por Emma Rodríguez
Tiene 86 años y una mirada teñida de
azul que parece sobrevolar por encima de todo aquello en lo que se detiene. Si
algo me emociona de Emilio Lledó es su capacidad para seguir haciéndose
preguntas y para seguir manifestando sorpresa ante las cosas del mundo. Las
palabras, las expresiones, son para él una incógnita permanente. Le gusta
profundizar en los sentidos de las palabras, extraer esos sentidos del fondo de
la tierra y sacarlos a la luz como frutos nuevos, porque de tanto usarlas las
palabras se adormecen, pierden su brillo original, no vibran. Y hay que tocar
sus cuerdas, sus sonidos, para hacerlas renacer. Emilio Lledó lo hace
constantemente. Le gusta jugar con el lenguaje, inventar términos que le
conduzcan a los senderos cristalinos de la comprensión, esos que no están
pisoteados, que parecen esperar a que nuestras huellas se fijen en ellos por
primera vez, cuando se abre la mañana y aún no hay sombras ni peligros al
acecho. ¿Qué quiere decir esto? Es el interrogante que abre una y otra vez
el filósofo. A partir de ahí empieza a caminar, parándose a contemplar los
latidos de todo lo que es nombrado, la fisonomía de los árboles, las hojas que
caen y que le resultan tan evocadoras, la gente que camina a su paso, las
letras que llenan los espacios, los huecos de la existencia.
No deja de asombrarse Emilio Lledó
ante la contemplación de las manos: las manos que tocan, que perciben, que se
mueven, que nos conectan con el exterior y con los otros, al tiempo que rozan
suavemente las diversas texturas de las emociones. Este diálogo que aquí
se despliega tuvo lugar en dos tiempos, dos jornadas, diferentes, y en ambas
ocasiones el autor de obras como “El silencio de la escritura”, “La
memoria del logos” o “La filosofía hoy”, compartió el estimulante,
enriquecedor, juego de inventar sus propias palabras. En ambas ocasiones se
maravilló ante sus propias manos y las desplazó por la mesa tocando los lomos
de los libros, la madera, con la conciencia de quien recibe un don que no ha de
ser olvidado. En ambas ocasiones dejé su casa reconfortada por el
encuentro con alguien que me hace creer en la buena vida, la vida vivida con
entusiasmo, con intensidad, con pasión. Hay pasión en los ojos, en la manera de
hablar, en los pasos ágiles, de este hombre lúcido cuyo secreto es la
curiosidad, las ganas de seguir aprendiendo, el orgullo ante el trayecto
recorrido y la actitud crítica: ese nunca darse por vencido, ese seguir
defendiendo con ahínco las convicciones, esa rebeldía necesaria para decir no
que nunca debe dormirse, aunque nos repitan una y otra vez que el “no”
pertenece al territorio de los niños.
“Los libros y la libertad” (RBA), un
abarcador compendio de artículos que funciona como un espejo múltiple donde se
reflejan muchas de sus ideas y preocupaciones, es el último libro publicado de
Lledó, pero es posible que muy pronto sus lectores podamos disfrutar de un
nuevo ensayo en el que lleva trabajando largo tiempo sobre la amistad y el
amor. De ello y de mucho más hablamos con calma durante dos mañanas: las horas
transcurriendo raudas, la luz filtrándose por la ventana de un salón lleno de
libros, esos libros amigos, compañeros, que en ocasiones, según dice, le hacen
llegar la queja de no haber sido abiertos en mucho tiempo. Esa luz iba
cambiando de posición y de forma, prodigiosa en su fugacidad, al hilo de las
palabras.
Son muchas las
ideas, las reflexiones contenidas en “Los libros y la libertad” que me han
resultado luminosas, pero hay una parte especialmente reveladora, la parte en
la que hablas de las primeras lecturas, de aquel profesor, don Francisco, que
te enseñó a “viajar a las realidades paralelas de las ficciones”. ¿Dónde está el
niño Lledó? ¿Qué imágenes de la infancia, de la memoria, guardas en tu
particular cofre de los tesoros?
¡Qué bonito es eso de particular
cofre de los tesoros! Por supuesto que lo que uno ha vivido es el pequeño
tesoro de la memoria. Lo he escrito ya muchas veces, podría decir que hasta la
saciedad, pero sigo sin cansarme de decirlo. Somos memoria. Si empezáramos las
mañanas en blanco sería terrible, sería la muerte del individuo, la muerte de
la sociedad. A mí siempre me ha atraído mucho la Historia, la memoria
histórica. Me interesa saber cómo fue mi país, qué ha pasado en mi país,
incluso me interesa saber a qué país pertenezco y a qué país aspiro. Pero me
has preguntado sobre mi infancia y debo decir que, aunque mi infancia
transcurrió durante la Guerra Civil, yo fui un niño feliz. Un niño feliz a
pesar de los bombardeos, a pesar de que por la noche dormíamos en la cueva de
la casa, en el sótano, junto con otras familias que también colocaban allí sus
colchones. Yo tendría entonces 9, 10, 11, años, y, a pesar de la angustia y del
hambre -hambre relativa entonces, porque la verdadera la pasé ya en Madrid, después
de la guerra- fui un niño feliz porque tuve un maestro, un maestro que me abrió
un horizonte amplio, nuevo .
