Su mujer obedeció casi corriendo, no sin antes mostrar una negra sonrisa de agradecimiento. “El mundo está por reventar” comentó el artesano al rato, enfrascándose en uno de sus libros futuristas. La Miguela se había vuelto a dormir al lado de Gastón, que también cabeceaba. Yo devoré todos los tallarines de la olla, me fumé un Peter Stuyvesant pensando en Bénédicte y apoyé la cabeza sobre la biblioteca-zócalo almohadillada por mi campera. Antes le tuve que pegar un par de patadas al Cordobés para que se dejara de roncar como un cerdo.
ESE MEDIODÍA abandonamos la casona de Cogolin para instalarnos provisoriamente (siempre de contrabando, por supuesto) en el camping del Pam beach Club. Los artesanos nos despidieron dulcificados por esa falsa paz que otorga el degeneramiento enseguida del sueño, y Mili se empecinó en desayunar pollo con papas fritas. El restaurant era un galpón rodeado de viñedos y separado de la ruta por una explanada polvorienta donde atracamos en soledad completa. “Uy Dios” suspiró la Miguela, después que hicieron los pedidos: “¿Me puse muy loca anoche, Mili? No me acuerdo nada de lo que pasó”. “Yo sé” ladró Pedrito: “Así que antes de romperte la jeta me voy a comer al mostrador. Vení que te cuento, Cordobés”. “¿Qué te parece si bajamos nosotros también?” me preguntó Gastón, con tímida amistad.
En el mostrador nos acodamos separados de los otros (que nos relojeaban de vez en cuando poniendo cara de vivos) y el artesano preguntó qué era lo que acababa de pasarme en París. “Alguien quiere matarme” dijo Abel sin hacerse el misterioso: “Ando con un cuchillo en la valija. Pero es un asunto medio largo y demasiado complicado de explicar, además. ¿Tomás otra cerveza?”. Entonces terminamos de comer en silencio y volvimos a la cachila, donde la Miguela se chupaba los dedos mientras contaba que la noche anterior había enganchado a un pintor holandés que hasta prometió regalarle -al final del verano- una Pentax nuevita. “Perdoname que te interrumpa, che: ¿pero cuando tomaste la comunión ya te gustaban los varones?” le preguntó la enana, con un frívolo asomo de tristeza. “No” dijo la Miguela: “Mi madre nunca me dejó tomar la comunión. Decía que era de niñas. Y yo vivía soñando con vestirme de ángel y comerme a Jesús”. “¿Y cuando ella murió?” le preguntó Pedrito. “Mi madre no murió” casi gritó el marica, dándose vuelta en el asiento delantero con la cara maquillada de grasa: “¿Quién te ha dicho tal cosa, desalmado?”.
HUGO GIOVANETTI VIOLA
1ra edición 1990 / 1ra edición web 2011
NOVENA ENTREGA
DOS: LA PRUEBA DEL INOCENTE (1)
Es verde / pero murmura
es verde / pero habla
es verde / pero interroga
es verde / pero tortura.
(poema anónimo escrito en la cárcel de Libertad
por un combatiente uruguayo durante el fascismo)
SAINT-TROPEZ
UN HOMBRE semicalvo se despierta en una caravane del Camping du Grand Saule en Ranchito, un barrio terminal de la banlieue de Cannes. En la casa rodante siguen durmiendo dos adolescentes mientras el hombre se incorpora de un salto y deja su cucheta. Se viste y busca un peine entre la ropa sucia y abre la puerta del ropero que tiene un espejo. Cuando se está peinando ve sus ojos hinchados por el brillo del fuego del sótano del mundo: suelta el peine y se escapa cruzando la mañana. Entra en una letrina de las instalaciones del camping, pero al salir librado del hedor de sus vísceras sigue espantosamente iluminado: entonces vuelve al toldo de la caravane y pone a calentar agua en una cacerola, mientras prepara el mate. Después entra a la casa rodante y saca del ropero una máquina de escribir, evitando mirarse al espejo. Se pone a tomar mate en un claro de pasto bajo un fiero sol ocre, sentado sobre un banco. Pone otro banco enfrente y destapa la máquina que tiene una hoja puesta: la da vuelta y escribe enceguecidamente. A medida que escribe le chorrean por la cara el sudor y las lágrimas. Chupa el mate leyendo lo que acaba de hacer, y lo corrige a máquina y corre a buscar más hojas. Un momento después aparece el menor de los adolescentes en la boca del toldo, protegido del encandilamiento por su azabache melena charrúa. El hombre toma un mate y lo mira hondamente, con los ojos lavados por la resurrección.
