
15 relatos y una crónica
HUGO GIOVANETTI VIOLA
SEGUNDA ENTREGA
EL DESTERRADO
LA PENÚTLTIMA vez que nos actuar juntos con el negro Batalla fue en Juan-les-Pins, una noche-hormiguero de finales de julio. Fue en la Black Horse, una bôite ambientadísima donde te probaban en público (pagándote nomás que un gin con naranjita) te chupaban el show y después hasta siempre. Ya nos habían hecho ese juego el verano anterior. Pero a nosotros nos acababa de expulsar la policía de Cannes -ese año se habían juntado demasiados mangueros y demasiados viejos ricos en las terrazas de la Croisette- y no quedaba otra que probar otra vez en las playas de Scott.
Juan-les-Pins tiene un parque donde esa noche iba a tocar Miles Davis al aire libre (aunque no a puerta libre) y al otro día actuarían los Glober Trotters en el mismo escenario. Allí encontramos a Batalla, pulverizando hasch entre los los viejos pinos. Nosotros recién habíamos bajado del tren y torcido hacia el parque y esquivado las dos calles centrales del balneario. Entonces nos topamos con el negro acodado contra un Citroën mugriento. Él dejó la piedra y el encendedor arriba del capot y nos dio un bruto abrazo a cada uno. Después nos advirtió que Juan-les-Pins era un sitio imposible para pasar el plato. Cuando le contestamos que teníamos la prueba en la Black Horse se acomodó el chambergo blanco con una mirada sobradora aunque desconfiadísima. “Eu estou contratado nessa bôite” mintió volviendo a chamuscar el hasch. Nosotros nos sentamos abajo de un pino y votamos comprar tres hot-dogs y una sola botella de cerveza en el carrito próximo. Así andaba la cosa esa última semana. Batalla, en cambio, estaba bien vestido y exageraba mucho más su acento brasilero que en la bôite de París donde lo conocimos. A nosotros nos quedaba una caravane a pagar en uno de los camping de Cannes (debíamos casi 500 francos, todavía) donde te retenían el pasaporte para que nadie pudiera borrarse. No teníamos laburo en 50 km. a la redonda. Eso pensé sin rabia ni desesperación, masticando el hot-dog desamparadamente bajo el caldo naranja del crepúsculo. De golpe vi aparecer una cara fantasma por la ventanilla trasera del Citroën y mirarme sin verme. Era un negro muy joven que tenía la mirada de haber recién dormido y soñado con algo que también me faltaba. Cuando subió los ojos color rosa en dirección al cielo, sentí el frío del verano quemándome los huesos.
HICIMOS TRES cuartos de horas mezclando huaynos y guajiras y canciones modernas con bongó, a tres voces. Nadie bailó y todos oyeron aplaudiéndonos con respetuoso aburrimiento. Así fue que ninguno de nosotros tres dejó de ilusionarse (después de un gin naranjita) con el dulce contrato. Tuvimos que esperar que tocara Batalla para saber la decisión del gerente pelado que al final nos mostró la puerta, como siempre. Pero yo me entretuve soñadoramente con los adolescentes que giraban brillando entre aquella luz negra. Eran maravillosos a pesar de sí mismos y lo que harían después, al salir de la bôite o sentarse a bobear sin salir de la bôite. Había dos Glober Trotters bailarines también, que debían encorvarse para pedir un whisky bajo el techo más bajo del sector del bar.
Allí encontré acodado al negro que había levantado la mirada infantil desde el Citroën al cielo. Me fue imposible descifrar cómo diablos se juntó con Batalla. Era brasilero auténtico, jornalista me dijo (y yo no me di cuenta si eso quería decir periodista o jornalero). Pero se había encurdado tanto con aquel medio gin que no pudimos entendernos más. Después lo vi tocar su ton-ton nacarado al lado de Batalla, bajo las luces negras que los hacían fosforecer acompasadamente. Batalla hablaba con estupidez, con ronquera y cinismo de su infancia en Bahía (era más angolés que un cocodrilo del Kunene) y cantaba peor que un gorila fumado. Pero el tambor del otro negro sonaba como un pueblo. Yo le miré fosforecer los ojos nacarados mientras se entrelazaban mi orfandad y la suya al ritmo del destierro.
A BATALLA también lo mandaron rodar de la Black Horse, y nos volvimos a encontrar esa noche en el parque y él invitó con hasch tras un verboso ataque de solidaridad latinoamericana. Yo lo fumé con miedo, como me pasó siempre. El free-jazz de Miles Davis despeinaba el perfume de los pinos sobre las caras de los reventados que se habían congregado en las puertas del cielo. A la cuarta pitada me tocó remontar una calle de pinos luminada con gas de mercurio donde fui adolescente y rocé una cintura hilada en seda blanca. (La libertad del jazz me voló a la belleza de los hoyos del mar y la luna natal y el semen del verano.) Cuando abrí la mirada estaba como envuelto en un vuelo de lana. Pero en aquel momento el negro jornalista se levantó sonriendo enloquecidamente y volvió a buscar algo encima de los pinos. Después gritó Mamá y él y yo entrecruzamos una densa mirada y al mirar más allá del temblor de los pinos se nos desnudó el mundo. En el vientre del cielo no había más que intemperie. Y tiritábamos.