Da la impresión de
que ese maestro está en el germen de lo que Emilio Lledó ha llegado a ser.
Sí. Don Francisco fue
fundamental para un muchacho que quería escapar de aquel horror. Ni yo ni los
niños de mi edad teníamos conciencia del alcance de lo que estaba sucediendo,
no lográbamos entender del todo el porqué de la Guerra Civil. Lo único que yo
percibía era la sensación permanente de que la vida era peligrosa. Siempre
había angustia, peligro a mi alrededor. Recuerdo que mi padre, que era militar
y estaba destinado al Regimiento de Artillería Ligera de Vicálvaro, donde
vivíamos, me trajo una vez a Madrid y ese día yo vi muertos en la Gran Vía.
Sonaron las sirenas y me refugié en un portal, pero al salir me di cuenta del
espanto, de toda aquella gente que no tuvo tiempo de protegerse… Sin embargo,
repito, ese maestro consiguió hacerme feliz. Aún tengo su imagen
clarísima: era un muchacho alto, no creo que tuviese más de 30 años, uno
de esos maestros de la República, de las Misiones Pedagógicas. Nos hacía leer
varias veces por semana unas páginas de distintos libros. Hubo muchas lecturas,
pero yo recuerdo el «Quijote» porque ahí nació mi amor por una novela
que he leído más de 12 veces. Ese maestro nos hablaba a niños de 10 años de
sugerencias de lectura y esa frase no la he olvidado nunca. Era una frase que
abría nuestras mentes. ¿Qué nos podía inspirar “Don Quijote”, a nuestra edad,
en el caos aquel de la guerra? Pues allí, con nuestros lapiceros, nos poníamos
a escribir sobre las sugerencias que nos despertaba don Miguel de
Cervantes.
¿Ese disfrute del
aprendizaje, de la lectura, prosiguió en tu formación?
No. Eso tan excepcional, esa sensación
de felicidad, jamás se repitió en la universidad, ni siquiera en el
bachillerato. Allí lo que hacía era aprender asignaturas, textos. Había
profesores buenos, claro, y sería injusto si no dijese que en la
universidad que yo padecí sobrenadaban algunas figuras, sobre todo los
filólogos clásicos, que han sido la gran revolución de la cultura española de
la posguerra. Ahí está la inmensa aportación de la Biblioteca Clásicos de
Gredos, donde hay autores que no habían sido traducidos nunca. Yo me temo que
dentro de 50 años, si siguen los planes de estudio así, no habrá nadie que sepa
traducir griego o latín. Me apena esto y me apena pensar en la tradición
triste, inquisitorial, que hemos padecido durante cuatro siglos, la repulsa a
la libertad de conciencia. Al respecto hay una frase muy significativa en “Don
Quijote”, la frase que el ex vecino Ricote, que fue expulsado porque era
morisco, le dice a Sancho, con quien se encuentra cuando éste regresa
de la Ínsula Barataria. Le dice algo así como que se había ido a Alemania
porque allí la gente vivía como quería y porque en todas partes reinaba la
libertad de conciencia. Siempre me sorprendió esa frase y más de una vez me he
planteado de dónde sacó Cervantes esa idea típicamente luterana. Esa
libertad de conciencia nos ha faltado en este país y don Francisco, mi
maestro, en el fondo era un hombre que nos liberaba la conciencia, que nos
hacía personas y nos daba libertad. Esa es la grandeza de la enseñanza. El ser
humano es lo que la educación hace de él. Si a ti de pequeño te meten
únicamente frases hechas en la cabeza; si te introducen lo que yo llamo grumos
pringosos, ya no vas a poder pensar, ya no vas a poder ser libre, ni tener un
espíritu creador, ni siquiera racional, dejando claro que en la enseñanza no
sólo hay que cultivar la racionalidad. Otra de las cosas importantes que nos
aportó ese maestro fue la educación de la sensibilidad. Nos animaba a pensar
las palabras, a no asumirlas sin entenderlas. Sabía que sólo así podíamos
salvarnos de la manipulación, de la agresividad a que conduce la falta de
comprensión.
¿A don Francisco le
seguiste la pista?
