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MARYSE RENAUD / UNIVERSITÉ DE POITIERS


EL CICLO DE LAS “NOVELAS BÍBLICAS” DOMINICANAS ENTRE 1961 Y 1964

(Primera publicación, en versión francesa, bajo el título Le cycle des "romans bibliques" dominicains entre 1961 et 1964, in LES ECRIVAINS FACE A LA BIBLE, sous la direction de Jean-Yves MASSON et Sylvie PARIZET, Les Editions du CERF, Paris, 2011.)

La literatura dominicana es frecuentemente considerada con cierta condescendencia, aunque, últimamente, asistimos a un innegable reconocimiento de ésta por parte de importantes editoriales españolas como Siruela y Alfaguara, por fin sensibles a su incuestionable interés . Si los tiempos que corren resultan más bien propicios para los escritores dominicanos, existe otro período de la historia de las letras dominicanas, breve, es cierto –de 1961 a 1964–, acerca del cual todos están de acuerdo en subrayar la fecundidad. Por otra parte, algunas novelas escritas en esta época fueron objeto de una nueva publicación hace una decena de años. Es el caso especialmente de dos obras particularmente emblemáticas, de uno de los más grandes novelistas dominicanos vivos, Marcio Veloz Maggiolo: El buen ladrón (1960) y Judas (1962), que fueron vueltas a publicar en 1968. De manera más general, los textos aparecidos entre 1961 y 1964 poseen una notable unidad: constituyen un verdadero ciclo novelístico, abiertamente colocado bajo el signo de la Biblia, de ahí el nombre de “novela bíblica” que emplean para designarlas tanto sus autores como los críticos literarios. Esta denominación muestra inmediatamente el papel determinante, pero complejo, que desempeña el intertexto bíblico, a veces simplemente calificado como “leyenda bíblica”, en la producción narrativa de los años sesenta, de la cual tratará precisamente, y de manera privilegiada, nuestro estudio.

Apresurémonos a precisar, sin embargo, que si la temática bíblica, propiamente dicha, sólo se despliega con fuerza en la “novela bíblica” —por razones que nos tocará elucidar posteriormente—, las alusiones a las grandes figuras de la mitología cristiana, sobre todo a la Virgen, no dejan de estar presentes en la tradición popular, de complejo sincretismo . Las referencias a la cultura cristiana se encuentran, desde el siglo XIX, en la producción novelística dominicana. Basta, para convencerse, recordar algunos pasajes de Enriquillo, la original novela histórica indigenista de Manuel de Jesús Galván (publicada en su integralidad en 1882), en la que se describe la vida de la colonia española de Santo Domingo, de 1502 a 1533, y se evocan la figura y la prédica del Padre Las Casas. En cuanto a la novela contemporánea, insiste con humor, a través del pastiche o la parodia, en el papel a menudo castrador de la Iglesia, el dogmatismo de sus ministros, los enfrentamientos con la sociedad civil, etc. Citemos, como ejemplo, La balada de Alfonsina Bairán, de Andrés L. Mateo, o Carnaval de Sodoma, de Pedro Antonio Valdez. Habrá que esperar, no obstante, hasta los años sesenta para que Marcio Veloz Maggiolo, Ramón Emilio Reyes y Carlos Esteban Deive, los tres oriundos de una nación que durante mucho tiempo se enorgulleciera de haber sido la primera tierra catequizada del imperio colonial español, se vuelvan deliberadamente hacia el Nuevo Testamento, libro de referencia por excelencia del cristianismo. Y más precisamente, hacia los Evangelios, fuente directa de sus relatos, tanto en El buen ladrón y otros textos bíblicos, de Marcio Veloz Maggiolo, como en El testimonio, de Ramón Emilio Reyes, o aun en Magdalena, de Carlos Esteban Deive.

