sábado

ORTEGA Y GASSET / LA REBELIÓN DE LAS MASAS


VIGÉSIMA ENTREGA

SEGUNDA PARTE


XIV / ¿QUIÉN MANDA EN EL MUNDO?

6

He contado en otro lugar la pasión y muerte del mundo grecorromano, y en cuarto a ciertos detalles, me remito a lo dicho allí (1). Pero ahora podemos tomar el asunto bajo otro aspecto.

Griegos y latinos aparecen en la historia alojados, como abejas en su colmena, dentro de urbes, de poleis. Este es un hecho que en estas páginas necesitamos tomar como absoluto y de génesis misteriosa; un hecho de que hay que partir sin más, como el zoólogo parte del dato bruto e inexplicado de que el sphex vive solitario, errabundo, peregrino, y en cambio, la rubia abeja sólo existe en enjambre constructor de panales (2). El caso es que la excavación y la arqueología nos permiten ver algo de lo que había en el suelo de Atenas y en el de Roma antes de que Atenas y Roma existiesen. Pero el tránsito de esta prehistoria, puramente rural y sin carácter específico, al brote de la ciudad, fruta de nueva especie que da el suelo de ambas penínsulas, queda arcano; ni siquiera está claro el nexo étnico entre aquellos pueblos protohistóricos y estas extrañas comunidades, que aportan al repertorio humano una gran innovación: la de construir una plaza pública y en torno una ciudad cerrada al campo. Porque, en efecto, la definición más acertada de lo que es la urbe y la polis, se parece mucho a la que cómicamente se da del cañón: toma usted un agujero, lo rodea de un alambre muy apretado, y eso es un cañón. Pues lo mismo, la urbe o polis comienza por ser un hueco: el foro, el ágora; y todo lo demás es pretexto para asegurar ese hueco, para delimitar su dintorno. La polis no es primordialmente un conjunto de casas habitables, sino un lugar de ayuntamiento civil, un espacio acotado para funciones públicas. La urbe no está hecha, como la cabaña o el domus, para cobijarse de la intemperie y engendrar, que son menesteres privados y familiares, sino para discutir sobre la cosa pública. Nótese que esto significa nada menos que la invención de una nueva clase de espacio, mucho más nueva que el espacio de Einstein. Hasta entonces sólo existía un espacio: el campo, y en él se vivía con todas las consecuencias que eso trae para el ser del hombre. El hombre campesino es todavía un vegetal. Su existencia, cuanto piensa, siente y quiere, conserva la modorra inconsciente en que vive la planta. Las grandes civilizaciones asiáticas y africanas fueron en este sentido vegetaciones antropomorfas. Pero el grecorromano decide separarse del campo, de la “naturaleza” del cosmos geobotánico. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo puede el hombre retraerse del campo? ¡Dónde irá, si el campo es toda la tierra, si es lo ilimitado! Muy sencillo: limitando un trozo de campo mediante unos muros que opongan el espacio incluso y finito al espacio amorfo y sin fin. He aquí la plaza. No es, como la casa, un “interior” cerrado por arriba, igual que las cuevas que existen en el campo, sino que es pura y simplemente la negación del campo. La plaza, merced a los muros que la acotan, es un pedazo de campo que se vuelve de espaldas al resto, que prescinde del resto y se opone a él. Este campo menor y rebelde, que practica secesión del campo infinito y se reserva a sí mismo frente a él, es campo abolido y, por tanto, un espacio sui generis, novísimo, en que el hombre se libertad de toda comunidad con la planta y el animal, deja a estos fuera y crea un ámbito aparte puramente humano. Es el espacio civil. Por eso Sócrates, el gran urbano, triple extracto del jugo que rezuma la polis, dirá: “Yo no tengo que ver con los árboles en el campo; yo sólo tengo que ver con los hombres en la ciudad”. ¿Qué han sabido nunca de esto el hindú, ni el persa, ni el chino, ni el egipcio?

Hasta Alejandro y César, respectivamente, la historia de Grecia y de Roma consiste en la lucha incesante entre esos dos espacios: entre la ciudad racional y el campo vegetal, entre el jurista y el labriego, entre el ius y el rus.

No se crea que este origen de la urbe es una pura construcción mía y que sólo le corresponde una verdad simbólica. Con rara insistencia, en el estrato primario y más hondo de su memoria conservan los habitantes de la ciudad grecolatina el recuerdo de un synoikismós. No hay, pues, que solicitar los textos; basta con traducirlos. Sinoikismós es acuerdo de irse a vivir juntos; por tanto, ayuntamiento, estrictamente en el doble sentido físico y jurídico de este vocablo. Al desparramamiento vegetativo por la campiña sucede la concentración civil en la ciudad. La urbe es la supercasa, la superación de la casa o nido infrahumano, la creación de una entidad más abstracta y más alta que el oikos familiar. Es la república, la politeia, que no se compone de hombres y mujeres, sino de ciudadanos. Una dimensión, irreductible a las primigenias y más próximas del animal, se ofrece al existir humano, y en ella van a poner los que antes sólo eran hombres sus mejores energías. De esta manera nace la urbe, desde luego como Estado.

