jueves

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (82)


El sitio de la Mulita (6)

Allá adentro, la Mulita trastabilló y se agarró a un brazo del Aperiá para no caer bajo el peso de lo que oía. Al apoyarse en su amigo, otro horror hizo a ambos permanecer estrechados: el producido por un fuerte ruido de hierros que se les levantó junto a las piernas. Era que, en el traspiés, la Mulita volcó un pico y también volcó una pala -ya se verá pronto la utilidad de estas dos herramientas- que estaban en la penumbra, contra el caballete del apero muy bien acondicionado del finado dueño de casa.

-¡Pero qué ha dicho! -sollozó ella por lo bajo, cuando se pudo hablar. -¡Que yo soy asesina! ¡Y de mi tío!

Ante la revelación de nuevos peligros que ya iban buscando su sitio para tenderse en batalla, el Aperiá hacía de tripas corazón.

-¡No haga caso! No hay que hablar, hay que pensar. Tenemos que salir de aquí de alguna manera porque, si no, estamos perdidos. ¡Y como bala hay que andar! Al ladito, tenemos al hambre y a la sed. Son los primeros enemigos. Y los peores, si es posible. ¿Hay mucha agua en la tinaja?

-Alguna hay.

-Es lo principal. Lo principal, mire, es el agua.

Mientras esto decía, el Aperiá no sacaba los ojos del pico y de la pala cuya presencia recién se hacía sentir para él porque desconocía la casa.

Emergiendo del espanto que le produjo el ruido al ellos caer, se halló otra vez con la situación de su amiga. Y quedó en esa tragedia. Pero ahora, ahora sí se verá un buen pico y una buena pala… como para… abrir… camino.

Cuando les retiró la vista fue porque advirtió que la Mulita lloriqueaba, ahora.

En otra circunstancia, tal vez, no más momentos antes, el Aperiá habría perdido el ánimo contemplando aquel doliente ovillo azul y blanco sobre la banqueta. Pero ahora, al exclamar:

-¡Tenga valor, amiga… tenga valor! -le fue permitido hasta seguir pensando firmemente en lo que estaba pensando, y que -debemos saber- era algo promisorio, algo que abría a la esperanza un cauce si bien estrecho, cauce, sí, al fin y al cabo.

Fijaba otra vez la vista en el rincón oscuro de donde como una luz le venía sin embargo a su mente, cuando se oyó un nuevo movimiento de caballos, y entrechocar de armas y órdenes y palabrotas…

Un tropel, en efecto, tomó al trote, descendió hacia la llanura, evidentemente en busca del vado, emprendió el galope, casi en seguida. Era el Comisario, con el Soldado Cigüeña y el Soldado Carao, de escolta en dirección a lo de la Curandera, la Lechuza, donde estaba él seguro que seguiría desenvolviendo la madeja, como él decía. El Sargento Cimarrón esperó un ratito. Luego, conteniendo la trepidación del sable y afirmándose el quepis, observó de reojo cómo se disponían a levantar la carpa, se encaramó a una piedra y se puso al modo de las estatuas. Ahora, el marcial aspecto del Comisario momentos antes era nada al lado del que ofrecía el veterano Sargento Cimarrón.

-¡A ver, Soldado Halcón y Soldado Cuzco Overo! -gritó. -¡A ver, Voluntario Terutero!... ¡A ver, Cabo Pato!...

La caballada, arriada al trote, se encaminó al arroyo a beber y a ser bañada. Por las dudas, dos tiradores, el Soldado Flamenco y el Soldado Avestruz, carabinas en mano, en protección, acompañaban a los de fajina. El Soldado Gato Pajero, con dos hombres -Soldados Águila y Tamanduá- salió a la carneada. El Soldado Mao Pelada, ya puesto de delantal un culero viejo, hacía surgir fuego en el centro de un brazal de ramas estratégicamente situado al borde de la rala sombra de un espinillo desde cuya comodidad, más tarde, el cocinero seguiría el dorarse de los asados y, si el sitio se prolongaba y era traída la gran olla de la Comisaría, mismo atendería el puchero y prepararía su pirón suculento.

Ya se escuchaban hachazos entre unas piedras, junto a la pila de gruesos troncos que el finado Peludo hiciera acarrear para el abasto hasta al lado de su casa a fin de que la Mulita tuviera todo a mano. El caballo del voluntario Terutero había sido apartado de los que se dirigían al arroyo. Su dueño -no tuvo otro remedio- volvió a ensillarlos más que ligero, sin saber la razón de la contraorden. Y ante una nueva voz imperiosa que le llegó desde la piedra del pedestal del Sargento Cimarrón, montó -muy contrariado por la soledad que le esperaba en su guardia- y salió a todo galope, para ir a apostarse de bombero en el ombú de la alta loma. El Terutero, que acudió a incorporarse de comedido porque lo que quería era hacer daño, no más, al que fuese, empezaba a comprender que, hasta eso, tan feo, da trabajo.

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