AQUEL VERANO la Croisette de Cannes fue invadida por una oleada de mangueros que aturdió la paciencia de las momias turistas, y la policía nos expulsó sin hacer distinciones y amenazó con encerrarnos si nos volvían a ver en las terrazas. Nos faltaba pagar casi quinientos francos por el alquiler de la casa rodante y era imposible fugarse ya que los pasaportes estaban retenidos en la administración del Camping du Grand Saule. La única solución que les quedaba era yirar por Saint-Tropez a cielo descubierto hasta juntar plata. Parecía apenas posible, pero se resignaron.
En Saint-Tropez se fomentaba la manga como una atracción turística pero la competencia les resultó infernal, a mediados de temporada. Estábamos sin un mango, y la primera noche dormimos en la casa de unos mellizos fanáticos de la música andina que el Cordobés bautizara más tarde el Ceja y el Diamante: uno por una barra de pelambre castaña que llevaba resplandeciendo sobre sus ojos infantiles, y otro por contener media docena de rostros variables que se complementaban congeladoramente. El Ceja vivía con una muchacha rubia embarazada de ocho meses que se desmelenaba de calor abanicándose en el suelo del dormitorio chico. Se llamaba Isabelle, y escuchaba la quena y el charango de los fanáticos con los labios abiertos y una mirada de pureza azul brillando a contramano. Nos hicimos amigos enseguida. Ella me mostró un libro con las fases del parto y yo le conté la historia de una cocinera que conocimos el verano anterior en Ventimiglia: era la compañera de trabajo de un gitano chistoso que la hacía darse baños con la sal de la luna para purificarse. Eso la hizo reír a carcajadas, y al rato se durmió en un colchón que tenía en el suelo para ella y el Ceja. Abel apagó la luz y terminó de abrir una de las ventanas para que derramara la luna sobre la muchacha.
Después volvió a la pieza donde los mellizos ya se habían extenuado de jugar a los cholos musiqueros. En el mismo colchón donde estuvo tocando el Diamante se estiraba una larga muchacha pelirroja que tenía más de veinticinco años y ojos como pulverizados: Abel supo más tarde que Stephanie era tropeziana y había sido la naná del Diamante durante mucho tiempo hasta que se aburrieron y ella subió a París y volvió a los tres años con dos intentos de suicidio una cura del sueño y una desintoxicación heroica: golpeó en lo de su ex-novio a principios de julio y fue bien recibida. Yo vi que Stephanie lechuceaba a Pedrito y pedí por favor que nos dijeran dónde íbamos a dormir porque pensábamos manguear temprano en la playa.
Cuando nos derrumbamos sobre el mosaico de la cocina forrado de frazadas le supliqué a Pedrito que no fuera a ejercer la necrofilia por el amor de Dios, pero él me hizo una seña amansadora y hasta empezó a roncar antes que el Cordobés. Yo ya había terminado mis pastillas de betametasona y a las dos o tres horas tuve que incorporarme completamente ahogado y en el vapor lunar vi a la vampira arrodillada en cueros, succionando a Pedrito. A la mierda corretaje, pensé dándome vuelta contra la pared. Stephanie acabó su rito y volvió al dormitorio con dos crujidos óseos.