Desgraciadamente no supe nada de él,
ni siquiera recuerdo su apellido. Para nosotros era simplemente don Francisco.
Lo único que sé es que vivía en Madrid y que iba a Vicálvaro en los autobuses
de la empresa Fausto Dones. Vicálvaro era entonces un pueblo, estaba al otro
lado del cementerio del Este y había que tomar esos autobuses de línea, los
mismos que yo empecé a coger años después para venirme a estudiar a Madrid,
a un colegio que dependía del Instituto Cervantes y que estaba en la
parada entre Manuel Becerra y Ventas.Tal vez por eso mis padres se
vinieron a vivir a principios de los 40 a la calle Bocángel, que está por ahí.
Me encantaba esa palabra, me llamaba la atención, me sugería imágenes: la boca
del ángel, ¡qué bonito! Yo entonces no sabía que hacía referencia al poeta
Gabriel Bocángel. Más tarde, en un libro mío, “El surco del tiempo” puse el
final de uno de sus sonetos.
Tu padre fue
republicano, soldado de la República. ¿Qué te enseñó? ¿Qué recuerdas de los
años que viviste a su lado?
Sí. Fue capitán de la
República y una persona culta, pese a tener una educación básica. Le
gustaba mucho la pintura, de ahí mi afición a dibujar. Después de la guerra se
puso a trabajar de contable en una empresa y murió muy joven. De ese
tiempo recuerdo la miseria y el hambre. Para mí la palabra hambre no es una
metáfora. Desde los años 40 hasta casi el año que muere mi padre, en el 50, en
mi familia lo pasamos muy mal. Fue una época muy dura. No había qué comer en el
Madrid de esos años. La gente modesta, humilde, como éramos nosotros, lo
tenía muy difícil, y por eso yo me marché en cuanto pude. Hice el Servicio
Militar, acabé la carrera y me fui a Alemania sin saber alemán. Apenas podía
traducirlo un poquito, pero quería huir de este país por encima de todo. Mi
padre ya había muerto y mi madre se fue a Andalucía con su familia,
una familia que sin ser de terratenientes tenía cierto nivel. Le debemos todo a
un tío campesino, labrador, que la acogió en el pueblo sevillano de
Espartinas. A mis dos hermanos pequeños los metieron en un internado y yo
primero me quedé en Madrid, dando clases particulares hasta que
conseguí una beca del Colegio Mayor Guadalupe. En cuanto acabé la carrera
salí pitando, tan pitando que estuve diez años fuera.
¿Cómo fue el
cambio, el impacto de llegar a un país, a una cultura totalmente diferente?
Yo me fui con una carrera acabada,
como un emigrante privilegiado, no con una beca, como dicen algunas
biografías por ahí, sino gracias a lo que había ahorrado dando clases
particulares. Quería seguir estudiando allí y repito que prácticamente no sabía
alemán. Al principio me entendía en francés con mis profesores, entre los
que estaban Karl Löwith, Otto Regenbogen, Hans-Georg Gadamer. Ellos me
consiguieron una beca y más tarde, cuando se estableció la Fundación
Humboldt, yo fui uno de sus primeros becarios. Volví en el 55 a
España a casarme con Montse, mi novia de toda la vida, que desde pequeñita
hablaba alemán por el empeño de mi suegro, que era médico, en que sus hijas
aprendiesen otros idiomas, y regresamos a Alemania en plan de estudiantes. Fueron
seis años maravillosos los que pasamos allí, una explosión de vida, de
libertad, de soñar, de descubrir en Heidelberg la universidad que yo
intuía desde que don Francisco me abrió la puerta de las sugerencias. ¡Qué
diferencia! Aquí yo me moría de aburrimiento, de tristeza. Con todo el respeto
para algún profesor bueno que había, el sistema era horrible: asignaturas,
exámenes, apuntes, los dichosos apuntes. El otro día vi en un periódico un
anuncio de una universidad privada que prometía que sus estudiantes encontrarían
trabajo en la empresa privada. Me acordé de un texto de Walter
Benjamin en el que dice que obsesionar a los muchachos durante la carrera
con colocarse es la muerte de la vida intelectual. ¡Por favor! Dejen a los
jóvenes que trabajen con ilusión en lo que les guste; que sueñen esos cinco o
seis años. No les corroan el ánimo a muchachos de 18 años con el cebo estúpido
de una colocación en una empresa. Cuando yo me fui a Alemania para mí fue un
sueño de libertad encontrarme con una universidad donde no había asignaturas,
donde no había exámenes “cuadriculantes”, ni libros de texto que te
tuvieras que aprender. Los profesores impartían cursos interesantísimos,
recomendaban lecturas, y los alumnos trabajábamos a partir de ahí, preparábamos
los exámenes de una forma personalizada.
