miércoles

UNA EDUCACIÓN Y UNA TERAPIA PARA INQUIETOS (VI)


un ensayo inédito de Arnaldo Gomensoro


2. EL PROBLEMA: LA EDUCACION Y LA TERAPIA EN MANOS DE LOS QUIETOS

Pues bien: después de haber desarrollado la caracterización de lo que definimos como la diferenciación entre los quietos y los inquietos, pasemos a profundizar en cómo inciden los rasgos de personalidad de unos y de otros en el ejercicio de dos profesiones que se definen por su decisiva incidencia en la formación (o deformación) educativa y en la superación (o consolidación) de presuntas patologías psicológicas o psiquiátricas. Es decir, cómo incide en el ejercicio de la educación y de la terapia el que los educadores y educandos, por un lado, y los terapeutas y pacientes por otro, sean personalidades quietas o inquietas. O dicho resumiendo lo visto hasta aquí: cómo gravita en las perspectivas educativas o terapéuticas el que unos y otros resulten ser conformistas o problematizadores, seres empujados de atrás o seres atraídos de adelante, liberticidas o libertarios, seres motivados por el imperativo de satisfacer necesidades o seres comprometidos con el cumplimiento de aspiraciones.

Reflexión que, si la realizamos con suficiente radicalidad, aparte de desatar confrontaciones por demás polémicas, nos deparará seguras incomodidades.

Una primera observación nos dirá que, como era de esperar, en el mundo de las relaciones educativas y terapéuticas, se repite la misma proporción de quietos y de inquietos que en otros ámbitos de la sociedad. Y que, también aquí resulta abrumadora la mayoría de quietos, tanto entre educadores y educandos como entre terapeutas y pacientes.

Con un inconveniente obvio pero decisivo: como lo decíamos antes, en ambas realidades resulta evidente que el influjo “formativo” en educación y el influjo “curativo” en terapia exigen (o deberían exigir, para ser más precisos) por su propia naturaleza, procesos orientados a la innovación o la renovación en educación, y a la superación de las fijaciones neuróticas o psicóticas en psicoterapia y en psiquiatría. Es decir, exigen, antes que nada, una clara vocación de cambio, para la que los seres quietos aparecen como muy poco disponibles.

Quizá esta evidencia fue la que justificó movimientos tan radicales como lo fueron la “des-escolarización” de Ivan Ilich y la “anti-psiquiatría” de Cooper, Laing y otros. Es ostensible que ambos movimientos aglutinaron a los pocos inquietos de la época (quizá “hiper-inquietos”), que no soportaban la inerte quietud de la mayoría de los educadores y de los terapeutas, lamentablemente conformistas y mansamente adaptados al “statu quo”.

- La “profesionalización” y la “tecnologización” de la quietud.


Es, justamente, este inconveniente el que se constituirá en el eje de nuestro planteo: nosotros vamos a sostener y a fundamentar porqué los quietos no pueden ni educar ni curar en sentido propiamente dicho, por lo que se han limitado y se limitan a realizar la tarea eminentemente conservadora de “adaptar” a educandos y a pacientes al sistema, por aberrante, envilecedor y alienante que éste sea.

En efecto: la mayoría de los educadores, acordes con su condición de quietos, se limitan a instruir y a capacitar docentemente a niños, adolescentes y jóvenes para que dócilmente se puedan incorporar a la sociedad y, sobre todo, al mercado de trabajo, aceptando, sin cuestionar ni protestar, las condiciones que éstos les imponen. Por algo Paulo Freire pudo escribir un libro que tituló “La educación como práctica de la libertad”. Porque no podemos dejar de reconocer que la mayoría de lo que se llama “educación” (y que, casi siempre, no pasa de mera enseñanza) se constituye, por lo común, en “práctica de la servidumbre”.