AL OTRO día el Diamante nos expulsó eufemísticamente, y hasta nos concedió dejar los bultos en depósito hasta la medianoche. Nosotros no fuimos a dedo a manguear al restaurant de la playa nudista que hay al lado del camping llamado Pam Beach Club. En la playa conocimos a una pareja de artesanos que vivían en el camping y hacían la temporada vendiendo artículos de cuero repujado. Ella era una petisa con cara de muñeca y unas caderas desproporcionadas que bamboleaba inoperantemente. Se llamaba Mili. No pasaría los treinta y venía a Saint-Tropez todas las temporadas con su primo Gastón, un homosexual triste que compartía el taller de Mili en Saint-Tropez y en Roma. Nos propusieron arrimarnos al puerto en su cachila y traernos a dormir de contrabando al camping. Nosotros agarramos.
Esa noche manguearon en un buen restaurant retirado del puerto y el dueño les pidió si no podían pasar en exclusividad, cosa que festejaron cenando hasta con postre. Retiraron los bultos de la casa de los mellizos y esperaron a Mili y a Gastón en Le Gorille, el famoso boliche donde paraba Picasso. Gastón llegó abrazado con un marica que reencontró después de varios años de una hermandad del alma truncada por los viajes. Le decían la Miguela. Estaba bien vestido y era casi la réplica de Charlot sin disfraz: Gastón lo descubrió ramereando en el corso y lo invitó a dormir al Pam beach Club. Al subirnos al auto la Miguela empezó a manotear las chuzas de Pedrito, que amenazó volarlo por la ventanilla del primer piñazo. “Majo: qué malo eres. Si yo soy tan limpito” porfiaba el marica. Abel iba pensando una carta a su familia con los estriados por la resurrección.
NOS COSTÓ una semana interminable ahorrar lo suficiente como para poder volver a Cannes a levantar los pasaportes y comprarnos una carpa en el Pam beach Club. La noche que Gastón y Mili nos llevaron al camping no dormimos allí: a la petisa reblandecida se le ocurrió ver amanecer en la playa tocando la guitarra y cantando, como si fuéramos una farándula de adolescentes. “Junto a los ríos de Babilonia estamos sentados y lloramos” murmuró Abel viendo asomar la roja testa chata del sol sobre el Mediterráneo -y al mismo tiempo desatando la reacción en cadena de aquel versículo que no se pudo sacar de la boca durante todo el resto del verano.
Ya habíamos terminado de corear baladitas, y la Miguela y Gastón se borraron a un médano para ponerse al día después de tantos años. Entonces Mili sugirió esperarlos durmiendo un rato en la playa. “Después seguimos la farra en la casa de unos amigos que tenemos en Cogolin” dijo acurrucándose gatunamente en la arena. Abel se sacó la campera para usarla de almohada y lo único que pudo fue soñar (sin dormirse) un interminable trenzamiento amoroso con el proyecto de mujer que tenía a medio metro. Y eso era lo que ella quería, por supuesto: alzarnos a los tres. Hubiera sido tan antonionesca una orgía matutina que le reivindicase por lo menos durante una mañana la belleza colgante, pensé abriendo los ojos para compadecernos a todos. Pero Pedrito y el Cordobés y hasta la misma Mili parecían dormidos de veras.
Cuando reaparecieron la Miguela y Gastón, Abel ya había terminado de escribir mentalmente una carta que tenía dos destinatarias de quince años de edad: su hermana María Sara y Bénédicte Trassiorf. Después se había quedado un rato con las córneas rojizas puestas a lavar entre la luminosidad cegadora del Ponto, hasta que oyó crecer los crujidos de los pasos sobre la arena. Se dio vuelta sin ganas y encontró la revuelta tristeza de Gastón buscándole los ojos. La Miguela revoloteaba despertando a los demás con la jovialidad de un maniquí, y el otro me ofrecía su desamparo como el absurdo peso que una hormiga que acababa de perder su penúltima pata quisiera compartir. Yo le ofrecí mi penúltimo cigarrillo.
