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LA TIERRA PURPÚREA (57) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


XV / “CUANDO SUENA LA TROMPA GUERRERA” (3)


Agradecí al comandante, cuyo aspecto y lenguaje eran ajenos de un bandido revolucionario, y tan pronto como pude montar a caballo, nos lanzamos a todo galope por la calle principal. Nos detuvimos enfrente a una vieja casa grande de piedras, en los confines de la población, situada a cierta distancia detrás del camino y escondida por una alta alameda. La pared trasera daba al camino, y después de atar nuestros caballos a la tranquera, pasamos por el costado de la casa hacia su parte interior y entramos en un espacioso patio. Un ancho corredor con pilastras de maderas pintadas de blanco se extendía a lo largo de la fachada, y todo el patio estaba sombreado por un enorme parral. Era evidentemente una de las mejores casas del lugar, y viniendo directamente del sol deslumbrante y del blanco y polvoriento camino, el patio con su frondoso parral y el umbroso corredor, se veían deliciosamente frescos y atractivos. Un alegre grupo de unas doce o quince personas estaban reunidas bajo el corredor, algunas sorbiendo mate, otras chupando el jugo de uvas; y cuando llegamos nosotros, una señorita terminaba de cantar una canción al compás de la guitarra. Inmediatamente distinguí al general Santa Coloma, sentado al lado de la joven con la guitarra; era alto, de imponente presencia, de rasgos algo irregulares y con el rostro bronceado y curtido por la intemperie. Calzaba botas y espuelas, y sobre su uniforme llevaba puesto un ponchillo blanco de seda con franja morada. Juzgué, por su semblante, que no era feroz o cruel, según uno concibe a un caudillo revolucionario de la Banda Oriental; y acordándome que dentro de pocos minutos se marcharía, deseaba acercarme y contarle mi caso. Los otros, sin embargo, me lo impidieron, porque quiso la casualidad que precisamente en ese momento el general estuviera entretenido en una animada conversación con la joven. Tan pronto como la observé con atención, no tuve ojos para ninguna otra cara allí presente. El tipo era español y jamás he visto de su clase, una cara más perfecta; una profusión de pelo negro con reflejos azules sombreaba la baja espaciosa frente, la nariz perfilada, los brillantes ojos negros y sus purpúreos y entreabiertos labios en flor. Era alta, y la perfección de su figura corría pareja con la belleza de su rostro; llevaba puesto un blanco vestido, y como único adorno, una rosa granate oscuro prendida al pecho. Parado allí, inadvertido al extremo del corredor, la contemplé con una especie de embeleso, escuchando su alegre y cadenciosa risa y animada conversación y observando la ligereza y el brío de su cuerpo, sus chispeantes ojos y sus mejillas sonrosadas de animación. “Esa sí que es una mujer -pensé, exhalando un desleal suspiro, y sintiendo un cierto remordimiento al lanzarlo- que yo pudiera haber idolatrado.” En ese momento ella le pasaba la guitarra al general.

-¡Usted nos ha prometido cantar una canción antes de irse y no acepto ninguna excusa! -dijo ella.

Por último, Santa Coloma tomó el instrumento, protestando que tenía una pésima voz, y luego, rasgueando las cuerdas, empezó a cantar aquella espléndida canción española de amor y de guerra:

“Cuando suena la trompa guerrera.”

Era una voz un tanto áspera y sin cultura, pero cantó con mucho fuego y expresión y fue calurosamente aplaudido.

Apenas concluyó de cantar, le devolvió la guitarra a la joven, y poniéndose precipitadamente de pie y despidiéndose de todos, se volvió para irse.

Pasando adelante, me puse enfrente de él y empecé a hablar:

-Tengo mucha prisa y no puedo escucharle ahora -dijo rápidamente, apenas mirándome-. Usted es prisionero…, herido, veo; pues, cuando vuelva… -De repente se detuvo, y tomándome del brazo herido, dijo: -¿Cómo fue usted lastimado? ¡Dígame pronto!

Su manera áspera e impaciente, además de la presencia de veinte personas alrededor, todas observándome, me turbaron y sólo pude balbucir algunas pocas e incoherentes palabras, sintiendo que me estaba poniendo color de grana hasta las raíces del cabello.

-Permítame contarle, mi general -dijo Alday, adelantándose.

-¡No, no! -repuso el general-, él mismo me lo contará.

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