sábado

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON


CUADRAGESIMOSÉPTIMA ENTREGA

CAPÍTULO DECIMOTERCERO


LA TIERRA EN ANARQUÍA (6)

-Pero ¿qué demonios le pasa a usted? -gritó el Profesor colgado a su brazo.

-¡Que se ha caído la estrella de la mañana! -dijo Syme, mientras el auto rodaba hacia  abajo, como otra estrella.

Los otros, no lo entendieron. Pero, volviendo la vista, vieron venir por la cuesta la caballería enemiga. A su cabeza, cabalgaba el buen posadero, envuelto en los inocentes resplandores del día moribundo.

-¡El mundo se ha vuelto loco! -gimió el Profesor ocultando el rostro entre las manos.

-No -dijo el Dr. Bull con adamantina humildad- soy yo quien se ha vuelto loco.

-¿Qué haremos? -preguntó el Profesor.

-En este momento -contestó Syme con científico desinterés- lo que vamos a hacer es estrellarnos contra un poste de luz eléctrica.

Y en efecto, un instante después, el auto chocaba con catastrófico escándalo contra un objeto de hierro. Otro instante más, y los cuatro hombres salían de entre los escombros de un caos metálico, y el poste que los había detenido al borde de la avenida yacía torcido como el tronco de un árbol roto.

-¡Vaya, algo hemos destrozado -dijo el Profesor con leve sonrisa-. Siempre es un consuelo.

-También usted se está volviendo anarquista -dijo Syme limpiándose la ropa por un impulso habitual de asco.

-Todo el mundo lo es ya -dijo Ratcliffe.

Entre tanto, el posadero de los cabellos blancos y su ejército caían como un trueno por la calle, mientras que, a lo largo del mar, un cordón de siluetas negras acudía gritando. Syme asió una espada con los dientes, cogió otras dos bajo el brazo, otra con la izquierda y la linterna en la derecha, y saltó de la avenida a la playa baja.

Los otros saltaron tras él, con tácita aceptación, dejando a sus espaldas los restos del auto y el confuso gentío.

-Nos queda una probabilidad favorable -dijo Syme quitándose de la boca el acero-. Sea lo que fuere este pandemónium, la policía nos ayudará. Aquí no podemos quedarnos, porque nos han cortado los caminos; pero en aquel rompeolas que entra en el mar podremos defendernos mejor, como Horacio Cocles en el puente. Allí nos mantendremos hasta que la policía nos socorra. Síganme ustedes.

Le siguieron descendiendo la playa, y pronto sintieron bajo sus plantas, en vez de la arena marina, unas piedras de pavimento. Adelantaron por el malecón bajo, larguísimo, que se metía en la mar hirviente a modo de brazo. Cuando alcanzaron el extremo, comprendieron que habían llegado al fin de sus trabajos. Se volvieron a contemplar la ciudad.

La ciudad estaba transformada, toda revuelta. A lo largo de la avenida de donde habían saltado a la playa, se veía correr gente rumorosa que gesticulaba, agitaba los brazos y los miraba con ferocidad.

En la masa oscura aparecían manchones de luz, antorchas, linternas. Pero aunque la luz no iluminaba los rostros enardecidos, hasta en la silueta más distante, hasta en el menor ademán, se adivinaba un odio organizado. Era evidente que la maldición de todos, había caído sobre los perseguidos, sin que éstos comprendieran por qué.

Dos o tres hombres, pequeños y negros como unos monos, saltaron de la avenida del muelle a la playa, y se metieron por la arena gritando horriblemente e intentando ganar el rompeolas por el lado del mar. El ejemplo fue seguido por otros, y toda la masa negra empezó a derramarse del parapeto abajo como una negra mermelada.

Entre los primeros Syme pudo distinguir al campesino del carro. Había entrado en la resaca montado en un gran caballo de tiro, y blandía el hacha amenazándolos.

-¡El campesino! -exclamó Syme-. ¡Los campesinos que no se habían sublevado desde la Edad Media!...

-Aun cuando la policía acudiera -dijo el Profesor-, no podría contra esta turba.

-¡Locura! -dijo Bull desesperado-; necesariamente queda en la ciudad algún ser humano.

-No -dijo el pesimista Inspector-. Somos los últimos representantes de la humanidad.

-Puede ser -dijo el Profesor con aire vago; después, con voz soñadora, añadió-: ¿Cómo dice el fin de la Dunciada?:

Ya ni el fuego público ni el privado se miran brillar. Ya ni humana luz ni resplandores divinos. ¡Mirad! Tu negro imperio, oh Caos, es restaurado. Muere toda luz ante tu verbo aniquilador. Tu mando, grande Anarca, deja caer la cortina. ¡Y todo lo envuelve la noche universal!

-¡Silencio! -gritó Bull de pronto-. He allí a la policía. 

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