lunes

8/3 JUAN CARLOS ONETTI

También a fines de los sesenta encontré en el depósito de una librería, menos para mi suerte que para mi desgracia -si se toma en cuenta la edad en que me tocó leerlo- un viejísimo ejemplar de Viaje al fin de la noche que le corrí a mostrar al Viejo aquella misma tarde.

Onetti me lo arrancó de las manos y lo hojeó hasta la escena de la despedida entre Ferdinand y Molly. La subrayó grotescamente con un marcador negro, renglón por renglón, y después puso Onetti en la primera página.

Primero lo voy a leer yo, me dijo con cara de buda abusivo y malcriado: Podés venir a buscarlo dentro de una semana.

A la semana me lo devolvió, contándome -detalladas anécdotas mediante- cómo había llegado a entusiasmar hasta al mismo Joaquín Torres García con el maldito Dr. Destouches.

Hay que aclarar que Joaquín Torres García ha sido uno de los pocos hombres capaces de derrotar a Onetti en la vieja pulseada donde los sacrificados adanes de la especie -las mujeres son innegablemente superiores en ese sentido: le dan más importancia a pujar que a pulsear, tengan o no tengan hijos- ponen en juego su creencia o descreencia en el género humano.

El Viejo ha reconocido, incluso -con la siempre humildísima devoción ofrecida a los contados bípedos implumes que considera extraordinarios y utiliza de paso como excepciones confirmatorias de la infalible suciedad humana- su derrota frente a la todopoderosa esperanza torresgarciana en un hermoso artículo publicado en España al principio de su exilio.

Yo me devoré Viaje en unos días y me estaqueó, seguro.

No debe ser difícil adherir al mejor de los párrafos que escribió Onetti en Marcha el 1 de diciembre de 1961, a propósito del Dr. Destouches:

Fue en vísperas de la guerra, de la segunda, que logramos atrapar este libro. O él estaba destinado a atraparme a mí. Viaje era feroz y fue escrito para mostrarme y confirmar la ferocidad del mundo.
Puede ser que se trate de una gran mentira, armada con talento. La gente no es egoísta ni miserable, no envejece, no se muere de golpe ni aullando, no engendra hijos que padezcan lo mismo. Los objetos, los amores, los días, los simples entusiasmos, no están destinados a la mugre y a la carcoma.
Céline miente, entonces; vivió en el paraíso y fue incapaz de comprenderlo. Pero existe algo llamado literatura, un oficio, una manía, un arte. Y Viaje es, en ese terreno, una de las mejores cosas hechas en este siglo.

Por aquel tiempo le comenté a Manolita Piña de Torres García (que a punto de cumplir cien años, en este soleado abril montevideano de 1982, recorre el barrio con un sombrero de paja que le refresca la sobrehumana lucidez de la risa y los ojos) lo que me había contado Onetti a propósito de Viaje.

Manolita se rio, divertida.

Pues no ha de ser verdad, dijo: Torres jamás leía esa clase de libros. Los aceptaba, los miraba un poco y después los guardaba en la mesa de luz. Luego, cuando lo devolvía, decía que era muy bueno y todo eso, pero jamás leía esa clases de libros. Es que es horrible, ¿no? Yo lo leí en francés, me acuerdo, en aquel tiempo. Debe de estar muy bien escrito y todo eso, pero recuerdo que no me gustó: qué cosa más horrible.

El cronista no se anima a jugarse por ninguna de las dos versiones, aunque lo seduzca mucho más -como no podía ser de otra manera- la óptica femenina.

Creemos que en realidad no importa demasiado si don Joaquín Torres García pudo sobrellevar la lectura de un libro donde se eligió la ferocidad, la mugre y el regusto por la bazofia con singular entusiasmo (Onetti dixit), a pesar de la maravillosa escena redentora que el Viejo se apuró a subrayar -y le agradeceré siempre la tácita advertencia- enseguida de arrebatármelo.

Lo que cuenta es que Torres, al toparse con Viaje, ya había pasado hacía bastante tiempo la edad en que se aprende (y no todos lo aprenden) a no decirle piropos de corazón a las sirenas que se nos atraviesan en el Ponto a cierta altura de ciertas travesías.

Y fin a la cuestión. No por casualidad el pintor constructivista le ganaba pulseadas a hombres que han tenido prohibido (según lo testimonian públicas confesiones) el uso de su demoledor tentáculo derecho en las finales por el descenso o el ascenso que jugaba el Blue Star.




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