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CRÓNICAS DE LA PATRIA VIEJA (17)




EN NOMBRE DEL PUEBLO

RICARDO AROCENA

"¡Por nosotros es usted General y tiene que hacer lo que le conviene al pueblo!"; resonó como un latigazo en el recinto adonde tumultuosamente los orientales estaban reunidos. Parte de los allí presentes acogieron apasionadamente el anónimo reclamo dirigido a Artigas, que aparentemente era reacio a aceptar algunas de las propuestas que se le estaban realizando.

Tanto dentro como fuera del lugar de reunión la gente objetaba exaltada los manejos del gobierno de Buenos Aires y de su representante en el Ayuí, Manuel de Sarratea, que había creado con sus provocaciones un clima asfixiante. Desde su arribo el porteño había pretendido desarticular al comando patriota e incitado a la redistribución de los contingentes militares orientales, intentando que los destacamentos más importantes quedaran bajo sus órdenes. Y todo en un ambiente de falsedades, coacciones, provocaciones e injurias.

Con aquel individuo los patriotas sentían que se había instalado el "período de nuestros resentimientos" y el "ultraje más atroz del sistema que adoramos". Además, para colmo, en el campamento oriental, corría como pólvora el rumor de que algunos comandantes habían sido seducidos por los manejos del tortuoso tendero. Entre ellos Baltasar Vargas, que el día anterior a la tumultuosa reunión, mientras se realizaba otra asamblea, había sido detenido por secuestrar información que un chasque trasladaba de la Junta.

Indignados los patriotas resolvieron que no se moviera del campamento y que participara de la asamblea del día siguiente, "en el alojamiento del Jefe", don José Artigas. Las reuniones eran convocadas por Miguel Barreiro, Fernando Otorgués, José Llupes, F. Acha y F. Sierra, entre otros patriotas proclives a la ruptura con Buenos Aires y a la formación de una Junta independiente. Habían recorrido el asentamiento una y otra vez y conversado mano a mano con los vecinos sobre la situación reinante.

Iniciada la reunión, los que no participaban en ella, se aglomeraban exaltados en los lugares más frecuentados. Carreta por carreta, tienda por tienda, rincón por rincón, corría la irrefrenable indignación de las familias orientales. Aquella gente estaba en aquella región y en situación de indigencia, como consecuencia de los conciliábulos y el desprecio de ocultos poderes, pero no estaba dispuesta a que la siguieran manipulando, como había ocurrido, por lo menos, desde el armisticio entre Buenos Aires y Montevideo.

Desde entonces, la desdicha no se había "separado de sus filas" y todo se había "reunido para atormentarlas". Diría Artigas, que confesaría impotente: "Yo, destinado a ser espectador de sus padecimientos, no tengo ya con qué socorrerlas. No se puede expresar las necesidades que todos padecen, expuestos a la mayor inclemencia...".

Esa gente había visto a los que "asolaban sus hogares", "talaban sus campos" y "convertían en desierto" el lugar destinado a "llenar sus años". Eran los de la dura "redota", a los que salpicaron "con sangre el decreto triste de su orfandad". Y ahora, cuando la posibilidad de retorno comenzaba a clarear, como si "duendes malignos" estuvieran conjurando, irrumpían nuevas y dolorosas "fatigas". Por eso la pregunta que zarandeaba los ánimos era... ¿y todo para qué?

-"Quedamos postergados, proscriptos, abandonadas nuestras familias, sin el socorro menor, mientras que nuestros auxiliadores penetran en nuestras casas...", -protestaban unos.
- "No sería otra la conducta del conquistador más ambicioso"-se enervaban otros más.
Aunque crecía la unánime disposición:
-Hasta ahora “nada nos ha arredrado...”

Pero... ¿y el General? ¿En qué pensaba cuando otros defeccionaban? En la asamblea los ánimos no eran muy diferentes a los del resto de los orientales. Los que intervenían se dirigían al Jefe. Y este los miraba. Talenteaba. Disentía con algunas cosas. Apoyaba otras. Para la inmensa mayoría de los de "adentro" y los de "afuera", aquel hombre era el "bien amado", el que encarnaba los sueños colectivos. Pero ojo, estaba adonde estaba por ellos. Y que no los decepcionara....

LA ATROZ ALTERNATIVA


Las 16 mil personas que integraban el campamento en la costa del Ayuí habían crecido políticamente. Desde su arribo a la desembocadura del Uruguay habían continuado con su experiencia en materia de organización y participación popular, como única forma para poder sobrevivir ante las dificultades de alimentación, alojamiento y vestimenta, que solamente pudieron sortear con sacrificio.