En cierto modo, toda la costa mediterránea ha demostrado siempre una espontánea tendencia a este tipo estatal. Con más o menos pureza, el Norte de África (Cartago = la ciudad) repite el mismo fenómeno. Italia no salió hasta el siglo XIX del Estado-ciudad, y nuestro Levante cae en cuanto pude en el cantonalismo, que es un resabio de aquella milenaria inspiración (3).

El Estado-ciudad, por la relativa parvedad de sus ingredientes, permite ver claramente lo específico del principio estatal. Por una parte la palabra “estado” indica que las fuerzas históricas consiguen una combinación de equilibrio, de asiento. En este sentido significa lo contrario de movimiento histórico: el Estado es convivencia estabilizada, constituida estática. Pero este carácter de inmovilidad, de forma quieta y definida, oculta, como todo equilibrio, el dinamismo que produjo y sostiene el Estado. Hace olvidar, en suma, que el Estado constituido es sólo el resultado de un movimiento anterior de lucha, de esfuerzos, que a él tendían. Al estado constituido precede el Estado constituyente, y éste es un principio de movimiento.

Con esto quiero decir que el Estado no es una forma de sociedad que el hombre se encuentra dada y en regalo, sino que necesita fraguarla penosamente. No es como la horda o la tribu y demás sociedades fundadas en la consaguinidad que la Naturaleza se encarga de hacer sin colaboración con el esfuerzo humano. Al contrario, el Estado comienza cuando el hombre se afana por evadirse de la sociedad nativa dentro de la cual la sangre lo ha inscrito. Y quien dice la sangre, dice también cualquier otro principio natural; por ejemplo, el idioma. Originariamente, el Estado consiste en la mezcla de sangres y lenguas. Es superación de toda sociedad natural. Es mestizo y plurilingüe.

Así, la ciudad nace por reunión de pueblos diversos. Construye sobre la heterogeneidad zoológica una homogeneidad abstracta de jurisprudencia (4). Claro está que la unidad jurídica no es la aspiración que impulsa el movimiento creador del Estado. El impulso es más sustantivo que todo derecho, es el propósito de empresas vitales mayores que las posibles a las minúsculas sociedades consanguíneas. En la génesis de todo Estado vemos o entrevemos siempre el perfil de un gran empresario.

Si observamos la situación histórica que precede inmediatamente al nacimiento de un Estado, encontraremos siempre el siguiente esquema: varias colectividades pequeñas cuya estructura está hecha para que viva cada cual hacia dentro de sí misma. La forma social de cada una sirve sólo para una convivencia interna. Esto indica que en el pasado vivieron efectivamente aisladas, cada una por sí y para sí, sin más que contactos excepcionales con las limítrofes. Pero a este aislamiento efectivo ha sucedido de hecho una convivencia externa, sobre todo económica. El individuo de cada colectividad no vive ya sólo de ésta, sino que parte de su vida está trabada con individuos de otras colectividades, con los cuales comercia mercantil e intelectualmente. Sobreviene, pues, un desequilibrio entre dos convivencias: la interna y la externa. La forma social establecida -derechos, “costumbres” y religión- favorece la interna y dificulta la externa, más amplia y nueva. En esta situación, el principio estatal es el movimiento que lleva a aniquilar las formas sociales de convivencia interna, sustituyéndolas por una forma social adecuada a la nueva convivencia externa. Aplíquese esto al momento actual europeo, y estas experiencias abstractas adquirirán figura y color.

No hay creación estatal si la mente de ciertos pueblos no es capaz de abandonar la estructura tradicional de una forma de convivencia y, además, de imaginar otra nunca sida. Por eso es auténtica creación. El Estado comienza por ser una obra de imaginación absoluta. La imagina es el poder liberador que el hombre tiene. Un pueblo es capaz de Estado en la medida en que sepa imaginar. De aquí que todos los pueblos hayan tenido un límite en su imaginación estatal, precisamente el límite impuesto por la Naturaleza a su fantasía.

El griego y el romano, capaces de imaginar la ciudad que triunfa de la dispersión campesina, se detuvieron en los muros urbanos. Hubo quien quiso llevar las mentes grecorromanas más allá, quien intentó liberarlas de la ciudad; pero fue vano empeño. La cerrazón imaginativa del romano, representada por Bruto, se encargó de asesinar a César -la mayor fantasía de la Antigüedad. Nos importa mucho a los europeos de hoy recordar esta historia, porque la nuestra ha llegado al mismo capítulo.

