POR LA PATRIA
En la reciente Feria Internacional del Libro fue presentada la redición de los dos primeros cuentarios reunidos de Tarik Carson (Uruguay, 1946), El hombre olvidado y El corazón reversible, que realizara Irrupciones Grupo Editor en 2010. El relato que hoy presentamos ganó, en 1968, el certamen narrativo organizado por la revista cultural Brecha, y provocó un escándalo sotto voce sólo comparable al que en sus tiempos logró desparramar la obra de Lautréamont. Algunos genios son así. Captan con demasiado adelanto los barriales de horror prolijamente disimulados por el establishment. Cuando Tarik Carson enfocó la barbarie de la degeneración politiquera global que reina tan campante en la actual pos-posmodernidad, era un veinteañero negrividente, como Isidore Ducasse. Y sucede que la verdad tiene patas muy largas.
Ayer fue un día de actividad. Hice bastante por mí. Pasamos la tarde en la oficina, trabajando para el comité; de pasada, robé unas porquerías y se las di a Cepeda para que las venda en la feria de Tristán Narvaja. También marqué las tarjetas de dos rufianes de mi trabajo; son del partido y van a "trabajar" mañana y me retribuirán el favor. Estos bárbaros tienen tal audacia que son capaces de masticarse al viejo sereno. Son de otro comité que dirige el tío y nos ayudamos marcándonos las tarjetas, pasándonos los chismes, haciendo listas del personal para ver con quiénes están unos y otros, cómo votarían… El problema mayor es el de las tarjetas, porque hay un antisocial en la sección per¬sonal que no perdona a nadie, el hijo de puta; pero ya ha¬blamos con el tío y con la oposición, y lo vamos a echar. A los tipos que no están con nadie habría que depurarlos; son peligrosos con sus ideas de reglamento para todos, sin nada de compañerismo. Y no puede ser, el mundo no puede prescindir de los dirigentes, de los baleros; si no, no sé quién llevaría las cosas adelante. Además, los hombres tienen errores, los errores son humanos, y por ahora soy mayoría. Después, con el Bagre y Cepeda, repartí volantes. Cuando los dejé ya era tarde y volví a casa. Sorprendí a mi hermana boca abajo en la alfombra, y al macho sacudiéndola con mi pote de vaselina al lado. Toda una cabalgata de dos revolucionarios de living y con ideas muy originales. Cualquier día los echo a patadas; aunque la culpa es mía, debí dar toses y golpes antes de entrar, y haber escondido mi vaselina. Que también pagara la vaselina me enrabietó y las orejas me ardieron por un rato. Mi vieja, por su parte, estaba acostada, haciéndose la osa: no sabe cómo sacarse de arriba a la atorranta. Me remojé las orejas, tomé leche, me cambié de calzoncillos, saqué del escondite dos preservativos y salí. Tenía cita a las diez y media con una sierva de Pocitos. La hice esperar mientras fui a comprar cigarrillos a un bar de la rambla, donde se juntan los pitucos hijos de ricos. Fui al excusado y me peiné. Con un lápiz de pintar carteles del comité, escribí: "María le dio cinco veces y media el redondel a Jesús". Era para los machitos que iban por allí y tuvieran una hembrita llamada María. Es un nombre tan popular y los tipos son tan rastreros y celosos, que no pude escaparle a la tentación; además, cobré algo de lo que me debía el ladroncito del bar, que se enriquece con los formadores, y los vagos que viven para figurar. Mundo de mierda. Seguía amargado por eso de mi hermana, y debí escribir Laura en vez de María, y José en vez de Jesús, pero no importa, soy así. Bueno, la esclava ya estaba en la esquina convenida, haciendo como que esperaba el ómnibus. Se había pintado y, lo juro, las pilchas no eran de una sierva. Menos mal, aunque nadie nos vio. Le dije que me perdonara, que no había podido dejar antes la reunión. Ella cree que corto a voluntad el bacalao; como me vio con el tío en el colachata y no sabe lo marica que es el viejo, se engrupió, aunque también le di aquellas tarjetas con el sello del Palacio