Aquella mañana fueron a Cogolin, un pueblito cercano a Saint-Tropez que oyó nombrar toda la vida: su padre era el heredero de una de las mundialmente famosas pipas de la región comprada por su legendario tío-abuelo Lucas durante el viaje donde se dio el lujo de ver escribir a Papá Hemingway en la Closerie des Lilas y compartir el hambre con él frente a los cuadros impresionistas colgados en ese entonces en el Museo del Luxembourg. Abel se recordaba escuchando desde niño las historias del Maldonado del novecientos que su tío Jorge -el cura- había recogido directamente de boca de aquel hombre que perdió el brazo derecho peleando con Saravia en 1904 y aprendió hasta a pintar con el que le quedaba: recordaba todavía -secuencia tras secuencia- el increíble romance legado a la posteridad por Sabino Regusci y Carolina Tomillo, pero por sobre era mucho capaz -ahora- de encandilarse con el heroísmo.
Acabo de inventar por primera vez en mi vida uno de aquellos dichos dobles que le gustaba tanto coleccionar al viejo Hem le empecé a escribir mentalmente a mi padre, ensardinado en el fondo de la cachila aunque casi feliz por la visión de los viñedos resplandeciendo bajo el ocre inmaduro de las ocho de la mañana: Camino a Cogolin y pensando en la pipa que heredaste de Lucas y en sus maravillosas historias de amor. De amor y de heroísmo, viejo. Que no es la misma cosa. Acabo de soñarles una carta conjunta a Ma-Sa y a la nena, y al rato ya me largo con esta. Parece broma, pero por ahora es la única manera que tengo de escribirles. Mirándolo al derecho -supongo que porque me nació así- el dicho doble dice: Hay que creer para sobrevivir. La otra versión a elegir sería, lógicamente: Hay que sobrevivir para creer. Prefiero la primera. No sé, está tan jodida la cosa que ni siquiera mentalmente te puedo contar lo que me pasó en París después que asesinaron a Sinclair -o lo que me puede pasar en cualquier momento. No te quiero intrigar por gusto, y es muy posible que dentro de unos días te pida que empieces a juntar plata para mandarme el pasaje de vuelta. A esta altura del partido estoy casi seguro de que ya nunca voy a llegar a juntarla solo. También es posible que siga siendo un malcriado de suburbio residencial, pero siento que cada día que pasa se me rompe algo por adentro. El problema es que recién voy a poder volver a casa cuando pague las deudas (no sólo monetarias) que tengo por aquí. Para eso sí me van a alcanzar los ahorros, supongo. Tengo que subir a París y pagar esas deudas y volver a mirarle los ojos a la Gárgola: más no puedo decirte. También estoy empezando a sentir cada vez con más claridad que este viaje es una especie de novela andante (definición oscuramente robada a Malcolm Lowry, si no me equivoco) imposible de dejar de vivir hasta el final, como me corresponde. Si no, no soy un escritor. O peor: no soy un hombre. Te prometo que la próxima carta va pasterizada envasada y PAR AVION. Pero lo cierto (como dice Walt Whitman entre aquel de paréntesis inolvidable) es que estoy a tu lado.
