martes

OCHO CUENTOS DE ULISES PANIAGUA (1) / EXCLUSIVO DESDE MÉXICO

Manuscrito inédito de Ibn-Gazá, hallado a la sombra de un olivar 

Si miras sólo hacia afuera, verás nada más que el mundo exterior. Si miras sólo hacia dentro, estarás ciego de ti.

Muhammud Ibn Al-Mahad

 

El británico John K. Bartleby, profesor de filología en Granada (cerca de los poéticos jardines de Alhambra), encontró hace años un manuscrito en árabe que atribuyó al poeta sufí Azahar Ibn-Gazá[1]; un libro que integra el erotismo amoroso a la cosmogónica sabiduría del Medio Oriente. Me refiero al poemario Silencio de dos sombras. El texto inédito fue encontrado —durante un viaje— en el interior de un baúl, y desenterrado junto a un olivar en los campos de Damasco (el bául yacía con una piedra triangular sobre él, apuntando a la Meca). Tuve oportunidad de reconocer el manuscrito en una visita de K. Bartleby a México, donde coincidimos en un congreso literario.


Ibn-Gazá es reconocido por especialistas en poesía sufí. De él se especula que escribió bajo algunos heterónimos, como lo son Abban Il-Hassá, y Ákil Bin-Alí. Algunos atribuyen su obra, incluso, a una autoría colectiva, como se presume en el caso de Homero en tiempos helénicos. Al respecto de este misterio, mi amigo filólogo decidió no asumir ninguna postura, pero se mostró convencido de tener en sus manos un original de Ibn-Gazá. A mí, el manuscrito que John poseía me pareció, según le hice saber, «además de ilegible, incomprensible, debido al desconocimiento del idioma». En adición, no presentaba firma alguna. Quedaba apenas confiar en su versión.

 

Según K. Bartleby, el poema (de largo aliento) aborda de manera sutil y metafórica la interpretación del universo por medio de la geometría. En cuanto a los encuentros y desencuentros de los amantes, el libro atribuye al álgebra soluciones matemáticas posibles en cuanto a la atracción de los cuerpos y las almas. El cero, importado desde la India, es trasladado por el autor a los asuntos de la vida, para compararlo con el silencio de los bosques y el nombre de la amada, fusionando lo amoroso y lo cósmico en una ecuación. El poema, extrañamente, también muestra una visión encarnizada de la especie humana y su lucha por el poder; una oda que oscila «entre la suavidad del pétalo de una flor y la crudeza de un camello abierto en dos mitades».

 

La obra de Ibn-Gazá es demoledora. Se trata de textos de una sutileza áspera que dejan, a quien los lee, contemplando el mundo como si atravesara con sus manos un muro de agua para descubrir el edén, o el vacío. La mirada del poeta árabe aludido es un salto hacia el dentro en comunión con el exterior, un canto del espíritu lleno de humildad, pureza, y erotismo místico. Así, recomienda en uno de sus poemas: No hagas del amor un oficio de mendigos / El amor es la primera letra al comenzar la jornada, y el cierre del alfabeto en el ocaso. En otro poema asegura: La amada es un ave a la que hay que dar cobijo entre tus miedos.  Al respecto de asuntos metafísicos y espirituales, comparte entre versos: La verdad es una pantera negra en medio de la noche / es posible adivinarla cuando se mueve. Líneas adelante concluye, a manera de epílogo: No olvides cantar en silencio.

 

Sin ser experto en el tema, cuatro datos me hicieron dudar de la autenticidad del escrito. El primero de ellos: el documento estaba fechado en 1243, lo que parecía sospechoso si tomamos en cuenta que el año de nacimiento de Ibn-Gazá ha sido referenciado por su más fiel traductor, el escritor uruguayo Saúl Ibargoyen, entre 1273 e inicios del siglo XIV. El segundo dato, es la característica de largo aliento del poema. Esta sospecha nace de una sencilla explicación; en la obra leída a través de las versiones de Ibargoyen, Ibn-Gazá no recurre en ningún momento a tal extensión. Por otra parte, el poema de largo aliento tiene pocos registros en la poesía sufí en el escenario del medioevo occidental. Tal vez el poeta Omar Khayyam haya incursionado en esta exploración con más ahínco, pero el poema era visiblemente ajeno al autor persa, pues basta conocer medianamente el temperamento y la textura de la poética de Khayyam para intuir que este texto no proviene de su pluma. Además, según referencias históricas, Khayyam murió en el año de 1131, por lo que era imposible atribuirle la autoría. Por su parte, el escritor y teósofo Ibn Arabi no buscaba tampoco la gran extensión en su poética, ni se acercaba siquiera al tono agridulce de la temática del documento. También se descartó, de esta forma, alguna probable relación de Ibn Arabi con el texto.

 

El tercer dato concernía a la palabra Din, una palabra árabe que expresa en el sufismo una manera de vivir. La vida de quien practica los preceptos sufíes es equilibrada y luminosa, en comunión con lo que habita dentro, afuera y alrededor del ser humano. Basado en estos preceptos, había un cabo suelto, el poema mencionaba los tiempos de mansedumbre de las gacelas dulces: donde moran los corazones de los hombres; pero también exaltaba las artes de la guerra con la fascinación de un áspid que segrega encantos en el cantar de los vientos. Esta visión bélica, aunada a pasajes donde se describen batallas cruentas y carnicerías entre califatos, me hacía cuestionar la postura de K. Bartlebly. La exaltación de la violencia era a todas luces contraria a los principios del sufismo.