Integraba aquella enorme masa, desde los peones y jornaleros, que apenas cubrían sus riñones con un chiripá descolorido y que nunca habían contado con la mínima "potestad", pero a los que la revolución les había dado un sentido, hasta los hacendados que todo lo habían perdido. Desde los indios conocedores de su "principal derecho", hasta los negros que conquistaban su libertad con heroísmo.

Entre las mujeres muchas eran viudas con hijos, aunque también estaban las que habían parido durante la marcha y habían visto sucumbir a sus vástagos de fiebres, o devorados por los ríos. Bastante tenían para decir aquellas chinas, que demasiado no comprendían los sinuosos manejos de los mercachifles porteños, pero bien conocían del rechiflar hambriento de los vientres de sus críos. ¡Ay si Sarratea cayera en sus manos!

-¡Nada de lo soportado al ñudo iba a ser...!, -rugían aquellas mujeres/ leonas, de mil cicatrices.

Los orientales sin ayuda habían lograron lo de Las Piedras... y tantas otras glorias. Y solamente habían requerido auxilio. ¡Nada más que auxilio! Pero se los quería disgregar para acabar con el sentimiento colectivo que los embargaba y que venía madurando desde los tiempos del sitio. Por eso en aquel momento crucial amenazadores aclaraban:
-"El pueblo oriental es este..., reunido y armado conserva sus derechos, y solo pidió un auxilio...". Y reafirmaban.
-"El carácter de libres es nuestra riqueza y el único tesoro que reserva nuestra ternura a nuestra posteridad preciosa".

Las privaciones habían robustecido los lazos de solidaridad de aquella comunidad emigrante y templado un temperamento autónomo y distintivo, que no era del agrado del gobierno porteño.
Volcado a la plaza, aquel pueblo en asamblea, hablaba en voz alta de lo que no comprendía, pero también de las alternativas. El "resultado que compraron nuestras miserias... debería hacernos el objeto del reconocimiento de América...", decía. Pero no era así. Y se le había impuesto "un derecho abominable nacido de la fuerza", para "anular el voto sagrado de su voluntad general" y excluirlo de cualquier protagonismo. Algunas de sus figuras más lúcidas desde hacía tiempo venían denunciando tales conspiraciones.

-"No dejan para nuestro consuelo sino la atroz alternativa de gustar otra vez la indigencia más penosa o marchar tras ellos, sin otra voz que la suya...", evaluaba la gente. Y los ecos de las proclamas invadían la agitada tienda "del Jefe", que escuchaba, mientras los delegados debatían. Miraba y escuchaba. Estaba orgulloso por que su pueblo había madurado desde que en forma un tanto inocente, todo lo había esperado del "gobierno popular" porteño. Pero ya nadie esperaba más de terceros y la enorme y espontánea protesta estaba permitiendo delimitar sin equívocos los pasos a seguir.

El gentío reunido y armado para la mejor defensa de sus derechos, presionaba por lo que le importaba, que se iría convirtiendo durante los meses siguientes en el programa de la revolución. Ejerciendo la democracia directa no vacilaba en conminar hasta al propio General y al hacerlo iba sentando las bases para la futura estructura democrática del "sistema de libertad".

Todo indicaba que estaban las condiciones como para que la revolución oriental cobrara un papel protagónico de cara al resto de los pueblos americanos. La claridad de objetivos y el fervor patriótico eran evidentes, solamente faltaba definir el rumbo. Sin teoría revolucionaria no hay práctica revolucionaria, pero tampoco esta última es posible sin un programa concreto que bosqueje el objetivo. Y en aquellas circunstancias este debería de ser necesariamente anticolonial, independentista, federal, republicano y democrático. Aunque también tenía que albergar soluciones al drama social de aquel pueblo "sofocado".

EL YUGO ONEROSO

La reunión en la tienda "del Jefe" inicia con la arenga del patriota Sierra. Mientras estruja entre sus ásperos dedos el papel que lo acreditaba para participar de la reunión, aclara que interviene "en nombre del pueblo". Entre tanto otros integrantes de la reunión se sumaban a la condena del operador porteño Sarratea.

"El resiste e insulta la voluntad de todos estos habitantes, desobedece el imperio de sus votos respetables y a los pocos que están bajo su alcance, los hace gemir bajo un yugo cien veces más oneroso y feroz que el de los déspotas de quienes tratamos de evadirnos".

Con gran esfuerzo Sierra concluye su intervención entre gritos de apoyo de una parte de los asambleístas y protestas de los otros, exigiendo romper con Buenos Aires. Los genuflexos, que conjuraban en contra de sus compatriotas, intentaron estorbar al orador. Entre ellos Pedro Viera, que alborotado insiste en que había que continuar obedeciendo al "superior gobierno" bonaerense, al que consideraba "sagrado".

