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A LA BÚSQUEDA DE UNA IDENTIDAD EN LA OBRA DE JUAN CARLOS ONETTI (24) - MARYSE RENAUD

 

1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la Universidad de Poitiers.

1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.

 Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola

  

III. TERCER PERÍODO:

 

SANTA MARÍA O EL RETORNO A LAS FUENTES (5)

  

El consultorio médico de Díaz Grey reviste, a decir verdad, un valor eminentemente simbólico. Ubicado en el corazón de la problemática de la vida y la muerte, este espacio privilegiado revela implícitamente las razones de la poderosa atracción ejercida por Santa María sobre la mayoría de los personajes. Porque si bien algunos abandonan la ciudad-pueblo, a veces expulsados por la familia, la desventura el o el destino (155), ella los habitará como un asidero mítico. Su recuerdo obsesiona a los protagonistas como lo demuestra sobradamente la última novela de Juan Carlos Onetti, Dejemos hablar al viento: atravesada por numerosas evocaciones (156) de la “ciudad.pueblo”, por conmovidas reconstrucciones de ese “terreno conocido, amojonado por riesgo salvables” (157), por gratas imágenes de esta “ciudad dejada y perdida” (158), ¿no desemboca esta en el regreso del comisario Medina a la tierra natal? Y esa fatal necesidad de regresar ¿no obedece a que la ciudad, a semejanza del consultorio de Díaz Grey, mantiene relaciones privilegiadas con la vida y la muerte? La vida: aquella que Santa María -figuración maternal sugerida por su mismo nombre- ostenta con brillantez a través de la fertilidad agresiva de sus campos cuidadosamente cultivados, sus ricas plantaciones y sus bolsas de yute henchidas de cereales, como lo recuerdan con soberbia los artículos ridículamente ditirámbicos (159) de El Liberal en El álbum y en Juntacadáveres o con un lirismo velado de tristeza, las ensoñaciones nostálgicas del ex-comisario Medina:

 

Santa María y las fogatas que hacen burbujear la resina y retuercen hojas muertas en los atardeceres de abril. La bosta y ese olor detenido de improviso, apenas amenazante, de los orines en el muladar. El vaivén de los billetes de banco en los negocios furtivos, imponiendo la mugre inconfundible del manoseo. El tabaco y el café humeando en mi oficina del Destacamento, los ácidos en el pequeño laboratorio, el formol y la muerte en la Morgue, también pequeña pero suficiente. El olor de las doncellas escondidas que teme denunciarse. Un poco más lejos, como quien va hacia la Colonia -aquello, si viera, está tan cambiado, me había dicho- madreselva, pasto en el alba, azahares, la tierra siempre propicia, un costillar asándose entre árboles invisibles. Los grandes almacenes frutales a lo largo del río, el hierro oxidado del astillero, los endurecidos pantalones supersticiosos de los pescadores inmóviles en el espigón. (…) Y por encima del paisaje, apenas quebrado y de nuestras horas de dicha, desgracia o lucidez, el conflicto, exactamente en mitad del cielo, de los verdes que llegaban de las chacras y los plomos violentos del río, parvas y pescado muerto (160).

 

Pero también la muerte: porque la permanencia sosegada y dichosa, llegada a esta primitiva rusticidad que recorre todos los textos del ciclo “sanmariano” no podrá desplazar, sobre todo en las últimas obras de Juan Carlos Onetti, la presencia de esa dolorosa fisura creada en lo más profundo del ser -y acentuado con el paso del tiempo- por nuestra fragilidad constitutiva. De modo que Santa María, que parecía capaz de integrar las corrientes contradictorias de lo real, ¿deberá finalmente reconocer su imposibilidad de consumar esta tarea temible? Nada de eso. Porque apenas nos asomamos al verdadero status de la ciudad-pueblo, queda claro que ella precisamente su ambiguo encanto no tanto a la pletórica e ingenua ostentación de vitalidad como a su capacidad para domesticar la muerte.