¿La Alemania de
Merkel no te ha decepcionado?
Yo soy muy crítico con ciertos
aspectos de la Alemania actual, con su manera de hacer política y de actuar
sobre el resto de Europa. Ahí no puedo defenderlos, pero sí es verdad, como me
dicen mis hijos, que mitifico un poco la Alemania de la cultura, la
Alemania de la universidad, de la enseñanza pública. Allí no hay colegios
privados que puedan competir con los institutos de enseñanza media, institutos
donde se cultiva la sensibilidad. Volví a percibir todo eso desde muy cerca ya
de mayor, en el 88, cuando viví en Berlín invitado por el Instituto de
Estudios Avanzados. Qué distinto todo a la “cuadritulez”, una de las
enfermedades de la cultura, de la educación española.
Nada indica que se
vaya a cambiar el rumbo, todo lo contrario. El sistema educativo español va
cada vez más encaminado en esa dirección.
Sí. No hay forma de salir de la
la monstruosa educación deformadora de los exámenes permanentes. Siempre, desde
que fui profesor, he combatido el asignaturismo, el “examineísmo”. Los exámenes
tienen que convertirse en algo marginal, en un control. Está claro que el
estudiante de medicina tiene que ser examinado para saber si realmente está
preparado. Lo suyo es algo muy serio, están en juego las vidas de las personas.
Podemos pensar que en Filosofía y Letras no es tan necesario, que no
se te va a morir nadie, aunque a lo mejor sí, se te mueren de la cabeza
(risas). Pero volviendo a lo central, esta idea del control permanente es una
cosa inquisitorial, absolutamente inquisitorial, y por supuesto castrante,
aniquilante, porque el conocimiento, el “bienser”, se educa desde la
libertad y la libertad se educa desde el diálogo, desde la apertura del diálogo
con los otros y sobre todo con los libros. La lectura es el ejemplo más clásico
de la libertad de inteligencia, de pensamiento. Leer es libertad, nos permite
salir de nosotros mismos, de nuestro entorno pequeñito, y abrirnos a un
universo nuevo.
La guerra, la
dictadura, impulsó a Emilio Lledó a huir a Alemania, ahora, tantos años
después, muchos jóvenes se ven obligados a marchar al mismo lugar, pero no por
una guerra sino porque aquí no hay trabajo ni futuro alguno.
Que los jóvenes se marchen hoy me
parece algo lamentable, insostenible, un fracaso de la organización de la
sociedad. No se ha sabido crear industrias, ámbitos de trabajo. Por un lado nos
dicen que no hay dinero para eso, y por el otro se jactan, cuando les conviene,
de que somos una potencia industrial. ¿Qué ha pasado aquí? Lo único que se ha
promovido ha sido el “boom” inmobiliario. A mí me duele muchísimo que los
jóvenes se vayan. En mis tiempos teníamos esperanza. A pesar de la miseria de
la dictadura teníamos la esperanza de que este país daría un salto alguna vez
hacia algo mejor, pero actualmente se ha instalado la desesperanza. Yo
volví en el año 62 de catedrático de instituto a Valladolid. Mi mujer y yo
habíamos hecho oposiciones y logramos juntar las dos plazas en la misma ciudad.
Ella era catedrática de alemán y yo de filosofía. Trabajé duro, hice seis
oposiciones, de las cuales gané cuatro y perdí dos. No pedí nada a
nadie. Si hay algo que no entiendo es esa obsesión de la gente ahora por
subir, por obtener tal o cual nombramiento. Yo estaría muy triste si
tuviera que pelear por un puesto, si tuviera que hacer movimientos extraños
para conseguirlo.
¿Te has arrepentido
alguna vez de haber vuelto?
No. Nunca me he arrepentido, en
absoluto. Yo quería trabajar en mi país, contribuir a su mejora. Tal vez era
una idea romántica, pero decidimos volver por eso. Lo que pasa hoy es
diferente. Los jóvenes que se van han vivido ya en el mundo de la esperanza, en
el mundo de la democracia, y es descorazonador que se tengan que ir por
obligación, sin haberlo elegido. Digo todo esto con tristeza y me da pena que
ahora se esté dando marcha atrás, porque, pese a todo, el país había progresado
mucho desde la Transición. Mis padres eran de un pueblecito cerca de
Sevilla, de Salteras. Era allí donde me mandaban todos los veranos para
salvarme del hambre de Madrid, a casa de mi madrina Fernanda, que no tuvo
hijos. Ese pueblo, donde en aquella época sólo estudiaban cinco o seis chicos,
tiene hoy dos colegios públicos, un instituto de enseñanza media y una
biblioteca pública municipal. [He aquí un inciso. Esa biblioteca lleva el
nombre de Emilio Lledó. Con la discreción que le caracteriza me dice que no
hace falta dar el dato, pero en este caso no le hago caso y añado, además, que
hace poco asistió a un homenaje en el que los colegiales del pueblo le
regalaron un libro elaborado con sus impresiones sobre la visita de ese señor
filósofo con el que comparten orígenes. Un libro que Lledó guarda con cariño,
como una joya.]