Si bien es cierto que no cabe duda acerca de la inspiración bíblica de todas esas historias —nos encontramos en ellas constantemente con los personajes familiares de Judas, Pedro, María Magdalena, la pecadora, Jesús, el Galileo, los soldados romanos, los Fariseos, etc., y somos llevados por los caminos pedregosos y secos de Judea, tironeados entre Jerusalén, Betania y el norte de Palestina—, conviene no obstante analizar con mucho mayor cuidado la denominación misma de “novela bíblica”, de engañosa claridad. Asomémonos a “Los años del olvido”, esclarecedor prólogo (1998) de El buen ladrón y otros textos bíblicos. Veloz Maggiolo analiza en él con exactitud la efervescencia intelectual y las opciones estéticas de esos jóvenes escritores de los años sesenta de los cuales formaba parte. Si no emplea, en sentido estricto, el término ‘generación’, insiste sin embargo en los muy estrechos vínculos y las complicidades literarias que lo unían tanto a Reyes como a Deive. Estaban de moda en esa época la “novela católica”, la “novela bíblica”, y la “novela histórica”, hacia las cuales nuestros tres jóvenes escritores se volvieron con estusiasmo, “devorando por aquellos años […] Sholem Asch, Roger van Aerde, Mika Waltari, Lagerkvist (El enano, La sibila), Bruce Marshall, G. Bernanos”. Recordemos también la decisiva influencia ejercida por Unamuno, Ganivet y Kierkegaard. Notemos, sin embargo, que fue la novela del sueco Lagerkvist, Barrabás, la que impresionó más vivamente la imaginación del autor. Así es como nace, en 1960, en la línea de esos textos poéticos y poderosamente dramáticos al mismo tiempo, El buen ladrón, relato histórico y bíblico de factura clásica. Conforme a los análisis de Lukács acerca de la novela histórica, el texto de Veloz Maggiolo concede a los diálogos un lugar destacado, toma como centro personajes ficticios, salidos de las capas populares, mientras que el personaje histórico —Cristo— no aparece más que indirectamente, al fondo, a través de los comentarios contradictorios, incluso polémicos de diversos personajes. Dos años más tarde nacería Judas (1962), relato bíblico, también, colocado bajo el signo poético de la metáfora y de la sinestesia, y seguido de cerca, en 1964, por Magdalena, vigorosa novela histórica de Carlos Esteban Deive. El testimonio, de Ramón Emilio Reyes, fue publicada en 1961. Todos esos textos muestran claramente una doble característica: participan de la novela histórica y poseen una innegable tonalidad bíblica.

Escuchemos una vez más la voz de Maggiolo. ¿Qué significaba realmente en los años sesenta este apasionamiento por la literatura bíblica? De hecho, esta opción respondía a una doble motivación. Motivación estética, en primer lugar. Más allá de todo aspecto anecdótico, la valoración de la temática bíblica significaba el rechazo de todo localismo, de los tenaces resabios “costumbristas” propios de la literatura de la época, en definitiva, la búsqueda de una nueva escritura novelística ávida de universalidad. Nada podía, según nuestros tres autores, contribuir mejor a romper el aislamiento de la literatura dominicana que esta nueva orientación —culturalmente prestigiosa, moralmente inatacable y accesible al mayor número de lectores— impresa en letras nacionales. Recordemos de paso que Juan Bosch, prestigiosa figura del mundo cultural dominicano, también se había interesado particularmente en el tema bíblico. Había escrito, desde 1947, para la revista semanal cubana Bohemia una serie de tres artículos sobre la figura de Judas, más tarde pulidos y enriquecidos en Chile, en 1954, y luego publicados en este país, en 1955, bajo el título de Judas Iscariote, el Calumniado, texto finalmente dado a conocer al público dominicano en 1977, tras el desmantelamiento por parte de la dictadura de Pinochet de la editorial chilena Prensa Latinoamericana. No obstante, algunos ejemplares de este paradójico y atractivo ensayo, en guerra contra los estereotipos, habían circulado en Republica Dominicana antes de la publicación de 1977. Añádase a esto que en América Latina habían sido publicados igualmente textos de temática bíblica. Citemos, como ejemplos, dos particularmente célebres: en 1928, Barrabás y otros relatos, del joven Arturo Uslar Pietri , que rompe con los códigos narrativos regionalistas aún en vigor en Venezuela; y por último “Tres versiones de Judas”, lúdico y polisémico cuento de Borges, publicado en 1944, en Ficciones.