La pareja de artesanos que los cobijó en Cogolin vivía en una casona impersonal y gris, como todo el pueblito. La mujer -Claudine- era una tropeziana treintona que había llegado a dar recitales de folklore andino en Cannes y en Saint-Raphael acompañada por los mellizos, hasta que se le fue la voz de golpe: lo contaba desnudando sin el menor pudor una sonrisa cariada donde ya no brillaba ni la autocompasión. Nos recibió vestida apenas con una bombacha. “¿Así que hablás español?” dijo Pedrito mirándole agresivamente las enormes tetas vinosas: a ver, decí na-ran-ja”. “Na-jan-ja” dijo la mujer, y no tuvimos más remedio que reírnos todos juntos. Mili Gastón y la Miguela no querían saber nada de dormir, pero nosotros nos derrumbamos en unos colchones donde me desperté al atardecer sin saber ni quién era. Después reconocí las risas de la pieza de al lado y me puse los pantalones salmodiando el versículo y le pegué un par de patadas a los colchones de los muchachos. Ninguno reaccionó. Abel siguió aporreando los colchones hasta que lo insultaron inteligiblemente, y entonces salió más tranquilo a afrontar la impostergable aventura de localizar un baño. Ni para Don Quijote fue aventura mea, pensó apantallándose la cara en señal de saludo. Encontró al grupo recortado sobre un fondo de sol anaranjado que rebrillaba en las miradas y en las tazas de té. “¿En dónde queda el baño, Mili?” pregunté refregándome los ojos para conservarlos escondidos. Fui atravesando piezas oscuras y ruinosas mientras sentía crecer la sensación de que iba a ser imposible soportarme la mirada, otra vez. Pero no hice la prueba: me lavé y me peiné de espaldas al espejo y volví a terminar de despertar a los muchachos.
Después tomaron el té, escuchando contar a Mili qué fabuloso almuerzo de pollo con papas fritas les habían despachado en un restaurant de la ruta. “Te sirven en el auto” decía la enana fingiendo un entusiasmo liceal: “Mañana los llevamos”. “Siempre que hoy laburemos. Porque no tenemos un mango” le contestó Abel. “Sí. Ya nos vamos todos a trabajar” aplaudió la Miguela haciéndole una guiñada a Pedrito, que ni se inmutó. Francois y Claudine también vendían artículos de cuero en el puerto, y Abel tuvo la esperanzada impresión de que aquellos dos náufragos podían estar verdaderamente acampados al margen del degeneramiento. Vio libros interesantes -Lovecraft y Bradbury, en su gran mayoría- alineados a lo largo de los zócalos del taller, y se los elogió a Francois levantando un pulgar a la romana. El artesano (joven rubio peludo amable parco y sucio) apenas sonrió.
Hicieron el viaje al puerto deslumbrados por un atardecer que se hundía bajo el peso del cobalto estrellado: viendo la flotación de la última paleta que se aterciopelaba entre los yates Abel volvió a rendirse frente a la belleza. Para colmo de bienes, apenas empezamos a caminar nos encontramos en el Gorille al Ceja y a Isabelle. La muchacha se acariciaba la barriga con la mirada fija en el manso trasluz que derramaba sobre el mundo. No me animé ni a saludarla.
Esa noche hicieron capote en el restaurant conseguido en exclusividad y recibieron otra proposición más importante: agarrar un famoso piano-bar llamado Chez Marlene a partir del próximo sábado, con un sueldo de base canilla libre y cena. Lo festejaron como correspondía, aunque también ya fue posible despejar casi cincuenta francos para el fondo pro-recuperación de los pasaportes en Cannes. Pedrito salió a dar un yiro, y el Cordobés y yo nos acomodamos en el Gorille a esperar a los artesanos. Cuando el corso turístico ya empezaba a ralear sobre el empedrado, Abel distinguió un nombre impreso en la cartelera callejera (en donde se anunciaban los espectáculos de la Citadelle) que le hizo dar un salto. Me acerqué a confirmarlo y no pude creerlo: Pablo Regusci -el bisnieto del hermano del legendario Sabino Regusci- daba un concierto de guitarra, el próximo sábado. Así que terminó por venirse a París, pensó Abel acordándose de los proyectos de aquel muchacho tan parecido a él con quien habían desenterrado una secular amistad familiar el verano anterior a su viaje. Y una voracidad de verdadera compañía le aniñó las facciones hasta que vio venir a Pedrito con un reventado al que seguramente le acababa de sacar gramos de hasch. “Dios nos cría” dije en broma, y me volvía a sentar en el café.