El problema ahora
es que la educación pública está siendo desmantelada.
Sí, estamos viviendo una vuelta
atrás, una regresión que es inconcebible. Me llama la atención que los
políticos digan que tienen buena conciencia, responsabilidad. No basta con
decir eso. Si tienen responsabilidad que la demuestren cortando este retroceso
terrible e inaceptable de la educación y de la sanidad públicas. Es un retraso
monstruoso. Me cuesta mucho creer lo que se dice por ahí de que algunos
ponen mucho interés en privatizar la sanidad porque familiares o amigos tienen
intereses en lo privado. Si eso fuera verdad ese señor o señora tendría
que dimitir automáticamente, dimitir política y también humanamente. Eso
está por debajo de la dignidad. Aunque suene utópico, hay que ir hacia una
auténtica regeneración y esa regeneración tiene que empezar en el coco. La
verdadera revolución está en la cabeza. No hay peor corrupción que la de la
mente; la económica va detrás. Hay un texto muy bonito de Aristóteles que dice
que hay tres niveles en la vida humana: el nivel de la mente, el nivel del
cuerpo, y el último, el más bajo, el de la economía, el del dinero. Qué duda
cabe que el dinero es útil, importante, pero parémonos ahí, no olvidemos que es
lo de menos.
Pero sucede que se
ha roto el orden, que el dinero se ha colocado arriba y ha pasado a ocupar el
nivel superior.
Exacto. Lo que dice Aristóteles es
que cuando se coloca arriba, a la larga se hunde todo. Sólo las oligarquías
sacan sus tajadas. A mí me escandaliza que un señor ministro de agricultura lo
primero que haga cuando toma el poder es modificar la Ley de
Costas. Una de las joyas que tiene nuestro país es el mar, la costa, las
playas. Se habla del turismo, de la riqueza del turismo, pero se trata de una
riqueza natural, por la que no hemos tenido que trabajar. El sol, el mar y las
playas no son mérito nuestro. Nos lo han regalado y somos tan imbéciles que lo
machacamos, lo corrompemos, lo hundimos. Este es un tema central sobre el que
la sociedad tiene que tomar conciencia. No se puede admitir la mangancia
de los políticos. Muchas veces no entiendo que se pueda votar a determinadas
personas, a no ser que los que lo hagan asuman la corrupción, se enganchen a la
chaqueta de esos corruptos a ver si obtienen algún beneficio.
.
Hay un texto que se
incluye en “Los libros y la libertad” que resulta especialmente revelador.
Pertenece a “La República” de Platón y en él se dice que los gobernantes tienen
que dar y no recibir. “Serán ellos, los políticos, a quienes no esté permitido
tocar el oro ni la plata, ni entrar bajo el techo que cubran estos metales, ni
llevarlos sobre sí, ni beber en recipientes fabricados con ellos. Si así
proceden, se salvarán ellos y salvarán a la ciudad. Pero si adquieren tierras,
casas, dinero, se convertirán de guardianes en administradores trapisondistas y
de amigos de sus ciudadanos en odiosos déspotas”, advierte el pensador. ¿Ahora
más que nunca tenemos que volver a los clásicos griegos, recuperar la filosofía,
esa materia que no sale nada bien parada en los nuevos planes de estudios?
Sin duda. Cuánta sabiduría hay
en los clásicos. Platón dice que esos políticos se pasarán la vida odiando y
siendo odiados, que se hundirán ellos y lo peor, hundirán a la ciudad a la que
gobiernan. Yo pienso muchas veces, cuando escribo, qué quedará dentro de 20 o
30 años de esas palabras. Probablemente nada, tampoco importa. Pero qué
maravilla estar tantos siglos en cartel
como Platón, Aristóteles o don Miguel de Cervantes. Leerlos
mucho tiempo después y deslumbrarte con ellos, con esto que decía Platón, con
lo que escribió Aristóteles sobre la mano, para él como el alma, el instrumento
de todos los instrumentos. “Pensamos y amamos porque tenemos manos”, decía.
Las manos conducen
la lectura, pasan las hojas, pero ese gesto se pierde en el territorio de lo
digital. No había encontrado una manera tan lúcida de exponer la diferencia
entre los dos modos de lectura que la que expone Emilio Lledó en uno de los
capítulos de “Los libros y la libertad”. Cuando se abren las páginas de un
libro se toma conciencia del tiempo y del espacio -“el libro es el recipiente
donde reposa el tiempo”- mientras que en la lectura digital no se tiene
referencias de las calles por donde andamos.
