El sitio de la Mulita (29)
Entre las tinieblas,
porque él había ordenado apagar el candil antes de hacer la tentativa, el
Aperiá se aflojó en el túnel, desmayado por el machetazo. La Mulita, que
aguardaba detrás, permaneció un momento anonadada. Cuando consiguió reponerse
arrastró a su protector hacia abajo, sacando mañas de su lástima y lo abandonó
para buscar a tientas en la alacena el candil. Encendió luz al cabo y en su
propia cama, trabajosamente, consiguió depositar al Aperiá. Corrió a la tinaja
a mojar su pañuelo. Le ponía ya la primera compresa sobre la frente cuando el
mal herido abrió los ojos, los dilató y los entornó en seguida, sonriendo al
reconocer a la inclinada. La cabeza le dolía, pero no en forma insoportable. No
se produjo fractura, tal vez. Aunque el Soldado Cuzco Overo se había afirmado a
dos manos con toda el alma, por suerte la punta del sable, blandido de plano,
dio en el suelo y atenuó así la potencia del golpe.
Con cautela el Aperiá fue
levantando los párpados.
-Y… esta nos salió mal.
¡Me habían estado bombiando!... Yo ni llegué a ver al que me pegó, le garanto,
porque no me dio tiempo ni a sacar del todo la cabeza.
Iba a agregar:
-Sui hubiera sabido hacer
las cosas, nos dejan salir a los dos para ganarnos después del lado de las
casas-; pero se contuvo por compasión de la Mulita. Y habló otra vez:
-Ahora tenemos que
empezar a urdir otra madeja.
Sosteniéndose la compresa
se sentó con muchas precauciones en la cama. Su compañera lo miró angustiada al
advertir tamaña debilidad.
Él la caló.
-¿No ve? -le dijo él para
tranquilizarla-. Puede decirse que no fue más que el susto.
Y con los ojos siguió a
la Mulita, que se dirigía a la cocina para regresar portando un jarrito de
agua.
Bebió el Aperiá unos
tragos, remojó el mismo pañuelo y, aplicándoselo de nuevo, devolvió con cuidado
el recipiente.
-Gracias… ¡Y no me vaya a
tirar este resto de agua! ¡Esto para nosotros es oro!
-¿Y ahora qué vamos a
hacer, don Aperiá? -preguntó ella conteniendo los pucheros. -Yo creo que ahora
ya no podemos hacer nada, y que estamos perdidos.
El Aperiá, al fin, había
conseguido ponerse de pie. Tenía como un peso en la cabeza. Pero ya sus
primeros pasos al dirigirse a la cocina fueron bastante firmes.
La Mulita lo siguió,
enderezó a la tinaja a verter el resto del jarro para luego ponerlo en la
alacena y se sentó frente al silencioso Aperiá, que se había desplomado en la
otra silla.
-¿Y ahora qué vamos a
hacer? -insistió ella.
-¿Eh?... ¿Qué vamos a
hacer? -repitió él como llegando de muy lejos o como entre sueños. Pero se
recobró en seguida y agregó con bastante resolución-: Ahora vamos a esperar un
día más. Y si no llega auxilio…
-¡Ah, si Don Juan
supiera!
-…entonces tengo un plan.
Y le contó tan al hilo lo
que en ese instante estaba madurando, que parecería concebido en el tiempo de
aquel su oscuro sopor entre la vida y la muerte. A la noche siguiente, si antes
no ocurría algo que la esperanza mantenía vagamente, como lejano resplandor, él
irrumpiría. Gritando, por la abertura recién hecha. Y cuando en persecución
todos se le abalanzaran, la Mulita debería huir por el lado opuesto, ganaría
las piedras y trataría de llegar de cualquier modo al bajo para, ocultada ya
por las espadañas, costear el arroyo interponiendo la mayor distancia antes de
que aclarara. Después, escondida durante el día, buscaría un vado fácil, al
llegar la noche, y marcharía siguiendo detalladas indicaciones hasta dar con el
rancho de la anciana Chancha Negra, donde hallaría asilo seguro.
La Mulita sollozaba
resistiéndose a aceptar lo propuesto. Y ya creía con desesperación el Aperiá
que no lograría hacerse obedecer, cuando se le ocurrió un engaño:
-¿Pero usté no ve que
cuando me hagan declarar… Porque en cuanto me agarren… me llevan derecho a
declarar… y entonces…
El Aperiá sabía lo que por
piedad iba a decir; pero, aunque trataba de disimular, angustiado se trababa
porque con todas sus fuerzas él quería vivir y comprendía, sin embargo, que en
cuanto lo vieran los sitiadores, no le darían tiempo ni a dar un grito.
-…cuando me tomen
declaración yo me lavo las manos diciéndoles que si gané para dentro la mañana
que llegaron a prenderla, fue del susto; que yo no tengo nada que ver, que
había venido a hacer una changa, mandado de la pulpería.
Recelosa, la Mulita trataba
de asegurarse, enjugándose las lágrimas.
-¿Pero usté me da palabra
de que me dice la verdá, don Aperiá?
-¡Palabra, sí, palabra!
-¿Y después?
-Y cuando me pongan en
libertá, yo me le aparezco a usté en el rancho de mi buena amiga vieja. Y una
noche agarramos caballos y enderezamos al monte.
-¡Lo contento que se va a
poner Don Juan con usté!