EN COGOLIN organizaron una fumata redonda. Francois se quedó preparando spaghetti, mientras el resto de las almas empezaba a desnudarse lentamente a la orilla del humo: el Cordobés se desplomó -como siempre- en un vacío total de personalidad y terminó roncando con la cabeza apoyada en la biblioteca-zócalo. Pedrito hacía oscilar su lujuria entre las dos mujeres, aunque dejando traslucir una clara preferencia por la enana con cara de muñeca. Claudine se sacó la blusa y emparejó bastante la partida. Su problema es tener el corazón cariado como emocionantemente emperrado en sonreír, pensé casi deseándole los pechos. Mili se había ocultado las desproporciones con una sábana y bailaba imantada menos por la mirada de Pedrito que por el enloquecimiento del marica. “Este no puede fumar” me rumoreó Gastón: “Ahora nomás le viene la gaguera. Cuando nos conocimos en España era siempre lo mismo”. La Miguela gimió durante unos minutos con una especie de jocosa desesperación que lo hacía dar saltitos ojicerrados, y se arrodilló a llorar. “El mejor momento de mi vida fue cuando tomé la comunión” dijo resplandeciendo en mansedumbre. “¿Y el peor?” le preguntó Pedrito. “Cuando murió mi madre” hipó la Miguela. Y se ovilló a dormir en un rincón. “Ah no, che: el mejor momento de mi vida fue cuando me casé con mi machito” dijo Mili dejando de bailar: “En cuanto vuelva a Roma lo conquisto de nuevo”. “¿Y el peor?” le pregunté. “Cuando me saqué un hijo” contestó encapuchándose con la sábana. Gastón me miró fijo. “Primero vos” le dije.
“Los míos son repugnantes” advirtió el artesano: “El mejor fue cuando me enamoré de un chiquilín en España -este otoño van a hacer seis años. Yo tenía veinticinco y él dieciséis. Al poco tiempo de venirse a vivir conmigo se me fue con un viejo. Nunca me pude volver a enamorar de nadie. Ojalá que él tampoco haya podido: ojalá sea un putito”. Pedrito se rio fuerte y yo lo hice callar con una seña. “Me siento como un ciego. Como un sordomudo. Como un paralítico” siguió Gastón acariciando la cabeza de Mili debajo de la sábana: “Ya no gozo con nadie. Esta mañana en la playa sentí que me descuartizaban, otra vez. ¿Y vos qué contás, poeta?”. “Yo fui descuartizado hace poco, también” retrucó Abel, y se plegó a la carcajada general antes de continuar la confesión: “No exactamente de la misma forma, aunque descuartizado al fin. Pero no quiero hablar de eso ahora. Yo te diría, más bien -plagiando a un gran poeta peruano que se llamó César Vallejo- que el peor momento de mi vida no debe haber llegado todavía. Y el mejor tampoco, lamentablemente. Lo que sí puedo contarte es lo peor que hice en mi vida: eso puedo contártelo”.
Abel cerró los ojos y se sintió volar por la humareda verde del sótano del mundo. “Yo también estuve metido en un aborto” dijo agarrándose las manos como para rezar: “Mi ex-mujer quedó embarazada a propósito porque tenía miedo de viajar a Europa conmigo. Yo no me puse contento cuando quedó embarazada. No me puse contento”. “¿Y ella?” preguntó Mili, con una voz horrible. “No hay nada que agregar” le contesté: “Lo demás no interesa”. Y me escapé hasta el baño y encontré en el espejo los ojos de la Gárgola brillando adentro mío, otra vez. Entonces me desabroché resignadamente la ropa y me ovillé en el wáter frotándome los párpados igual que en la letrina del Camping du Grand Saule: “Hay que sobrevivir” murmuré haciendo fuerza para cagar la tenia verde que había vuelto a sucubarme en menos de setenta y dos horas: “Hay que sobrevivir para creer. Y viceversa, padre. Y así seguir aguantando esta estafa esta trampa esta culpa esta vida, Gabi: esto que nos tocó sufrir”. Abel iba desengarfiando anillos de serpiente con un cansancio eterno y una eterna certeza de que todo el amor y todo el heroísmo caben en esa sobrehumana resistencia que nos hace capaces de durar en el mundo porque hay que estar aquí, sencillamente. Porque el viaje hay que vivirlo hasta su verdadero final, pensé haciendo abluciones sin mirarme al espejo.
