sábado

LEÓN TOLSTOI (1828 -1910)



LA MUERTE DE  IVAN ILICH


UNDÉCIMA ENTREGA

11

Así pasaron otros quince días, durante los cuales sucedió algo que Ivan Ilich y su mujer venían deseando: Petrischev hizo una petición de mano en debida forma. Ello ocurrió ya entrada una noche. Al día siguiente Praskovya Fyodorovna fue a ver a su marido, pensando en cuál sería el mejor modo de hacérselo saber, pero esa misma noche había habido otro cambio, un empeoramiento en el estado de éste. Praskovya Fyodorovna le halló en el sofá, pero en postura diferente. Yacía de espaldas, gimiendo y mirando fijamente delante de sí.

Praskovya Fyodorovna empezó a hablarle de las medicinas, pero él volvió los ojos hacia ella y esa mirada -dirigida exclusivamente a ella- expresaba un rencor tan profundo que Praskovya Fyodorovna no acabó de decirle lo que a decirle había venido.

-Por los clavos de Cristo, déjame morir en paz! -dijo él.
Ella se dispuso a salir, pero en ese momento entró la hija y se acercó a dar los buenos días. Él miró a la hija igual que había mirado a la madre, y a las preguntas de aquélla por su salud contestó secamente que pronto quedarían libres de él. Las dos mujeres callaron, estuvieron sentadas un ratito y se fueron.
-¿Tenemos nosotras la culpa? -preguntó Liza a su madre. -Es como si nos la echara! Lo siento por papá, ¿pero por qué nos atormenta así?

Llegó el médico a la hora de costumbre. Ivan Ilich contestaba «sí» y «no» sin apartar de él los ojos cargados de inquina, y al final dijo:
-Bien sabe usted que no puede hacer nada por mí; con que déjeme en paz.
-Podemos calmarle el dolor -respondió el médico.
-Ni siquiera eso. Déjeme.

El médico salió a la sala y explicó a Praskovya Fyodorovna que la cosa iba mal y que el único recurso era el opio para disminuir los dolores, que debían de ser terribles.

Era cierto lo que decía el médico, que los dolores de Ivan Ilich debían de ser atroces; pero más atroces que los físicos eran los dolores morales, que eran su mayor tormento. Esos dolores morales resultaban de que esa noche, contemplando el rostro soñoliento y bonachón de Gerasim, de pómulos salientes, se le ocurrió de pronto: «¿Y si toda mi vida, mi vida consciente, ha sido de hecho lo que no debía ser?»

Se le ocurrió ahora que lo que antes le parecía de todo punto imposible, a saber, que no había vivido su vida como la debía haber vivido, podía en fin de cuentas ser verdad. Se le ocurrió que sus tentativas casi imperceptibles de bregar contra lo que la gente de alta posición social consideraba bueno -tentativas casi imperceptibles que había rechazado inmediatamente- hubieran podido ser genuinas y las otras falsas. Y que su carrera oficial, junto con su estilo de vida, su familia, sus intereses sociales y oficiales... todo eso podía haber sido fraudulento. Trataba de defender todo ello ante su conciencia. Y de pronto se dio cuenta de la debilidad de lo que defendía. No había nada que defender.

«Pero si es así -se dijo-, si salgo de la vida con la conciencia de haber destruido todo lo que me fue dado, y es imposible rectificarlo, ¿entonces qué?» Se volvió de espaldas y empezó de nuevo a pasar revista a toda su vida. Por la mañana, cuando había visto primero a su criado, luego a su mujer, más tarde a su hija y por último al médico, cada una de las palabras de ellos, cada uno de sus movimientos le confirmaron la horrible verdad que se le había revelado durante la noche. En esas palabras y esos movimientos se vio a sí mismo, vio todo aquello para lo que había vivido, y vio claramente que no debía haber sido así, que todo ello había sido una enorme y horrible superchería que le había ocultado la vida y la muerte. La conciencia de ello multiplicó por diez sus dolores físicos. Gemía y se agitaba, y tiraba de su ropa, que parecía sofocarle y oprimirle. Y por eso los odiaba a todos.

Le dieron una dosis grande de opio y perdió el conocimiento, pero a la hora de la comida los dolores comenzaron de nuevo. Expulsó a todos de allí y se volvía continuamente de un lado para otro...

Su mujer se acercó a él y le dijo:
-Jean, cariño, hazlo por mí (¿por mí?). No puede perjudicarte y con frecuencia sirve de ayuda. jSi no es nada! Hasta la gente que está bien de salud lo hace a menudo...
Él abrió los ojos de par en par.
-¿Qué? ¿Comulgar? ¿Para qué? No es necesario! Pero por otra parte...  
Ella rompió a llorar.
-Sí, hazlo, querido. Mandaré por nuestro sacerdote. Es un hombre tan bueno...
-Muy bien. Estupendo -contestó él.

Cuando llegó el sacerdote y le confesó, Ivan Ilich se calmó y le pareció sentir que se le aligeraban las dudas y con ello sus dolores, y durante un momento tuvo una punta de esperanza. Volvió a pensar en el apéndice y en la posibilidad de corregirlo. Y comulgó con lágrimas en los ojos.

Cuando volvieron a acostarle después de la comunión tuvo un instante de alivio y de nuevo brotó la esperanza de vivir. Empezó a pensar en la operación que le habían propuesto. «Vivir, quiero vivir» -se dijo.