En los mismos términos, se impone reivindicar, contestatariamente, una psicoterapia y una psiquiatría que sean una comprometida “práctica de la liberación de los pacientes”. Y no, como suele ser lo más común, “una práctica de la cronificación y de la eternización de sus trastornos y de sus patologías”.

El que sólo los seres inquietos e inquietantes debieran asumir tareas educativas o terapéuticas puede resultar, para muchos, a la altura de los tiempos en que vivimos, una exigencia demasiado exagerada. Sobre todo si reconocemos, como no podemos dejar de hacerlo, que cada vez son menos los inquietos que se inscriben en los centros respectivos para formarse como educadores y como terapeutas. Sin embargo, resulta muy interesante constatar que, hace no más de cincuenta años, esta exigencia era compartida por todos y se aceptaba como un lugar común indiscutible.

Baste recordar, al respecto, la caracterización muy común de la labor de los maestros como “un apostolado magisterial” y la sobreentendida vigencia del Juramento Hipocrático y de las exigencias éticas para médicos y otros terapeutas, inseparables de su ejercicio profesional en cuanto “misión de servicio”.

Efectivamente, aunque para ambas especialidades su ejercicio se constituyera también en un “modus vivendi” que asegurara a sus titulares un razonable bienestar económico personal y familiar, ambos quehaceres continuaban planteándoles exigencias éticas completamente diferentes de las que planteaban los restantes “artes u oficios”.

Pues bien, el que estas exigencias éticas, que se aceptaron durante siglos como obvias, se hayan ido desdibujando hasta casi desaparecer es el fenómeno, a nuestro parecer cada vez más preocupante, de la progresiva “profesionalización” y “tecnologización” de ambas ocupaciones, con la pérdida creciente del decisivo componente vocacional que antes resultaba inseparable, en principio, de ambas actividades. La verdad es que hoy sólo cuenta, y cada vez más, en la elección de ambas “carreras”, el tiempo que durará la capacitación y los peajes académicos que habrá que pagar para obtener el certificado (la acreditación) que habilitará la incorporación del aspirante a la puja competitiva por un lugar de privilegio en el mercado laboral.
Es evidente que lo que se ha ido perdiendo hasta casi desaparecer es el sentido de militancia comprometida que resultó, durante siglos, inseparable del ejercicio de ambas ocupaciones.

Si intentáramos expresar esta evolución en términos más rigurosos, tendríamos que decir, utilizando palabras cuyo exacto sentido se irá aclarando progresivamente, que lo que ha pasado es que, tanto en la concepción popular como en la académica, el educador como el terapeuta han abandonado el imperativo de tener que ser verdaderos “cuadros” para irse conformando con no ser más que simples “funcionarios”.

¿Qué quiere decir tener que ser un “cuadro” o conformarse con no ser más que un mero “funcionario”? Veámoslo más en detalle:

Originariamente, la palabra “cuadro” designaba a los integrantes del cuerpo de Jefes y Oficiales de determinados sectores de elite del ejército o la milicia. Actualmente designa a los miembros de cualquier equipo bien estructurado –industria, comercio, agricultura, salud- en quienes coinciden la “iniciativa” para concebir, el “mando” para dirigir, la “capacidad” para ejecutar y la “responsabilidad” para rendir cuentas. Todo esto al servicio de una ideología y de un sistema de valores que hacen del cuadro un militante comprometido.

Es interesante confrontar esta caracterización con la que hace Paulo Freire del educador en su “Pedagogía del Oprimido”, cuando dice:

“Sin liderazgo, disciplina, decisión, objetivos, tareas que cumplir y cuentas que rendir no hay organización y, sin ésta, se diluye la acción educativa”.
Siendo más precisos, diríamos que ser “cuadro” quiere decir:

• No ser un conformista.

• Estar ideológicamente identificado con la tarea que se afronta y con la metodología que se emplea.

• Sentirse personalmente comprometido no con “el mero cumplimiento de una obligación contractual”, sino con el éxito o fracaso de la empresa en que se ha embarcado.

