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VIRGINIA WOOLF: LA ESTRECHA LÍNEA FRONTERIZA ENTRE FILOSOFÍA Y LITERATURA

por Carlos Javier González Serrano
Virginia Woolf confesaba, en uno de sus más fervientes períodos creativos, que “Para mí nada es real, excepto lo que escribo”. El transcurso vital de Virginia se ve truncado desde muy pronto por el temprano fallecimiento de su madre, Julia, en quien su hija verá un auténtico referente durante toda su vida. Algunos años más tarde, cuando Virginia se preguntaba qué lugar ocupaba la figura materna en su existencia, respondería convencida: “Continúa en mí”. Sobre la muerte de sus seres queridos (hermanos, padre, etc.) escribía nuestra protagonista en “El diario de Joan Martyn” con marcados tintes autobiográficos: “Cuando era niña me asustaban esas figuras rígidas y blancas, sobre todo cuando pude leer que llevaban mi apellido; pero ahora sé que nunca se moverán, que sus manos permanecerán entrelazadas para siempre, siento lástima de ellas”.

Como era costumbre en la época, Julia no recibió otra educación que la propiamente doméstica, con el fin de poder dedicarse con entera eficiencia a las labores del hogar. Su primer marido, Herbert (acaso su más auténtico amor), falleció repentinamente, dejando en la madre de Virginia una huella de tristeza que apenas podrá borrar. “Y, siendo todavía demasiado joven como para no sufrirlo como una tremenda injusticia, una verdad se le reveló de repente: la vida es insensata, no hay un designio, ni una providencia”, explica Nadia Fusini (autora de Poseo mi alma, una de las biografías más completas sobre Virginia Woolf).

Toda sociedad es un intento de atrapar, influir y coaccionar los pensamientos a medida que surgen y de obligarlos a generar nuevos pensamientos.

Este aguijón material, perfectamente tangible, que la existencia nos muestra en las circunstancias más desagradables, acompañó a Virginia durante toda su vida como si de una herencia espiritual se tratara. De alguna manera y en una de sus facetas, crecer significa sentir el desplazamiento desgarrador que nos aleja de la madre, de la seguridad hermética que esta nos ofrece. Por otro lado, debemos desarrollar el arte de relacionarnos con los recuerdos, con los que no siempre convivimos de forma voluntaria. Es como si nuestra mente, empujada por necesidades anímicas que no podemos descifrar, acudiera a la memoria en busca de algunos trazos con los que completar el obligado sentido con el que hemos de dotar a la vida. Además, los recuerdos no son en ocasiones estrictamente individuales, sino colectivos: Virginia puede conservar la imagen de su madre no sólo gracias a sus propias evocaciones, sino también a las de sus hermanos y su padre. “¡Ay, el misterio de la vida! ¡La inexactitud del pensamiento! ¡La ignorancia de la humanidad! Cuán poco dominio tenemos sobre nuestras posesiones –cuán accidental es nuestra vida tras tantos siglos de civilización–”, leemos en el relato “La marca en la pared”.

En esta misma obra, de gran carga filosófica y enorme valor literario, expresaba Virginia su deseo de “pensar en silencio” sin ser molestada, en calma, para deslizarse “sin dificultad de una cosa a otra, sin ningún sentimiento hostil”, sin obstáculo alguno. La vida humana, sea contemplada a través de nosotros mismos o de otras personas, siempre adquiere una doble e inexcusable perspectiva: la de los hechos “duros y aislados”, como Virginia los llamaba, la que a cada instante parece presa de la preocupación y la tribulación; y después, la mirada poética o estética (pero siempre escritural), que tiene por cometido ofrecer una visión más honda de cuanto nos rodea, para embellecer cualquier imagen a fin de protegernos de la desnudez de la existencia y lograr, así, hacer el mundo habitable, pues sabemos en el fondo que este es un mundo “en el que no se puede vivir –escribía Virginia–. Cuando nos miramos cara a cara en los autobuses y en los vagones del metro, miramos el espejo; y esto explica esa vaguedad, ese brillo vidrioso en nuestros ojos”. Debemos ser capaces, a fin de cuentas, de emprender el vuelo también en la oscuridad.