VELA DE ALMAS
DESAYUNÉ EN Le Gorille cerca de las seis, viendo crecer el amanecer sobre los cerros y los yates anclados frente a la terraza. El empedrado de Saint-Tropez parecía virginal cada mañana, cuando sólo quedaban dos terrazas abiertas y la luz verdeazul se perfumaba con los croissants calientes y los café-crème. Hasta podían llegar a concebirse las futuras mañanas otoñales (o el domingo en la plaza con campeonatos de pétanque entre los pescadores, o las mismas mujeres que ahora trabajaban dieciséis horas diarias sin ojos de cansancio). Pero todavía era agosto y esa noche habría corso como ayer: la infatigable masa de turistas sentados o paseando ida y vuelta apelmazadamente hasta la madrugada. Los demás extranjeros éramos todos músicos o marineros o artesanos, aunque la noche anterior apareció un negrazo con pollerín y zapatillas rosadas de ballet que recorrió de punta a punta el puerto dando volteretitas. Un muchacho francés era su pez piloto y pasaba el sombrero arriba de un skate (como un surfista entre un oleaje humano) hasta que casi al lado nuestro perdió el equilibrio y voló y se partió la cabeza contra un yate.
A las once habíamos dejado de pasar el plato para seguir cantando en Chez Marlene, un piano-bar donde cobrábamos algunos francos fijos además de codearnos con vedettes tan vetustas como el magnate Krupp, Sacha Distel o escritores de thrillers venidos a menos. Junto a los ríos de Babilonia estamos sentados y lloramos, me recité esa madrugada encerrado en el baño mientras un alemán rompía a piñazos los vidrios del frente. Ahora, desayunando solo (mis compañeros rodarían con muchachas ya ni siquiera tristes) una borra remota me rebasó de golpe incontrolablemente, como si Saint-Tropez tuviera la magia diabólica de iluminar pecados enterrados.
EMPECÉ A caminar hacia la parada de taxis y encontré un yate nuevo con un impresionante Buda de oro vigilando la popa. Entonces me frené. Más allá, en la cubierta vecina fue una estatua carnal lo que brilló en el alba: una vieja de peluca plateada que miraba hacia arriba en posición budista y hacía oscilar sus ojos como viendo un partido de ping-pong.
Me escapé conteniendo el horror con los músculos, y al llegar a la parada encontré un hombre grande y cuarentón sentado junto a la garita. Me saludó ofreciéndome cerveza de una botella sin efervescencia. Después siguió mirando el semicírculo de los tejados que recibían la luz horizontal como un baño de cobre humeante y húmedo, frente a los altos yates. De vez en cuando se reía sacudiendo la cabeza y sacaba un cigarrillo suelto del pantalón. Me lo ofrecía, besándose los dedos para darme a entender que eran maravillosos. Yo estaba tan atabacado como malhumorado, pero al final entramos en conversación manejando una especie de dialecto texano donde mi inglés y su español llegaron a encastrarse. Le conté que esperaba un taxímetro para irme al camping de la playa nudista, que mi carpa era un horno después de amanecer y el trabajo un infierno después que oscurecía.
“Musico” dijo el hombre devorándose el tilde y besándose los dedos. Y empinó la cerveza y me contó que él viajaba a pintar paisajes blancos en el sur de Marruecos y cómo había pescado la tarde anterior y limpiado el pescado para asarlo y comérselo en una baguette fresca. Después se había dormido al abrigo de los pinos que hay en la Citadelle. “Hermoso” murmuró en español. Recién entonces me di cuenta que tenía una mochila hecha pedazos y que yo iba a tomar el primer taxi que llegara y a tirarme a dormir con cierta dignidad aunque con la alegría perfectamente devorada. “Mire” el inglés señaló de repente a la vieja pelucona que miraba el ping-pong espacial sobre cubierta: “Ese es un lord, aunque usted no lo crea. Lord Jonathan MacCarthy” dijo sonriendo lastimosamente. “¿Dijo un lord?” pregunté. “Sí. Es un personaje bastante célebre en mi ciudad, por lo menos”. Y agregó en español: “Es un pastor de almas”. Yo le miré los ojos compasivos y empecé a preguntarme si estarían en estado de pureza o locura. Él agregó con voz confidencial: “Se salvó en un naufragio durante la guerra, a bordo de un vapor francés que encalló frente a Liverpool. MacCarthy era actor en ese tiempo, y se coló disfrazado de mujer en uno de los pocos botes salvavidas que pudieron salvarse. Lord Jonathan no duerme muy seguido: sale a contar ahogados a cubierta como quien cuenta ovejas, ¿entiende?”. Y empinó la cerveza mientras el primer taxi estacionaba frente a la garita.
ANTES DE despedirme le ofrecí un superlong y él lo agarró mirándolo como un juguete a pila, lo besó y lo guardó. “Para después” me dijo: “Así pienso en usted”. Y me apretó la mano casi con violencia. Pero cuando el taxímetro arrancaba tuve que saludarlo sin mirar hacia atrás, por precaución: uno podía volverse una estatua de sal.
B.B EN EL SET APAGADO
Sus romances fueron un beso con los ojos cerrados
que cuando se abren los ojos
se descubre que fue bajo los reflectores y apagan los reflectores!
Ernesto Cardenal (Oración por Marilyn Monroe)
EN SAINT-TROPEZ: una noche se acerca un “brasilero” (obviamente portugués) que vivía en la villa del famoso arquitecto Claude Chauvin, para saber si nos interesaba hacer dos medias horas por cien francos. “Va a estar B.B.” nos dijo: “Si se suben al auto yo los llevo. Hace como tres horas que me pidieron músicos y no pude encontrarlos más que a ustedes”.