• Sentir que se realiza vocacionalmente en su labor.

• Interpretar las dificultades como desafíos y como incentivos para re-novados y más esforzados intentos.

• Estar disponible a la crítica y a la autocrítica radicales e intransigentes.

• Actuar permanentemente en condición de dinamizador.

• Ser capaz de integrar coherente y cómodamente equipos de trabajo de estructura rigurosa y disciplinada, con fuerte espíritu de cuerpo y con dinámica básicamente ejecutiva.

• Estar alerta para poder resistirse a la proclividad burocratizante a que tienden todas las “profesiones” en la medida en que se vuelven más tecnológicas y sus titulares se organizan en corporaciones reivindicativas.

Pues bien: contrariamente a estas características que definen al “cuadro”, el “funcionario” se limita a cumplir tareas básicamente “administrativas” e instrumentales, tareas que se delimitan clara y taxativamente por el trueque de un salario preciso a cambio de una prestación precisa durante un horario preciso.

Consecuente con este carácter “contractual” de su tarea, lo propio de los funcionarios es su inclinación a la burocratización progresiva, proceso que puede resumirse así: el funcionario, que tendría que estar al servicio de su función, termina poniendo la función a su servicio.

En el caso de la educación y la terapia, el sistema termina funcionando en forma tan perversa que, paradojalmente, los educandos y los pacientes ter-minan, de hecho, poniéndose al servicio de los educadores y de los terapeutas.

Digamos, para completar el cuadro, que una de las pruebas más claras del grado en que una “profesión” se está burocratizando es la aparición de una enfermedad que podríamos llamar “presupuestitis”: en ella, todo el aparato técnico y profesional empieza a girar en torno al presupuesto y todos los “profesionales-funcionarios” se inscriben en la carrera presupuestal. El presupuesto se transforma, así, de “medio” en “fin” y la organización profesional y sus miembros pasan a ocupar todo su tiempo y todos sus recursos en “justificar” y en “equilibrar” su presupuesto.

Ahora bien: este distingo entre quehaceres que se consideran propios de los “cuadros” y quehaceres que se consideran propios de los “funcionarios” puede ayudarnos a comprender mejor la evolución de ocupaciones como la educación y la terapia. En efecto, cuando atribuimos a la “profesionalización” y a la “tecnologización” el cambio de significado de ambas tareas, lo que estamos constatando es cómo, en el correr de los últimos 50 o 60 años, sus titulares han dejado de ser considerados por el medio social, por el medio académico y por sí mismos como “cuadros” vocacionales y se han ido transformando en simples “funcionarios”.

Cómo se han ido “burocratizando” en la medida en que su condición de “técnicos” y “profesionales” ha vuelto su gestión progresivamente cada vez más despersonalizada y más vacía de la vocación de servicio y de la tónica solidaria que había constituido su rasgo más definitorio.

Por eso nos resulta muy paradojal que un elogio muy común pretenda ser, en estos tiempos, el de caracterizar el hacer educacional o terapéutico como “muy profesional”. Porque, cuanto más profesional sea el quehacer educativo o terapéutico, más estará al servicio de los intereses económicos y de status del profesional y menos al servicio de sus destinatarios naturales: los educandos y los pacientes.

Resumiendo todas estas reflexiones, diríamos que las “inquietudes” vocacionales de los educadores y de los terapeutas, antes típicos “inquietos”, se han ido aquietando en un proceso lamentable de burocratización y despersonalización progresiva de su quehacer cada vez más profesional. O, dicho de otro modo, la vocación de “inquietadores” de los educadores y terapeutas, antes embarcados en la tarea libertaria de ayudar a sus educandos y pacientes frente a sus servidumbres psicológicas, sociales y culturales, se ha ido aquietando hasta volverlos dinámicos cómplices del conformismo generalizado.

Los enfoques “reductivistas” en educación y en terapia.