7

Cabezas claras, lo que se llamaba cabezas claras, no hubo probablemente en todo el mundo antiguo más que dos: Temístocles y César; dos políticos. La cosa es sorprendente porque, en general, el político, incluso el famoso, es político precisamente porque es torpe (5). Hubo, sin duda, en Grecia y Roma otros hombres que pensaron ideas claras sobre muchas cosas -filósofos, matemáticos, naturalistas. Pero su claridad fue de orden científico; es decir, una claridad sobre cosas abstractas. Todas las cosas de que habla la ciencia, sea ella la que quiera, son abstractas, y las cosas abstractas son siempre claras. De suerte que la claridad de la ciencia no está tanto en la cabeza de los que la hacen como en las cosas de que hablan. Lo esencialmente confuso, intrincado, es la realidad vital concreta, que es siempre única. El que sea capaz de orientarse con precisión en ella; el que vislumbre bajo el caos que presenta toda situación vital la anatomía secreta del instante; en suma, el que no se pierda en la vida, eso es de verdad una cabeza clara. Observad a los que os rodean y veréis cómo avanzan perdidos por su vida; van, como sonámbulos, dentro de su buena o mala suerte, sin tener la más ligera sospecha de lo que les pasa. Los oiréis hablar en fórmulas taxativas sobre sí mismos y sobre su contorno, lo cual indicaría que poseen ideas sobre todo ello. Pero si analizáis someramente esas ideas, notaréis que no reflejan mucho ni poco la realidad a que parecen referirse, y si ahondáis más en el análisis hallaréis que ni siquiera pretenden ajustarse a tal realidad. Todo lo contrario; el individuo trata con ellas de interceptar su propia visión de lo real de su vida misma. Porque la vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido. El hombre lo sospecha; pero le aterra encontrarse cara a cara con esa terrible realidad, y procura ocultarla con un telón fantasmagórico donde todo está muy claro. Le trae sin cuidado que sus “ideas” no sean verdaderas; las emplea como trincheras para defenderse de su vida, como aspavientos para ahuyentar la realidad.

El hombre de cabeza clara es que se liberta de esas “ideas” fantasmagóricas y mira de frente a la vida, y se hace cargo de que todo en ella es problemático, y se siente perdido. Como esto es la pura verdad -a saber, que vivir es sentirse perdido-, el que lo acepta ya ha empezado a encontrarse, ya ha comenzado a descubrir su auténtica realidad, ya está en lo firme. Instintivamente, lo mismo que el náufrago, buscará algo a qué agarrarse, y esa mirada trágica, perentoria, absolutamente veraz porque se trata de salvarse, le hará ordenar el caos de su vida. Estas son las únicas ideas verdaderas: las ideas de los náufragos. Lo demás es retórica, postura, íntima farsa. El que no se siente de verdad perdido se pierde inexorablemente; es decir, no se encuentra jamás, no topa nunca con la propia realidad.

Esto es cierto en todos los órdenes, aun en la ciencia, no obstante ser la ciencia de suyo una huida de la vida (la mayor parte de los hombres de ciencia se han dedicado a ella por terror a enfrentarse con su vida; no son cabezas claras, de aquí su notoria torpeza ante cualquier situación concreta). Nuestras ideas científicas valen en la medida en que nos hayamos sentido perdidos frente a una cuestión, en que hayamos visto bien su carácter problemático y comprendamos que no podemos apoyarnos en ideas recibidas, en recetas, en lemas ni vocablos. El que descubre una nueva verdad científica tuvo antes que triturar casi todo lo que había aprendido, y llega a esa nueva verdad con las manos sangrientas por haber yugulado innumerables lugares comunes.

La política es mucho más real que la ciencia, porque se compone de situaciones únicas en que el hombre se encuentra de pronto sumergido, quiera o no. Por eso es el tema que nos permite distinguir mejor quiénes son cabezas claras y quiénes son cabezas rutinarias.

César es el ejemplo máximo que conocemos de don para encontrar el perfil de la realidad sustantiva en un momento de confusión pavorosa, en una hora de las más caóticas que ha vivido la humanidad. Y como si el destino se hubiera complacido en subrayar la ejemplaridad, puso a su vera una magnífica cabeza intelectual, la de Cicerón, dedicada durante toda su existencia a confundir las cosas.

El exceso de buena fortuna había dislocado el cuerpo político romano. La ciudad tiberina, dueña de Italia, de España, del África Menor, del oriente clásico y helenístico, estaba a punto de reventar. Sus instituciones públicas tenían una enjundia municipal y eran inseparables de la urbe, como las amadriadas están, so pena de consunción, adscritas al árbol que tutelan.

La salud de las democracias, cualesquiera que sean su tipo y su grado, depende de un mísero detalle técnico: el procedimiento electoral. Todo lo demás es secundario. Si el régimen de comicios es acertado, si se ajusta a la realidad, todo va bien; si no, aunque el resto marche óptimamente, todo va mal. Roma, al comenzar el siglo I, antes de Cristo, es omnipotente, rica, no tiene enemigos delante. Sin embargo, está a punto de fenecer porque se obstina en conservar un régimen electoral estúpido. Un régimen electoral es estúpido cuando es falso. Había que votar en la ciudad. Ya los ciudadanos del campo no podían asistir a los comicios. Pero mucho menos los que vivían repartidos por todo el mundo romano. Como las elecciones eran imposibles, hubo que falsificarlas, y los candidatos organizaban partidos de porra -con veteranos del ejército, con atletas de circo- que se encargaban de romper las urnas.