Dio la casualidad que el día anterior habíamos comprado (contra mi férreo voto, hay que reconocerlo) tres trajecitos piolas por si se presentaba una cosa como esta. Nos hicimos llevar primero al camping a cambiarnos, y al entrar a la villa lo primero que vi fue un furioso Picasso dedicado a Chauvin con grandes letras negras pintadas en el cuadro. Lo segundo que vi fue la melena teñida de rubio de Brigitte Bardot detrás de un ventanal: nos miraba fruncida. Después entramos en la flotación de la noche turquesa que irradiaba su luz desde una gran piscina hacia divanes blancos donde muy poca gente ya había descorchado demasiadas botellas. Nadie nos esperaba, me dio la impresión. Cuando nos colocamos en un borde de la piscina se me enredó el colgante de la guitarra y lo tuvimos que desanudar chocando las cabezas al estilo de los jugadores de rugby como medio minuto -insultándos, para colmo. Al final empezamos a tocar relojeando a Brigitte, que ya no nos miraba más que con una inmajestuosa indiferencia. Tenía un vestido largo con delicados rojos y naranjas y rosas, salpicado por flores amarillas. De golpe pegó un salto (como arrancándose de otra región) y se sentó en un borde de la piscina. Ahora nos sonreía. Cuando nos preguntó en español si no podíamos cantar Los “ojos” de mi carreta le contesté que la sabía cantar yo solo, y ella palmeó el cemento circundante de su cadera roja para que me acercara.
Mientras iba llegando recordé fatalmente búsquedas infantiles en un placard de casa donde había un O Cruzeiro con su pecho desnudo. Me senté. Vi su pelo invitante como el de una muchacha y esas agrias arrugas que los cuarenta años trazan sobre los rostros de las infantas viejas. Eso no daba pena. Daba pena la humosa indefensión que sus ojos marrones rezumaban brillando entre la noche triste. Yo traté de cantar rendidamente, y al promediar la milonga se me abrió la mirada para verla viajar por el ácido asombro de tener que morir en un set apagado. De repente hizo un gesto de fastidio contra alguien que volteó una copa y eso la despejó.
Cuando terminé de cantar Brigitte me dijo que adoraba la música y que siempre alojaba a cantores amigos en La Madrague. Yo caí entonces en la barbaridad de preguntarle qué era La Madrague. “Mi villa en Saint-Tropez” me contestó irritada. Como no supe dónde meterme le pregunté si estaba haciendo cine. “El cine me jode” contestó reteniendo sus dientes superiores un milímetro antes de la grosería. Pero enseguida me acarició el brazo sonriendo: “Quiero que vengan a enseñarme a tocar la guitarra a mi casa. Me apasiona la música sudamericana. Hoy no puedo cantar porque estoy ronca: la tormenta de ayer me resfrió”. Cuando sacó su brazo tuve un erizamiento retroactivo, aunque le pregunté como si no pasara nada: “¿Qué opinás de Atahualpa Yupanqui?”. “No sé quién es” me dijo: “¿Es algún cantor nuevo?”. Yo no le contesté porque en ese momento alguien gritó de adentro que corriésemos a escuchar a la nueva Edith Piaf. (Era una muchachita apenas recordable que había estado tirada todo el tiempo en un diván con cara de dormida.) Entonces sucedió. Brigitte se quedó tensa y nos miró en silencio y gritamos que no, que nosotros seguíamos aquí afuera. Ella sonrió a Laurent Vergez (el veinteañero que la acompañaba) y a Chauvin y a su efebo “brasilero” -que también fueron fieles- y agarró una guitarra y se puso a tocar tres acordes de guajira, interminablemente. Mi compañeros la apoyaron en guitarra y bongó, mientras yo improvisaba en español algo como un mensaje anagramado que Brigitte comprendió (tengo la foto exacta de cuando está mirándome con la risa espumosa y los ojos desnudos que no ofreció en los filmes donde la desnudaron): sólo quise decirle que en el set apagado la piedad es la luz que jamás envejece.
DOS SEMANAS después se festejó el cumpleaños de Claude Chauvin en el Club 55, uno de los ambientes más chic de Saint-Tropez. Nosotros ya lo conocíamos: habíamos pasado el plato en su playa privada sin levantar un franco. (Fue uno de nuestro primeros mediodías en Saint-Tropez, y cantamos chorreando bajo los largos ponchos frente a treinta muchachas que tomaban el sol totalmente desnudas tiradas en divanes, con los sentido muertos.) Esa noche también estaban contratados el negro Batalla y su percusionista-jornalista, el dúo de Juan-les-Pins.
El primer pasaje lo tuvimos que hacer a lo largo de las mesas: había muchas vedettes, pero sólo B.B. nos miró como a gente. Al rato pasó pasó el angolés y ella se levantó y empezó a coquetear con aquel cocodrilo hasta que nos encabritamos de los celos. (Me acuerdo que al percusionista se le caía una baba casi rosa de los ojos recién desplacentados.) Pero al hacer nuestro segundo pasaje bajo las glorietas ella llegó descalza y volvió a salmodiar aquellos tres acordes de la eterna guajira. Claude Chauvin tocaba las maracas y otras vedettes bailaban o llegaban por turno a premiarnos con máscaras de alegría delirante. Yo miraba a Brigitte y tal vez ya pensaba que no había nada falso bajo su festejar: era como mirar a una perseguidora (para hablarlo en Cortázar y Machado a la vez) de la fruta espejada en la fuente sin fondo. Después bailamos más de media hora -ella y nosotros tres- completamente hundidos en la felicidad de las rondas remotas del colegio.
De repente alguien pidió una foto y posamos abrazados. B.B. estaba descalza y yo con grandes tacos: hasta esa suerte tuve. (Cuando mandé la foto para Montevideo mi familia creyó -por fin- en las mentiras que le escribía siempre sobre mi dolce vita.) Al rato cayó el angolés a despedirse, entornando los ojos. Le pidió un beso y ella estiró su mano y el angolés porfió por el maldito beso, con su risa de calavera negra. Brigitte se fastidió y él se puso el chambergo y roncó: “Bicha loca”. “Bicho tú” roncó ella. Y corrió hacia las mesas. Volvió un rato más tarde, del brazo de Laurent Vergez. Nos apretó la mano con oscura ternura -desentendidamente- y no se despidió.