Aparte de los diversos factores socioculturales que han incidido en esta progresiva burocratización del quehacer educativo y terapéutico, nos va a interesar enfatizar la incidencia en la misma de la influencia distorsionante de dos enfoques teóricos, consagrados académicamente, que han tenido directa gravitación en la creciente despersonalización de ambas profesiones.

Nos referimos, en primer lugar, a la reducción de toda educación a mera “enseñanza”, hasta la actual casi total identificación y, en segundo lugar, a la pretendida fundamentación científica (o, mejor dicho, “cientificista”) de la mayor parte de los encuadres psicoterapéuticos y psiquiátricos. Ahondaremos en ambos enfoques en los desarrollos que siguen.

Empecemos por subrayar hasta donde se desvirtúan las inquietudes educativas al irse reduciendo “toda” la educación a mera “enseñanza”.

La enseñanza siempre constituyó una parte de la educación, la parte que correspondía a lo que algunos pensadores llaman “saber instrumental”. Por el contrario, la educación propiamente dicha se centraba no en la información (transmisión de conocimientos), sino en “la formación” de la personalidad del educando, dando decidida prioridad al llamado “saber de orientación” sobre el simple saber “instrumental”.

No olvidemos que la Pedagogía deriva su nombre etimológicamente de lo que los griegos designaban como “paidagogos”, que significaba literalmente, el adulto que guía a los niños y a los adolescentes.

A este respecto es elocuente constatar y tratar de justipreciar como, paralelamente a la identificación de la educación con la enseñanza, desaparece o casi de la literatura y de la teoría educativa la Pedagogía como disciplina central, siendo sustituida casi totalmente por las “ciencias de la educación” al servicio de la “enseñanza-aprendizaje”. Tanto que inducen a algunos nostálgicos a reclamar, reivindicativamente, volver a la educación en valores, como si pudiera haber alguna educación propiamente dicha que no lo sea.

Complementariamente, otra disciplina que también ha desaparecido prácticamente de la capacitación de los educadores es la Filosofía de la Educación, desplazada por los cada vez más pragmáticos cultivadores de de la “formación científico-técnica”

A este respecto, resulta oportuno recordar el planteo del pedagogo argentino Juan Mantovani en su libro “La educación y sus tres problemas”. Él definía el problema de la naturaleza del ser humano como el problema previo de la pedagogía; el problema de los fines de la educación como el problema esencial; y el problema de los medios, de los instrumentos, como el problema derivado. Pues bien: el tema de la enseñanza se refiere específicamente al tercer problema, al problema derivado, es decir, al problema menos importante (que antes, en forma mucho más razonable que ahora, se atendía por una disciplina particular: la didáctica).

Porque tenemos que reconocerlo: el énfasis exagerado en la enseñanza se saltea los dos problemas más importantes de la educación: el problema previo (de qué ser humano queremos formar) y el problema esencial (de cuáles serán los valores y los fines que orientarán el trabajo educativo).

Es interesante comprobar hasta donde este énfasis exagerado y unilateral en la enseñanza (en el problema “derivado” según Mantovani) en detrimento del problema del ser y del llegar a ser del educando y de los fines que tendrían que orientar su formación, resulta el mejor triunfo de la llamada por Paulo Freire “educación bancaria”. Es decir, paradojalmente cuanto más los educadores reconocen a Paulo Freire teóricamente como un referente decisivo, más se deslizan de hecho a la condición de simples “tecnólogos de la enseñanza”, cuya principal tarea será la de aumentar el monto de saberes utilitarios en la “cuenta corriente” de sus alumnos. Depósitos que les habilitarán, sin ningún tipo de inquietudes, la posibilidad de incorporarse a la competitividad desenfrenada en procura de un lugar de privilegio en el mercado de oportunidades laborales y seductoras.

Es importante aludir aquí a otro problema que sigue siendo fuente de confusiones y de malentendidos: nos referimos al problema del laicismo en la enseñanza y en la educación.