Legislativo y el Escudo Nacional y la firma y sello del gordo. (Y casi olvido, la firme promesa del empleo público.) Está bien, ella tiene que pagar ese gustito por grandezas, por hombres de importancia, ese gustito por ser caca de gallina cubierta de seda, ese respeto por la crápula que corta el bacalao. Si supiera que no pincho ni corto en el poder, que no me dan aire, un pegatinero y poco más, ni pelota me hubiera dado: es la mejor sierva de Pocitos y yo creo que soy el primer advenedizo, o sea, un pelandrún sin auto. Era de uñas cuidadas y pintadas y me pareció que era niñera y no una friegatodo. Primero paseamos por la rambla, y del océano soplaba un viento salado y frío. Hace días que me la chamullaba, pero no la había penetrado, ya que pedía paseos, charla, besos, promesas, que la llevara adonde había gente y le diera de comer y, sobre todo, risas despreocupadas. Le di comida, toda la bazofia que quiso; yo nunca comí mucho, porque la pasé mal, me acostumbré, y hoy me da asco formar. Qué rabia le tengo a todo eso de comidas, de bebidas, de mujeres sucias de pintura, de maricas importantes, de revolucionarios adúlteros y canallas, de charlatanes y ladrones; la gran siete, y todos hablando de sí mismos. Qué desgracia. Pero seguí, y la necesidad de acariciar una piel desconocida me animó, como a veces me anima a seguir sonriendo la ilusión de hundirle impunemente la cabeza a algún miserable para los que trabajo el fraude, de estos hipócritas a los que quisiera ver desplumados y apedreados en medio de la calle. De acuerdo, un amigo me dijo que terminaré loco, y no sé si tengo razón en hablar; ya estoy entre ellos, trampeando, mintiendo y jodiendo al que se presente. Quizá incurablemente. A veces tengo ganas de dejar la política y dedicarme a otra cosa, a un jueguito legal sin cargos de conciencia, pero siempre sigo esperando llegar arriba algún día, juntar unos pesos que alcancen, aunque no sé bien para qué. Ah, sueños tristes, sarcasmos de lo único que queda, la esperanza. Sí. Entonces, después, cuando ella estaba algo borracha, salimos y en el camino me confesó que era la señora de Pérez, en trámites de divorcio. Me reí, y se me revolvió el estómago. Señora de Pérez, un trago de risa: los inventos de la basura, los contratitos que firman. Y admito que espero financiar el comité, ser un padrino juntavotos ceñido a la ley. Firmar contratos igualmente. Bueno, así eran las cosas, y entre náuseas de mi parte, caminamos hacia el comité, derecho viejo a impresionarla con los sellos de goma, la papelería con los escudos oficiales, los últimos afiches del partido. (No podía perderlo, después me arrepentiría y me reprocharía si lo perdiera: la dignidad anterior me había llevado a la soledad, al dolor, a la privación del otro cuerpo y sus placeres.) Por suerte, ningún buchón me vio entrar, y los drogados de la esquina aún no habían llegado. Sentados en el catre, seguimos charlando, porque a la primera se negó a hacer las cosas con apuro. Le mentí sobre la bondad del acto amoroso, y que había que vivir la vida, en fin, le acaricié el pelo negro y me detuve con rodeos en la oreja. No había apuro. Fui colocando banderas arriba de tres bancos arrimados que uso para confortar y adoctrinar a los compañeros de causa, porque el catre era una hamaca. Saqué la bandera del prócer, la seguí convenciendo con el pico, o sea, que el empleo estaba al salir, acomodé otra famosa bandera, le acaricié la nuca, que estaba cálida, e introduje una mano hasta que se entibió en su entrepierna; le agregué el asunto del aguinaldo, las vacaciones, el seguro médico y el de enfermedad… Y al rato tuve que pelarla medio a la fuerza, porque es desagradable y humillante servir a una mareada: se ponen blandas, a gangosear que no, a llamarlo a uno de papá, papá, revoleando los ojos, y al final, cualquier servidor, ya sin poder contenerse, termina pegoteado, derramando afuera, y loco como para romper el catre a