 

Numerosos personajes onettianos terminan sus días en el corazón de la pequeña comunidad provincial: Moncha Insurralde, la heroína de Tan triste como ella, la extraña mujer de Un sueño realizado, Doña Mina (161), Rita (162), Larsen y el hijo de Medina (163). Todas estas muertes, a pesar de su aspecto trágico -que ocultan suicidios mal disimulados (164) o rastros de violencia (165)- no dejan de aparecer aureoladas por un halo poético que las rescata de la despiadada brutalidad de la gran urbe. Tanto la muerte accidental de Violeta (166) o el suicidio desesperado de Llarvi (167) en Tierra de nadie se muestran mucho más absurdos y crueles que las desapariciones de la “vasquita Insurralde” o de Tantriste, por ejemplo. Porque en estos últimos casos la muerte cierra, precisamente, un periplo impregnado por la familiaridad de los seres y las cosas de Santa María, adquiriendo el valor de un retorno previsible y casi natural -cualesquiera que fuesen sus causas- a la tierra materna, simbolizada por la insistente presencia del jardín: lunar y profusamente estilizado en La novia robada (168) o carnívoramente sensual en Tan triste como ella.

 

El final de la heroína de Un sueño realizado, por su parte, constituye -más que ningún otro- una culminación inconscientemente deseada para una vida de frustraciones y desengaños. En ese sentido, debe ser considerado incluso como una hora feliz de reconciliación (170) del personaje con sus aspiraciones más profundas. Y lo mismo podría suceder con doña Mina, enterrada bajo una fastuosa montaña de flores tan extravagante como su propia vida (171). Sólo el misterioso entierro de Rita carece de connotaciones confortantes, si exceptuamos la insólita atmósfera que se desprende del cortejo fúnebre (172). También los héroes masculinos retornan a la tierra materna: Larsen perece acurrucado en el fondo de un barco cuyo valor simbólico no ofrece dudas, y Seoane, el hijo de Medina, en una cárcel que lo libera definitivamente de la tutela paternal y lo aproxima en revancha a Frieda, la sanmariana amada y muerta. De esta forma, Santa María termina por arrebatarle a Buenos Aires -que, por ser la capital, pudo haber aspirado a un status preferencial- el papel de eje novelesco del universo onettiano.

 

Meta de peregrinaciones hacia la verdadera existencia, desembocadura donde la vida y la muerte entrelazan pacíficamente sus aguas y la infancia y la vejez se confunden (173), Santa María se afirma como la capital metafísica de la obra de Juan Carlos Onetti, el lugar donde se cumple con un tierno rigor el ciclo siempre recomenzado de la vida y la muerte (173 bis). Allí transcurrirá la aventura fundamental de todo destino humano: la búsqueda de la identidad, transformada en una marcha original hacia la muerte ineluctable pero siempre ingeniosamente diferida y asociada a una conmovedora sed de vivir.

 

Notas 

(155) Es el caso de Frieda en Dejemos hablar al viento, de Juntacadáveres en la novela que lleva su nombre y de Larsen en El astillero.

(156) Dejemos hablar al viento, Cap. VI, p. 52: “En la primavera me era forzoso evocar Santa María y su río, tan distinto a este que llamaban mar, mi río con la otra orilla visible, con su isla en el medio, con la periodicidad de la balsa o el ferry, con la exacta distribución cromática de lanchas, gabarras, yates, botes, cabezas de nadadores. Allí en aquel cubículo llamado farmacia, inmóvil, recostado a medias, esperando la inyección y la esperanza, tan aburrido a veces que el hastío parecía marchitar velozmente personas y cosas, evocando la amplitud amiga de la botica de Barthé, la frescura vegetal del sótano casi lleno de bolsas y cajas, su gorda, blanca y huidiza cara prometiendo entre un frasco azul y otro rojo, consolando con su cariciosa voz de eunuco”. O también, p. 55: “Es fácil dibujar un mapa del lugar y un plano de Santa María, además de darle nombre, pero hay que poner una luz especial en cada casa de negocio, en cada zaguán y en cada esquina. Hay que dar una forma a las nubes bajas que derivan sobre el campanario de la iglesia y las azoteas con balaustradas cremas y rosas; hay que repartir mobiliarios disgustantes, hay que aceptar lo que se odia, hay que acarrear gente, de no se sabe dónde, para que hablen, ensucien, conmuevan, sean felices y malgasten”.