Motivación ideológica, en segundo lugar —confusa, tímida, pero bien real— que impulsa a los jóvenes escritores dominicanos de los años sesenta a apoderarse del tema bíblico. ¿Acaso no da a entender Veloz Maggiolo en su prefacio, ya mencionado más arriba, que se trataba entonces para los escritores de propiciar, a través de la temática bíblica, cierta toma de conciencia política, de considerar por fin el estado real de la sociedad dominicana aplastada por la dictadura de Trujillo, corrompida y como anestesiada? El hecho de recurrir a la temática bíblica debe ser recolocado en un contexto histórico preciso: el de los últimos años del “trujillato”, período de asfixia del régimen del cual procuraron confusamente sacar partido intelectuales y artistas hasta el momento silenciados. El dictador perecerá, como sabemos, el 30 de mayo de 1961, víctima de un atentado secretamente alentado por los Estados Unidos, hasta entonces los más fieles aliados del régimen. Hizo falta pues esperar casi al final de la “Era Trujillo” para que pudieran aparecer al fin los textos de Veloz Maggiolo, de Reyes, de Deive. Todas estas ficciones bíblicas, indisociables del momento histórico que las vio nacer, como muy bien lo ha mostrado el profesor Giovanni Di Pietro , aparecen claramente al lector de hoy como una maniobra de desvío más o menos consciente, como una tentativa, prudente y audaz a la vez, de esquivar la censura hasta ese momento todopoderosa. Subrayemos, no obstante, que nuestra actual percepción de la “novela bíblica” difiere sensiblemente de la que tuvieron los primeros lectores y la crítica de la época, y que todavía a veces perpetuán ciertas mentes poco clarividentes. Todos aparentaron tomar al pie de la letra, como lo recuerdan tanto Veloz Maggiolo como el profesor Di Pietro, las conmovedoras fábulas bíblicas relatadas por nuestros tres escritores. En verdad, es el miedo —incluso el terror —, sentimiento todopoderoso bajo la dictadura trujillista, cuya historia queda todavía por escribir, como lo señala el ensayista dominicano Miguel Ángel Fornerín, lo que explica esta simulación, y muy comprensible ceguera.

La historia de la recepción es también la de la interpretación. Resulta imposible negar hoy la dimensión simbólica e incluso alegórica de la “novela bíblica”. Niveles denotativo y connotativo, sentido literal y figurado, discursos manifiestos y latentes, eficazmente convocados, se entrelazan íntimamente en esos relatos que, más allá de la reescritura de la prestigiosa tradición bíblica, resultan ser una meditación alegórica acerca del poder. Esos textos nos dan a conocer, en efecto, la sed de cambio secretamente padecida por un número nada despreciable de familias dominicanas. Es sin duda alguna la razón por la cual, deliberadamente o no, todas esas ficciones no nos remiten a abstractos y arduos debates teológicos, sino a conflictos de la vida cotidiana surgidos en el seno de modestas familias populares. Ya se trate, en El buen ladrón, de Denás y Midena, subyugados ambos por la palabra de Jesús y apartados, cada uno a su manera, de su vieja madre enferma, o de las crueles incertidumbres de Pedro (el Pedro de los Evangelios) y de Magdalena (María Magdalena), en El testimonio y Magdalena, o aun de Judas, en el Judas de Veloz Maggiolo, todos esos personajes evolucionan inicialmente en el estrecho marco de la célula familiar.

Una célula familiar cuyo peso en la sociedad caribeña es conocido, y acerca de la cual todos los relatos evocan con clarividencia los mecanismos castradores. Así la figura materna desempeña en ellos un papel protagónico, anulando en muchos casos a la figura paterna: en El buen ladrón, por ejemplo, el padre de Denás está muerto desde hace algún tiempo, que el relato, desenvuelto, no se toma el trabajo de precisar, y el de Midena, su media hermana —fruto de los inconvenientes amores de la madre, una viuda de edad madura, y de un joven del pueblo—, no sabe, evidentemente, encargarse de la educación de nadie. Soledad afectiva y miseria material constituyen pues el doble signo bajo el cual se coloca el relato. En El testimonio, la familia también se encuentra reducida a la madre y sus hijos, dos hijos: uno, en plena posesión de sus facultades físicas, Pedro —el Pedro de los Evangelios, recordémoslo—, el otro, Andrés, discapacitado, cojo, inapto para el trabajo. En Magdalena, la figura del padre está igualmente ausente y como reemplazada, sólo de manera intermitente, por el viejo Tobías, cuya función coadyuvante subraya, implícitamente, la cruel ausencia del jefe de familia. Es en Tobías, portador de esperanza, de apertura, en quien recae en la novela la tarea de anunciarle a Magdalena, la joven prostituta rebelde y atormentada, la próxima llegada del Mesías, llamada por el profeta Daniel el “Hijo del Hombre”.

