jueves

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (142)

 Capítulo X

  

La muerte de los Sargentos y de la Mulita (10)

 

Tal como cuando el que una mañana ha llegado al pueblo y para en la misma fonda que los del Circo, asiste por la noche a la función y allí, desde el no muy seguro alto escaño que exige estarse sin moverse, reconoce uno a uno a los de la farándula y siente a la vez que son otros, y ve que la tan linda que como soñando camina por el alambre es ella y no es ella, y son y no son ellos mismos aquellos que tras las renegridas barbas atadas con visible piolín a la cabeza entran a la pulpería de papel al son de sus espuelas nazarenas, y encima, todavía, descubre que el maricón payaso que recibe las palizas durante toda la noche es, sin embargo, el mismo, el mismísimo que los manda a todos y a quien ninguno chista cuando están comiendo en la larga mesa de la posada porque por cualquier cosita se pone que es un ají, así, bajo estado de ánimo semejante, en vez de lanzarse a la acción, el núcleo policial llegado con retardo era todo ojos como ruedas de carreta, todo actitud expectante y mente insujetable. Es que realmente embelesaban aquellos casi dar de espaldas contra el gentío para salvarse del golpe a partir; el fulgurante dar y recibir de los aceros tan en vértigo que la vista más avezada -¡la tuya, Soldado Águila, por ejemplo!- a veces no descubre si este venir de cierto sable es el del que recién fue o es el de otro machete que nada tiene que ver con él; y esos quiebros de descoyuntado, aquel inesperado aparecer de una hoja para interponerse em el momento de llegar el filo ajeno en busca de hender hasta el hueso; los -ahora por bastante lejanos- difíciles de distinguir amagos en falso, a los que de súbito seguía el ansioso golpe verdadero lanzado a lo relámpago. Y otra vez -casi encima de los mirones- un resbalón, sin tiempo a reincorporarse bien, del Trompa Tamanduá, en seguida defendido con trabajo con el apresurado pare y pare y dele de abajo a arriba de su sable y para estupefacción mayor, él solo, ese Cimarrón viejo solo contra todos…

 

Como legítimo galardón de su primera hazaña esperada tantos años porque él quería que lo quisiese todo el mundo, el viejo Sargento Cimarrón avanzando, retrocediendo en medios giros a derecha o a izquierda, lanzando en chicotazo la punta del poncho sobre los ojos enemigos, se daba cuenta de la admiración que estaba sosteniendo y que hacía crecer, si cabe, en quienes, por obra de la estupefacción, ya no eran sus soldados… ni soldados de nadie, en se momento, seamos francos.

 

-¡Los estoy dejando pasmados conmigo!

 

Lo que a los brincos y sudando a chorros desgraciadamente no advertía el del brazo sin tregua y saltos atrás o hacia adelante o a los costados, era algo que también se tragó el soldado Mao Pelada, ahora recostado a un sauce en el colmo de su embeleso, hasta que se lo hizo notar, muy por lo bajo, quien estaba delante de él, asimismo con cada ojo como boca de horno: el retacón Cuzco Overo.

 

-¡Che, Mao Pelada, fíjate! El Sargento Segundo, el Tamanduá y el Gavilán se le van de alma; pero lo que son el Cabo y don Avestruz, esos no están más que jugando a las barajadas.

 

Recostándose de lado a su interlocutor, como parejero que se rasca en el palenque, cosa de que no lo oyeran los demás, el Soldado Mao Pelada, comprobó la observación del Soldado Cuzco Overo. Entonces exclamó iluminado:

 

¡Mirá qué bien! El Cabo Pato y don Avestruz le están tirando solito por cumplir… ¡Pero mirá qué divino, Cuzco Overo!

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