Aunque Julia intentó hacer ver a Virginia que “la verdad es siempre lo mejor”, ésta no tuvo claro qué perspectiva de aquellas dos era la genuinamente real. Como Virginia muy bien sabía, lo que llamamos “real” se encuentra teñido por nuestros sentimientos más profundos, y estos no siempre dejan ver los hechos en su puridad. En su intención por comprender y transcribir los entresijos del alma humana, Virginia comenzó desde pequeña a pensar en las “cosas serias de la vida” (la vejez, la pobreza o la enfermedad), y finalmente concluyó, como nos explica, que “sin duda sería mi destino conocerlas”. Gracias a la lectura de sus novelas, sabemos que la escritora nunca dejó de lado aquel marcado contraste entre alegría y pena que parecen darse mutua caza sin tregua a lo largo de nuestra vida. Más que hechos incontrovertibles, lo que permanece es el rastro de un sentimiento con el que hemos de convivir: “Cuando el yo le habla al yo, ¿quién le habla? El alma sepultada, el espíritu que se adentra y adentra en la catacumba central; el yo que levantó el velo y abandonó el mundo… un cobarde quizá, pero hermoso en cierto modo mientras se desliza incesantemente con su farolillo arriba y abajo por los oscuros pasillos” (“Una novela no escrita”).

El deseo de poner fin a la fatiga confiere a los más filosóficos y hasta a los distraídos por el amor y sus tormentos, una todopoderosa razón para fijar la mente en la idea de llegar a casa.

A este peculiar fatalismo metafísico generalizado al que nos vemos abocados, que encierra la potencia de ser interpretado a la luz de la ciencia (determinismo) o de la literatura, se suma la nada desdeñable circunstancia de que Virginia era mujer, y más aún, una mujer en pleno inicio del siglo XX. Esta época, marcada por asombrosos avances tecnológicos e industriales, y que se desarrollaría bajo la sombra de dos guerras mundiales que desdibujó el optimismo generalizado de toda Europa, se veía aún manchada por la situación dependiente de las mujeres respecto a la figura masculina. Virginia Woolf denunció en numerosas ocasiones este desajuste social, que incluso sufrió en su propio cuerpo (desde joven fue víctima de los abusos de uno de sus hermanos, gestos que nunca fueron vistos por sus familiares más allegados como signos que propasaran el límite del decoro debido).

Uno de los relatos de obligada lectura para conocer la postura de Virginia sobre este escabroso asunto es “Phyllis y Rosamond”, en el que la autora no duda en asegurar que, para las mujeres, “el amor era algo inducido por ciertas acciones calculadas” que surgía en salones de baile, conservatorios perfumados, y siempre “al abrigo de miradas furtivas, golpes de abanico y tonos de voz entrecortados y sugestivos”. La mujer es observada como un objeto del que puede disponer el mejor postor, lucha mediante, tras la correspondiente explotación sentimental y física. Las protagonistas de este cuento, al preguntarse si podrían llegar a amar sincera y desinteresadamente, llegan a la conclusión de que todo intento de liberación sería en vano: “su largo cautiverio las había corrompido tanto por dentro como por fuera”. También en el relato “Una sociedad” denunciaba Virginia, de forma abierta y contundente, la situación de la mujer: “Mientras nosotras hemos dado a luz a nuestros hijos, ellos, supongo, han creado libros y cuadros. Nosotras hemos poblado el mundo. Ellos lo han civilizado. Pero ahora que sabemos leer, ¿qué nos impide juzgar los resultados?”.

Al igual que el resto de componentes del denominado círculo de Bloomsbury, Virginia es consciente del poder de la palabra a la hora de derribar fronteras opresivas. Pero este poder sólo puede ser contemplado si se da una condición, y ésta es la libertad. En sus años de juventud se promete “escribir lo que me apetezca escribir, y ya está”, sin preocuparse por sus lectores, que “me leerán si les gusto”. Virginia desea redactar textos que conduzcan al planteamiento de verdaderas preguntas; las respuestas nunca llegan si el modo de interrogarnos no es el adecuado. Sin embargo, la victoria no siempre está asegurada: “El lenguaje es como una red agujereada y vieja por la que escapan los peces tras quedar atrapados. Quizá sea preferible el silencio”, leemos en el relato “La velada”.