Sin el apoyo de auténtico sufragio las instituciones democráticas están en el aire. En el aire están las palabras. “La República no era más que una palabra”. La expresión es de César. Ninguna magistratura gozaba de autoridad. Los generales de la izquierda y de la derecha -Mario y Sila- se insolentaban en vacuas dictaduras que no llevaban a nada.

César no ha explicado nunca su política, sino que se entretuvo en hacerla. Daba la casualidad de que era precisamente César, y no el manual del cesarismo, que suele venir luego. No tenemos más remedio, si queremos entender aquella política, que tomar sus actos y darles su nombre. El secreto está en su hazaña capital: la conquista de las Galias. Para emprenderla tuvo que declararse rebelde frente al Poder constituido. ¿Por qué?

Constituían el poder los republicanos, es decir, los conservadores, los fieles al Estado-ciudad. Su política puede resumirse en dos cláusulas: Primera, los trastornos de la vida pública romana proceden de su excesiva expansión. La ciudad no puede gobernar tantas naciones. Toda nueva conquista es un delito de lesa república. Segunda, para evitar la disolución de las instituciones es preciso un príncipe.

Para nosotros tiene la palabra “príncipe” un sentido casi opuesto al que tenía para un romano. Éste entendía por tal precisamente un ciudadano como los demás, pero que era investido de poderes superiores. Cicerón, en sus libros Sobre la República, y Salustio, en sus memoriales a César, resumen el pensamiento de todos los publicistas pidiendo un princeps civitatis, un rector rerum publicarum, un moderador.

La solución de César es totalmente opuesta a la conservadora. Comprende que para curar las consecuencias de las anteriores conquistas romanas no había más remedio que proseguirlas, aceptando hasta el cabo tan enérgico destino. Sobre todo urgía conquistar los pueblos nuevos, más porvenir en un porvenir no muy lejano que las naciones corruptas de Oriente. César sostendrá la necesidad de romanizar a fondo los pueblos bárbaros de Occidente.

Se ha dicho (Spengler) que los grecorromanos eran incapaces de sentirle tiempo, de ver su vida como una dilatación en la temporalidad. Existían en un presente puntual. Yo sospecho que este diagnóstico es erróneo o, por lo menos, que confunde dos cosas. El grecorromano padece una sorprendente ceguera para el futuro. No lo ve, como el daltonista no ve el color rojo. Pero, en cambio, vive radicado en el pretérito. Antes de hacer ahora algo da un paso atrás, como Lagartijo al tirarse a matar; busca en el pasado un modelo para la situación presente, e informado por aquél, se zambulle en la actualidad, protegido y deformado por la escafandra ilustre. De aquí que todo su vivir es en cierto modo revivir. Eso es ser arcaizante y esto lo fue casi siempre el antiguo. Pero esto no es ser insensible al tiempo. Significa simplemente un cronismo incompleto, manco del ala futurista y con hipertrofia de antaños. Los europeos hemos gravitado desde siempre hacia el futuro y sentimos que es esta la dimensión más sustancial del tiempo, el cual, para nosotros, empieza por el “después” y no por el “antes”. Se comprende, pues, que al mirar la vida grecorromana nos parezca acrónica.

Esta como manía de tomar todo presente con las pinzas de un ejemplar pretérito, se ha transferido del hombre antiguo al filólogo moderno. El filólogo es también ciego para el porvenir. También él retrograda, busca a toda actualidad un precedente, al cual llama, con lindo vocablo de égloga, su “fuente”. Digo esto porque ya los antiguos biógrafos de César se cierran a la comprensión de esta enorme figura suponiendo que trata de imitar a Alejandro. La ecuación se imponía: si Alejandro no podía dormir pensando en los laureles de Milcíades, César tenía por fuerza que sufrir insomnio por los de Alejandro. Y así sucesivamente. Siempre el paso atrás y el pie de hogaño en huella de antaño. El filólogo contemporáneo repercute al biógrafo clásico.

Creer que César aspiraba a hacer algo así como lo que hizo Alejandro -y esto han creído casi todos los historiadores- es renunciar radicalmente a entenderlo. César es aproximadamente lo contrario que Alejandro. La idea de un reino universal es lo único que los empareja. Pero esta idea no es de Alejandro, sino que viene de Persia. La imagen de Alejandro hubiera empujado a César hacia Oriente, hacia el prestigioso pasado. Su preferencia radical por occidente revela más bien la voluntad de contradecir al macedón. Pero además no es un reino universal, sin más ni más, lo que César se propone. Su propósito es más profundo. Quiere un Imperio romano que no viva de Roma, sino de la periferia de las provincias y esto implica la superación absoluta del Estado-ciudad. Un Estado donde los pueblos más diversos colaboren, de que todos se sientan solidarios. No un centro que manda y una periferia que obedece, sino un gigantesco cuerpo social, donde cada elemento sea a la vez sujeto pasivo y activo del Estado. Tal es el Estado moderno, y esta fue la fabulosa anticipación de su genio futurista. Pero ella suponía un poder extrarromano, anriaristócrata, infinitamente elevado sobre la oligarquía republicana, sobre su príncipe, que era sólo un primus inter pares. Ese poder ejecutor y representante de la democracia universal sólo podía ser la Monarquía, con su sede fuera de Roma.