AL OTRO dís me desperté cinco minutos antes de que cerraran el restaurant del camping. Corrí medio dormido y encontré al bretón bruto que dos por tres me aplastaba la puerta contra la misma barba, cancerbeando la entrada. Lo miré resignado pero él me sonrió. “Adelante” me dijo: “Para usted siempre hay sitio”. Y antes de colocar el steak en la mesa me puso un diario doblado donde estaba mi cara escrachada detrás de Brigitte y Chauvin.
Bajo las estrellas de Pampelonne, hacia las 22 horas, prácticamente todas las celebridades con las que cuenta Saint-Tropez se reunieron para cenar a la luz de las velas. Gracias a la magia de los músicos brasileros la pista se llenó de parejas tan célebres como Roger Vadim y Catherine Schneider, Vincent Roux y Mme. Troques, B.B. y Laurent Vergez, Régine y Roger Choukron, Eva y G. Cibault, reseñaba el Nice-Matin en su sección sociales. Era para reírse. O tirarle los platos por la cabeza al maldito bretón.
La otra foto valió bastante más que un steak con tomates: ese mes de setiembre llegamos a hacernos pagar 1.500 francos por una soirée, sólo con agitar el documento mágico. (Al volver a París uno de mis compañeros se fue de paseo a Amsterdam, donde le robaron de un saque hasta el último franco. Lo que se le ocurrió como último recurso fue presentarse -drogado y todo, como estaba- en la Jefatura de Policía para pedir que le facilitaran el regreso a París. Contaba que lo miraron peor que a un perro. Entonces les mostró la foto con Brigitte, y los tipos primero lo abrazaron por turno y acabaron pagándole sobradamente el pasaje de vuelta.)
Por fin apuntaré que una noche otoñal llegó Sacha Distel al piano-bar donde cantábamos y se sentó a comer un plato de tallarines y escucharnos con ínclita benevolencia: hasta nos elogió cuando se iba. Pero en ese momento vio la foto pegada en la cartelera del bar, y lo oscureció una celosa carga de melancolía. “Ah, pero si se tratan con vedettes”, rezongó con dulzura. Y se fue sin poner nada en la pandereta.
LA LUZ NO USADA
DESDE LOS ventanales de la princesa Leda Sarkis se veían las montañas como mareas crecientes y aterciopeladas oscureciendo al ritmo del crepúsculo. Yo estaba frente a un Chivas Regal más espectacular que el Grundig donde debía grabarle a la princesa la canción que una noche “la hizo volar” en La Grenouille. No me pagaban, pero daba igual. Esa tarde recorrí toda Hamra con la guitarra a cuestas y torcí a la derecha entre olivos y otros árboles densos y llamé en el portón de un palacio estucado más bien triste. Ábreme hermana mía, frívola mía, inaccesible mía me estaba recitando cuando una especie de edecán confianzudo (que bailaba con ella en La Grenouille) me hizo entrar poco menos que abrazándome. Leda Sarkis se había tenido que hacer una escapada a Israel, me dijo, pero igual me anidó sobre un puff, me invitó a ver el fastuoso crepúsculo que los cielos no brindan sólo a los sangriazules, y allí estaban el Chivas y el Grundig y un sirviente sonriente poniéndome cuatro marcas de cigarrillos importados a disposición.
Hicimos una prueba después de haber conversado y tomado dos whiskys con el edecán, que conocía bastante de trucos sonidísticos. Se llamaba Oalid: era egipcio, tenía una pinta bárbara y una docena de años menos que la princesa. (Con el segundo Chivas sus pupilas se aguaron casi poéticamente al soñar con vivir en L’île de la Cité.) Las montañas ya se habían estrellado de collares temblantes, y mi error -si hubo error- fue tomar el tercer whisky. Porque de la canción pareció desprenderse más que nunca el temblor inasible de la fruta dorada reflejando en el fondo de la fuente. De golpe vi una sombra asomada en la puerta. Terminé de cantar y la miré, erizándome: los ojos moros de una mujer con delantal brillaban como aljibes de ternura revuelta y barro comulgando. Retiré la mirada antes de que volviera a la cocina. Pero después de despedirme y caminar por Hamra en dirección a La Grenouille para empezar a trabajar, tuve la sensación de haber visto mi alma.
LA BÔITE-RESTAURANT donde cantábamos era la mejor puesta de Beirut, y contrataban cantantes sudamericanos o franceses especialmente traídos de París. (Teníamos buena comida y sueldo fijo, además de un soleado apartamento donde poder olvidar durante un mes las cucarachas hoteleras.)
Leda Sarkis llegó tarde esa noche, con un judío canoso de ojos congelados. Ella andaría por los cuarenta, tenía la cara demasiado alegre y la pollera demasiado corta, sin alcanzar a parecer joven ni falsa. Nos pidió la canción -con un acento casi madrileño- apenas se sentó. Yo la canté con ganas otra vez, sumergiendo el aliento en el micrófono que inundaba el salón apenumbrado: la princesa apoyó la cara en una mano y hubo dos faros fijos contemplando el temblor del amor espejismado en el fondo del tiempo.
Diez minutos después, sentados en su mesa le pregunté si por casualidad la cocinera no era de descendencia española. “Es marroquí” me contestó, vaciando una copa de vino con demasiada sed: “¿Te contó algo Oalid?”. “No” le dije: “Pero me di cuenta que entendía castellano porque salió a escuchar mientras grabábamos el tema. Leda me interrumpió con un gesto asombrado. “Pero si es sordomuda” murmuró acariciándome.