patadas. Esa es la verdad. Es igual que todo: con mucho de asco. De vez en cuando me gusta garantizarme el asco, sin dejarme convencer de que estoy actuado bien de acuerdo con la higiene. Y si engañar a los demás es el mayor llenabolsas, el propio engaño es la peor estafa. Dicen que sin amor no vale la vida, ¿y quién querrá a esa pobre mujer rellena de ignorancia, que vive limpiando la mugre ajena por unos pesos que no alcanzan para nada y por los cuales se puede hacer cualquier cosa, y como remate, crédula de toda basura? Claro, el Creador la perdonará, lo sé. Ahora, el asunto es que la bombacha le quedaba grande, era de buena tela, sin dudas, de la patrona, y de salida fácil. Bien, y nunca pensé que una bandera pudiera ser útil, y cuatro tan mullidas. De repente me sentí bien. La muchacha era casi hábil, y señora, y por eso no quise gastar una goma americana superfina, supersegura recomendada por la caja boba; no lo pidió y además sería un logro social fabricarle un hijo, que vendría con subsidios a la superpoblación. Alguien lo hace por eso, naturalmente. Pensé que una felicidad sería tener una mujercita sincera como para decirme si el prodigio era mío o no. Qué broma; para su madre, él era el mejor. Aunque al fin a uno siempre le queda un camino, el más corto de un punto a otro, por más gallina que uno sea. (No sé por qué, durante los perreros impulsos y el espasmo, se me ocurren las más disparatadas ideas.) Así que lo terminé sin preguntar si el horno estaba a punto; toda la merza usa el sistema, y no voy a cambiar la vida; hace tiempo que lo sé. Los políticos tienen que aprenderlo, primeramente, y por eso todos le debemos al cerdo. Recordé a nuestro diputado rico y gordo y muy salaz, cuya secretaria, recostada le decía: ven a mí cerdito, ven a mi cerdito, y abría las piernas; el gordo se reía mucho sentado en aquellos bancos. Eso ocurría antes de que saliéramos de pegatina, claro está, sin el gordo. Así que me reí también, pensándolo, y me pareció que la sirvienta había simulado un placer. Había encontrado quizá un padre violador; si no fuera así, todo iba a ser por una vez y yo no tendría oportunidad de nada, si es la que quería (siempre me hago esas ilusiones, aunque me la peguen). Es que en el futuro pienso casarme y voy a tratar de superar al tío, que de tanto mentir con los cargos públicos pasó a lo otro; un político debe dominar sus rapaces instintos, ya que el electorado podría tomarlo a bien, pero también a mal y dejarnos en la vía. Nunca se sabe en qué termina el poder, y cuándo la mano abusa de la lata. De repente, pensé en el tío, y en el negrote que le conseguí para que lo masajeara y lo zapecara con la fusta que les compré en una barata. Y lo dije, y así me zumbaba la cabeza cuando las banderas cayeron al suelo, y sin querer las pisoteamos. La naturaleza haría que el esperma fuera una leve rigidez imperceptible en la tela, que al flamear colgada sería honrada por las miradas, succionando votos patrióticos a mansalva. Volviendo al presente, le dije: "Límpiate ahí, nomás". Ella dijo que si estaban limpias porque el piso estaba mugriento. "¡Por Dios -dije-, viste algo más limpio que eso: los mandarines lo costean y vos lo despreciás. La puta con la gente, nunca está conforme!" Me contestó que no quiso decir aquello; y se puso colorada. Yo me refregué con el trapo y me sequé el sudor de entre piernas. Sentí frío. Le miré la cara y seguía bonita y supe que si la hubiera respetado, tarde o temprano, me habría dado la patada que yo ya conocía. Son así, y dicen que es mentira, aunque da resultados (llego a la cuarentena, sin canas, alto y flaco, y por esto aún me miran cuando revoleo unas llaves que engrupen de auto). Pero así, pensando en el affaire, esa sirvienta me produjo un no sé qué. Cuando salimos, caliente se apretó contra mi, y me dijo en voz baja: "Qué bruto sos, papá", y ruborosa me buscó los ojos, que alarmado desvié… ¡Por los clavos de Cristo!
