(La Vanguardia, diario al servicio de la democracia / Barcelona, viernes 16 de julio de 1937)
Cuando alguien me preguntó, hace ya muchos años, ¿piensa usted que el poeta debe escribir para el pueblo, o permanecer encerrado en su torre de marfil –era el tópico al uso de aquellos días– consagrado a una actividad aristocrática en esferas de la cultura sólo accesibles a una minoría selecta?, yo contesté con estas palabras, que a muchos parecieron un tanto ingenuas: «Escribir para el pueblo –decía un maestro– ¡qué más quisiera yo! Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos –claro está– de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es, por de pronto, escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres cosas de inagotable contenido que no acabamos nunca de conocer. Y es mucho más, porque escribir para el pueblo nos obliga a rebasar las fronteras de nuestra patria, escribir para los hombres de otras razas, de otras tierras y de otras lenguas. Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes, en España; Shakespeare, en Inglaterra; Tolstoi, en Rusia. Es el milagro de los genios de la palabra. Tal vez alguno de ellos lo realizó sin saberlo, sin haberlo deseado siquiera. Día llegará en que sea la suprema aspiración del poeta. En cuanto a mí, mero aprendiz de gay-saber, no creo haber pasado de folklorista, aprendiz, a mi modo, de saber popular.
Mi respuesta era la
de un español consciente de su hispanidad, que sabe, que necesita saber cómo en
España casi todo lo grande es obra del pueblo o para el pueblo, cómo en España
lo esencialmente aristocrático, en cierto modo, es lo popular. En los primeros
meses de la guerra que hoy ensangrienta a España, cuando la contienda no había
aún perdido su aspecto de mera guerra civil, yo escribí estas palabras que
pretenden justificar mi fe democrática, mi creencia en la superioridad del
pueblo sobre las clases privilegiadas.
Los milicianos de 1936
Después de puesta su vida tantas veces por su ley al tablero...
I
¿Por qué recuerdo yo
esta frase de don Jorge Manrique, siempre que veo, hojeando, diarios y
revistas, los retratos de nuestros milicianos? Tal vez será, porque estos
hombres, no precisamente, sino pueblo en armas, tienen en sus rostros el grave
ceño y la expresión concentrada o absorta en lo invisible, de quienes, como
dice el poeta, «ponen al tablero su vida por su ley», se juegan esa moneda única
–si se pierde, no hay otra– por una causa hondamente sentida. La verdad es que
todos estos milicianos parecen capitanes, tanto es el noble señorío de sus
rostros.
II
Cuando una gran
ciudad –como Madrid en estos días– vive una experiencia trágica, cambia totalmente
de fisonomía, y en ella advertimos un extraño fenómeno, compensador de muchas
amarguras: la súbita desaparición del señorito. Y no es que el señorito, como
algunos piensan, huya o se esconda, sino que desaparece –literalmente–, se
borra, lo borra la tragedia humana, lo borra el hombre. La verdad es que, como
decía Juan de Mairena, no hay señoritos, sino más bien «señoritismo», una
forma, entre varias, de hombría degradada, un estilo peculiar de no ser hombre,
que puede observarse a veces en individuos de diversas clases sociales, y que
nada tiene que ver con los cuellos planchados, las corbatas o el lustre de las
botas.
III
Entre nosotros,
españoles, nada señoritos por naturaleza, el señoritismo es una enfermedad
epidérmica, cuyo origen puede encontrarse acaso en la educación jesuítica,
profundamente anticristiana y –digámoslo con orgullo— perfectamente
antiespañola. Porque el señoritismo lleva implícita una estimativa errónea y
servil, que antepone los hechos sociales más de superficie –signos de clase,
hábitos o indumentos– a los valores propiamente dichos, religiosos y humanos.
El señoritismo ignora, se complace en ignorar –jesuíticamente– la insuperable
dignidad del hombre. El pueblo, en cambio, la conoce y la afirma, en ella tiene
su cimiento más firme y la ética popular. «Nadie es más que nadie» reza un
adagio de Castilla. ¡Expresión perfecta de modestia y de orgullo! Si, «nadie es
más que nadie» porque a nadie le es dado aventajarse a todos, pues a todo hay
quien gane, en circunstancias de lugar y de tiempo. «Nadie es más que nadie»,
porque –y éste es el más hondo sentido de la frase–, por mucho que valga un
hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre. Así habla
Castilla, un pueblo de señores, que siempre ha despreciado al señorito.
IV
Cuando el Cid, el
Señor, por obra de una hombría que sus propios enemigos proclaman, se apercibe,
en el viejo poema, a romper el cerco que los moros tienen puesto a Valencia,
llama a su mujer, doña Jimena, y a sus hijas Elvira y Sol, para que vean «cómo
se gana el pan». Con tan divina modestia habla Rodrigo de sus propias hazañas.
Es el mismo, empero, que sufre destierro por haberse erguido ante el rey
Alfonso y exigiéndole, de hombre a hombre, que jure sobre los Evangelios no
deber la corona al fratricidio. Y junto al Cid, gran señor de sí mismo,
aparecen en la gesta inmortal aquellos dos infantes de Carrión, cobardes,
vanidosos y vengativos; aquellos dos señoritos felones, estampas definitivas de
una aristocracia encanallada. Alguien ha señalado, con certero tino, que el
Poema del Cid es la lucha entre una democracia naciente y una aristocracia
declinante. Yo diría, mejor, entre la hombría castellana y el señoritismo
leonés de aquellos tiempos.