Y soltó el llanto la Mulita, haciéndose un tembloroso ovillo azul y blanco en su asiento, porque se le habían agotado las fuerzas para creer en todo aquello; y torvas dudas volvían a atropellar en su mente y a correrle de allí, como a ponchazos, todas sus esperanzas en medio de una confusión atroz.
(30)
Sintiendo al incorporarse
un tironcito muy adentro de la cabeza, el Aperiá se inclinó sobre la silla de
la desdichada.
-¡Bueno, ahora no se me achique!
Si usté no hace voluntá, amiga, para mí es un contrapeso. Bueno, vaya a traer
su maletita, a ver lo que nos queda de comida.
Iba a volver a sentarse
cuando se dirigió a la tinaja, y se asomó dentro. Por suerte tuvo tiempo de
mirar antes de que le sobreviniera un mareo que lo hizo agarrase a los bordes y
lo dejó ciego.
-Agua hay de sobra para
tres o cuatro días. ¿No ve? Entre todas nuestras desgracias alguna suerte teníamos
que tener.
Sin abandonar el asiento,
furtiva, la Mulita apartó por un lado el pañuelo con el que se cubría la cara
para mirar a su amigo sin ser vista y exclamar sin sacarle el ojito,
inquisitiva:
-¡Pero lo que es usté, a
usté lo matan! ¿Pero cómo me a hacer creer que…? ¡Yo no soy boba, no!
El Aperiá, a punto de llorar
también, y muy despacio por darse tiempo a recobrar del todo la visión, volvió a
acercarse a la Mulita y posó apiadado la mano sobre la tibia cabeza
estremecida. Mas, al recibir aquella sensación dulcemente cálida, refluyó la
conmiseración; refluyó en golpe de ola y se lanzó sobre él y lo envolvió para
arrancarlo de todo y hacerlo sentirse más solo que si pisara el fondo de la
mar. Sí, pronto, horas, apenas, su propia frente, ahora con fiebre, estaría más
fría que los vidrios de la escarcha. Nadie que se le acercara conseguiría
hacerse sentir por él. Ni aunque le hablaran, ni aunque le tocaran con el dedo.
Llamará a otros el estupefacto parta traerlos allí… Entonces “¡Aperiá!” “¡Aperiá!”,
gritarán todos a una, inclinándose hacia él como quien se asoma al brocal de un
pozo. Y entonces, ante su silencio, toditos comprenderán que no había otro
remedio que cargarlo y, de alguna manera, retirarlo para siempre de los ojos a
fin de no ver lo que al Aperiá le iba a sobrevenir después; desde casi en
seguida. Y quedarían todas las cosas menos una -menos él mismo, nada más que
menos él mismo- en su ranchito, en la pulpería, en el trecho de esta a aquella
que él recorriera dos veces por día para estar acompañado un rato. Y habrá frío
y habrá calor, y habrá lluvias y de nuevo sol, y habrá luna entre estrellas
como si nada, ya, para el de la golilla blanca, el del aire modesto, el del
eterno esbozo de sonrisa de cariño que, frente a la Mulita en este instante,
sobreponiéndose, echó el pecho hacia adelante, ahora, y se situó de nuevo entre
las cosas. Y así, en esfuerzos por dominar las ansias de dejársele caer al lado,
en el suelo, a la llorosa, y entregarse para siempre, hasta el fin, a su propia
debilidad, se sentó otra vez, con inusitado brío:
-¡Mire, si usté no hace por
ayudarme, yo, así, no puedo! Crea lo que yo le digo. Yo voy a probar mi
inocencia, como más tarde usté va a poder probar bien la suya…
Luego, cambiando de tono,
agregó:
-¿Y dónde tiene su maletita
que hoy le dije?
Asustada entre el acento
enérgico de las primeras palabras de su amigo, se levantó la pobre y,
enjugándose los ojos, salió del círculo de luz para volver con la maleta.
De adentro,
ensombreciéndose, el Aperiá retiró medio pan casero, tres choclos asados y un “chifle”
lleno de agua.
-Bueno, para hoy sobra.
Así que…
-¿Pero y usté, don
Aperiá? ¿Pero cómo voy a comer sólo yo?
-¿Pero y usté ya no se
acuerda de esto? -respondió el Aperiá señalando, sin tocarse, la mollera.
Y luego, manteniendo su
sonrisa convincente, mintió como muy pocas veces y por penúltima vez en su
vida, mientras la cabeza le pareció en ese instante que le iba a estallar:
-¿Pero ustés no sabe que con
un golpe en la crisma, por poco que haya sido, la comida sienta como una
patada?
-¿Ay, sí?
-¡Y claro! Hasta mañana
yo no tengo que probar más que algún trago de agua.
Y pensó cómo sería la
mañana en él; en qué consistiría eso de que el nuevo día ya le pasara al
costado sin envolverlo; qué sería la muerte; entre qué para él recién llegadas
corrientes nunca vistas por los vivos se alejaría hundiéndose, asomando después
un poquito su lomo, sumergiéndose más lejos otra vez, hasta perderse del mundo,
como en aquel atardecer, desde la barranca, viera al Peludo yéndose y yéndose
sin fin con el arroyo.
-De nosotros tres, ¿quién
se morirá primero? -le pareció que volvía a oírse decir.
La Mulita pasó al otro cuarto y andaba revisando estantes para pensar algo a solas…
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