En la reciente Feria Internacional del Libro fue presentada la redición de los dos primeros cuentarios reunidos de Tarik Carson (Uruguay, 1946), El hombre olvidado y El corazón reversible, que realizara Irrupciones Grupo Editor en 2010. El relato que hoy presentamos ganó, en 1968, el certamen narrativo organizado por la revista cultural Brecha, y provocó un escándalo sotto voce sólo comparable al que en sus tiempos logró desparramar la obra de Lautréamont. Algunos genios son así. Captan con demasiado adelanto los barriales de horror prolijamente disimulados por el establishment. Cuando Tarik Carson enfocó la barbarie de la degeneración politiquera global que reina tan campante en la actual pos-posmodernidad, era un veinteañero negrividente, como Isidore Ducasse. Y sucede que la verdad tiene patas muy largas.
Ayer fue un día de actividad. Hice bastante por mí. Pasamos la tarde en la oficina, trabajando para el comité; de pasada, robé unas porquerías y se las di a Cepeda para que las venda en la feria de Tristán Narvaja. También marqué las tarjetas de dos rufianes de mi trabajo; son del partido y van a "trabajar" mañana y me retribuirán el favor. Estos bárbaros tienen tal audacia que son capaces de masticarse al viejo sereno. Son de otro comité que dirige el tío y nos ayudamos marcándonos las tarjetas, pasándonos los chismes, haciendo listas del personal para ver con quiénes están unos y otros, cómo votarían… El problema mayor es el de las tarjetas, porque hay un antisocial en la sección per¬sonal que no perdona a nadie, el hijo de puta; pero ya ha¬blamos con el tío y con la oposición, y lo vamos a echar. A los tipos que no están con nadie habría que depurarlos; son peligrosos con sus ideas de reglamento para todos, sin nada de compañerismo. Y no puede ser, el mundo no puede prescindir de los dirigentes, de los baleros; si no, no sé quién llevaría las cosas adelante. Además, los hombres tienen errores, los errores son humanos, y por ahora soy mayoría. Después, con el Bagre y Cepeda, repartí volantes. Cuando los dejé ya era tarde y volví a casa. Sorprendí a mi hermana boca abajo en la alfombra, y al macho sacudiéndola con mi pote de vaselina al lado. Toda una cabalgata de dos revolucionarios de living y con ideas muy originales. Cualquier día los echo a patadas; aunque la culpa es mía, debí dar toses y golpes antes de entrar, y haber escondido mi vaselina. Que también pagara la vaselina me enrabietó y las orejas me ardieron por un rato. Mi vieja, por su parte, estaba acostada, haciéndose la osa: no sabe cómo sacarse de arriba a la atorranta. Me remojé las orejas, tomé leche, me cambié de calzoncillos, saqué del escondite dos preservativos y salí. Tenía cita a las diez y media con una sierva de Pocitos. La hice esperar mientras fui a comprar cigarrillos a un bar de la rambla, donde se juntan los pitucos hijos de ricos. Fui al excusado y me peiné. Con un lápiz de pintar carteles del comité, escribí: "María le dio cinco veces y media el redondel a Jesús". Era para los machitos que iban por allí y tuvieran una hembrita llamada María. Es un nombre tan popular y los tipos son tan rastreros y celosos, que no pude escaparle a la tentación; además, cobré algo de lo que me debía el ladroncito del bar, que se enriquece con los formadores, y los vagos que viven para figurar. Mundo de mierda. Seguía amargado por eso de mi hermana, y debí escribir Laura en vez de María, y José en vez de Jesús, pero no importa, soy así. Bueno, la esclava ya estaba en la esquina convenida, haciendo como que esperaba el ómnibus. Se había pintado y, lo juro, las pilchas no eran de una sierva. Menos mal, aunque nadie nos vio. Le dije que me perdonara, que no había podido dejar antes la reunión. Ella cree que corto a voluntad el bacalao; como me vio con el tío en el colachata y no sabe lo marica que es el viejo, se engrupió, aunque también le di aquellas tarjetas con el sello del Palacio Legislativo y el Escudo Nacional