por Esther Peñas
Nada de la biografía de Safo, una de
las mayores poetas de la Antigüedad, se da por exacto. Desde ese limbo entre la
mitificación y la divinización de su ser (y de su obra) nos ha llegado un único
poema completo que solo deja conocer una pequeña parcela de la vida de esta
misteriosa mujer.
En la biografía
de Safo, una de las mayores poetas de la Antigüedad, la niebla lo invade todo.
Para empezar, tal y como sostiene la canadiense Anne Carson, Safo fue, antes
que nada, música. Su poesía es lírica. En otras palabras, está compuesta para
ser cantada al compás de la lira. A Safo se le atribuye la invención de tres
instrumentos musicales: el plectro (una pieza pequeña, triangular y firme con
la que tocar la lira, haciendo la función de púa); el péctide (un tipo
particular de lira) y el tono mixolidio (una escala tonal de estilo exaltado). Sin embargo, la música de Safo se ha perdido.
De los nueve
libros de poesía lírica que se dice que compuso (el primero constaba de 1.320
versos) ha sobrevivido un único poema completo. Uno solo. Todo lo demás
son fragmentos, bien procedentes de papiros corruptos, bien de citas suyas en
otros autores (muchos de ellos consagrados, como Aristóteles: «Dice Safo que
morir es un mal: los dioses lo han decidido así. Porque ellos no mueren»).
«¿Acaso anhelo todavía mi virginidad?», se lee en uno de esos sueltos suyos que
han llegado hasta la actualidad. Se desconoce si forma parte de un epitalamio
(una canción de boda) en cuyo caso hablaría la novia, o si se trata de una
observación personal de la propia poeta. «Llegaron / para no», «ese hombre se
parece a sí mismo», «¿con qué ojos?», «ambos: tú y Eros, mi sirviente»,
«mezclada con toda clase de colores», «cuando la noche entra/ las tumba»… Así
de enigmáticos son los retazos que se conservan.
A Safo se le
conocía como la ‘Décima Musa’ o ‘Musa mortal’. Y más que ser elevada a tales
categorías, en el criterio de Simone de Beauvoir, se la relega a ellas. Si Safo
era ya una poeta que forma parte del cortejo de Apolo y sus musas, ¿qué
necesidad había de incluirla en uno de los cánones de la Antigüedad por
excelencia, la Antología Palatina, que inaugura Píndaro y cierra Alceo? Una de
las grandes poetas de todos los tiempos dejó huella como personaje histórico
mediante un proceso de mitificación, por un lado, y de divinización, por
otro. Quedan sus versos para reivindicar a la mujer, un modelo
de concisión y belleza que influyó profundamente, entre otros, en Ezra Pound o
la poeta Hilda Doolittle (llegó a escribir en fragmentos en su honor).
Nada de su
biografía se da por exacto; todo es suposición, hipótesis, presunción. Tal vez
naciera en el 618 a. de C., en algún lugar de la isla de Lesbos, acaso en
Ereso. Pertenece a una familia aristocrática y, según Heródoto, sus padres son
Escamandrónimo y Cleis. Así llamará a su única hija, la que tendrá con Alceo.
Se quedará viuda –siempre en sospecha– pronto. Y será
desterrada a Sicilia durante el mandato del rey Misilo, época
que aprovechará para cultivarse en las disciplinas que ella luego enseñará.
A su regreso a
Mitiline inaugura una sociedad o asociación educativa y religiosa denominada
‘Casa de las servidoras de las musas’, en la que imparte educación a jóvenes de buena familia llegadas
de distintas zonas de influencia ática, bajo los ideales de belleza y
sabiduría. Se estudiaba música y declamación, danza, canto, lírica, y la vida
comunitaria se regía por ceremonias, ritos, o fiestas. Hubo un componente
erótico, ese clásico vínculo de la Antigua Grecia entre maestro y discípulo.
Atthis, Gyrinno, Mégara, Mica, Andrómeda son algunos de los nombres de sus
amadas. Cabe destacar que, por entonces, las relaciones homosexuales
(masculinas, en su mayoría) no se cuestionaban porque pertenecían a una esfera
de la vida privada equiparable a la libertad de pensamiento o a los deberes
cívicos.
Así, la poesía de Safo muestra el Eros como una pasión íntima que arrebata los sentidos y conquista el alma. Una poesía que usa la lengua corriente en sus registros más expresivos para convocar naturalidad. No hay obscenidad en sus versos (como sí en algunos de Catulo y de tantos otros poetas), sino intensidad convulsa. Alrededor del 580 a. de C., llegó a la isla un enigmático joven llamado Fanón, cuya belleza era tal que hasta la diosa Afrodita quedó prendida de él. Lo mismo le sucedió a Safo quien, no siendo correspondida, cuenta la leyenda que se arrojó desde lo alto del Léucade, la roca en la que los enamorados zanjaban sus males. De su rostro guardan memoria las monedas acuñadas en Mitilene, y de la importancia de su obra, entre otros, el geógrafo e historiador Estrabón, quien escribió: «Safo es una cosa fascinante. Hasta donde sabemos, en toda la historia de la que hay memoria ninguna otra mujer puede apenas acercarse a rivalizar con ella en la gracia de su poesía».
(ethic / 28-6-2021)
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