Sí. Qué duda cabe que el mundo
digital es todo un avance y que tiene virtudes estupendas. Qué duda cabe que en
lo que respecta a la acumulación de datos, a las enciclopedias, a los
diccionarios, puede resultar muy útil, pero la educación es otra cosa. La
educación es sugerencia, amor a los libros, a estos objetos presentes que mis
manos tocan. En “El surco del tiempo” yo dialogaba con Platón acerca
de su idea de que lo real es la oralidad. Así es, pero hubo un momento en que
alguien escribió y esa oralidad se asentó en el surco del tiempo. La oralidad
es el presente, mientras hablamos compartimos un tiempo común, que nos acoge. Y
por eso resulta maravilloso que yo pueda coger todos estos libros y dialogar
con sus autores, no sólo con los clásicos, también con los
modernos. Cuando yo pongo mis ojos en esos libros estoy dándoles vida a
sus autores y recuperando un tiempo desaparecido. Eso es un prodigio. Los
libros que he ido atesorando y que ahora me rodean son para mí como compañeros,
tienen vida. Ahí está Kant, por ejemplo, que algunas veces se queja del
tiempo que hace que no lo leo. Está claro que todos estos volúmenes podrían
caber en un dispositivo electrónico, sin ocupar espacio alguno, como me dijo un
amigo el otro día. Pues sí, pero eso ya es otra sensación, otro mundo, y,
además, no podría concebir todas estas paredes vacías.
¿Si tuvieras que
elegir una época donde fuiste especialmente feliz, sería la de Alemania?
Sí y sobre todo los seis años de
Heidelberg que viví con Montse, mi compañera de vida. Trabajó desde el
principio a mi lado. Fuimos dos colegas. Recuerdo que cuando volví casado con
ella mis amigos alemanes se quedaron sorprendidos porque no respondía a los
tópicos que ellos manejaban por entonces de las españolas: bajitas y con peineta. Se
encontraron a una mujer guapísima, que con tacones era más alta que yo y que
hablaba alemán de corrido. Vivimos como estudiantes, en un piso de alquilados.
Sin duda fue una época inolvidable, feliz, como también la de los años de
catedrático de instituto en Valladolid y la que pasé en Tenerife,
en la universidad de La Laguna, a la que llegué cargado de
entusiasmo. Después saqué la cátedra de Historia de la Filosofía y nos
fuimos a Barcelona.
¿Se puede ser feliz
a título individual viviendo en un presente tan detestable?
Todos necesitamos un rincón de
felicidad, de amistad, de cariño. Eso es tan esencial como comer para los seres
humanos, pero hay momentos en los que no podemos regodearnos en la propia
felicidad como señoritos satisfechos, momentos en los que se impone luchar por
algo que ponga freno a la infelicidad que nos rodea. El otro día leía una
noticia que no tiene que ver con la infelicidad sino con la falsa
felicidad. Leía que hay un hotel en Kuwait que cuesta unos 1.500 euros por
día. Pero, ¿quién puede tener necesidad de eso, qué falsificación de la mente
se produce ahí? Incluso el muy rico, al que no le importe gastar ese dinero…
¿Qué sociedad hemos creado donde eso sea posible?
El tema de la
felicidad siempre te ha interesado. Tienes un ensayo donde le das la vuelta,
“Elogio de la infelicidad”. La editorial Errata Naturae acaba de publicar un
libro sobre Epicuro donde se incluye un ensayo de Emilio Lledó, autor asimismo
de una obra esencial para acercarse al clásico, “El epicureísmo”.
A mí me ha preocupado, me ha
interesado mucho, el tema de la felicidad; primero personalmente, porque uno
arranca siempre de sí mismo y yo, como te decía antes, no tuve una infancia
feliz desde el punto de vista social, económico, a consecuencia de la guerra,
pero tuve la suerte de encontrarme con ese maestro que me hizo ver que con la
lectura, con el pensar, con lo que un niño podía imaginar, era posible
compensar las tristezas, las escaseces y pobrezas de aquellos tiempos.
Independientemente de eso el tema de la felicidad me ha parecido siempre
esencial porque los seres humanos tenemos derecho a un poquito de
felicidad, a ir más allá de la pequeñez de nuestras pequeñas vidas. Para ser
felices hay que partir del bienestar, hay que estar bien y para estar bien hay
que tener una vivienda, no pasar hambre, tener solucionada la vida del cuerpo,
que es lo que realmente somos. Pero después hay que aspirar al “bienser”,
una palabra que no se utiliza y que nos vamos a inventar ahora, aquí.