¡República, Monarquía! Dos palabras que en la historia cambian constantemente de sentido auténtico, y que por lo mismo es preciso en todo instante triturar para cerciorarse de su eventual enjundia.

Sus hombres de confianza, sus instrumentos más inmediatos, no eran arcaicas ilustraciones de la urbe, sino gente nueva, provinciales, personajes enérgicos y eficientes. Su verdadero ministro fue Cornelio Balbo, un hombre de negocios gaditano, un atlántico, un “colonial”.

Pero la anticipación del nuevo Estado era excesiva: las cabezas lentas del Lacio no podían dar brinco tan grande. La imagen de la ciudad, con su tangible materialismo, impidió que los romanos “viesen” aquella organización novísima del cuerpo público. ¿Cómo podían formar un Estado hombres que no vivían en una ciudad? ¿Qué genero de unidad era esa, tan sutil y como mística?

Repito una vez más: la realidad que llamamos Estado no era la espontánea convivencia de hombres que la consanguinidad ha unido. El Estado empieza cuando se obliga a convivir a grupos nativamente separados. Esta obligación no es desnuda violencia, sino que supone un proyecto iniciativo, una tarea común que se propone a los grupos dispersos. Antes que nada es el Estado proyecto de un hacer y programa de colaboración. Se llama a las gentes para que juntas hagan algo. El Estado no es consanguinidad, ni unidad territorial, ni contigüidad de habitación. No es nada material, inerte, dado y limitado. Es un puro dinamismo -la voluntad de hacer algo en común-, y merced a ello la idea estatal no está limitada por término físico ninguno (6).

Agudísima la conocida empresa política de Saavedra Fajardo: una fecha, y debajo: “O sube o baja”. Eso es el Estado. No una cosa, sino un movimiento. El Estado es en todo instante algo que viene de y va hacia. Como todo movimiento, tiene un terminus a quo y un terminus ad quem. Córtese por cualquier hora la vida de un Estado que lo sea verdaderamente, y se hallará una unidad de convivencia que parece fundada en tal o cual atributo material: sangre, idioma, “fronteras naturales”. La interpretación estática nos llevará a decir: eso es el Estado. Pero pronto advertimos que esa agrupación humana está haciendo algo comunal: conquistando otros pueblos, fundando colonias, federándose con otros Estados; es decir, que en toda hora está superando el que parecía principio material de su unidad. Es el terminus ad quem, es el verdadero Estado, cuya unidad consiste precisamente en superar toda unidad dada. Cuando ese impulso hacia el más allá cesa, el Estado automáticamente sucumbe, y la unidad que ya existía y parecía físicamente cimentada -raza, idioma, frontera natural- no sirve de nada: el Estado se desagrega, se dispersa, se atomiza.

Sólo esta duplicidad de momentos en el Estado -la unidad que ya es y la más amplia que proyecta ser- permite comprender la esencia del Estado nacional. Sabido es que todavía no se ha logrado decir en qué consiste una nación, si damos a este vocablo su acepción moderna. El Estado-ciudad era una idea muy clara, que se veía con los ojos de la cara. Pero el nuevo tipo de unidad pública que germinaba en galos y germanos, la inspiración política de Occidente, es cosa mucho más vaga y huidiza.

El filólogo, el historiador actual, que es de suyo arcaizante, se encuentra ante este formidable hecho casi tan perplejo como César y Tácito cuando con su terminología romana querían decir lo que eran aquellos Estados incipientes, trasalpinos y ultraterrenos, o bien los españoles. Les llaman civitas, gens, natio, dándose cuenta que ninguno de esos nombres va bien a la cosa (7). No son civitas por la sencilla razón de que no son ciudades (8). Pero ni siquiera cabe envaguecer el término y aludir con el a un territorio delimitado. Los pueblos nuevos cambian con mucha facilidad de terruño, o por lo menos amplían y reducen el que ocupaban. Tampoco son unidades étnicas -gentes, nationes. Por muy lejos que recurramos, los nuevos Estados aparecen ya formados por grupos de natividad independiente. Son combinaciones de sangres distintas. ¿Qué es, pues, una nación, ya que no es ni comunidad de sangre, ni adscripción a un territorio, ni cosa alguna de este orden?

