miércoles

OCHO CUENTOS DE ULISES PANIAGUA (3) / EXCLUSIVO DESDE MÉXICO

 Crónica del Minotauro 

 

El torero sigue siendo mítico y, cuando expresa la valentía humana frente a la bruta, el pueblo se enardece y los viejos entusiasmos reaparecen.

Enrique Tierno Galván 

 

He aquí que se dirige al ruedo, vestido de oropeles y luces, en el encuentro mortal con el primero y único de la tarde. He aquí que se llega, soberbio y decidido, implacable matador cuya atención se concentra en la difícil y próxima tarea.

 

Levanta los puños y los aficionados gritan eufóricos, se le entregan sin reservas. Se acerca con gentileza a la barrera, y dedica la faena a una niña triste de ropa sucia, quien ríe halagada, en una butaca del primer tendido.

 

De la puerta de chiqueros, parco y cabizbajo, trazando con pies de plomo el camino que debe cumplir, ingresa el animal de lidia. Lo anuncian con el nombre de Suspiro. El sudor baña su torso desnudo mientras sobre su piel rasposa se proyectan reflejos premonitorios. Se trata de un ejemplar proveniente del encierro de Atlacomulco, un negro medio bragado de ochenta y cinco kilogramos de peso, quien, en hechuras y pelos, no está del todo en las carnes justas.

 

Un pasodoble y un toque de clarín regalados desde las gradas, anuncian el inicio del primer tercio. Al salir el animal, el matador aprieta los dientes. Vuelven los recuerdos punzantes del maltrato que sufrió cuando trabajaba en los turbios cruceros de la ciudad limpiando parabrisas; vuelve esa maldita sensación del hambre y la gastritis a la altura del alma; el azoro que implica caminar las calles en una noche oscura; el terror inflacionario, el asesino fantasma del desempleo. Vuelve en fin, el recuerdo de la injusticia perpetrada lustro tras lustro en este país de olvido y polvo. Entonces siente que el odio le obliga a consagrarse.

 

A Suspiro, en cambio, lo detiene el miedo. Guarda su distancia y esconde la bravura. Desde que el pueblo decidió promulgar y ejecutar la Ley Talionaria Constitucional se había sentido desfallecer, porque sabía que en su persona quedaría el primer escarmiento.

 

Una voz en el altavoz de la plaza anuncia: “en la Ley Talionaria Constitucional, se establece que el país tiene derecho a decidir sexenalmente, y mediante el recurso del plebiscito, la ejecución de uno a tres de los ex presidentes de la República, cuyo desempeño haya atentado con los cargos de alevosía, ventaja o premeditación, contra los recursos naturales de la nación, su economía y/o desarrollo tecnológico o cultural”. Por supuesto, la afición sabe de antemano que dicha ley es más específica en cada uno de sus puntos, pero le basta por el momento saber que al fin ejercerá una función vengativa.

 

Después de escuchar el toque de clarín que anuncia su presentación, Suspiro -ese ex presidente angustiado- tuvo que lanzarse sobre el toreador contra su voluntad, con la furia recluida dentro de sus huesos machacados por la osteoporosis. Buscó en su interior la violencia que aquella muchedumbre desatenta y voraz le despertaba con su desagradecimiento; buscó ese coraje que necesitaba para enfrentar una muerte segura a manos de aquel limpiaparabrisas anónimo, quien ahora se hallaba convertido, de manera irónica, en la figura del momento.

 

Detrás de la barrera, como prueba fehaciente de la crueldad que las masas habían exigido contra ellos, un grupo reducido de ex presidentes observaba indignado el espectáculo, aguardando turno para la próxima corrida: al inicio de la fiesta, en el paseíllo, se atrevieron apenas a intercambiar algunos tímidos comentarios. Cuando en el segundo tercio a Suspiro le clavaron el primer par de banderillas, una ola de ansiedad comenzó a apoderarse de sus corazones.

 

En el tercer tercio, cuando el lidiador (que andaba en gran plan y dueño de una disposición sin límites) pisó con firmeza el sitio que poseía, se aventuraron a sentir un poco de miedo. Pero en el momento en que el animal semejó un guiñapo ridículo ante la maestría de los derechazos y los pases de verónica ejecutados con la muleta, supieron que el poder ejercía, contra lo que hubiese podido suponer cualquier tratado maquiavélico, una influencia eventual sobre cualquier vulgo.

 

Al final de la corrida, cuando después del estoque vieron a la bestia caer y sacudirse de manera espasmódica, lanzando sangrientos escupitajos, boqueando y agonizante, el escepticismo se apoderó de cada uno de ellos.

 

No quisieron quedarse a mirar ese cadáver vergonzante, quien silencioso clamaba piedad durante el arrastre lento. Llenos de pesar, los invitados a la ejecución y próximos astados dieron media vuelta y abandonaron el estacionamiento de la plaza en su Mercedes Benz, ignorando los vítores y ovaciones de un público sublimado ante la labor impregnada de torerismo de una figura espigada y enjuta. Uno de ellos, El Perro, quien gobernara por allá de la década de los ochenta del siglo pasado, se atrevió a reconocer:

 

Para ser un pinche limpiaparabrisas de mierda, tiene oficio el desgraciado. A mí me gustaron los dos últimos pases que dio.

 

*Del libro Historias de la ruina (2013).

1 comentario:

Carlos Saavedra dijo...

Sarcasmo-ficción. Liberador como un sueño que sublima la impotencia de la impunidad con la que se mueven políticos corrupto, es lo que nos ofrece en esta ocasión Ulises Paniagua en su cuento Crónica del Minotauro mediante una prosa depurada y amena.
Carlos Saavedra

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