En nuestra historia educativa, el laicismo tuvo que ver, casi exclusivamente, con el cuestionamiento a la ingerencia de la Iglesia Católica en los planes y programas de enseñanza escolar.

Es claro que la “laicidad” se refiere, si aplicamos el concepto con un mínimo de rigor, a la “enseñanza” y no a la “educación”. Y esto por una razón de esencia: la laicidad es sinónimo de neutralidad. La enseñanza puede y debe ser neutral. La educación, en cambio, en la medida en que es tal, es decir, en la medida en que es “orientación” existencial, no puede ser neutral sino que, por su propia naturaleza, tiene que definirse por un claro compromiso con un determinado sistema de valores. Es decir: la enseñanza podrá y tendrá que ser “laica, gratuita y obligatoria”. La educación podrá ser gratuita y obligatoria, pero no podrá ser “laica”. O dejará de ser educación.

A este respecto, resulta oportuno referirnos al planteo que realiza Emmanuel Mounier cuando distingue lo que él llama “libertad de sujeción” de lo que llama “libertad de adhesión”. Ser libres o llegar a ser libres no supone sólo cortar las cadenas que nos oprimen, sino acceder, trascendiendo esa libertad de dependencias, a la posibilidad de “adherirnos”, de “afiliarnos”, de “comprometernos” con valores alternativos.

O, dicho de otro modo: el laicismo en educación no puede y no debe equivaler a neutralidad, sino todo lo contrario. Exige la adhesión comprometida, “creativa”, a nuevos valores elegidos libre y responsablemente, unida al respeto por otras posibles opciones realizadas por otros en ejercicio de un irrestricto pluralismo axiológico y ético. Y esto es tan obvio que resulta confirmado por la realidad de lo que pasa en escuelas y liceos públicos por un lado y en escuelas y liceos religiosos por otro. Tanto unos como otros deben sujetarse a los mismos planes y programas de enseñanza. Cada uno de ellos se ajustará, en cambio, a parámetros educativos congruentes con sus convicciones laicas o religiosas, y educará a sus alumnos en la concepción filosófica, ética o religiosa por la que haya optado.

Y, en este mismo sentido, es forzoso reconocer que cuando un sistema educativo se pretende laico, neutral, se engaña a sí mismo o trata de engañar. Porque negarse al compromiso claro y expreso con un determinado sistema de valores equivale, en los hechos, a comprometerse tácitamente con el sistema establecido, con el statu quo, cualquiera que éste sea.

Por algo el educador clásico, el “paidagogos”, no fue concebido como “un enseñador”, sino como un “guía”, como “un orientador”, que, naturalmente, tenía que tener claro y asumido hacia dónde guiaba y hacia dónde orientaba los pasos de sus educandos.

Pues bien: es justamente el compromiso con esta vocación de guías y de orientadores lo que pierde el educador que se conforma con no ser más que un “tecnólogo de la enseñanza-aprendizaje” y que degrada su “misión” en mera profesión burocratizada.

Hasta aquí la evaluación de cómo determinados paradigmas teóricos, con indudable respaldo académico, tales como el enfoque reduccionista que identifica “educación” con “enseñanza”, pueden sumarse a los otros factores socio-culturales que desvirtúan el trabajo educativo volviéndolo despersonalizado y burocrático.

Veamos, ahora, como el mismo fenómeno se reitera en el ámbito de las tareas de orientación psicológica y de tratamiento de presuntas patologías psiquiátricas. Aquí el paradigma distorsionante está constituido por la aceptación generalizada de que para la comprensión y el manejo de los problemas psicológicos y existenciales son aplicables, sin más, los mismos modelos epistemológicos de las ciencias naturales y de su exitosa derivación tecnológica. Un primer traslado mecánico de dicho paradigma, desde las ciencias naturales a las llamadas “ciencias humanas”, lo hace la medicina, manejando el organismo humano en base a ciencias como la física, la química o la biología animal, con una aplicación ortodoxa y sin fisuras del determinismo causal absoluto como modelo explicativo.