Su mujer vino a felicitarle por la comunión con las palabras habituales y agregó:
-¿Verdad que estás mejor?
Él, sin mirarla, dijo «sí». El vestido de ella, su talle, la expresión de su cara, el timbre de su voz... todo ello le revelaba lo mismo:
«Esto no está como debiera. Todo lo que has vivido y sigues viviendo es mentira, engaño, ocultando de ti la vida y la muerte.» Y tan pronto como pensó de ese modo se dispararon de nuevo su rencor y sus dolores físicos, y con ellos la conciencia del fin próximo e ineludible. Y a ello vino a agregarse algo nuevo: un dolor punzante, agudísimo, y una sensación de ahogo.
La expresión de su rostro cuando pronunció ese «sí» era horrible. Después de pronunciarlo, miró a su mujer fijamente, se volvió boca abajo con energía inusitada en su débil condición, y gritó:
-Vete de aquí, vete! Déjame en paz!


12

A partir de ese momento empezó un aullido que no se interrumpió durante tres días, un aullido tan atroz que no era posible oírlo sin espanto a través de dos puertas. En el momento en que contestó a su mujer Ivan Ilich comprendió que estaba perdido, que no había retorno posible, que había llegado el fin, el fin de todo, y que sus dudas estaban sin resolver, seguían siendo dudas.

-Oh, oh, oh! -gritaba en varios tonos.
Había empezado por gritar «No quiero!» y había continuado gritando con la letra O.

Esos tres días, durante los cuales el tiempo no existía para él, estuvo resistiendo en ese saco negro hacia el interior del cual le empujaba una fuerza invisible e irresistible. Resistía como resiste un condenado a muerte en manos del verdugo, sabiendo que no puede salvarse; y con cada minuto que pasaba sentía que, a despecho de todos sus esfuerzos, se acercaba cada vez más a lo que tanto le aterraba. Tenía la sensación de que su tormento se debía a que le empujaban hacia ese agujero negro y, aún más, a que no podía entrar sin esfuerzo en él. La causa de no poder entrar de ese modo era el convencimiento de que su vida había sido buena. Esa justificación de su vida le retenía, no le dejaba pasar adelante, y era el mayor tormento de todos.

De pronto sintió que algo le golpeaba en el pecho y el costado, haciéndole aún más difícil respirar; fue cayendo por el agujero y allá, en el fondo, había una luz. Lo que le ocurría era lo que suele ocurrir en un vagón de ferrocarril cuando piensa uno que va hacia atrás y en realidad va hacia delante, y de pronto se da cuenta de la verdadera dirección.

«Sí, no fue todo como debía ser -se dijo-, pero no importa. Puede serlo. ¿Pero cómo debía ser?» -se preguntó y de improviso se calmó.

Esto sucedía al final del tercer día, un par de horas antes de su muerte. En ese momento su hijo, el colegial, había entrado calladamente y se había acercado a su padre. El moribundo seguía gritando desesperadamente y agitando los brazos. Su mano cayó sobre la cabeza del muchacho. Éste la cogió, la apretó contra su pecho y rompió a llorar.
En ese mismo momento Ivan Ilich se hundió, vio la luz y se le reveló que, aunque su vida no había sido como debiera haber sido, se podría corregir aún. Se preguntó: «¿Cómo debe ser?» y calló, oído atento.

Entonces notó que alguien le besaba la mano. Abrió los ojos y miró a su hijo. Tuvo lástima de él. Su mujer se le acercó. Le miraba con los ojos abiertos, con huellas de lágrimas en la nariz y las mejillas y un gesto de desesperación en el rostro. Tuvo lástima de ella también.

«Sí, los estoy atormentando a todos -pensó. -Les tengo lástima, pero será mejor para ellos cuando me muera.» Quería decirles eso, pero no tenía fuerza bastante para articular las palabras. «¿Pero, en fin de cuentas, para qué hablar? Lo que debo es hacer» -pensó. Con una mirada a su mujer apuntó a su hijo y dijo:
-Llévatelo... me da lástima... de ti también...
Quiso decir asimismo «perdóname», pero dijo «perdido», y sin fuerzas ya para corregirlo hizo un gesto de desdén con la mano, sabiendo que Aquél cuya comprensión era necesaria lo comprendería.

Y de pronto vio claro que lo que le había estado sujetando y no le soltaba le dejaba escapar sin más por ambos lados, por diez lados, por todos los lados. Les tenía lástima a todos, era menester hacer algo para no hacerles daño: liberarlos y liberarse de esos sufrimientos. «Qué hermoso y qué sencillo! -pensó. -¿Y el dolor? -se preguntó. -¿A dónde se ha ido? A ver, dolor, ¿dónde estás?»

Y prestó atención.

«Sí, aquí está. Bueno, ¿y qué? Que siga ahí.» «Y la muerte... ¿dónde está?» Buscaba su anterior y habitual temor a la muerte y no lo encontraba. «¿Dónde está? ¿Qué muerte?» No había temor alguno porque tampoco había muerte.

En lugar de la muerte había luz.
-¡Con que es eso! -dijo de pronto en voz alta-. ¡Qué alegría!

Para él todo esto ocurrió en un solo instante, y el significado de ese instante no se alteró. Para los presentes la agonía continuó durante dos horas más. Algo borbollaba en su pecho, su cuerpo extenuado se crispó bruscamente, luego el borbolleo y el estertor se hicieron menos frecuentes.

-Este es el fin! -dijo alguien a su lado.

Él oyó estas palabras y las repitió en su alma. «Éste es el fin de la muerte» -se dijo-. «La muerte ya no existe.» Tomó un sorbo de aire, se detuvo en medio de un suspiro, dio un estirón y murió.

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