y la firma y sello del gordo. (Y casi olvido, la firme promesa del empleo público.) Está bien, ella tiene que pagar ese gustito por grandezas, por hombres de importancia, ese gustito por ser caca de gallina cubierta de seda, ese respeto por la crápula que corta el bacalao. Si supiera que no pincho ni corto en el poder, que no me dan aire, un pegatinero y poco más, ni pelota me hubiera dado: es la mejor sierva de Pocitos y yo creo que soy el primer advenedizo, o sea, un pelandrún sin auto. Era de uñas cuidadas y pintadas y me pareció que era niñera y no una friegatodo. Primero paseamos por la rambla, y del océano soplaba un viento salado y frío. Hace días que me la chamullaba, pero no la había penetrado, ya que pedía paseos, charla, besos, promesas, que la llevara adonde había gente y le diera de comer y, sobre todo, risas despreocupadas. Le di comida, toda la bazofia que quiso; yo nunca comí mucho, porque la pasé mal, me acostumbré, y hoy me da asco formar. Qué rabia le tengo a todo eso de comidas, de bebidas, de mujeres sucias de pintura, de maricas importantes, de revolucionarios adúlteros y canallas, de charlatanes y ladrones; la gran siete, y todos hablando de sí mismos. Qué desgracia. Pero seguí, y la necesidad de acariciar una piel desconocida me animó, como a veces me anima a seguir sonriendo la ilusión de hundirle impunemente la cabeza a algún miserable para los que trabajo el fraude, de estos hipócritas a los que quisiera ver desplumados y apedreados en medio de la calle. De acuerdo, un amigo me dijo que terminaré loco, y no sé si tengo razón en hablar; ya estoy entre ellos, trampeando, mintiendo y jodiendo al que se presente. Quizá incurablemente. A veces tengo ganas de dejar la política y dedicarme a otra cosa, a un jueguito legal sin cargos de conciencia, pero siempre sigo esperando llegar arriba algún día, juntar unos pesos que alcancen, aunque no sé bien para qué. Ah, sueños tristes, sarcasmos de lo único que queda, la esperanza. Sí. Entonces, después, cuando ella estaba algo borracha, salimos y en el camino me confesó que era la señora de Pérez, en trámites de divorcio. Me reí, y se me revolvió el estómago. Señora de Pérez, un trago de risa: los inventos de la basura, los contratitos que firman. Y admito que espero financiar el comité, ser un padrino juntavotos ceñido a la ley. Firmar contratos igualmente. Bueno, así eran las cosas, y entre náuseas de mi parte, caminamos hacia el comité, derecho viejo a impresionarla con los sellos de goma, la papelería con los escudos oficiales, los últimos afiches del partido. (No podía perderlo, después me arrepentiría y me reprocharía si lo perdiera: la dignidad anterior me había llevado a la soledad, al dolor, a la privación del otro cuerpo y sus placeres.) Por suerte, ningún buchón me vio entrar, y los drogados de la esquina aún no habían llegado. Sentados en el catre, seguimos charlando, porque a la primera se negó a hacer las cosas con apuro. Le mentí sobre la bondad del acto amoroso, y que había que vivir la vida, en fin, le acaricié el pelo negro y me detuve con rodeos en la oreja. No había apuro. Fui colocando banderas arriba de tres bancos arrimados que uso para confortar y adoctrinar a los compañeros de causa, porque el catre era una hamaca. Saqué la bandera del prócer, la seguí convenciendo con el pico, o sea, que el empleo estaba al salir, acomodé otra famosa bandera, le acaricié la nuca, que estaba cálida, e introduje una mano hasta que se entibió en su entrepierna; le agregué el asunto del aguinaldo, las vacaciones, el seguro médico y el de enfermedad… Y al rato tuve que pelarla medio a la fuerza, porque es desagradable y humillante servir a una mareada: se ponen blandas, a gangosear que no, a llamarlo a uno de papá, papá, revoleando los ojos, y al final, cualquier servidor, ya sin poder contenerse, termina pegoteado, derramando afuera, y loco como para romper el catre a patadas. Esa es la verdad. Es igual que