miércoles

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (97)

 El sitio de la Mulita (22)



De pronto, tornose de nuevo hacia el aturullado Voluntario, estiró el brazo señalando a la lejanía envuelta en sombras, y preguntó:

-¿Y usté no tenía orden de estárseme de guardia en la loma del ombú?

-Sí, mi Sargento, pero me tocó el relevo.

-Bueno, agarre la carabina, vayasé y releve su relevo. Y ya sabe que…

Lo interrumpieron unos alarmados

-¡Qué hay! ¡Qué hay! ¡Qué hay! -que se acercaban a los saltos.

Se dio vuelta el Cimarrón, y de inmediato cruzó los brazos, iracundo. Pero los brazos, al sentir el calor del duro estrechamiento, por su cuenta aflojáronse un poco. Era el Asistente Macá que, ante la furia del Superior, se clavó rígidamente a tres pasos, desarmado, descalzo, cubierto sólo con las bombachas cuyo rojo chupaba la noche dejándolo chocolate.

-¿Y recién te aparecés? ¿Y recién te distes cuenta del tamaño escándalo que se ha armado? ¿Y si nos hubieran invadido? Pero, decime, ¿y vos te has agarrado al mundo por tu cuenta?

El machete le golpeaba la pierna al Sargento; le golpeaba diríase, como ofertándose para una buena lluvia de planchazos. ¡Pero, por cierto, no haría uso de él el Sargento Cimarrón! Porque la cólera era causada menos por la conducta del Asistente que por su necesidad de hacer zafar el pensamiento de un creciente embargamiento abrumador.

Confuso, el Macá aguantaba la reprimenda con marmórea rigidez, fijos los ojos en las guiñantes estrellas que las nubes, como adrede, habíanle descubierto sin ninguna necesidad, allá muy lejos. Para colmo, por otro lado, sufría también, y en mayor grado, debido a que la curiosidad se lo estaba comiendo vivo.

Sosteniendo la mirada sobre el abrumado, los ojos del Sargento Primero apagaban su fulgor. Era que lo asediaba cada vez más una nueva preocupación. Y ella borrábale el bulto del Macá y le interponía imágenes de la memoria.

-Lo que pasó -quiso volver el Cuzco Overo refregándose el pecho porque empezaba a ser sensible al frío de la noche y se hallaba sin poncho- lo que pasó fue… Yo me veo el cardo temblando y…

Como cuando al borde de la barranca, conteniendo la respiración, ya va uno a largarse al agua, así el Asistente Macá se empinó hacia el Cuzco Overo. Pero las palabras de este habían desensimismado al Sargento Cimarrón, quien ordenó, recuperando su cólera:

-¡Silencio y cada cual a sus cacharpas! ¡Marchen!

Giraron cabizbajos tanto por la emoción como para ver bien dónde pisaban los ya ahora convertidos en sombras, pues dos viejas nubes habían traído como un aire negro que sopló el tenue blancor hasta entonces posado sobre las cosas. Y entre la dispersión, haciéndose más el chiquito, aprovechaba el Macá para escurrirse, situándose delante de los biombos andantes del Soldado Avestruz y del Trompa Tamanduá, que eran los más altos del grupo, cuando lo paró y lo alzó hasta erguirlo otra vez en su estatura completa la voz aplacada de su jefe, cuyo acento misterioso asimismo atrajo como imán la intención del joven Asistente:

-¡Vos te me quedás aquí!


A la manera del que, medio embarado por la galopeada, al fin llega a su destino, y es ayudado a quitarse el poncho hecho sopa y el saco y hasta el chaleco también mojados… y ya en camiseta estira y pliega los brazos con holgura creciente junto al fuego, así sintió el Macá que le habían sacado un feo peso de encima.

Esperó un momento el Cimarrón, observando el alejamiento de los otros. Sacó la chuspa, lió, se la pasó a su subordinado, hizo chispear su yesquero, encendió el cigarro y, al recibir otra vez el tabaco, dio fuego al Macá, siempre en silencio cerrado. Aguardó, todavía.

Cuando los soldados se introducían de bruces en la tibieza de sus “benditos”, recién entonces, el Sargento fue a hablar. Pero aguantó aun para, seguido por el Asistente, alejarse unos pasos del Imaginaria que acababa de apostarse ante el boquete recién abierto. Ya a prudente distancia, se detuvieron, viéndose recíprocamente mejor las caras gracias a que la luna surgió del seno de un negruzco girón; aunque, en seguida, a tamaña blancura le volvieron a ganar el lado de la tierra. Como la tropilla al cencerro de su “madrina”, el Macá y la confusión de su mente se sentían dóciles a todo.

-¿Qué me decís? ¡Casi se nos escapan, no más!

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