 

John defendió el manuscrito, tal vez mayormente por necedad que por una actitud crítica. Tenía fe en su descubrimiento, o necesitaba tenerla. Para resolver el asunto que casi rayaba en una disputa, debimos acercarnos a expertos en la materia. En primera instancia, intentamos establecer contacto vía mail con Reyna Carretero Rangel, quien de manera reciente publicó una tesis especializada en el tema en la Universidad Autónoma Nacional de México. No obtuvimos respuesta a nuestros mensajes electrónicos. Saúl Ibargoyen, poeta uruguayo, estudioso y traductor del poeta árabe, se hallaba vacacionando en Montevideo en aquellos días, y habría que esperar al menos un mes para poder conversar con él.

 

Ansioso y obsesivo, víctima de la desesperación y cansado de mis cuestionamientos, K. Bartleby decidió exponerse. Envío el manuscrito a un laboratorio donde trabajaba un primo lejano, y facilitó un par de copias a expertos en caligrafía que contactó en un posgrado de Londres. El resultado para él fue desalentador. Después de las pruebas de carbono-14, y de múltiples comparaciones, el poema fue atribuido a Jalil Al Rashid, autor poco estudiado, quien escribiera poemas menores en el Bagdag de los años 1122 y 1159, que resultó descendiente de la vasta familia del califa Harán Al-Rashid, neurótico protagonista de Las mil y una noches al que Sherezada le contaba una historia cada luna. Se concluyó, entonces, que se trataba de un texto que poco o nada tenía que ver con Azahar Ibn-Gazá y su vasto talento.

 

El asunto sobre la veracidad del manuscrito me costó la amistad de K. Bartleby, pues el filólogo británico me confesó, en una carta breve y poco emotiva (que hizo llegar a mi domicilio), que preferiría no ser mi amigo tras de la vergonzosa derrota que el episodio representaba para su imagen erudita. Para ser franco, su furia no me importó. Yo estaba harto de su actitud veleidosa, de fiera herida, de sus desplantes dentro de las aulas universitarias, y de divo en la convivencia cotidiana. A John K. Bartleby, por otra parte, la disputa le costó la vida. Ser víctima de un fraude después de estudiar una cultura ajena con ahínco, fue demasiado para él. Compró un boleto de avión, viajó y se colgó de un almendro en Damasco.

 

Trato de olvidar esa historia. Lo conseguiré pronto, según calculo. Si me empeño, no representará para mí una paja dentro del ojo, siquiera. El remordimiento es grande. El cargo de conciencia tiene origen, para ser franco, en el cuarto dato, un secreto que no pensaba revelar, aunque es imposible preservar en silencio. El cuarto dato es la confesión de que el texto es falso. ¿Cómo lo sé? Porque yo mismo escribí el poemario, lo hice traducir al árabe, y envejecer a través de la pericia de un especialista. Contraté a un amigo del Medio Oriente con el que estudié en la Universidad de Sevilla en tiempos mozos. Él se encargó de enterrar el baúl en el sitio indicado, y se lo hizo saber a K. Bartlebly, quien no pudo contener el ímpetu al recibir el anónimo.

 

Lo real en esta historia, lo único, es aquella noble intención en los versos de Ibn-Gazá cuando nos alienta a descubrir la luz entre el misterio, una resonancia de verdades a través de la palabra:

 

La frontera entre lo que es y lo que no, es la frecuencia que separa un aleteo de otro en el vuelo de un colibrí al amanecer.

Alhambra

2 de diciembre de 2017

 

*Del libro Las tuercas en mi cabeza (Ediciones Camelot, 2019)

 

Ulises Paniagua (México, 1976) 

Narrador, poeta, videasta y dramaturgo. Ganador del Concurso Internacional de Cuento de la Fundación Gabriel García Márquez, en Colombia (2019). Ha sido considerado en una antología, en Rusia, como uno de los más interesantes poetas contemporáneos de Latinoamérica. Posee dos posgrados en la especialidad de imaginarios literarios.  Es autor de las novelas La ira del sapo (2016), y Ese lugar existe (2017); así como de siete libros de cuentos: Patibulario, cuentos al final del túnel, (2011), Nadie duerme esta noche (2012), Historias de la ruina (2013), Bitácora del eterno navegante (Abismos, 2015), Entre el día y la noche (UAM), Las tuercas en mi cabeza (2019) y El horror en cada puerta (2019). Su obra incluye cuatro poemarios: Del amor y otras miserias (2009), Guardián de las horas (2012), Nocturno imperio de los proscritos (2013), y Lo tan negro que respira el Universo (2015); así como los CDs sonoro-poéticos: Cuadriversiones (2013), Clandestinos y nocturnos (2014), y Mientras nos queden labios con qué cantar (2016). Ha sido divulgado en antologías, revistas y diarios nacionales e internacionales, incluyendo Nocturnario, El búho, Círculo de poesía, Nexos, Siempre!, Blanco Móvil, El Sol de México, Ígitur, Letralia, Altazor y Jus. Columnista de la revista Horizontum.



[1] Al Ibn-Gazá desapareció en un viaje a Jerusalén, algunos rumoran que víctima de salteadores de caminos; otros suponen que fingió su muerte para conseguir la paz del retiro en el desierto.

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