La pulpería (25)
Quien pudo presenciar
alguna vez el caracolear del picazo del Gato Pajero y el encabritarse echando espuma
del lobuno media sangre del Comisario Tigre; aquel que en el potrero de la
Comisaría, presenciando de lejos alguno de los frecuentes simulacros de cargas
a sable, apreció los ímpetus del overo rosado del Cabo Pato, del gateado del
Soldado Comadreja, del tordillo del Flamenco y del rosillo del Águila y del
rabicano del Cuzco Overo, tendría que agarrarse la cabeza al imaginar el
potencial de energías que allí estaba contenido… y que ahora, ya, a la convenida
señal del Montés, fue liberado por el cierre de piernas del Carpincho al
rebenquear el mar de ancas y salir, la boca hecha pororó, en pos del alud de
cascos, de patadas, de riendas que al ser pisadas se partían como hilos, de
brilloso reblanqueo de deformes dientes, de ojazos en brasa, de llamaradas de
crines, es estribos remedando enloquecidas péndulas… entre un sordo temblor
redoblado, al tiempo que el Montés se mandaba para adentro con la siniestra también
de pistola, a los gritos de:
-¡Arriba las manos, la
policía! ¡Y el público que las abaje, no más! ¡Queda libre!
-¿Vio, amigo Don Juan, lo
que le decía? Este Montés no tiene precio. Y esa disparada de caballos que se
siente, por algo será.
Aquello fue que ni
ensayado con batuta. Y los dos Soldados que ya levantaban inquisidores los
ricos ponchos de Don Juan y del Venado, con energía fueron obligados a virar
hasta quedar de espaldas y ya estuvieron desarmados y ya sintieron clarito en
el espinazo la boca de sus mismísimas pistolas, mientras descendía un bosque de
brazos entumecidos y, al mismo tiempo, los enmangados de militar, sin
equivocarse uno, se elevaban. El único retrasado fue el Cabo Cuzco Overo.
Porque, previamente, él debió depositar la bolsa de la requisa con mucha
precaución en el suelo, no fuera cosa que, con el choque, las armas de fuego
empezaran por su cuenta los tiros. Además, en dos tiempos debió realizar la
deposición pues, la bolsa aun en el aire, lo paró el derramarse en añicos de
los vasos y las botellas de una mesa, al impacto de grasiento mazo de naipes
que, a su vez, rodó en profusión de cartas.
Apenas posado en el suelo
el bolso, hasta él brincò el tuerto Avestruz gorra de vasco, lo agarró de
abajo; volcó su arsenal, se apoderó de una alarmante pistola y, pechando Solados
y civiles, enderezó hacia Don Juan y el Venado, quienes también empuñaban ahora
sendas pistolas de caballería.
-¡Siempre persiguiendo!
-vociferaba en su marcha-; ¡siempre de jueces… que es lo cómodo!
El Comisario Tigre se hizo
arco.
-¡Qué soba, pero qué soba
que te voy a dar cuando te pesque! -se prometió estrechando allá arriba sus
manos. Y pasó a contraer consigo mismo otro compromiso espeluznante, pues
presenciando cómo por dificultades con el sable despojaban de todo el correaje
al Cabo Cuzco Overo, vio, estupefacto, lo que vio-. ¿Pero cómo? ¡Si este no
está que es unas pascuas, no sé qué te diga!
¡Oh, sí!, en aquel rostro
nacía, se desvanecía de súbito como con arrepentimiento, y volvía a aparecer
una sonrisa encantada.
-¡Qué escándalo! ¡Por las
cosas que uno tiene que pasar en la vida! -se dijo-. ¡Ya vas a ver la… las, las
que te esperan, milico de porquería! ¡Son todos iguales, bien te digo yo!
-Bueno, pase ahora para
atrás, con los otros… Ahora, venga usté.
Era el Venado desarmando
milicos mientras Don Juan y el Voluntario Avestruz mantenían a raya, alargadas
las pistolas.
-¿Y usté que está
haciendo así?
-¿Y… yo qué sé?
Así respondió desde el
mostrador el pulpero. Era que, por congraciarse con sus parroquianos, él había
alzado al tiempo que ellos los brazos, y al ellos bajarlos él dejó los suyos
siempre arriba, a la espera de los policiales, pues tuvo la corazonada de que
el natural desafecto de sus clientes lo hubiera ubicado entre la gente del
Gobierno y podría recibir algún tiro por desacato a los destacados si no
presentaba sus manos a la altura de las del milicaje.
-¡Baje eso, caray!
Don Juan resolvió apurar.
-Acerquesé -ordenó al
Hurón, quien tiró el pucho para cuadrarse militarmente- y haga el favor. Entre
los cojinillos de mi costado hay una maleta plegadita. Traigamelá. Y ajuste
bien otra vez la sobrecincha; no se me vaya a olvidar.
-¡Qué escándalo! ¡Que
escándalo!
Así se decía para sí el
Comisario cuando el Venado le quitó de la cintura el “cabo de nácar” y debió
marchar también él al rincón policial.
-Si es que salgo de estas
y llegás a caer en mis manos, para bien de volverte a colocar tus güesos van a
tener que sacar cuentas. ¡Te lo garanto!
-¡Esto sí que está
bonito, amigo Carancho! ¡Ahora recuperamos nuestras armas!
-Y Don Juan ordenará el
jusilamiento -se alzó entre un ansioso jadear.
-¿Aquel abajo de la mesa,
diga, no es mi trabuquito, amigo Chimango?
-¿Quién va a ver tan
lejos? Será o no será, compadre Lechuzón.
Regresó el Hurón con la
maleta. Y con ella Don Juan se dirigió al mostrador, haciendo un previo desvío
para llegar al Zorrino que con el Carancho, el Chimango y el Lechuzón, avanzaba
hacia el arsenal.
-Recoja su daga, primo, y
se me aposta en la enramada.
-¿Y nosotros tres?
Sin saber qué decir a
aquellos estorbos, Don Juan vaciló un momento. Y contestó:
-¿Ustedes? Como estacas,
aquí. Cuidándome las espaldas.
Al recoger su arma, el
Zorrino fue vencido por una tentación. Al lado estaba el correaje del Cabo
Cuzco Overo con su sable. Contempló el conjunto, lo agarró por una de sus
guascas y, sin vacilar más debido al apuro, salió con él medio a rastras, tratando
de desasirle el espadón. Al llegar a la puerta, ya bajo el poncho bien sujeta a
su cinto llevaba su nueva arma. Y de inmediato fue abocado a una apasionante
situación. Veía venir, a galope tendido en un malacarita, a uno de machete que,
de las caderas para abajo, era milico y, de ellas para arriba, sin contar la
cabeza, que estaba de quepis, era particular.
-¡Con razón me destacó Don
Juan1 -se dijo el Zorrino al apreciar la parte policial de la vestimenta que se
venía arriba-. ¡A ese me lo dejo seco de una estocada!
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