SEXAGESIMOTERCERA ENTREGA
CUARTA PARTE
I
Mistress Fellows estaba acostada en el caluroso cuarto del hotel escuchando la sirena de un vapor en el río. No podía ver nada porque tenía sobre la frente y los ojos un pañuelo empapado en agua de colonia. Gritó agudamente:
-¡Querido! ¡Querido! -pero nadie contestó. Se sentía enterrada prematuramente en aquella gran tumba familiar de bronce, completamente sola, sobre dos almohadas, debajo de un dosel-. ¡Querido! -volvió a decir con viveza, y aguardó.
-¿Qué hay, Trixy? -contestó el capitán Fellows-. Estaba dormido, soñando...
-Échame un poco más de colonia en este pañuelo, querido. La cabeza me estalla.
-Sí, Trixy.
Cogió el pañuelo. El hombre parecía viejo y cansado y fastidiado... un hombre sin ocupación. Se llegó a la mesa-tocador y empapó la tela.
-No demasiada, querido. Tardaremos algunos días en poder comprar más.
Él no contestó y ella dijo apremiante:
-Oyes lo que te digo, querido, ¿verdad?
-Sí.
-Estás tan callado estos días... No te das cuenta de lo que es estar enferma y sola.
-Bueno –repuso el capitán Fellows-, ya sabes la causa.
-Pero hemos acordado, querido, que lo mejor era no hablar jamás del asunto. ¿No es cierto? No debemos ser morbosos.
-No.
-Tenemos que encauzar nuestra propia vida.
-Sí.
Se acercó al lecho y puso el pañuelo sobre los ojos de su mujer. Después, sentándose en una silla, deslizó una mano bajo el mosquitero y le cogió la mano. Causaban ambos el efecto de ser unos chiquillos, perdidos en una ciudad extraña, sin la protección de ningún adulto.
-¿Has sacado los billetes? -preguntó ella.
-Sí, querida.
-Me levantaré más tarde para hacer el equipaje, pero me duele tanto la cabeza... ¿Has avisado que recojan los baúles?
-Se me olvidó.
-Realmente..., debes procurar pensar en las cosas -pronunció ella débilmente y con murria-. Ahora no tenemos quien se ocupe.
Ambos quedaron silenciosos ante una frase que debían haber evitado. Él dijo de pronto:
-En la ciudad reina gran excitación.
-¿No será una revolución?
-¡Oh, no! Han cogido a un cura y lo fusilan esta mañana. ¡Pobre diablo! No se me quita de la cabeza si será el que Coral...; quiero decir, el hombre a quien refugiamos.
-No es probable.
-No.
-¡Hay tantos curas!
Soltó la mano de ella y, llegándose a la ventana, miró afuera. Barcos en el río, un jardincillo pedregoso con un busto, y zopilotes por todas partes. Mistress Fellows comentó:
-Será grato volver a nuestra tierra. Hubo momentos en que creí morir en este país.
-No, desde luego, querida.
-Pues los hay que se mueren.
-Sí, los hay -asintió él, fúnebre.
-Vamos, querido -dijo ella vivamente–, prometiste... -Lanzó un largo suspiro-: ¡Mi pobre cabeza!
-¿Quieres un poco de aspirina?
-No sé dónde la he puesto. De todos modos, nada está nunca en su sitio.
-¿Voy a ir a comprar un poco más?
-No, querido; no puedo soportar el quedarme sola. -Continuó con vivacidad dramática-: Espero que me pondré bien del todo cuando estemos en casa. Allí tendré un médico apto. A veces creo que es algo más que dolor de cabeza. ¿Te dije que tuve noticias de Norah?
-No.
-Dame los lentes, querido, y te leeré... lo que nos concierne.
-Están sobre tu cama.
-Aquí están. -Uno de los barcos soltó amarras y empezó a bajar la perezosa corriente hacia el mar. La señora leía con satisfacción-: “Querida Trixy: cuánto has sufrido. Ese canalla...” -Se interrumpió bruscamente-. ¡Ah, sí! Y luego sigue: “Por supuesto, tú y Carlos pasaréis una temporada en casa hasta que hayáis encontrado dónde vivir. Si no os disgusta la idea de un pequeño pabellón...”
El capitán Fellows la interrumpió de pronto con aspereza:
-Yo no me voy.
-“El alquiler es tan sólo de cincuenta y seis libras al año, gastos comprendidos, y hay cuarto de baño para la criada.”
-Yo me quedo.
-“Un termosifón...” Pero, ¿qué estás diciendo, querido?
-Que yo no me voy.
-Hemos tratado tantas veces de eso, querido. Tú sabes que sería mi muerte el quedarme.
-No hace falta que te quedes.
-Pero no podría marcharme sola -repuso ella-. ¿Qué pensaría Norah? Además... ¡Oh, es absurdo!
-Aquí un hombre puede trabajar mucho.
-Coger plátanos -dijo ella lanzando una risita fría-. Y tú no servÍas mucho para eso.
Se volvió furioso hacia la cama.
-Te da lo mismo echar a correr abandonándola a “ella”...
-No fue culpa mía. Si hubieras estado en casa... -Se puso a llorar apelotonada debajo del mosquitero. Decía-: No podré llegar viva a mi hogar.
Él se acercó a la cama con cansancio y volvió a cogerle la mano. Era inútil. Ambos habían sido abandonados. Tenían que adherirse el uno al otro.
-No quieres dejarme partir sola, ¿verdad, querido?
El vaho del agua de colonia llenaba el cuarto.
-No, querida.
-¿Te das cuenta de lo absurdo que sería?
-Sí.
Permanecieron en silencio un largo rato mientras el sol matinal se remontaba y el cuarto
sofocado de calor. La esposa dijo al fin:
-Doy un penique, querido.
-¿Qué?
-Por saber lo que piensas.
-Precisamente pensaba en ese cura. Un individuo extravagante. Era bebedor. Cavilaba si sería él.
-Si lo es, supongo se merecerá lo que le ocurre.
-Pero lo raro es, por la manera como “ella” se portó después, que debió decirle algo a “ella”.
-Vida mía -repitió la señora, con áspera flojera desde la cama-, tu promesa.
-Sí, lo siento. Procuro cumplirla, pero la idea brota de continuo.
-Nos tenemos uno al otro, querido -dijo la esposa, y la carta de Norah crujió al volver ella la cabeza fajada con el pañuelo, para desviarla de la luz cruda del exterior.
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