HUGO GIOVANETTI VIOLA
SEGUNDA ENTREGA
EL DESTERRADO
LA PENÚTLTIMA vez que nos actuar juntos con el negro Batalla fue en Juan-les-Pins, una noche-hormiguero de finales de julio. Fue en la Black Horse, una bôite ambientadísima donde te probaban en público (pagándote nomás que un gin con naranjita) te chupaban el show y después hasta siempre. Ya nos habían hecho ese juego el verano anterior. Pero a nosotros nos acababa de expulsar la policía de Cannes -ese año se habían juntado demasiados mangueros y demasiados viejos ricos en las terrazas de la Croisette- y no quedaba otra que probar otra vez en las playas de Scott.
Juan-les-Pins tiene un parque donde esa noche iba a tocar Miles Davis al aire libre (aunque no a puerta libre) y al otro día actuarían los Glober Trotters en el mismo escenario. Allí encontramos a Batalla, pulverizando hasch entre los los viejos pinos. Nosotros recién habíamos bajado del tren y torcido hacia el parque y esquivado las dos calles centrales del balneario. Entonces nos topamos con el negro acodado contra un Citroën mugriento. Él dejó la piedra y el encendedor arriba del capot y nos dio un bruto abrazo a cada uno. Después nos advirtió que Juan-les-Pins era un sitio imposible para pasar el plato. Cuando le contestamos que teníamos la prueba en la Black Horse se acomodó el chambergo blanco con una mirada sobradora aunque desconfiadísima. “Eu estou contratado nessa bôite” mintió volviendo a chamuscar el hasch. Nosotros nos sentamos abajo de un pino y votamos comprar tres hot-dogs y una sola botella de cerveza en el carrito próximo. Así andaba la cosa esa última semana. Batalla, en cambio, estaba bien vestido y exageraba mucho más su acento brasilero que en la bôite de París donde lo conocimos. A nosotros nos quedaba una caravane a pagar en uno de los camping de Cannes (debíamos casi 500 francos, todavía) donde te retenían el pasaporte para que nadie pudiera borrarse. No teníamos laburo en 50 km. a la redonda. Eso pensé sin rabia ni desesperación, masticando el hot-dog desamparadamente bajo el caldo naranja del crepúsculo. De golpe vi aparecer una cara fantasma por la ventanilla trasera del Citroën y mirarme sin verme. Era un negro muy joven que tenía la mirada de haber recién dormido y soñado con algo que también me faltaba. Cuando subió los ojos color rosa en dirección al cielo, sentí el frío del verano quemándome los huesos.
HICIMOS TRES cuartos de horas mezclando huaynos y guajiras y canciones modernas con bongó, a tres voces. Nadie bailó y todos oyeron aplaudiéndonos con respetuoso aburrimiento. Así fue que ninguno de nosotros tres dejó de ilusionarse (después de un gin naranjita) con el dulce contrato. Tuvimos que esperar que tocara Batalla para saber la decisión del gerente pelado que al final nos mostró la puerta, como siempre. Pero yo me entretuve soñadoramente con los adolescentes que giraban brillando entre aquella luz negra. Eran maravillosos a pesar de sí mismos y lo que harían después, al salir de la bôite o sentarse a bobear sin salir de la bôite. Había dos Glober Trotters bailarines también, que debían encorvarse para pedir un whisky bajo el techo más bajo del sector del bar.
Allí encontré acodado al negro que había levantado la mirada infantil desde el Citroën al cielo. Me fue imposible descifrar cómo diablos se juntó con Batalla. Era brasilero auténtico, jornalista me dijo (y yo no me di cuenta si eso quería decir periodista o jornalero). Pero se había encurdado tanto con aquel medio gin que no pudimos entendernos más. Después lo vi tocar su ton-ton nacarado al lado de Batalla, bajo las luces negras que los hacían fosforecer acompasadamente. Batalla hablaba con estupidez, con ronquera y cinismo de su infancia en Bahía (era más angolés que un cocodrilo del Kunene) y cantaba peor que un gorila fumado. Pero el tambor del otro negro sonaba como un pueblo. Yo le miré fosforecer los ojos nacarados mientras se entrelazaban mi orfandad y la suya al ritmo del destierro.
A BATALLA también lo mandaron rodar de la Black Horse, y nos volvimos a encontrar esa noche en el parque y él invitó con hasch tras un verboso ataque de solidaridad latinoamericana. Yo lo fumé con miedo, como me pasó siempre. El free-jazz de Miles Davis despeinaba el perfume de los pinos sobre las caras de los reventados que se habían congregado en las puertas del cielo. A la cuarta pitada me tocó remontar una calle de pinos luminada con gas de mercurio donde fui adolescente y rocé una cintura hilada en seda blanca. (La libertad del jazz me voló a la belleza de los hoyos del mar y la luna natal y el semen del verano.) Cuando abrí la mirada estaba como envuelto en un vuelo de lana. Pero en aquel momento el negro jornalista se levantó sonriendo enloquecidamente y volvió a buscar algo encima de los pinos. Después gritó Mamá y él y yo entrecruzamos una densa mirada y al mirar más allá del temblor de los pinos se nos desnudó el mundo. En el vientre del cielo no había más que intemperie. Y tiritábamos.