Como siempre acontece, también en este caso una pulcra sumisión a los hechos nos da la clave. ¿Qué es lo que salta a los ojos cuando repasamos la evolución de cualquiera “nación moderna” -Francia, España, Alemania? Sencillamente esto: lo que en una cierta fecha parecía constituir la nacionalidad aparece negado en una fecha posterior. Primero, la nación parece tribu, y la no-nación la tribu de al lado. Luego, la nación se compone de dos tribus, más tarde es una comarca y poco después es ya todo un condado o ducado o “reino”. La nación es León, pero no Castilla; luego es León y Castilla, pero no Aragón. Es evidente la presencia de dos principios: uno, variable y siempre superado -tribu, comarca, ducado, “reino”, con su idioma o dialecto; otro, permanente, que salta libérrimo sobre todos esos límites y postula como unidad lo que aquel consideraba precisamente una radical contraposición.

Los filólogos -llamo así a los que hoy pretenden denominarse “historiadores”- practican la más deliciosa gedeonada cuando parten de lo que ahora, en esta fecha fugaz, en estos dos o tres siglos, son las naciones de Occidente y suponen que Vercigetorix o que el Cid Campeador querían ya una Francia desde Saint-Malo a Estrasburgo -precisamente- o una Spania desde Finisterre a Gibraltar. Estos filólogos -como el ingenuo dramaturgo- hacen casi siempre que sus héroes partan para la guerra de los Treinta Años. Para explicarnos cómo se han formado Francia y España preexistían como unidades en el fondo de las almas francesas y españolas. ¡Cómo si existiesen franceses y españoles originariamente antes que Francia y España existiesen! ¡Como si el francés y el español no fuesen simplemente cosas que hubo que formar en dos mil años de faena!

La verdad pura es que las naciones actuales son tan sólo la manifestación actual de aquel principio variable, condenado a perpetua superación. Este principio no es ahora la sangre ni el idioma, puesto que la comunidad de sangre y de idioma en Francia o en España ha sido efecto, y no causa, de la unificación estatal, ese principio es ahora la “frontera natural”.

Está bien que un diplomático emplee en su esgrima astuta este concepto de fronteras naturales, como última ratio de sus argumentaciones. Pero un historiador no puede parapetarse tras él como si fuese un reducto definitivo. Ni es definitivo, ni siquiera suficientemente específico.

No se olvide cuál es, rigorosamente planteada, la cuestión. Se trata de averiguar qué es el Estado nacional -lo que hoy solemos llamar nación-, a diferencia de otros tipos de Estado, como el Estado-ciudad o, yéndonos al otro extremo, como el Imperio que Augusto fundó (9). Si se quiere formular el tema de modo todavía más claro y preciso, dígase así: ¿Qué fuerza real ha producido esa convivencia de millones de hombres bajo una soberanía del Poder público que llamamos Francia o Inglaterra, o España, o Italia, o Alemania? No ha sido la previa comunidad de sangre, porque cada uno de esos cuerpos colectivos está regado por torrentes cruentos muy heterogéneos. No ha sido tampoco la unidad lingüística, porque los pueblos hoy reunidos en un Estado hablaban o hablan todavía idiomas distintos. La relativa homogeneidad de raza y lengua de que hoy gozan -suponiendo que ello sea un gozo- es resultado de la previa unificación política. Por tanto, ni la sangre ni el idioma hacen al Estado nacional; antes bien, es el Estado nacional quien nivela las diferencias originarias de glóbulo rojo y son articulado. Y siempre ha acontecido así. Pocas veces, por no decir nunca, habrá el Estado coincidido con una identidad previa de sangre o idioma. Ni España es hoy un Estado nacional porque se hable en toda ella el español (10), ni fueron Estados nacionales Aragón y Cataluña porque en un cierto día, arbitrariamente escogido, coincidiesen los límites territoriales de su soberanía con los del habla aragonesa o catalana. Más cerca de la verdad estaríamos si, respetando la casuística que toda realidad ofrece, nos acostásemos a esta presunción: toda unidad lingüística que abarca un territorio de alguna extensión es casi precipitado de alguna unificación política precedente (11). El Estado ha sido siempre el gran truchimán.

Hace mucho tiempo que esto consta, y resulta muy extraña la obstinación con que, sin embargo, se persiste en dar a la nacionalidad como fundamento la sangre y el idioma. En lo cual yo veo tanta ingratitud como incongruencia. Porque el francés debe su Francia actual, y el español su actual España, a un principio x, cuyo impulso consistió precisamente en superar la estrecha comunidad de sangre y de idioma. De suerte que Francia y España consistirían hoy en lo contrario de lo que las hizo posibles.

Pareja tergiversación se comete al querer fundar la idea de nación en una gran idea territorial, descubriendo el principio de unidad, que sangre e idioma no proporcionan, en el misticismo geográfico de las “fronteras naturales”. Tropezamos aquí con el mismo error de óptica. El azar de la fechas actual nos muestra a las llamadas naciones instaladas en amplios terruños del continente o en las islas adyacentes. De esos límites actuales se quiere hacer algo definitivo y espiritual. Son, se dice, “fronteras naturales”, y con su “naturalidad” se significa una como mágica predeterminación de la historia por la forma telúrica. Pero este mito se volatiliza en seguida sometiéndolo al mismo razonamiento que invalidó la comunidad de sangre y de idioma como fuentes de la nación. También aquí, si retrocedemos unos siglos, sorprendemos a Francia y a España disociadas en naciones menores, con sus inevitables “fronteras naturales”. La montaña fronteriza sería menos prócer que el Pirineo de los Alpes, y la barrera líquida, menos caudalosa que el Rhin, el paso de Calais o el estrecho de Gibraltar. Pero esto demuestra sólo que la “naturalidad” de las fronteras es meramente relativa. Depende de los medios económicos y bélicos de la época.

