SEPTUAGESIMOPRIMERA ENTREGA
CUARTA PARTE
35. LA MÉDICA RURAL (2)
Tres días después diagnostiqué que mi problema era una leve fibrilación cardíaca, tal vez algo más, pero nada grave. Me declaré sana. Pero no estaba bien. El seco verano de 1988 fue duro.
Durante la época de más calor supervisé la terminación de las casas redondas del centro, hice un corto viaje a Europa y celebré mi sexagésimo segundo cumpleaños con una fiesta para las familias que habían adoptado bebés infectados por el sida. A finales de julio me sentía más cansada que de costumbre.
No hice caso de la fatiga. El 6 de agosto de ese año iba conduciendo cuesta abajo por una escarpada colina de la granja acompañada por Ann, una amiga médica de Australia que estaba de visita, y mi ex ayudante Charlotte, enfermera, cuando de pronto sentí una contracción en la cabeza, una dolorosa punzada que me recorrió como una corriente eléctrica el lado derecho del cuerpo. Me cogí la cabeza con la mano izquierda y frené en seco. Poco a poco sentí que una gran laxitud invadía mi cuerpo, hasta que quedó completamente entumecido.
-Acabo de tener una embolia cerebral -le dije tranquilamente a Ann, que iba sentada a mi lado.
Ninguna de las tres sabía qué pensar en ese momento. ¿Estábamos asustadas? ¿Estábamos aterradas? No. Habría sido difícil encontrar a tres mujeres más capaces y tranquilas. No sé muy bien cómo me las arreglé para llevar la camioneta de vuelta a la alquería y frenar.
-¿Cómo te sientes, Elisabeth? -me preguntaron.
La verdad es que yo no lo sabía. Ya no era capaz de hablar con claridad, no podía mover bien la lengua, tenía la boca paralizada como si sus partes se hubieran cansado, y el brazo derecho ya no obedecía ninguna orden.
-Tenemos que llevarla al hospital -dijo Ann.
-Chorradas -conseguí decir-. ¿Qué pueden hacer para una embolia? No hacen nada fuera
de observar.
Pero, consciente de que al menos necesitaba un reconocimiento, las dejé que me llevaran al Centro Médico de la Universidad de Virginia. Esa noche estuve sentada en la sala de urgencias. Allí era la única paciente que se moría de ganas de tomar una taza de café y fumar un cigarrillo. Lo mejor que se les ocurrió hacer fue enviarme a un médico que se negó a admitirme a menos que dejara de fumar.
-¡No! -exclamé.
Él se cruzó de brazos, con aire de gran autoridad, para demostrar que él era quien mandaba allí. Yo no tenía idea de que era el jefe de la unidad de apoplejía. Ni me importaba.
-Es mi vida -le dije.
Mientras tanto, un médico joven, divertido por la pelea, comentó que la esposa de un importante catedrático de la universidad había hecho uso de su influencia para que la ingresaran en una habitación privada donde pudiera fumar.
-Pregúntenle si le importaría tener una compañera de habitación -les pedí.
La señora estuvo encantada de tener compañía. Tan pronto como cerraron la puerta, mi compañera de cuarto, una simpática e inteligente señora de setenta y un años, y yo encendimos nuestros cigarrillos. Nos comportábamos como dos adolescentes traviesas. Apenas oíamos pasos, yo daba la señal y escondíamos cigarrillos.
Reconozco que yo no era una paciente fácil, pero de todas formas no me trataron bien. Nadie hizo un historial completo de mi caso, nadie me hizo un examen exhaustivo. Durante la noche, a cada hora venía una enfermera y me ponía una linterna encendida ante los ojos.
-¿Está durmiendo? -me preguntaba.
-¡Ya no! -gruñía yo.
La última noche que estuve en el hospital le pregunté a la enfermera si podían despertarme con música.
-No podemos hacer eso -contestó.
-¿Y entonando una melodía, cantada o silbada?
-Tampoco podemos hacer eso.
Eso fue lo único que oí: "No podemos hacer eso."
Finalmente me harté. A las ocho de la mañana del tercer día, fui cojeando hasta el puesto de las enfermeras, seguida de cerca por mi compañera de cuarto, y me di el alta.
-No puede marcharse -me dijeron.
-¿Cuánto apostamos?
-Pero es que no puede.
-Soy médica.
-No, usted es una paciente.
-Los pacientes también tenemos derechos. Voy a firmar los papeles.
No hay comentarios:
Publicar un comentario