VELA DE ALMAS
DESAYUNÉ EN Le Gorille cerca de las seis, viendo crecer el amanecer sobre los cerros y los yates anclados frente a la terraza. El empedrado de Saint-Tropez parecía virginal cada mañana, cuando sólo quedaban dos terrazas abiertas y la luz verdeazul se perfumaba con los croissants calientes y los café-crème. Hasta podían llegar a concebirse las futuras mañanas otoñales (o el domingo en la plaza con campeonatos de pétanque entre los pescadores, o las mismas mujeres que ahora trabajaban dieciséis horas diarias sin ojos de cansancio). Pero todavía era agosto y esa noche habría corso como ayer: la infatigable masa de turistas sentados o paseando ida y vuelta apelmazadamente hasta la madrugada. Los demás extranjeros éramos todos músicos o marineros o artesanos, aunque la noche anterior apareció un negrazo con pollerín y zapatillas rosadas de ballet que recorrió de punta a punta el puerto dando volteretitas. Un muchacho francés era su pez piloto y pasaba el sombrero arriba de un skate (como un surfista entre un oleaje humano) hasta que casi al lado nuestro perdió el equilibrio y voló y se partió la cabeza contra un yate.
A las once habíamos dejado de pasar el plato para seguir cantando en Chez Marlene, un piano-bar donde cobrábamos algunos francos fijos además de codearnos con vedettes tan vetustas como el magnate Krupp, Sacha Distel o escritores de thrillers venidos a menos. Junto a los ríos de Babilonia estamos sentados y lloramos, me recité esa madrugada encerrado en el baño mientras un alemán rompía a piñazos los vidrios del frente. Ahora, desayunando solo (mis compañeros rodarían con muchachas ya ni siquiera tristes) una borra remota me rebasó de golpe incontrolablemente, como si Saint-Tropez tuviera la magia diabólica de iluminar pecados enterrados.
EMPECÉ A caminar hacia la parada de taxis y encontré un yate nuevo con un impresionante Buda de oro vigilando la popa. Entonces me frené. Más allá, en la cubierta vecina fue una estatua carnal lo que brilló en el alba: una vieja de peluca plateada que miraba hacia arriba en posición budista y hacía oscilar sus ojos como viendo un partido de ping-pong.
Me escapé conteniendo el horror con los músculos, y al llegar a la parada encontré un hombre grande y cuarentón sentado junto a la garita. Me saludó ofreciéndome cerveza de una botella sin efervescencia. Después siguió mirando el semicírculo de los tejados que recibían la luz horizontal como un baño de cobre humeante y húmedo, frente a los altos yates. De vez en cuando se reía sacudiendo la cabeza y sacaba un cigarrillo suelto del pantalón. Me lo ofrecía, besándose los dedos para darme a entender que eran maravillosos. Yo estaba tan atabacado como malhumorado, pero al final entramos en conversación manejando una especie de dialecto texano donde mi inglés y su español llegaron a encastrarse. Le conté que esperaba un taxímetro para irme al camping de la playa nudista, que mi carpa era un horno después de amanecer y el trabajo un infierno después que oscurecía.
“Musico” dijo el hombre devorándose el tilde y besándose los dedos. Y empinó la cerveza y me contó que él viajaba a pintar paisajes blancos en el sur de Marruecos y cómo había pescado la tarde anterior y limpiado el pescado para asarlo y comérselo en una baguette fresca. Después se había dormido al abrigo de los pinos que hay en la Citadelle. “Hermoso” murmuró en español. Recién entonces me di cuenta que tenía una mochila hecha pedazos y que yo iba a tomar el primer taxi que llegara y a tirarme a dormir con cierta dignidad aunque con la alegría perfectamente devorada. “Mire” el inglés señaló de repente a la vieja pelucona que miraba el ping-pong espacial sobre cubierta: “Ese es un lord, aunque usted no lo crea. Lord Jonathan MacCarthy” dijo sonriendo lastimosamente. “¿Dijo un lord?” pregunté. “Sí. Es un personaje bastante célebre en mi ciudad, por lo menos”. Y agregó en español: “Es un pastor de almas”. Yo le miré los ojos compasivos y empecé a preguntarme si estarían en estado de pureza o locura. Él agregó con voz confidencial: “Se salvó en un naufragio durante la guerra, a bordo de un vapor francés que encalló frente a Liverpool. MacCarthy era actor en ese tiempo, y se coló disfrazado de mujer en uno de los pocos botes salvavidas que pudieron salvarse. Lord Jonathan no duerme muy seguido: sale a contar ahogados a cubierta como quien cuenta ovejas, ¿entiende?”. Y empinó la cerveza mientras el primer taxi estacionaba frente a la garita.
ANTES DE despedirme le ofrecí un superlong y él lo agarró mirándolo como un juguete a pila, lo besó y lo guardó. “Para después” me dijo: “Así pienso en usted”. Y me apretó la mano casi con violencia. Pero cuando el taxímetro arrancaba tuve que saludarlo sin mirar hacia atrás, por precaución: uno podía volverse una estatua de sal.
B.B EN EL SET APAGADO
Sus romances fueron un beso con los ojos cerrados
que cuando se abren los ojos
se descubre que fue bajo los reflectores y apagan los reflectores!
Ernesto Cardenal (Oración por Marilyn Monroe)
EN SAINT-TROPEZ: una noche se acerca un “brasilero” (obviamente portugués) que vivía en la villa del famoso arquitecto Claude Chauvin, para saber si nos interesaba hacer dos medias horas por cien francos. “Va a estar B.B.” nos dijo: “Si se suben al auto yo los llevo. Hace como tres horas que me pidieron músicos y no pude encontrarlos más que a ustedes”.
