jueves

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (140)

 La muerte de los Sargentos y de la Mulita (9)

 

Acudían desde sus ranchejos, machete en mano, más milicos, aun asediados por la soñera, entre sentadas de mancarrones al tropezarles en los maneadores o al darles en el propio bulto; aun sin lucidez saltando sobre el fogón y, alguno, hasta pisando tizones en su apuro por acortar camino… Entre botas o pies descalzos rodaron lejos dos calderas llenas de agua todavía tibia. Entonces, empapados, los pastos tal vez pudieron creerse que ya soportaban encima heridos graves. Al incidir en el fulgor de las brasas, las bombachas militares recuperaban un instante su siniestro color sangre y volvían a confundirse con la opacidad de todo lo que quedaba fuera del espacio donde la luna, siempre, siempre apurada, ahora de lleno conseguía otra vez darse.

 

-¡Es un desacato del Jefe! ¡Se ha desacatado!

 

-¡Qué escándalo!

 

Delante avanzaba el Cabo Lobo, el sable a medio desenvainar en la irresolución de su sorpresa.

 

A mitad de camino, el veterano Soldado Avestruz, que venía comprobando que él no distinguía bien en aquel entrevero, tuvo una idea. Ejecutándola, del atado de ramas yaciente a un lado del fogón arrojó en rápida selección a las brasas un montón de las más delgadas. Siguió corriendo, sí, pero dejando atrás, ahora, crepitación, chisporroteos y, en seguida, unas vivaces llamas que se alzaron blandiendo entre ellas, asomadas al mundo con alegría.

 

-¡Pero gran siete! ¿A quién se le ocurrió? ¡Así nos encandilamos todos!

 

·El anciano Avestruz se paró en seco; mas no por el tono de la reprimenda, ya que entre tamaño embrollo el causante de la flamígera perturbación quedaba en el anonimato. No. Lo que produjo su pasmo fue como una visión de pesadilla, sólo del sueño, y que dura poco porque, precisamente, enseguida provoca el despertar. Quien estaba haciendo frente al destacamento y, por consiguiente, con quien él iba a tener que cruzar su ya desnudo machete de punta rota, era, era, no más, su amigo viejo; ¡era su aparcero Cimarrón!

 

-¡Barbaridá! ¿Pero qué es lo que ha pasado en un ratito? Pero… pero…

 

Allí, recortándose nítidos bajo la luna, como adrede, apartó las nubes, dije, y estaba bajando otra vez la luz a raudales sobre el campo, el Sargento Cimarrón, con el vientre ahora también manchado de sangre, se había convertido en el protagonista de uno de los infundios. Gracias a la experiencia adquirida en tan constante abordar al tema en sus mentiras, ya llamaba falsamente la atención con un astuto movimiento de piernas, ya atajaba golpes y estocadas en fatigante aumento para lanzar como rayo sus respuestas; cuidadoso de no resbalarse en el rocío desplazábase un ancho trecho cuando lograba zafarse del asediante sablear; uno tras otro desafiaba vertiginosos molinetes. Y al fin, consiguió pasarse el poncho por sobre la cabeza y enrollarlo en el brazo, aunque a medias debido al tanto apuro. Arrebatado entre sus pliegues, el quepis había rodado en el pasto. La testa del desponchado, pues, surgió por entero al descubierto y le imprimió así mayor solemnidad augusta a toda la figura.

 

¡Aquí estoy! ¡Aquí está el Sargento Primero Cimarrón! ¡Mirenlón bien quién es! ¡Mirenlón!

 

Semejante a cuando sobreviene, no se sabe cómo, uno de esos pamperos brutos que, aun cuando no llega a hacer volar el techo, aun estando la puerta y la ventana con sus trancas, a uno le hace resultar lo mismo que hallarse sentado arriba de un cerro porque se le mueve hasta la ropa puesta; tal como si uno, debido a no llevar bajado el barboquejo, clava nazarenas al flete y, sofocado por el poncho, no  consigue acortarle distancia al sombrero que se va a los tumbos entre el polvo y nubes de hojas y yuyos secos; así quienes a los saltos acudían perdían en el camino la conciencia de sus responsabilizante condición de milicos. Con la gran diferencia de que ellos no se daban cuenta. Y muchísimo más lejos les iba a aparar al sujetarse delante del furibundo remolino de impetuosos hachazos y de lisas tiradas a fondo; de esquives capaces de descoyuntar, de bombachudas piernas rojas que se fundaban con el peso de la piedra en la gramilla o en el playo de la entrada de la casa del Peludo, y que, de súbito vueltas elástico, iban a dar por el aire a otro sitio -como ahora saltó el Soldado Águila- mientras las sombras de los combatientes hacían con propia cuenta su pálido juego sobre el pasto en molinetes, en francos sablazos sin ruido. Tamaño estupor se debía a que aquello tan, tan semejante a los desaforados embustes del Cimarrón (mas testimoniando ahora con sangre su verdad) mostraba en el mismísimo Sargento Primero a su personaje decisivo, de nuevo atenuada en este instante su imagen por el arrebujamiento de tinieblas que la ocultación de la luna provocó otra vez.

 

-¡Pero mirá vos qué nene había resultado el maragato!

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