El único texto que pone en escena una figura paterna vigorosa, la de Simón, es Judas, la novela de Veloz Maggiolo. Lo hace, señalémoslo, a través de dos cartas poco amables, incluso violentamente críticas por momentos, dirigidas a Simón por sus dos hijos, Judas y Moabad. La justificada denigración del padre tiránico y retorcido por parte de su progenitura, en este texto de 1962, tendrá por semejante —y de manera probablemente deliberada o extrañamente inconsciente — el corrosivo retrato que traza, en 1964, Magdalena, la novela de Deive, de un personaje, curiosamente, también llamado Simón. Pero volveremos más adelante sobre esta extraña coincidencia. Retengamos, por lo pronto, el tratamiento bastante desenvuelto e incluso cruel, o de una lucidez irónica, reservado a la figura del padre. Podríamos ver en ello una forma de crítica sociológica al padre antillano, cuyas carencias resultan a menudo colmadas por la dedicación y la eficacia maternales, en esa sociedad caribeña históricamente marcada por el matriarcado. Pero la crítica reviste también, en un segundo movimiento, un alcance político: esos padres detestados remiten indudablemente al “Padre de la nación”, al pretendido “Benefactor”, en una palabra, a ese omnipresente Trujillo cuyas imaginarias virtudes son enumeradas obstinadamente por la propaganda oficial.

Sea como sea, ese debilitamiento de la figura del padre tiene por consecuencia la intensificación de la figura materna, verdadero eje de la mayor parte de estas ficciones. En algunas de ellas —por ejemplo, El buen ladrón—, es incluso a la madre a quien se confía la función narrativa (la conducción del relato). Contrariamente, no obstante, a las construcciones binarias de muchos textos de los años sesenta, la “novela bíblica” dominicana no ofrece del personaje de la madre una visión idealista. Muy al contrario, contribuye implícitamente a su desacralización. La madre es percibida en ella como quien tiende a perpetuar, en ausencia del padre, un autoritarismo tribal , del cual los hijos tienen dificultad para escapar. Ella desempeñaría, en cierto modo, en un clásico esquema actancial, un papel de oponente, incluso de oponente sistemático. Es ella, en efecto, quien constituye el principal obstáculo a la emancipación de sus hijos, ella quien impide por su dependencia económica con respecto a ellos, asumida sin el menor escrúpulo, por sus recriminaciones, sus presiones dulzonas o desabridas, sus constantes quejas, el pleno desarrollo de su progenitura. Es ésta la conclusión a la que se llega tras un sinnúmero de diálogos incisivos, tanto en El buen ladrón como en El testimonio, aunque existen sensibles diferencias entre los dos personajes maternos de dichos textos. Mientras que la madre de El testimonio opone una sordera total a las aspiraciones confusas, pero lancinantes de su hijo Pedro, mientras que se esfuerza en ignorar, por egoísmo, sus angustias metafísicas cuando él acaba, sin embargo, de traicionar a su Maestro, la de El buen ladrón, en cambio, acepta finalmente el destino elegido por sus hijos, y particularmente por su hijo Denás. Morirá simbólicamente al lado del cuerpo en descomposición de este último, adepto de Jesús y, como tal, crucificado, luego descolgado de la cruz y llevado a la casa materna. La muerte de la madre adquiere aquí valor de sacrificio, de aceptación resignada de esa incomprensible nueva realidad que representan Cristo y su prédica revolucionaria. La única excepción a esta visión desmitificadora de un poder materno castrador y hasta cínico, que no retrocede ni frente a la devoción de los hijos, ni a la prostitución de las hijas, e incluso las anima con el fin de preservar sus débiles prerrogativas, la constituye la madre prematuramente desaparecida de Judas, en Judas, de Veloz Maggiolo: una mujer tierna y vulnerable y no una áspera Celestina.

El alcance político de la “novela bíblica” se hace pues cada vez más nítido. Esta última opone el orden antiguo, representado por estructuras familiares sofocantes y corruptas, a un nuevo orden dinámico, de contornos aún imprecisos, sembrado de trampas, pero cuya implantación aparece como ineluctable. Tal es el movimiento de la Historia, al cual nadie se encuentra en situación de sustraerse, parecen decirnos estos textos. Los indicios de esta ideologización del discurso no dejan de multiplicarse. Tras las alusiones al injusto rigor de las leyes de los Césares, a la violencia ejercida por Roma, a la perfidia de los Fariseos y, aún más, al envilecimiento de todo un pueblo, se transparenta la denuncia de un régimen fundado en la impunidad y la insidiosa corrupción de las fuerzas vivas de la nación. Algunas deliberadas incongruencias, en Veloz Maggiolo en particular, como esa provocadora presencia de soldados romanos vestidos de civil y ese apóstrofe, de resabios innegablemente norteamericanos (“Hey”), desvelan la naturaleza policíaca del régimen y su connivencia con Estados Unidos. Más explícitos aún resultan algunos retratos de notables: de los dos Simón, en particular, directamente inspirados en la persona de Trujillo, en Judas, así como en Magdalena, novela todavía más radical que el texto de Veloz Maggiolo en su denuncia de las infamias del dictador. Esta audacia, no lo olvidemos, se explica por la fecha de publicación de esta novela: 1964, o sea, varios años después de la desaparición de Trujillo.