Epicuro hablaba de
las necesidades básicas y exaltaba los placeres, pero hasta un punto.
Efectivamente. En mi opinión, la gran
revolución de Epicuro, cuyo pensamiento no podemos conocer en toda su
amplitud porque gran parte del mismo no se conserva porque es muy posible que
fuera ideológicamente machacado, fue el descubrimiento de la felicidad del
cuerpo. Su consideración del goce, del placer del cuerpo, como un bien,
fue un descubrimiento extraordinario que tendría que haber sido ordinario,
normal. Pero al mismo tiempo era crítico con los excesos, sí. En un mundo
de miseria, en un mundo duro, como era el mundo griego, es comprensible que
tener se asociara a la felicidad: tener ánforas era asegurar la sed del futuro
y tener vestidos era asegurar el frío. Pero ya entonces Epicuro hablaba de
cosas que se creía que eran necesarias sin serlo, de las que se podía
prescindir.
El problema de los
límites, ¿no? Tener hasta unos límites. Cuando se tienen cubiertas las
necesidades básicas habría que ir hacia el “bien ser” del que hablábamos. ¿Es
esa la revolución pendiente, la que tendrían que acometer los hombres y mujeres
de este siglo XXI?
Exacto. Y me gusta que recojamos esto
del “bien ser”, que ni siquiera está establecido como término técnico, mientras
que bienestar sí. Las sociedades del denominado Primer Mundo ofrecen
muchísimo más de lo que se necesita. Y esto fue intuido por Epicuro.
Necesitamos lo esencial, pero nada más. Necesitamos respirar, vivir, comer,
tener una cama, un techo, y también necesitamos sentir, vivir, gozar el cuerpo,
contemplar. El otro día, cuando estaba con mis nietas en el parque de
Berlín, aquí en Madrid, hubo un leve soplo de aire, más fuerte de lo
normal, y casi nos inundaron las hojas, la caída de las hojas. Había una
belleza extraordinaria ahí, al percibir que todo eso iba a explotar dentro de
seis o siete meses con la llegada de la primavera. Entonces yo me acordé
del diálogo entre Glauco y Diomedes en la “Ilíada”, el pasaje en el que se
habla de la caída de las hojas y de su reverberación, igual que sucede con las
caídas en desgracia y el volver a levantarse de los hombres, más allá de sus
linajes. Yo me acordaba de este pasaje de “La Iliada” viendo caer las hojas,
mientras mis nietas las recogían felices. Era consciente, y lo digo ahora que
ya tengo una cierta edad, una inciertísima edad, de cómo estamos sometidos a
ese tiempo de la naturaleza. Eso es maravilloso en el fondo y hay que asumirlo,
pero hay que asumirlo con bienestar, con decencia.
Claro, pero cuando
no se tiene para comer no hay espacio para pararse a ver caer las hojas de los
árboles…
Así es. ¿Cómo le vas tú a decir a un
niño que está en África con hambre, o en cualquier otro sitio explotado,
trabajando: “Mira, qué bonito, tienes que aprender música. Esto que suena es de
Bach, de Juan Sebastian Bach. No, eso es ridículo y absurdo. Pero
ese es un horizonte, es un horizonte que no sé cuánto tiempo tardaremos en
alcanzar; las generaciones de hojas de árboles que tendrán que caer y que
volverán a nacer en primavera que han de sucederse todavía. Pero ahí está el
futuro. Estamos hechos para soportar el dolor, el sufrimiento, todo eso
que también una cierta religión, una cierta educación cristiana, nos ha
inculcado, pero también para la alegría, la felicidad, el equilibrio y ese bienestar
enfocado siempre hacia un “bien ser”, hacia esa idea, que puede sonar muy
fantástica, de solidaridad, de cultura, de educación.
Pero, ¿cómo lo
hacemos? ¿cómo construimos hoy los nuevos pilares, cómo hacer frente a un poder
que cada vez más se aleja de la igualdad, de la defensa de lo público?
Pues se trata de crear instituciones
donde esa libertad, ese “bien ser”, se pueda practicar. Hay que luchar por
recuperar lo que hemos perdido y por llevarlo más allá, por conquistarlo
enteramente, porque si no llegaremos a la aniquilación del país. Está claro que
quienes nos gobiernan lo que quieren es meternos grumos en la cabeza.
Pero esto de “no haga usted un pueblo sabio” ya viene de la tradición del
despotismo. Hay que dejar a la gente que sea sumisa porque si usted la
revoluciona y la libera mucho mentalmente pedirá cada vez más y eso es incómodo
para una oligarquía que quiera mantenerse en el poder.
¿Esa idea vale para
retratar a la España actual?