Virginia Woolf es considerada una de las escritoras más sobresalientes de la historia de la literatura, cuyas reflexiones colindan con el terreno de la filosofía y la antropología. “Pero es también y sobre todo una mujer sincera y honesta –explica su biógrafa Nadia Fusini–. Penetra con audacia en el nudo de los grandes interrogantes humanos y en ellos se pierde”. Pero sobre todo, lucha, y de su combate trascienden preguntas que conciernen a la existencia humana en su totalidad.

Días después del suicidio que empujó a Virginia a adentrarse en las aguas del río que en otro tiempo tanta paz le habían dado (28 de marzo de 1941), el oficial de policía que se encargaba de la investigación de tan funesto suceso explicaba que, si la escritora había decidido quitarse la vida, fue porque había sentido y padecido de forma más intensa la “bestialidad” de aquellos tiempos. “La vida es lo que vemos en los ojos de la gente –escribía Virginia años antes–; la vida es lo que aprenden y, una vez aprendido, nunca, por más que intenten ocultarlo, dejan de ser conscientes de… ¿de qué? De que la vida es así, al parecer”.

La obra de Virginia Woolf, en su mayor parte perteneciente al género novelístico (aunque cultivó, como hemos visto, el difícil género del relato corto), guarda una inquietante relación con las formas más características del ensayo. En Al faro (1927), por ejemplo, lleva a cabo todo un análisis del papel del arte en la sociedad, y se pregunta (mediante el diálogo de sus personajes) si no será acaso más necesario “el ascensorista del metro” que el literato o el artista. En este sentido, las reflexiones introspectivas son una nota esencial de la narrativa de Woolf, que no se ciñe a presentar meras escenas en las que los personajes interactúan entre sí, sino que, más allá, la autora piensa críticamente su realidad mediante largos excursos que detienen mágicamente el transcurso de los acontecimientos. En Al faro realiza un viaje imaginario a su infancia, de la que querrá rescatar los momentos más felices, liberándose de algunos fantasmas siempre acechantes.

En Orlando (1928), Virginia trata varios asuntos que siempre ocuparon un lugar privilegiado en su obra: el permanente paso del tiempo y el papel del sexo en la forja de identidad de las personas. La novela transita distintos periodos históricos que dotan a la narración de una intemporalidad muy llamativa. En ella, quizás la más accesible de las escritas por Virginia, Jorge Luis Borges dijo que “colaboran la magia, la amargura y la felicidad”. Podréis encontrar todo un retrato de la que fuera amante de la escritora, la misteriosa y lasciva Vita, con la que Virginia mantuvo una difícil relación cuyo recuerdo guardará durante toda su vida. Esta obra fue todo un éxito desde el principio: vendió, en las primeras seis semanas, ocho mil ejemplares en Inglaterra y doce mil en Estados Unidos. Todo un best seller de principios del siglo XX.

La señora Dalloway (1925) es el título más conocido de la autora. La represión social a la que se veían sometidas las mujeres jugará un papel capital en esta novela, en la que Virginia despliega todo un análisis de la sociedad de entreguerras, muy interesante desde el punto de vista político y filosófico. Hay que mitigar, explicaba, “los sufrimientos de nuestros compañeros de prisión”, refiriéndose, desde luego, a una clase de cerrazón que era impuesta por convencionalismos sociales victorianos que era necesario derrumbar para instaurar una auténtica libertad. Para complementar la lectura de La señora Dalloway, invitamos también a leer los ensayos de Virginia recogidos en Una habitación propia (1929).

Nuestra última recomendación, Las olas (publicada en 1931), causó gran controversia en el círculo más íntimo de la autora. Mientras escribía esta novela, Virginia confesaba: “¡Cómo sufro! ¡Nadie sabe cuánto sufro! ¡Igual que cuando murió Thoby [su hermano]! Yo sola. Lucho sola, por la mañana en cuanto me despierto me digo: lucha, lucha”. ¿A qué guerra se refiere nuestra autora? A juicio de su biógrafa Nadia Fusini, cuando Virginia escribe “traslada una especie de inusitado ataque a la realidad para aferrar lo que llama ‘el canto del mundo real’, que percibe si se deja transportar por la soledad y el silencio lejos del mundo habitable”.

(El vuelo de la lechuza / 21-9-2013)

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