Dio la casualidad que el día anterior habíamos comprado (contra mi férreo voto, hay que reconocerlo) tres trajecitos piolas por si se presentaba una cosa como esta. Nos hicimos llevar primero al camping a cambiarnos, y al entrar a la villa lo primero que vi fue un furioso Picasso dedicado a Chauvin con grandes letras negras pintadas en el cuadro. Lo segundo que vi fue la melena teñida de rubio de Brigitte Bardot detrás de un ventanal: nos miraba fruncida. Después entramos en la flotación de la noche turquesa que irradiaba su luz desde una gran piscina hacia divanes blancos donde muy poca gente ya había descorchado demasiadas botellas. Nadie nos esperaba, me dio la impresión. Cuando nos colocamos en un borde de la piscina se me enredó el colgante de la guitarra y lo tuvimos que desanudar chocando las cabezas al estilo de los jugadores de rugby como medio minuto -insultándos, para colmo. Al final empezamos a tocar relojeando a Brigitte, que ya no nos miraba más que con una inmajestuosa indiferencia. Tenía un vestido largo con delicados rojos y naranjas y rosas, salpicado por flores amarillas. De golpe pegó un salto (como arrancándose de otra región) y se sentó en un borde de la piscina. Ahora nos sonreía. Cuando nos preguntó en español si no podíamos cantar Los “ojos” de mi carreta le contesté que la sabía cantar yo solo, y ella palmeó el cemento circundante de su cadera roja para que me acercara.
Mientras iba llegando recordé fatalmente búsquedas infantiles en un placard de casa donde había un O Cruzeiro con su pecho desnudo. Me senté. Vi su pelo invitante como el de una muchacha y esas agrias arrugas que los cuarenta años trazan sobre los rostros de las infantas viejas. Eso no daba pena. Daba pena la humosa indefensión que sus ojos marrones rezumaban brillando entre la noche triste. Yo traté de cantar rendidamente, y al promediar la milonga se me abrió la mirada para verla viajar por el ácido asombro de tener que morir en un set apagado. De repente hizo un gesto de fastidio contra alguien que volteó una copa y eso la despejó.
Cuando terminé de cantar Brigitte me dijo que adoraba la música y que siempre alojaba a cantores amigos en La Madrague. Yo caí entonces en la barbaridad de preguntarle qué era La Madrague. “Mi villa en Saint-Tropez” me contestó irritada. Como no supe dónde meterme le pregunté si estaba haciendo cine. “El cine me jode” contestó reteniendo sus dientes superiores un milímetro antes de la grosería. Pero enseguida me acarició el brazo sonriendo: “Quiero que vengan a enseñarme a tocar la guitarra a mi casa. Me apasiona la música sudamericana. Hoy no puedo cantar porque estoy ronca: la tormenta de ayer me resfrió”. Cuando sacó su brazo tuve un erizamiento retroactivo, aunque le pregunté como si no pasara nada: “¿Qué opinás de Atahualpa Yupanqui?”. “No sé quién es” me dijo: “¿Es algún cantor nuevo?”. Yo no le contesté porque en ese momento alguien gritó de adentro que corriésemos a escuchar a la nueva Edith Piaf. (Era una muchachita apenas recordable que había estado tirada todo el tiempo en un diván con cara de dormida.) Entonces sucedió. Brigitte se quedó tensa y nos miró en silencio y gritamos que no, que nosotros seguíamos aquí afuera. Ella sonrió a Laurent Vergez (el veinteañero que la acompañaba) y a Chauvin y a su efebo “brasilero” -que también fueron fieles- y agarró una guitarra y se puso a tocar tres acordes de guajira, interminablemente. Mi compañeros la apoyaron en guitarra y bongó, mientras yo improvisaba en español algo como un mensaje anagramado que Brigitte comprendió (tengo la foto exacta de cuando está mirándome con la risa espumosa y los ojos desnudos que no ofreció en los filmes donde la desnudaron): sólo quise decirle que en el set apagado la piedad es la luz que jamás envejece.
DOS SEMANAS después se festejó el cumpleaños de Claude Chauvin en el Club 55, uno de los ambientes más chic de Saint-Tropez. Nosotros ya lo conocíamos: habíamos pasado el plato en su playa privada sin levantar un franco. (Fue uno de nuestro primeros mediodías en Saint-Tropez, y cantamos chorreando bajo los largos ponchos frente a treinta muchachas que tomaban el sol totalmente desnudas tiradas en divanes, con los sentido muertos.) Esa noche también estaban contratados el negro Batalla y su percusionista-jornalista, el dúo de Juan-les-Pins.
El primer pasaje lo tuvimos que hacer a lo largo de las mesas: había muchas vedettes, pero sólo B.B. nos miró como a gente. Al rato pasó pasó el angolés y ella se levantó y empezó a coquetear con aquel cocodrilo hasta que nos encabritamos de los celos. (Me acuerdo que al percusionista se le caía una baba casi rosa de los ojos recién desplacentados.) Pero al hacer nuestro segundo pasaje bajo las glorietas ella llegó descalza y volvió a salmodiar aquellos tres acordes de la eterna guajira. Claude Chauvin tocaba las maracas y otras vedettes bailaban o llegaban por turno a premiarnos con máscaras de alegría delirante. Yo miraba a Brigitte y tal vez ya pensaba que no había nada falso bajo su festejar: era como mirar a una perseguidora (para hablarlo en Cortázar y Machado a la vez) de la fruta espejada en la fuente sin fondo. Después bailamos más de media hora -ella y nosotros tres- completamente hundidos en la felicidad de las rondas remotas del colegio.
De repente alguien pidió una foto y posamos abrazados. B.B. estaba descalza y yo con grandes tacos: hasta esa suerte tuve. (Cuando mandé la foto para Montevideo mi familia creyó -por fin- en las mentiras que le escribía siempre sobre mi dolce vita.) Al rato cayó el angolés a despedirse, entornando los ojos. Le pidió un beso y ella estiró su mano y el angolés porfió por el maldito beso, con su risa de calavera negra. Brigitte se fastidió y él se puso el chambergo y roncó: “Bicha loca”. “Bicho tú” roncó ella. Y corrió hacia las mesas. Volvió un rato más tarde, del brazo de Laurent Vergez. Nos apretó la mano con oscura ternura -desentendidamente- y no se despidió.
