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A LA BÚSQUEDA DE UNA IDENTIDAD EN LA OBRA DE JUAN CARLOS ONETTI (49) - MARYSE RENAUD

 Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola 

1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la Universidad de Poitiers.

1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.

 

HISTORIA Y FICCIÓN

 

VI. LA DUPLICIDAD DE LA PALABRA MÍTICA (4)

 

El tercer y último atributo afirma bastante inesperadamente la humanidad y la vulnerabilidad de Petrus, al ser presentado este bajo el conmovedor aspecto de un mártir cristiano que afronta con valentía las mil muertes que le inflige una burocracia paralizante y un poder político insensible a sus llamamientos: el episodio de su encarcelamiento, su coraje a toda prueba y la insistencia en la descripción de su decrepitud física lo transforman en un doble del Cristo perseguido por su propio pueblo, incomprendido y expiador de los pecados del mundo. Pero el desdoblamiento del Creador absoluto y su aparente envilecimiento en la figura del Hijo no representa más que otro subterfugio del discurso mítico: herido dentro de un cuerpo que deja asomar los estigmas de la muerte, Petrus va justamente a desempeñar el papel de Redentor. Humano pero a la vez extrañamente divino, él entonces será capaz de salir fortalecido de todas las pruebas. Y el círculo se cierra perfectamente sobre sí mismo: metafísica e Historia, en un movimiento sin fin, parecen confortarse mutuamente para elevar a Petrus al rango de portavoz indiscutible e inspirado del espíritu mismo del Progreso.

 

En cuanto a la segunda palabra clave de El astillero, “muchachos” (118), consustanciada y asociada con el término precedente, “fundador”, contribuye a precisar los contornos del mito del Progreso. El semema “muchachos” se descompone aquí en dos semas esenciales, que termina por ser objeto de una constante recuperación por parte del mito del Progreso. Antes que nada, el texto pone en evidencia la presunta juventud de los implicados (Gálvez, Kunz y Larsen), oponiéndola implícitamente a la avanzada edad de Petrus, “el gran viejo del astillero”; luego subraya la relación familiar que une a los “hijos” con el padre, el jefe del clan; finalmente, maneja con habilidad las virtualidades afectivas del término, a las que vacía de toda noción concreta de solidaridad obrera, sustituyéndola, como lo hicieron la dictadura peronista y muchos otros regímenes totalitarios, por la vaga idea de una armonía universal, fundada sobre la bondad natural del hombre y la negación más o menos confesada de la lucha de clases. Así puede surgir, directamente ligado al primer sema, una especie de mito “stajanovista” exaltador de la juventud, la productividad y el coraje de esos obreros modelos que vienen a ser Gálvez y Kunz:

 

Entonces Larsen encendió un cigarrillo y se echó hacia atrás sonriente, condenado a defender algo que ignoraba, a pesar del ridículo y el error.

-Gracias otra vez -dijo-. Cinco mil está bien. Mañana empezamos. Les prevengo que me gusta que se trabaje.

Los dos hombres asintieron con la cabeza, pidieron más café, dedicaron tiempo y silencio a ofrecerse cigarrillos y fósforos. (119)

 

La autoridad paternal reconocida a Petrus y, por extensión, a su gerente Larsen justificará la sumisión final de todos los empleados, en el marco de un renovado orden sujeto a la jerarquía “natural”. Por último, en nombre de la armonía universal, la “gran familia” y la “comunidad humana”, aquellos que dependen del astillero darán un paso más hacia la alienación y la resignación, aceptando la ilusión erigida en un principio político, como lo exige el mito del Progreso. El episodio de la “cartulina verde” robada por Gálvez es muy elocuente al respecto. A lo largo de un curioso entrecruzamiento narrativo los hijos se han ido sintiendo moralmente obligados, por el respeto filial debido a Petrus, a asumir una de las funciones del Padre: ellos deben aceptar -como se los recuerda severamente Larsen- las humillaciones, la miseria y hasta el martirio para preservar la cohesión de un orden familiar que nadie debe cuestionar. Por esta razón, el robo de la “cartulina verde” cometido por Gálvez, el rebelde, viene a constituir un verdadero sacrilegio:

 

Se limpió la cara con una manga y la alzó repentinamente tranquilizada. El brillo del sudor parecía rejuvenecerla. Los ojos y la sonrisa no contenían nada más que una oferta de complicidad. (…)

-Deme un cigarrillo. El título ya no está aquí y creo que tampoco lo tiene Gálvez. La verdad yo ya había resuelto robarlo para dárselo a usted; pero él, de golpe, enloqueció y se puso a querer el papel ese como si fuera una persona. Lo estuve viendo no querer otra cosa en el mundo. Una cartulina verde. Estoy segura de que no hubiese podido seguir viviendo sin ella (120).

 

La interpenetración y la confusión de los papeles en el seno de la familia son entonces consideradas imprescindibles para la consumación de la unidad sagrada. Pero las numerosas notas discordante que salpican El astillero no dejan ninguna duda acerca de la invalidez del modelo propuesto: Gálvez, acorralado, se suicida; Larsen se escapa del infierno del astillero, pero muere sin poder reencontrarse con el mundo de la normalidad. El Guía supremo, el “conductor” cuya tenacidad y dinamismo parecían garantizar el bienestar de la comunidad, resulta incapaz de cumplir con sus compromisos. El mito reformista que sustituye aquí insidiosamente al mito revolucionario -entrevisto en El pozo y en Tierra de nadie a través de la vivificante presencia de Lázaro, el obrero, y del sindicalista Bidart- termina por desmoronarse. La pretendida alianza patronal-obrera y el grotesco culto de la productividad -que eclipsan definitivamente en El astillero a la combatividad obrera, la generosidad y el amor a los libros y a la vida, presentes en los textos anteriores- no logran asegurar el bienestar personal y colectivo.

 

Notas 

(118) Ibíd., El astillero – II, p. 29: “Los muchachos se han ido a comer -dijo Petrus, tolerante, con un tercio de su sonrisa. Pero no perdamos tiempo. Venga por la tarde y preséntese. Usted es el Gerente General. Tengo que irme para Buenos Aires a mediodía. Los detalles los arreglaremos después”. O también, p. 30: “Los muchachos, Kunz y Gálvez, estaban comiendo de lo de Belgrano. Si Larsen hubiera atendido su propia hambre aquel mediodía, si no hubiese preferido ayunar entre símbolos, en un aire de epílogo que él fortalecía y amaba, sin saberlo -y ya con la intensidad del amor, reencuentro y reposo con que se aspira el aire de la tierra natal-, tal vez hubiera logrado salvarse o, por lo menos, continuar perdiéndose sin tener que aceptarlo, sin que su perdición se hiciera inocultable, pública, gozosa”.

(119) Ibíd., pp. 33-34.

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