Es evidente que las explicaciones causales y sólo causales se demuestran extraordinariamente efectivas para manejar las patologías exclusivamente orgánicas (por ejemplo, cuadros infecciosos o lesiones traumatológicas). Prueba de ello son los casi milagrosos éxitos de algunos tratamientos quirúrgicos y de algunos medicamentos de la farmacología médica.

Aunque también es cierto que, en la medida en que se entra a reconocer y a justipreciar la influencia de los factores emocionales y existenciales tanto en la vulnerabilidad como en la inmunidad de las personas ante los factores patógenos, se abre un campo infinitamente amplio de cuestionamientos que, iniciándose con los de la medicina psico-somática, se multiplica en las a veces muy serias y otras veces demasiado folklóricas “medicinas alternativas”.

Pues bien: la psiquiatría y la psicoterapia han sufrido y sufren, cada vez más, el “reduccionismo” que supone el haber trasladado mecánicamente el modelo bio-médico de determinismo causal absoluto desde la medicina orgánica al mundo de las alteraciones emocionales y de las crisis existenciales.

Es cierto que este traslado mecánico no nos debería extrañar si reconocemos que casi todos los pioneros de la psicología clínica fueron médicos psiquiatras, empezando por el mismo Segismundo Freud. Este origen explica, sin más, el “patologismo” que actúa como marco de referencia casi universal de prácticamente la mayor parte de las escuelas psicoterapéuticas y psiquiátricas. A este respecto, resulta esclarecedor observar hasta dónde los psicólogos de las más variadas escuelas se han dejado seducir por la comodidad que suponía poder manejar los trastornos emocionales en base al modelo clásico de la medicina, es decir, en base a la secuencia diagnóstico, etiología, pronóstico y tratamiento.

Es obvio que, en las patologías orgánicas, es indiscutible que se justifica considerar como los momentos más importantes de la secuencia al diagnóstico y al determinismo causal (etiología) y, consecuentemente, a la posibilidad de actuar sobre las causas para modificar los efectos como esencia de la praxis médica.

Pero el problema se plantea cuando trasladamos acrítica y mecánicamente este modelo a áreas no médicas. Es bueno recordar, a este respecto, la advertencia de Emmanuel Mounier cuando nos dice, en su “Tratado de caracterología”, que, en psicología y en orientación personal, “diagnosticar suele equivaler a desahuciar.”

Es decir, nos advierte el peligro que supone en psicología, e incluso en muchos casos de psiquiatría, terminar reduciendo las presuntas “neurosis” o “psicosis” a no más que a una especie de “virosis”, donde el agente causal, el “virus”, podría ser cualquier cosa que nos hubiera sucedido en el pasado: un trauma infantil, un complejo mal elaborado, la sobreprotección maternal o la carencia de afectos en la niñez. Según la infinita variedad de escuelas psicoterapéuticas, el factor causal decisivo, también infinitamente variable, podría ser éste o aquél o aquel otro, reduciéndose todas las explicaciones y los tratamientos a intentar descubrirlos y neutralizar sus efectos patógenos.

El que caracteriza bien este encuadre (al que llama “reductivismo psicologista”) es Víctor Frankl cuando cuestiona la tendencia de los psicoterapeutas a “reducir” todos los problemas que angustian a la gente a “no más que” libido reprimida, complejos de inferioridad o Edipos mal resueltos.



(continúa próximo miercoles)

2 comentarios:

Roch dijo...

“diagnosticar suele equivaler a desahuciar.”

ESA DEBE SER LA MATERIA QUE SI APROBO EL QUE CONSERVO ...
Diagnosticar = colocar etiquetas...

es muyyy largo, da para mucho más.

zen dijo...

Estimada Roch, es verdad.
Largo e interesante, y lo importante que de y da, para mucho más.

Si gusta, me encantaría poder escucharla.

Un abrazo grande.

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