todo: con mucho de asco. De vez en cuando me gusta garantizarme el asco, sin dejarme convencer de que estoy actuado bien de acuerdo con la higiene. Y si engañar a los demás es el mayor llenabolsas, el propio engaño es la peor estafa. Dicen que sin amor no vale la vida, ¿y quién querrá a esa pobre mujer rellena de ignorancia, que vive limpiando la mugre ajena por unos pesos que no alcanzan para nada y por los cuales se puede hacer cualquier cosa, y como remate, crédula de toda basura? Claro, el Creador la perdonará, lo sé. Ahora, el asunto es que la bombacha le quedaba grande, era de buena tela, sin dudas, de la patrona, y de salida fácil. Bien, y nunca pensé que una bandera pudiera ser útil, y cuatro tan mullidas. De repente me sentí bien. La muchacha era casi hábil, y señora, y por eso no quise gastar una goma americana superfina, supersegura recomendada por la caja boba; no lo pidió y además sería un logro social fabricarle un hijo, que vendría con subsidios a la superpoblación. Alguien lo hace por eso, naturalmente. Pensé que una felicidad sería tener una mujercita sincera como para decirme si el prodigio era mío o no. Qué broma; para su madre, él era el mejor. Aunque al fin a uno siempre le queda un camino, el más corto de un punto a otro, por más gallina que uno sea. (No sé por qué, durante los perreros impulsos y el espasmo, se me ocurren las más disparatadas ideas.) Así que lo terminé sin preguntar si el horno estaba a punto; toda la merza usa el sistema, y no voy a cambiar la vida; hace tiempo que lo sé. Los políticos tienen que aprenderlo, primeramente, y por eso todos le debemos al cerdo. Recordé a nuestro diputado rico y gordo y muy salaz, cuya secretaria, recostada le decía: ven a mí cerdito, ven a mi cerdito, y abría las piernas; el gordo se reía mucho sentado en aquellos bancos. Eso ocurría antes de que saliéramos de pegatina, claro está, sin el gordo. Así que me reí también, pensándolo, y me pareció que la sirvienta había simulado un placer. Había encontrado quizá un padre violador; si no fuera así, todo iba a ser por una vez y yo no tendría oportunidad de nada, si es la que quería (siempre me hago esas ilusiones, aunque me la peguen). Es que en el futuro pienso casarme y voy a tratar de superar al tío, que de tanto mentir con los cargos públicos pasó a lo otro; un político debe dominar sus rapaces instintos, ya que el electorado podría tomarlo a bien, pero también a mal y dejarnos en la vía. Nunca se sabe en qué termina el poder, y cuándo la mano abusa de la lata. De repente, pensé en el tío, y en el negrote que le conseguí para que lo masajeara y lo zapecara con la fusta que les compré en una barata. Y lo dije, y así me zumbaba la cabeza cuando las banderas cayeron al suelo, y sin querer las pisoteamos. La naturaleza haría que el esperma fuera una leve rigidez imperceptible en la tela, que al flamear colgada sería honrada por las miradas, succionando votos patrióticos a mansalva. Volviendo al presente, le dije: "Límpiate ahí, nomás". Ella dijo que si estaban limpias porque el piso estaba mugriento. "¡Por Dios -dije-, viste algo más limpio que eso: los mandarines lo costean y vos lo despreciás. La puta con la gente, nunca está conforme!" Me contestó que no quiso decir aquello; y se puso colorada. Yo me refregué con el trapo y me sequé el sudor de entre piernas. Sentí frío. Le miré la cara y seguía bonita y supe que si la hubiera respetado, tarde o temprano, me habría dado la patada que yo ya conocía. Son así, y dicen que es mentira, aunque da resultados (llego a la cuarentena, sin canas, alto y flaco, y por esto aún me miran cuando revoleo unas llaves que engrupen de auto). Pero así, pensando en el affaire, esa sirvienta me produjo un no sé qué. Cuando salimos, caliente se apretó contra mi, y me dijo en voz baja: "Qué bruto sos, papá", y ruborosa me buscó los ojos, que alarmado desvié… ¡Por los clavos de Cristo!
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