Más allá de la evocación de ese mundo antiguo, simbólicamente asolado por la enfermedad —los cuerpos deformes o enfermos son legión en la “novela bíblica”, donde la naturaleza misma parece estar a punto de expirar—, es de la decadencia de la sociedad dominicana de lo que se trata. Pero de las novelas de Veloz Maggiolo, Ramón Emilio Reyes y Carlos Esteban Deive lo que emana es un mensaje de esperanza. El ejemplo de Judas no es, ciertamente, imitable. Aunque muy atractivo, el personaje de Veloz Maggiolo, que no tiene nada del despreciable traidor cuya monolítica imagen nos fue legada por la tradición bíblica, es víctima, en verdad, de su falta de confianza en el porvenir. Es así como conviene comprender su gesto suicida, gesto de impaciencia y de desilusión del que no pudo comprobar en vida la gloriosa resurrección del Maestro, único signo tangible, a sus ojos, de afirmación y de poder. Aparece, pues, de cierto modo, como el hermano del personaje de Tirso de Molina que, por falta de fe, se condena, en El condenado por desconfiado. Tiempos nuevos se anuncian, de los que conviene alentar la emergencia, a pesar de las incertidumbres de todo tipo, sobre todo de la problemática, de la ambigua, aunque carismática, personalidad del Mesías. ¿Será la revolución esencialmente ética? ¿Política? ¿Social? ¿De qué clase de regeneración se trata? La acción se revela, de todas maneras, como el único remedio a la asfixia del antiguo orden. Tal parece ser la generosa enseñanza que nos entrega, deliberadamente o no, la “novela bíblica dominicana” de los años sesenta.

Notas


1 No podemos dejar de recomendar la lectura del interesante estudio de Rita De Maeseneer: Encuentro con la narrativa dominicana contemporánea, Iberoamericana. Vervuert. 2006, 261 páginas. Ver igualmente: República Dominicana ¿tierra incógnita?, Maryse Renaud coordinadora, Centre de Recherches Latino-Américaines/Archivos, Université de Poitiers – CNRS, 2005, 181 páginas.


2 Carlos Andújar, Identidad cultural y religiosidad popular, Editorial Letra Gráfica, Santo Domingo, República Dominicana, 2004.

3 Véase al respecto el indispensable ensayo de Andrés L. Mateo, Al filo de la dominicidad, “El complejo de Primogenitura de la Dominicidad”, Librería la Trimitaria, Santo Domingo, República Dominicana, 1966, Pág. 29.

4 Claude Errécart, “Cronología”, capítulo III, pág. 405-458, in Las lanzas coloradas. Primera narrativa de Arturo Uslar Pietri, François Delprat coordinador, Colección Archivos, n° 56, 2002.


5 Giovanni Di Pietro, “La novela bíblica y el fin de la Era”, in Cuadernos de poética, ñoVI,°18,1989,SantoDomingo, República Dominicana.

6 Tomamos voluntariamente prestada esta expresión, cuya exactitud nos llamó la atención, a nuestras compatriotas Germaine Louillot y Danielle Crusol-Baillard, autoras ambas de Femme martiniquaise. Mythes et réalités, estudio emprendido en el marco del Centre de planification et d’éducation familiale D.D.A.S.S. Circonscription Centre II (sin indicación de editorial, ni fecha de publicación, ni tampoco de fecha de impresión. Única precisión : imprenta Désormeaux).

7 Miguel Ángel Fornerín, Ensayos sobre literatura puertorriqueña y dominicana, “El miedo en la Era De Trujillo y el silencio en la obra de Franklin Mieses Burgos”, Editores Ferilibro, Santo Domingo, República Dominicana, 2004.

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