Algunos de los delegados, indignados, se le abalanzan, y lanzándole fuertes insultos, lo obligan a abandonar la reunión. Ya sabían que muchas de las "opiniones" disidentes eran por los "treinta dineros" de Sarratea. O más bien, por los "doscientos mil pesos" que para "pagamentos e intrigas" había llevado al Ayui. A los renegados la gente les increpa y amenaza, incluido Manuel Artigas, aunque fuera hermano del General.

El propio conductor oriental interviene para apaciguar los ánimos. Retirados los sarrateístas la asamblea pasa a discutir dos mociones. Los más radicales insistían con la formación de una Junta Soberana, mientras que otro sector, que contaba con el respaldo del propio Artigas, era partidario de elevar una enérgica protesta a Buenos Aires. Triunfa esta última postura y es designado para ser portador del documento Don Manuel Martínez de Haedo.

Ambas proposiciones coincidían en el rechazo absoluto a las intrigas porteñas. En el espíritu estaba consolidar la unidad oriental frente a las provocaciones "mucho más viendo que su anhelo por separarnos llegaba hasta el término de no admitir nuestros sacrificios en la campaña presente, sino accedíamos a ello".

Recordaban en sus intervenciones aquellos hombres, que había sido por el "tratado convencional del Gobierno Superior" que se había, "roto el lazo (nunca expreso) que ligó a nuestra obediencia". Y que ante aquellas trágicas circunstancias habían celebrado "el acto solemne, sacrosanto siempre, de una constitución social, erigiéndonos una cabeza en la persona de nuestro dignísimo conciudadano José Artigas...". En su opinión era por eso que:

-Marchamos pobres, sin honor y confundidos en una esclavitud más dolorosa y ultrajante... -decían unos
-Pagamos el precio indigno de una tiranía..., la más odiosa... -agregaban otros.

Mientras el reclamo popular estallaba, se iban sumando nuevos acontecimientos. Luego de ser expulsado de la reunión Pedro Viera, había reunido a sus oficiales y arrestado a Miguel Barreiro y otros asambleístas como forma de provocación. El propio Artigas debería intervenir para desbaratar la conspiración e impedir que los detenidos fueran remitidos a Buenos Aires. La imponente presencia popular obligó a Viera y sus compinches a abandonar sus propósitos.

El CARRO DE LA MUERTE

Apenas tres días después de aquellos acontecimientos, el 27 de agosto, los jefes del ejército popular oriental, reunidos expresamente, condensarían en un documento dirigido al Cabildo de Buenos Aires lo discutido, pero también lo que en forma informal el resto de sus compatriotas venía proclamando. Habían preferido que el destinatario de la reconvención no fuera el elitista gobierno bonaerense, sino aquella institución tan señera, en la que aún resonaban los clamores populares. Imaginemos aquella instancia…

Adentro del recinto se escuchaban las voces de los comandantes de la revolución: "nosotros podemos lisonjearnos de haber sofocado los proyectos del extranjero limítrofe y evitado la sangre para reducirlo a sus deberes", recordaban algunos las recientes hazañas, para luego preguntarse:
-"¿Cuál ha sido nuestro crimen?"
-"¿Cuál ha sido el objeto de nuestros trabajos?"
-"¿Cómo pues podemos determinarnos a nuestra desgracia después de los sacrificios más remarcables en odio de toda clase de tiranía?

El Cabildo popular les tendría que responder éstas y otras preguntas. Pero si no les satisfacían las respuestas, igualmente estaban dispuestos a seguir adelante, para imponer "la venganza de nuestro honor ofendido" y construir una patria nueva. Eran claros... Nada exigían que no les correspondiera.

"Nosotros no dudamos que V. E. mirará en nuestra irritación el alarde mejor de nuestros derechos, que les respetará en toda su extensión, obligando se dé a este pueblo hermano, el lugar que le pertenece en la escena".

Todos los que allí estaban, conocían de combates heroicos, en los que como en las tragedias antiguas, se hacían "sentir coros extraños, llenos de ecos profundos, de esos que solo parten de la entraña herida". Y conocían de aullidos de muerte, y de "alaridos de hombre y mujer unidos por la misma cólera, sordas ronqueras de caballos espantados, furioso ladrar de perros".

Ya nada los intimida y por eso no titubean en reclamar que no se "escandalice el mundo, viendo a estas tropas tirando el carro de la muerte delante de los déspotas y presentando un tabló horrendo de sangre, que estremezca a la humanidad, solo para arrebatar un cetro de fierro, para ostentarlo con mayor rigor sobre sus mismos hermanos". Ya nada tenían para perder, solamente les quedaba la sangre que circulaba en sus venas.

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