V
No faltará quien
piense que las sombras de los yernos del Cid acompañan hoy a los ejércitos
facciosos y les aconsejan hazañas tan lamentables como aquella del «robledo de
Corpes». No afirmaré yo tanto, porque no me gusta denigrar al adversario. Pero
creo, con toda el alma, que la sombra de Rodrigo acompaña a nuestros heroicos
milicianos y que en el Juicio de Dios que hoy, como entonces, tiene lugar a
orillas del Tajo, triunfarán otra vez los mejores. O habrá que faltarle al
respeto a la misma divinidad.
* * *
Entre españoles, lo esencial humano se encuentra con la mayor pureza y
el más acusado relieve en el alma popular. Yo no sé si puede decirse lo mismo
de otros países. Mi folklore no ha traspuesto las fronteras de mi patria. Pero
me atrevo a asegurar que en España el prejuicio aristocrático, el de escribir
exclusivamente para los mejores, pueda aceptarse y aún convertirse, en norma
literaria, sólo con esta advertencia: la aristocracia española está en el
pueblo, escribiendo para el pueblo se escribe para los mejores. Si quisiéramos
piadosamente, no excluir del goce de una literatura popular a las llamadas
clases altas tendríamos que rebajar el nivel humano y la categoría estética de
las obras que hizo suyas el pueblo y entreverarlas con frivolidades y
pedanterías. De un modo más o menos consciente es esto lo que muchas veces
hicieron nuestros clásicos. Todo cuanto hay de superfluo en «El Quijote» no
proviene de concesiones hechas al gusto popular, o como se decía antes, a la
necedad del vulgo, sino, por el contrario, a la perversión estética de la corte.
Alguien ha dicho con frase desmesurada, inaceptable ad pedem litera, pero
con profundo sentido de verdad; en nuestra gran literatura casi todo lo que no
es folklore es pedantería.
* * *
Pero dejando a un lado el aspecto español o, mejor, españolista de la
cuestión que se encierra, a mi juicio, en este claro dilema: o escribimos sin
olvidar, al pueblo, o sólo escribiremos tonterías, y volviendo al aspecto
universal del problema, que es el de la difusión de la cultura, y el de su
defensa, voy a leeros palabras de Juan de Mairena, un profesor apócrifo o
hipotético, que proyectaba en nuestra patria una Escuela Popular de
Sabiduría Superior.
La cultura vista
desde fuera, como la ven quienes nunca contribuyeron a crearla, puede aparecer
como un caudal en numerario o mercancías, el cual, repartido entre muchos,
entre los más, no es suficiente para enriquecer a nadie. La difusión de la
cultura sería para los que así piensan –si esto es pensar– un despilfarro o
dilapidación de la cultura, realmente lamentable. ¡Esto es tan lógico!... Pero
es extraño que sean, a veces, los antimarxistas, que combaten la interpretación
materialista de la Historia, quienes expongan una concepción tan espesamente
materialista de la difusión cultural.
En efecto, la cultura
vista desde fuera, como si dijéramos desde la ignorancia o, también, desde la
pedantería, puede aparecer como un tesoro cuya posesión y custodia sean el
privilegio de unos pocos; y el ansia de cultura que siente el pueblo, y que
nosotros quisiéramos contribuir a aumentar en el pueblo, aparecería como la
amenaza a un sagrado depósito. Pero nosotros, que vemos la cultura desde
dentro, quiero decir desde el hombre mismo, no pensamos ni en el caudal, ni en
el tesoro, ni en el depósito de la cultura, como en fondos o existencias que
puedan acapararse, por un lado, o, por otro, repartirse a voleo, mucho menos
que puedan ser entrados a saco por las turbas. Para nosotros, defender y
difundir la cultura es una misma cosa: aumentar en el mundo el humano tesoro de
conciencia vigilante. ¿Cómo? Despertando al dormido. Y mientras mayor sea el
número de despiertos...
Para mí –decía Juan
de Mairena– sólo habría una razón atendible contra una gran difusión de la
cultura –o tránsito de la cultura concentrada en un estrecho círculo de
elegidos o privilegiados a otros ámbitos más extensos –si averiguásemos que el
principio de Carnot-Clausius, rige también para esa clase de energía espiritual
que despierta al durmiente. En ese caso, habríamos de proceder con sumo tiento;
porque una difusión de la cultura implicaría, a fin de cuentas, una degradación
de la misma que la hiciese prácticamente inútil. Pero nada hay averiguado, a mi
juicio, sobre este particular. Nada serio podríamos oponer a una tesis
contraria que, de acuerdo con la más acusada apariencia, afirmase la constante
reversibilidad de la energía espiritual que produce la cultura.
* * *
Para nosotros, la
cultura ni proviene de energía que se degrada al propagarse, ni es caudal que
se aminore al repartirse; su defensa, obra será de actividad generosa que lleva
implícitas las dos más hondas paradojas de la ética: sólo se pierde lo que se
guarda, sólo se gana lo que se da.
Enseñad al que no sabe; despertad al dormido; llamad a la puerta de todos los corazones, de todas las conciencias; y como tampoco es el hombre para la cultura, sino la cultura para el hombre, para todos los hombres, para cada hombre, de ningún modo un fardo ingente para levantado en vilo por todos los hombres, de tal suerte que tan sólo el peso de la cultura, pueda repartirse entre todos; si mañana un vendaval de cinismo, de elementalidad humana, sacude el árbol de la cultura y se lleva algo más que sus hojas secas, no os asustéis. Los árboles demasiado frondosos necesitan perder algunas de sus ramas, en beneficio de sus frutos. Y a falta de una poda sabia y consciente, pudiera ser bueno el huracán.
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