AL OTRO dís me desperté cinco minutos antes de que cerraran el restaurant del camping. Corrí medio dormido y encontré al bretón bruto que dos por tres me aplastaba la puerta contra la misma barba, cancerbeando la entrada. Lo miré resignado pero él me sonrió. “Adelante” me dijo: “Para usted siempre hay sitio”. Y antes de colocar el steak en la mesa me puso un diario doblado donde estaba mi cara escrachada detrás de Brigitte y Chauvin.
Bajo las estrellas de Pampelonne, hacia las 22 horas, prácticamente todas las celebridades con las que cuenta Saint-Tropez se reunieron para cenar a la luz de las velas. Gracias a la magia de los músicos brasileros la pista se llenó de parejas tan célebres como Roger Vadim y Catherine Schneider, Vincent Roux y Mme. Troques, B.B. y Laurent Vergez, Régine y Roger Choukron, Eva y G. Cibault, reseñaba el Nice-Matin en su sección sociales. Era para reírse. O tirarle los platos por la cabeza al maldito bretón.
La otra foto valió bastante más que un steak con tomates: ese mes de setiembre llegamos a hacernos pagar 1.500 francos por una soirée, sólo con agitar el documento mágico. (Al volver a París uno de mis compañeros se fue de paseo a Amsterdam, donde le robaron de un saque hasta el último franco. Lo que se le ocurrió como último recurso fue presentarse -drogado y todo, como estaba- en la Jefatura de Policía para pedir que le facilitaran el regreso a París. Contaba que lo miraron peor que a un perro. Entonces les mostró la foto con Brigitte, y los tipos primero lo abrazaron por turno y acabaron pagándole sobradamente el pasaje de vuelta.)
Por fin apuntaré que una noche otoñal llegó Sacha Distel al piano-bar donde cantábamos y se sentó a comer un plato de tallarines y escucharnos con ínclita benevolencia: hasta nos elogió cuando se iba. Pero en ese momento vio la foto pegada en la cartelera del bar, y lo oscureció una celosa carga de melancolía. “Ah, pero si se tratan con vedettes”, rezongó con dulzura. Y se fue sin poner nada en la pandereta.
LA LUZ NO USADA
DESDE LOS ventanales de la princesa Leda Sarkis se veían las montañas como mareas crecientes y aterciopeladas oscureciendo al ritmo del crepúsculo. Yo estaba frente a un Chivas Regal más espectacular que el Grundig donde debía grabarle a la princesa la canción que una noche “la hizo volar” en La Grenouille. No me pagaban, pero daba igual. Esa tarde recorrí toda Hamra con la guitarra a cuestas y torcí a la derecha entre olivos y otros árboles densos y llamé en el portón de un palacio estucado más bien triste. Ábreme hermana mía, frívola mía, inaccesible mía me estaba recitando cuando una especie de edecán confianzudo (que bailaba con ella en La Grenouille) me hizo entrar poco menos que abrazándome. Leda Sarkis se había tenido que hacer una escapada a Israel, me dijo, pero igual me anidó sobre un puff, me invitó a ver el fastuoso crepúsculo que los cielos no brindan sólo a los sangriazules, y allí estaban el Chivas y el Grundig y un sirviente sonriente poniéndome cuatro marcas de cigarrillos importados a disposición.
Hicimos una prueba después de haber conversado y tomado dos whiskys con el edecán, que conocía bastante de trucos sonidísticos. Se llamaba Oalid: era egipcio, tenía una pinta bárbara y una docena de años menos que la princesa. (Con el segundo Chivas sus pupilas se aguaron casi poéticamente al soñar con vivir en L’île de la Cité.) Las montañas ya se habían estrellado de collares temblantes, y mi error -si hubo error- fue tomar el tercer whisky. Porque de la canción pareció desprenderse más que nunca el temblor inasible de la fruta dorada reflejando en el fondo de la fuente. De golpe vi una sombra asomada en la puerta. Terminé de cantar y la miré, erizándome: los ojos moros de una mujer con delantal brillaban como aljibes de ternura revuelta y barro comulgando. Retiré la mirada antes de que volviera a la cocina. Pero después de despedirme y caminar por Hamra en dirección a La Grenouille para empezar a trabajar, tuve la sensación de haber visto mi alma.
LA BÔITE-RESTAURANT donde cantábamos era la mejor puesta de Beirut, y contrataban cantantes sudamericanos o franceses especialmente traídos de París. (Teníamos buena comida y sueldo fijo, además de un soleado apartamento donde poder olvidar durante un mes las cucarachas hoteleras.)
Leda Sarkis llegó tarde esa noche, con un judío canoso de ojos congelados. Ella andaría por los cuarenta, tenía la cara demasiado alegre y la pollera demasiado corta, sin alcanzar a parecer joven ni falsa. Nos pidió la canción -con un acento casi madrileño- apenas se sentó. Yo la canté con ganas otra vez, sumergiendo el aliento en el micrófono que inundaba el salón apenumbrado: la princesa apoyó la cara en una mano y hubo dos faros fijos contemplando el temblor del amor espejismado en el fondo del tiempo.
Diez minutos después, sentados en su mesa le pregunté si por casualidad la cocinera no era de descendencia española. “Es marroquí” me contestó, vaciando una copa de vino con demasiada sed: “¿Te contó algo Oalid?”. “No” le dije: “Pero me di cuenta que entendía castellano porque salió a escuchar mientras grabábamos el tema. Leda me interrumpió con un gesto asombrado. “Pero si es sordomuda” murmuró acariciándome.
























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