sábado

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON



DECIMOTERCERA ENTREGA

CAPÍTULO QUINTO (2)
EL FESTÍN DEL MIEDO (2)

Syme, que los contemplaba atentamente, reparó de pronto en algo extraño, en algo que hasta entonces no había visto, sin duda porque era demasiado vasto para ser visto. A este  lado del balcón, obstruyendo una parte apreciable de la perspectiva, se alzaba la espalda de una inmensa montaña humana. Al advertirla Syme pensó que iba a caerse el balcón. La enormidad de aquel hombre no sólo provenía de su estatura anormal y su increíble gordura, sino que sus proporciones todas eran gigantescas, como las de una estatua colosal. Su cabeza, ya entre gris, vista de espaldas, parecía mayor del tamaño natural. Las orejas, que sobresalían, eran excesivas. Aquel hombre estaba construido conforme a una escala máxima; y tal era la impresión de sus dimensiones que, a su lado, todos los demás le parecieron a Syme empequeñecerse y transformarse en verdaderos enanos. Aunque aquel hombre continuaba en la misma actitud de antes, con su levita y su flor en el ojal, a Syme, alterado el sentido de la escala, se le figuró ver un gigantón que estaba ofreciendo el té a cinco chiquillos.

Cuando Syme y su guía se acercaron a la puerta lateral del hotel, un criado les salió al encuentro sonriendo con la mayor placidez.

-Ya están arriba los señores -dijo-. Hablan y ríen de lo lindo. ¡Figúrese usted que  dicen que van a arrojarle bombas al rey!

Y el camarero se alejó rápidamente, la servilleta bajo el brazo, encantado de la singular frivolidad de aquellos señores.

Los dos hombres subieron la escalera en silencio.

A Syme no se le había ocurrido preguntar si aquel hombre tan monstruoso, que casi llenaba el balcón y lo derrumbaba con su peso, era el temido Presidente. Pero, con inexplicable y súbita lucidez, lo adivinó al verlo. Syme efectivamente era uno de esos espíritus abiertos a las influencias psicológicas más extrañas, en un grado que no deja de ser peligroso para la salud mental. Exento en absoluto de miedo ante los peligros físicos., era excesivamente sensible al olor del mal. Ya durante aquella noche, dos veces por lo menos, las cosas más insignificantes le habían preocupado, dándole la sensación de que andaba cerca de los cuarteles generales del infierno. Al aproximarse al gran Presidente, este sentimiento se hizo irresistible, pueril y detestable a la vez.

Al atravesar la sala que daba al balcón, la amplia cara de Domingo pareció ensancharse  todavía; y se apoderó de Syme el temor de que, al acercarse más, aquella cara crecería demasiado para ser ya una cara posible, y temió no poder reprimir un grito. Recordó, entonces, que cuando era niño, no podía mirar en el Museo Británico la máscara de Memnón, primero por ser una cara y segundo por ser tan ancha.

Con un esfuerzo más heroico que el que hace falta para arrojarse al abismo, se acercó a la mesa y ocupó un asiento. Los otros lo recibieron entre burlas y buen humor, como si hubieran sido amigos de toda la vida. Él se tranquilizó un poco al notar que todos estaban vestidos convenientemente, y que la cafetera era sólida y brillante; entonces se atrevió a echar una mirada al Domingo; realmente, tenía una cara muy ancha, pero era, con todo, una cara humanamente posible.

Junto al Presidente, todos los demás resultaban vulgares; nada en ellos llamaba la atención a primera vista, salvo el que, por un antojo del Presidente, todos estaban vestidos de fiesta, lo cual daba a la escena el aire de una boda. Uno, sin embargo, se distinguía entre los demás. Tenía el tipo del dinamitero común. Cierto que llevaba cuello blanco y corbata de seda, cosas que, en ocasión, hacían las veces de uniforme; pero de aquel cuello salía una cabeza indisciplinable e inconfundible: una espantosa maleza de cabellos y barbas negras, donde casi se ahogaban unos ojillos de "terrier". Sólo que los ojos parecían estar en otro plano: eran los tristes ojos del ciervo ruso. Esta fisonomía no era terrible como la del Presidente, pero tenía ese diabolismo propio de lo extremadamente grotesco. No hubiera sido más absurdo el contraste, si de aquel cuello y aquella apretada corbata se viera salir una cabeza de gato o de perro.

Parece que éste se llamaba Gogol, era polaco y en aquel ciclo de los días, hacía de Martes. Era incurablemente trágico de alma y de palabras; no lograba adaptarse al papel frivolo y alegre que le exigía el Presidente Domingo. Y en efecto, a la llegada de Syme, el Presidente, con ese audaz desdén de las sospechas públicas que era toda su política, estaba burlándose de Gogol por su incapacidad para adoptar las gracias mundanas.

-Nuestro amigo Martes -decía el Presidente con una voz profunda llena de tranquilidad y de volumen-, nuestro amigo Martes creo que no ha entendido bien mi propósito. Se viste a lo caballero, pero siempre deja ver que tiene un alma demasiado grande para poder conducirse a lo caballero. Insiste en portarse como el conspirador de melodrama. Ahora bien: tras un caballero que pasea por Londres con chistera y levita, no es fácil sospecharque se esconda un anarquista. Pero si, aun con chistera y levita, se le ocurre andar a cuatro patas, entonces claro es que llamará la atención. Y algo semejante hace nuestro hermano Gogol. Se ha puesto a andar a cuatro patas con tan acabada diplomacia, que ahora le cuesta trabajo andar derecho.

-Yo no sirvo para disfrazarme -dijo Gogol, con aire huraño y profundo acento extranjero-. No tenco por qué aferconzarme de ello.

-Sí, si tiene usted por qué -contestó el Presidente con buen humor-. ¡Si usted se disfraza como los demás! Sólo que lo hace usted muy mal, por lo asno que es usted. Pretende combinar dos métodos inconciliables. Cuando alguien se encuentra un hombre debajo de su cama, es muy probable que le llame la atención; pero si este hombre lleva una elegante chistera, entonces, querido Martes, convendrá usted conmigo en que es muy difícil que el caso se le olvide en toda su vida. Cuando le encontraron a usted debajo de la cama del almirante Biffin...

-Yo no sé encañar -dijo Martes tristemente y sonrojándose un poco.

-¡Admirable, amigo mío, admirable! -Le interrumpió el Presidente, zumbón y pesado-.  Entonces no sabe usted hacer nada. 

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