“¿Resucitaste?” me preguntó Gastón apenas volví al taller. “Si vos lo decís” dije alzando un pulgar frente al plato de spaghetti que me ofrecía Francois. La Miguela se había despertado y revoloteaba alrededor de Mili haciéndole cosquillas con una virilidad pirotécnica que terminó por excitar a la enana y humillar a Pedrito hasta la desesperación. “Mili, vení para acá, carajo” gritaba el chiquilín desde la pieza de al lado: “Vení para acá, carajo”. Pero se enronqueció sin poder evitar el lamentable orgasmo de la enana éntre los zarpazos del marica. Entonces Francois pasó calmosamente el pan por el plato y le hizo una seña a Claudine para que fuera a consolar al despechado. Su mujer obedeció casi corriendo, no sin antes mostrar una negra sonrisa de agradecimiento. “El mundo está por reventar” comentó el artesano al rato, enfrascándose en uno de sus libros futuristas. La Miguela se había vuelto a dormir al lado de Gastón, que también cabeceaba. Yo devoré todos los tallarines de la olla, me fumé un Peter Stuyvesant pensando en Bénédicte y apoyé la cabeza sobre la biblioteca-zócalo almohadillada por mi campera. Antes le tuve que pegar un par de patadas al Cordobés para que se dejara de roncar como un cerdo.
ESE MEDIODÍA abandonamos la casona de Cogolin para instalarnos provisoriamente (siempre de contrabando, por supuesto) en el camping del Pam beach Club. Los artesanos nos despidieron dulcificados por esa falsa paz que otorga el degeneramiento enseguida del sueño, y Mili se empecinó en desayunar pollo con papas fritas. El restaurant era un galpón rodeado de viñedos y separado de la ruta por una explanada polvorienta donde atracamos en soledad completa. “Uy Dios” suspiró la Miguela, después que hicieron los pedidos: “¿Me puse muy loca anoche, Mili? No me acuerdo nada de lo que pasó”. “Yo sé” ladró Pedrito: “Así que antes de romperte la jeta me voy a comer al mostrador. Vení que te cuento, Cordobés”. “¿Qué te parece si bajamos nosotros también?” me preguntó Gastón, con tímida amistad.
En el mostrador nos acodamos separados de los otros (que nos relojeaban de vez en cuando poniendo cara de vivos) y el artesano preguntó qué era lo que acababa de pasarme en París. “Alguien quiere matarme” dijo Abel sin hacerse el misterioso: “Ando con un cuchillo en la valija. Pero es un asunto medio largo y demasiado complicado de explicar, además. ¿Tomás otra cerveza?”. Entonces terminamos de comer en silencio y volvimos a la cachila, donde la Miguela se chupaba los dedos mientras contaba que la noche anterior había enganchado a un pintor holandés que hasta prometió regalarle -al final del verano- una Pentax nuevita. “Perdoname que te interrumpa, che: ¿pero cuando tomaste la comunión ya te gustaban los varones?” le preguntó la enana, con un frívolo asomo de tristeza. “No” dijo la Miguela: “Mi madre nunca me dejó tomar la comunión. Decía que era de niñas. Y yo vivía soñando con vestirme de ángel y comerme a Jesús”. “¿Y cuando ella murió?” le preguntó Pedrito. “Mi madre no murió” casi gritó el marica, dándose vuelta en el asiento delantero con la cara maquillada de grasa: “¿Quién te ha dicho tal cosa, desalmado?”.
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