“Negando con esfuerzo mi soledad, despatarrado encima del leve asco, la leve fatiga, persistí en ubicar apenas esfumados olores convenientes para zaguanes, esquinas, azoteas, muebles, gente, entrañas, rostros. Sin olvidar -no olvidaba- el olor disperso de la ganadería en la extensión campestre, el olor lácteo de la colonia de los gringos”. O también, pp. 110, 125 y, muy especialmente, todo el capítulo XXIV, centrado directamente sobre Santa María (pp. 147-159).

(157) Ibíd., Cap. XXIV, p. 151.

(158) Ibíd., Cap. VI, p. 57.

(159) El álbum, en Cuentos completos, p. 87: “Todavía esperé, hambriento, asqueado de la pipa. Las bolsas y el colectivo habían quedado en el muelle; mi padre escribe un editorial sobre “¿Necesitamos importar trigo? (Las hasta ayer feraces tierras de Santa María)” o sobre “Valiosa contribución a los transportes provinciales (La labor progresista emprendida en forma decidida por nuestra comuna)”.

(160) Dejemos hablar al viento, Cap. VI, p. 56.

(161) cf. Historia del Caballero de la Rosa y de la virgen encinta que vino de Liliput, en Cuentos completos.

(162) Cf. Para una tumba sin nombre.

(163) Cf. Dejemos hablar al viento.

(164) Como en Tan triste como ella y La novia robada.

(165) Cf. el capítulo final de El astillero donde son evocadas las múltiples causas de la muerte de Larsen.

(166) Tierra de nadie, Cp. LVI, pp. 169-170.

(167) Ibíd., Cap. XLVI, p. 137: “No, tranquilícese. Quería ver… ¿Usted se enteró de lo de Llarvi?

-Me contó Mauricio que en un momento de lucidez se pegó un tiro.

-No hay que hacer el cínico.

-No es cinismo. Pero, en realidad, no me importa. Además, nunca le tuve simpatía.

-Después que murió Llarvi no supe más nada de la barra. Casi nada. Creo que Nené se casa. No sé con quién”.

(168) La novia robada, en La novia robada y otros cuentos, p. 12. “La mujer bajando del coche de cuatro caballos, del olor de azahares, del cuero de Rusia. La mujer, en el jardín que ahora hacemos enorme y donde hacemos crecer plantas exóticas, avanzando implacable y calmosa, sin necesidad de desviar sus pasos entre rododendros y gomeros, sin rozar siquiera los rectos árboles de orquídeas, sin quebrar su aroma inexistente, colgada siempre y sin peso del brazo del padrino. Hasta que este murmuraba, sin labios, lengua o dientes, palabras rituales, insinceras y antiguas para entregarla, sin violencia, apenas un inevitable y elegante rencor de macho, para entregarla al novio en los jardines abandonados, blancos de luna y de vestido”.

(169) Tan triste como ella, en Tres novelas, pp. 56, 58, 65, 67, 73, 82.

(170) Un sueño realizado, en Cuentos completos, p. 22: “No se da cuenta que está muerta, pedazo de bestia. Me quedé solo, encogido por el golpe, y mientras Blanes iba y venía por el escenario, borracho, como enloquecido, y la muchacha del jarro de cerveza y el hombre del automóvil se doblaban sobre la mujer muerta, comprendí qué era aquello, qué era lo que buscaba la mujer, lo que había estado buscando Blanes borracho la noche anterior en el escenario y parecía buscar todavía, yendo y viniendo con sus prisas de loco: lo comprendí todo tan claramente como si fuera una de esas cosas que se aprenden para siempre desde niño y no sirven después las palabras para explicar”.

(171) Historia del Caballero, en Cuentos completos, pp. 82-83.

(172) Para una tumba sin nombre, I, p. 13.

(173) La importancia de la temática de la infancia, sobre la que volveremos oportunamente, aparece abordada con particular relevancia en Dejemos hablar al viento, luego de haber sido a menudo enfocada desde sesgos alusivos en El pozo, Los niños en el bosque, Para una tumba sin nombre, Tan triste como ella y Tierra de nadie.

(173 bis) Guido Castillo, Muerte y resurrección en Santa María, en En torno a Juan Carlos Onetti, Cuadernos de Marcha, 1970.

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