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A LA BÚSQUEDA DE UNA IDENTIDAD EN LA OBRA DE JUAN CARLOS ONETTI (68) - MARYSE RENAUD

 1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la Universidad de Poitiers.

1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.

 

I RITUALES Y SOCIEDAD (2)

 

Vemos entonces que los rituales de la inspiración religiosa no son ajenos a la obra de Juan Carlos Onetti. Presente en todos los relatos de los años treinta, el sentimiento religioso (3) da lugar a juegos verbales burlones pero no amargos, como en Los niños en el bosque. A pesar de la evidente irrespetuosidad y las provocaciones, los elementos predominantes serán el buen humor y la alegría:

 

Doblaron, caminando ligero por la calle en pendiente. Allá abajo, los cuadrados galpones y los rieles ondulantes. Lorenzo sacó cigarrillos. Se entrepararon para encender y Lorenzo dijo:

-¿Lo viste? Siempre está así. Siempre borracho y contento, riéndose para arriba. El buen cielo de Dios

-El buen Dios del cielo.

-Y el cielo del buen Dios.

-Sí, ya sé. Me gusta mucho encontrarlo y hasta cuando pienso en él me hace bien.

-Y en pago le diste ese consejo. Sos un bruto. Hoy el dedo del Señor. Pero ese es el dedo roñoso y puro del hombre de buena voluntad que recoge y devuelve la señal.

Raucho sacudió los hombros mientras miraba rápidamente la punta del cigarrillo que había encendido mal (4).

 

A partir de Tierra de nadie, por el contrario, la ausencia de Dios, señalada con un rechinante desparpajo, desemboca en una visión sarcástica e irrisoria del mundo:

 

Por un rato Mauricio quedó mirando en aquella dirección, después se volvió hacia Semitern.

-Puede sentarse, le doy permiso. Voy a salir, me voy a bañar, me voy a afeitar. En cuanto a usted, me lavo las manos. Además, me lavo las manos. Ahí tiene la llave. En el armario queda la pistola. No sé si voy a volver, arréglese como pueda. Si mira fijo por el caño es posible que vea a Dios, mejor que el telescopio y el ombligo…

Se volvió junto a la puerta y alzó un brazo:

-Le voy a decir un secreto. Asómese y vea a las mujeres en la calle. Mire cómo caminan y cómo sonríen y cómo miran y cómo sueñan y cómo suspiran… Póngase de rodillas, Semitern, y adore. (5)

 

El hombre descubrirá entonces con asombro su total soledad, como lo expresa simbólica y enfáticamente la descripción del edificio de la empresa de Petrus. El astillero, templo lúgubre y abandonado de una religión caduca, se constituirá en un testimonio de la indiferencia divina:

 

Fue, paso a paso, con la velocidad que intuía apropiada a la ceremonia, cargando deliberadamente con la amargura y el escepticismo de la derrota para sustraerlos a las piezas de metal en sus tumbas, a las corpulentas máquinas en sus mausoleos, a los cenotafios de yuyo, lodo y sombra, rincones distribuidos sin concierto que habían contenido, cinco o diez años antes, la voluntad estúpida y orgullosa de un obrero, la grosería de un capataz. Iba vigilante, inquieto, implacable y paternal, disimuladamente majestuoso, resuelto a desparramar ascensos y cesantías, necesitando creer que todo aquello era suyo y necesitando entregarse sin reservas a todo aquello con el único propósito de darle un sentido y atribuir ese sentido a los años que le quedaban por vivir y, en consecuencia, a la totalidad de su vida (6).

 

En lo sucesivo, a pesar de algunos escasos retornos a la esperanza (7) seguirán imponiéndose el escepticismo y la indignación, dando lugar a violentas descargas anticlericales cuyos ejemplos más contundentes están indiscutiblemente ofrecidos en la penúltima novela de Juan Carlos Onetti:

 

Dentro del pequeño cuarto del adolescente, invadido sin aviso y casi del todo ocupado por el cuerpo enorme de Bergner, la conversación hizo fintas sobre el tiempo, teología primaria, preguntas y respuestas impresas en el catecismo que leían los niños hasta que Bergner fue separándose de la opacidad gris de la ventana y preguntó sin levantar la voz:

-Dios, Brausen. ¿Usted cree en él?

Goerdel lo contempló desconcertado y dijo dócil la mentira:

-Si no creyera en él, no estaría aquí. Son, Padre, cinco o seis años de estar aquí.

 

-Oh, sí -cabeceó Bergner-. Yo hubiera dado la misma respuesta si un imbécil me lo preguntara -introdujo una pausa, miró un tiempo corto la humedad apoyada en la ventana-. Pero -continuó después-, ni usted ni yo somos imbéciles. Dígame lentamente si usted cree que los pecados de pensamiento y acción, lamentables y tibios, que ha practicado acumulándonos en esta celda hedionda bastan para que Brausen, sin juicio, lo mande al infierno, queme sin plazo su alma inmortal. Supuesta alma inmortal, supuesto que usted tenga o padezca eso o algo aproximado (8)

 

Notas

 

(3) Los niños en el bosque, p. 124: “Vos no te masturbás, ya…

-Decí la santísima, es mejor. No, no puedo. ¿Y el señor?

-Yo sí. Y no por eso, no por gozar.

-Entiendo. Lo hacés para perfeccionamiento del alma. Seguí contando que yo miro al hermano sol y la hermanita nube. ¿Leíste San Francisco?

-Un día se lo dije a mi hermana.” Cf. igualmente p. 127: “Dejó la risa y se sentó en la cama. Miró hacia el tic tac del reloj en la repisa de la Virgen. Ella se fue y cerró la puerta despacio porque yo me hacía el dormido. Tenía un vestido negro y lustroso. Parado, miraba el reloj y la Virgen. Zumbaba alrededor del silencio oscurecido de la pieza la tarde soleada del conventillo. La Virgen doblada contra el niño en faldellín, el despertador abollado y redondo. Todo es una porquería. Pero si alguno, por equivocación, le dijera señora”. E incluso las numerosas menciones a la función castradora de la Iglesia.

(4) El astillero, Santa María I, pp. 13-14.

(5) Tierra de nadie, XLVII, p. 145. Cf. igualmente p. 128 y p. 145.

(6) El astillero, El astillero II, p. 37.

(7) La cara de la desgracia, 5, p. 38: “¿Quién muere ahora? -insistí-. ¿Usted o yo?

Aflojó el cuerpo y estuvo preparando una cara emocionante. La miré. Admití que podía convencer, y no sólo a Julián. Detrás de ella se estiraba la mañana de otoño, sin nubes, la pequeña gloria ofrecida a los hombres. La mujer, Betty, torció la cabeza y fue haciendo crecer una sonrisa de amargura.”

(8) La muerte y la niña, Cap. 4, pp. 37-38.

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