La realidad histórica de la famosa “frontera natural” consiste sencillamente en ser un estorbo a la expansión del pueblo A sobre el pueblo B. Porque es un estorbo -de convivencia o de guerra- para A, es una defensa para B. La idea de “frontera natural” implica, pues, ingenuamente, como más natural aun que la frontera, la posibilidad de la expansión y fusión limitada entre los pueblos. Por lo visto, sólo un obstáculo material les pone un freno. Las fronteras de ayer y de anteayer no nos parecen fundamentos de la nación francesa o española, sino al revés: estorbos que la idea nacional encontró en su proceso de unificación. No obstante lo cual, queremos atribuir un carácter definitivo y fundamental a las fronteras de hoy, a pesar de que los nuevos medios de tráfico y guerra han anulado su eficacia como estorbos.

¿Cuál ha sido entonces el papel de las fronteras en la formación de las nacionalidades, ya que no ha sido el sentido positivo de estas? La cosa es clara y de suma importancia para entender la auténtica inspiración del Estado nacional frente al Estado-ciudad. Las fronteras han sido necesarias para consolidar en cada momento la unificación política ya lograda. No han sido, pues, principio de la nación, sino al revés: al principio fueron estorbos, y luego, una vez allanadas, fueron medio material para asegurar la unidad.

Pues bien; exactamente el mismo papel corresponde a la raza y a la lengua. No es la comunidad nativa de una raza u otra lo que constituyó la nación, sino al contrario: el Estado nacional se encontró siempre, en su afán de unificación, frente a las muchas razas y las muchas lenguas, como con otros tantos estorbos. Dominados estos enérgicamente, produjo una relativa unificación de sangres e idiomas que sirvió para consolidar la unidad.

No hay, pues, otro remedio que deshacer la tergiversación tradicional padecida por la idea de Estado nacional y habituarse a considerar como estorbos primarios para la nacionalidad precisamente las tres cosas en que se creía consistir. Claro es que al deshacer una tergiversación seré yo quien parezca cometerla ahora.

Es preciso resolverse a buscar el secreto del Estado nacional en su peculiar inspiración como tal Estado, en su política misma, y no en principios forasteros de carácter biológico o geográfico.

¿Por qué, en definitiva, se creyó necesario recurrir a raza, lengua y territorio nativos para comprender el hecho maravilloso de las modernas naciones? Pura y simplemente, porque en estas hallamos una intimidad y solidaridad radical de los individuos con el Poder público desconocidas en el Estado antiguo. En Atenas y en Roma sólo unos cuantos hombres eran el Estado; los demás -esclavos, aliados, provinciales, colonos- eran sólo súbditos. En Inglaterra, en Francia, en España, nadie ha sido nunca súbdito del Estado, sino que ha sido siempre participante de él, uno con él. La forma, sobre todo jurídica, de esta unión con y en el Estado ha sido muy distinta según los tiempos. Ha habido grandes diferencias de rango y estatuto personal, clases relativamente privilegiadas y clases relativamente postergadas; pero si se interpreta la realidad efectiva de la situación política en cada época y se revive su espíritu, aparece evidente que todo individuo se sentía sujeto activo del Estado, partícipe y colaborador. Nació -en el sentido que este vocablo emite en Occidente desde hace más de un siglo- significa la “unión hipostática” del Poder público y la colectividad por él regida.

El Estado es siempre, cualquiera que sea su forma -primitiva, antigua, medieval o moderna-, la invitación que un grupo de hombres hace a otros grupos humanos para ejecutar juntos una empresa. Esta empresa cualesquiera sean sus trámites intermediarios, consiste a la postre, en organizar un cierto tipo de vida común. Estado y proyecto de vida, programa de quehacer o conducta humanos, son términos inseparables. Las diferentes clases de Estado nacen de las maneras según las cuales el grupo empresario establezca la colaboración con los otros. Así, el Estado antiguo no acierta nunca a fundirse con los otros. Roma manda y educa a los italiotas y a las provincias, pero no los eleva a unión consigo. En la misma urbe no logró la fusión política de los ciudadanos. No se olvide que, durante la República, Roma fue, en rigor, dos Romas: el Senado y el pueblo. La unificación estatal no pasó nunca de mera articulación entre los grupos que permanecieron externos y extraños los unos a los otros. Por eso el Imperio amenazado no pudo contar con el patriotismo de los otros, y hubo de defenderse exclusivamente con sus medios burocráticos de administración y de guerra.

