jueves

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (159)

 La muerte de los Sargentos y de la Mulita (28)

 

Sin quepis, sin espada, con un culero de delantal en protección de las rojas bombachas, el Fajinero Mao Pelada, saliendo y volviendo a acogerse a la sombra del gran ombú, con mucho recogimiento interior preparaba su fuego en el momento espantoso. Aquellos troncos ardiendo pronto serían machacados unos con otros, se desharían en brasas. Luego, el largo palo de punta retostada se desparramaría. Y desde el suelo, sin apuro, ellas irían dando bien repartido calor sobre las dos ovejas todavía pendientes de una rama del ombú ya cuereadas y ya limpias, ya con firmeza abierta de par en par por las respectivas dos estaquillas que mantenían muy separados y tensos los cuartos.

 

Próximo al tieso y de fusil al hombro Soldado Cuzco Overo apostado ante el pasadizo, el barril del agua, dormido a la sombra de un tala sobre su rastra de ñandubay y con un jarrito de lata encima, mostraba en torno de su boca revoloteos minúsculos, casi como en un juego. En aquel momento grises “vaquillas”, avispas de talle ceñido,, “guitarreros” metálicos, torpes mangangaes de pechadas imperiosas, modestos gorgojos, moscardones esmeraldas, inocentes San Antonios, el feroz mamboretá giraban, se alejaban, volvían, posábanse un instante en los sitios donde el jarro, al salir, había derramado, chupaban un instante la frescura, mientras con timidez, sin animarse mucho, alguna mariposa y la brisa también, andaban a ras del suelo contentándose con los pequeños hilos de agua que la ancha sed de la tierra borraba al ratito sin dejar rastros.

 

De pronto, quien se hallaba de guardia, el Soldado Cuzco Overo, abrió tamaños ojos, dio un resoplido y, sin creer lo que veía, se recostó al barril, cuya agua sonó al ser sacudida con tal brusquedad. Todo el mundo quedó de pie y se inmovilizó en su sitio como si, en vez de por desgracia hallarse realmente allí, sólo estuvieran sus estatuas. Era que, la cabeza erguida, la mirada extraviada en la lejanía, las manos cruzadas y posadas sobre los hombros, una de azul blanco había aparecido en la salida del pasadizo…

 

Sin bajar los brazos, como quien no se ha desprendido de las mallas del sueño, ella pasó lentamente la mirada por tantas formas quietas; quietas sí, aunque vestidas de rojo hasta la cintura. Así uno de un paso y se para en el interior de la Iglesia… y a su frente y a los costados ve a los Santos, cada cual con su soledad y su silencio.

 

Ninguna espuela rozó el suelo, ninguna diestra se tendió hacia la empuñadura de su sable o hacia el mango de la pistola de reglamento, como tampoco se escuchó el más mínimo rechinar de cadenillas, pues los colgantes machetes de golpe parecieron, más que verdaderos, tan sólo pintados al lado de sus tiesos dueños. Asomados los dedos, las botas de potro debieron dar idea de que habían echado raíces. La luz del sol, de tan fija, era una astilla de vidrio sobre el hule de la visera que agarrara en descubierto. Y a la sombra de sus respectivos árboles, con quién sabe qué presentimiento, todas las cabezas de los caballos se habían tornado en dirección de la Mulita y, también, aguardaban quietas; igual, pues, a las de la soldadesca y a la del Fajinero Mao Pelada, quien mantenía en la siniestra enorme cucharón goteando. Lo único que se movía, desde muy lejos, desde el bajo del arroyo, era el Voluntario Terutero corriendo a pie, entre revolidos del poncho, porque venía calculando que se perdería lo mejor.

 

Por fin -la mirada siempre por encima del ornado quepis del Comisario Tigre, sin ver ni a este ni a los dos Cabos- la forma azul y blanca comenzó a avanzar, siempre cruzadas las manos sobre la garganta.

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