Esta incapacidad de todo grupo griego y romano para fundirse con otros proviene de causas profundas que no conviene perescrutar ahora, y que en definitiva se resumen en una: el hombre antiguo interpretó la colaboración en que, quiérase o no, el Estado consiste, de una manera simple, elemental y tosca, a saber: como dualidad de dominantes y dominados (12). A Roma tocaba mandar y no obedecer; a los demás, obedecer y no mandar. De esta suerte, el Estado se materializa en el pomoerium, en el cuerpo urbano que unos muros delimitan físicamente.

Pero los pueblos nuevos traen una interpretación del estado menos material. Si es él un proyecto de empresa común, su realidad es puramente dinámica; un hacer, la comunidad en la actuación. Según esto, forma parte activa del Estado, es sujeto político, todo el que preste adhesión a la empresa -raza, sangre, adscripción geográfica, clase social, quedan en segundo término. No es la comunidad anterior, pretérita, tradicional e inmemorial -en suma, fatal e irreformable- la que proporciona título para la convivencia política, sino la comunidad futura en el efectivo hacer. No lo que fuimos ayer, sino lo que vamos a hacer mañana juntos nos reúne en Estado. De aquí la facilidad con que la unidad política brinca en Occidente sobre todos los límites que aprisionaron al Estado antiguo. Y es que el europeo, relativamente al homo antiquus, se comporta como un hombre abierto al futuro, que vive conscientemente instalado en él y desde él decide su conducta presente.

Tendencia política tal avanzará inexorablemente hacia unificaciones cada vez más amplias, sin que haya nada que en principio la detenga. La capacidad de fusión es ilimitada. No sólo de un pueblo con otro, sino lo que es más característico aun del estado nacional: la fusión de todas las clases sociales dentro de cada cuerpo político. Conforme crece la nación, territorial y étnicamente, va haciéndose más una la colaboración interior. El Estado nacional es en su raíz misma democrático, en un sentido más decisivo que todas las diferencias en las formas de gobierno.

Es curioso notar que, al definir la nación fundándola en una comunidad de pretérito, se acaba siempre por aceptar como la mejor la fórmula de Renan, simplemente porque en ella se añade a la sangre, el idioma y las tradiciones comunes un atributo nuevo, y se dice que es un “plebiscito cotidiano”. Pero ¿se entiende bien lo que esta expresión significa? ¿No podemos darle ahora un contenido de signo opuesto al que Renan le insuflaba, y que es, sin embargo, mucho más verdadero?

Notas

(1) Véase el ensayo “Sobre la muerte de Roma”, en El Espectador, tomo VI.
(2) Esto es lo que hace la razón física y biológica, la “razón naturalista”, demostrando con ello que es menos razonable que la “razón histórica”. Porque esta, cuando trata a fondo las cosas y no de soslayo como en estas páginas, se niega a reconocer como absoluto ningún hecho. Para ella, razonar consiste en fluidificar todo hecho descubriendo su génesis. Véase, del autor, el ensayo Historia como sistema.
(3) Sería interesante mostrar cómo en Cataluña colaboran dos inspiraciones antagónicas: el nacionalismo europeo y el ciudadismo de Barcelona, en que pervive siempre la tendencia del viejo hombre mediterráneo. Ya he dicho otra vez que el levantino es el resto del homo antiquus que hay en la Península.
(4) Homogeneidad jurídica que no implica forzosamente centralismo.
(5) El sentido de esta abrupta aseveración que supone una idea clara sobre lo que es la política, toda política, -la “buena” como la mala- , se hallará en el tratado sociológico del autor titulado El hombre y la gente.
(6) Véase, del autor, “El origen deportivo del Estado”, en El Espectador, tomo VII.
(7) Véase Dopsch: Fundamentos económicos y sociales de la civilización europea. 2ª edición, 1924, tomo II, págs. 3 y 4.
(8) Los romanos no se resolvieron a llamar ciudades a las poblaciones de los bárbaros, por muy denso que fuese el caserío. Las llamaban, “faut de Vieux”, sedes aratorum.
(9) Sabido es que el Imperio de Augusto es lo contrario del que su padre adoptivo, César, aspiró a instaurar Augusto opera en el sentido de Pompeyo, de los enemigos de César. Hasta la fecha, el mejor libro sobre el asunto es el de Eduardo Meyer: La Monarquía de César y el Principado de Pompeyo, 1918.
(10) Ni siquiera como puro hecho es verdad que todos los españoles hablen español, ni todos los ingleses inglés, ni todos los alemanes alto alemán.
(11) Quedan, claro está, fuera los casos de koinón y lingua franca, que no son lenguajes nacionales, sino específicamente internacionales.
(12) Confirma esto lo que a primera vista parece controvertido: la concesión de la ciudadanía a todos los habitantes del Imperio. Pues resulta que esta concesión fue hecha precisamente a medida que iba perdiendo su carácter de estatuto político, para convertirse o en simple carga y servicio al Estado o en mero título de derecho civil. De una civilización en que la esclavitud tenía valor de principio no se podía esperar otra cosa. Para nuestras “naciones”, en cambio, fue la esclavitud sólo un hecho residual.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+