Sí. Ahora mismo, aquí en nuestro
país, más que una democracia vamos rápidamente hacia una oligarquía
democrática. Lo que se había conseguido con todas las dificultades en estos
últimos decenios está paralizado, incluso se está rebobinando y eso es
política, social, individual y colectivamente, una catástrofe. ¿Con qué
intención se hace? No cabe otra que la intención oligárquica, de desigualdad.
Volviendo a la educación, por ejemplo, hay un texto en la política de
Aristóteles que dice que la enseñanza debe ser cosa del Estado, que el dinero
no puede ser privado, pero habría que luchar por un Estado que fuera
clarividente, que fuera ilustrado. Un Estado opuesto al fanatismo, al
sectarismo, a la clausura, a la vaciedad mental. Estuve hace poco
en Canarias, en unas jornadas sobre los valores de la Democracia, y
allí reflexioné sobre lo que significa poner en valor, una expresión tan de
moda últimamente. Pero, ¿eso qué es? A lo mejor lo que algunas personas
quieren que se ponga en valor puede ser fruto del egoísmo, de la codicia de
unos pocos, y no tiene porque interesarnos como sociedad. Hay valores que no
pueden ser los de las personas decentes. Y no se trata de hablar de
santidades. A mí eso de la santidad no me va. La palabra santidad en sí
misma, es una palabra que me inquieta. La decencia es algo mucho más modesto
que eso. Se trata de no engañar por sistema, de no corromper por sistema.
Lo terrible es que muchos de estos “engañadores”, de estos “corrompedores”, no
tienen conciencia de que engañan y piensan que lo que tienen que hacer es poner
en práctica esas determinadas cosas que les han metido en las
cabezotas. Últimamente he pensado mucho que una de las consecuencias más
graves de la ignorancia, de la codicia, es que provoca odio y agresividad. El
bruto, el monolítico mental, no tiene más solución en un momento de apuro que
la agresividad. Las dictaduras globales o las pequeñas dictaduras personales,
sociales, familiares; esas situaciones opresivas que no te dejan vivir, que te
inquietan, te coartan y comprimen, son fruto de la ignorancia, llevan a la
agresividad y en un momento determinado, como ocurrió en el 36, pueden
alimentar un golpe de Estado. Hay momentos en los que se crean, en los que se justifican
agresividades, partiendo de una ideología, de una ideología atascada, y eso hay
que evitarlo por todos los medios.
Los principios
éticos recorren la obra de Emilio Lledó. Ahí están títulos como “Memoria de
ética” o “El origen del diálogo y de la ética”. Los ideales del hombre decente,
el que sigue soñando, creyendo en un mundo más igualitario, son resaltados una
y otra vez. Pero a ese hombre decente hoy se le está pisoteando. ¿Por qué ha
caído el mundo en manos de tantos hombres y mujeres indecentes?
Esa es la gran pregunta y la verdad
es que no sé cómo responderla. Si yo, a pesar de todo, me puedo sentir un
hombre feliz, es porque, aunque pueda haber cometido errores a lo largo de mi
vida, cómo no, siento que soy aquel que con 22 años cogió su maletita de cartón
y se marchó a Alemania. Me parece que sigo siendo el mismo y ese hilo de
coherencia me da felicidad. Puedo haberme equivocado algunas veces, pero no me
avergüenzo, estoy orgulloso de mi trayecto y ahora que ni siquiera estoy en la
Tercera Edad, que mi sitio es ya el de la esperanza de vida, eso no me impide
seguir trabajando, seguir teniendo ilusiones. Todavía tengo la ilusión de ver
de qué manera podemos echar a los corruptos del poder, porque allá ellos si
tienen sus mentes corrompidas, pero lo malo es que tienen poder y condicionan
nuestras vidas, nos determinan, nos cambian, nos “infelicean”, valga esta
expresión que sé que los académicos no me permitirían (risas).
Pero ¿cómo se les
echa? Produce mucha frustración comprobar la impunidad de tantas acciones
inmorales.
No votándoles jamás, jamás. Algunos
dirán que nunca se puede saber el grado de corrupción a que puede llegar un
político, pero es que incluso sabiéndolo en ocasiones se ha seguido apoyando a
ese tipo de personajes. La ignorancia hace que mucha gente se crea
titulares de periódico totalmente falsos. Ahí está la importancia de la
educación. Una y otra vez me paro a reflexionar sobre el alcance de los
ladrillos que se meten en las cabezas. El problema es por qué hay personas que
quieren creer determinadas cosas; por qué somos como somos; por qué pensamos
como pensamos; por qué somos tan diferentes cuando la estructura de la mente es
la misma en todos. Esto es algo que me ha preocupado siempre y me sigue
preocupando.
Siempre llegamos a
la ignorancia, a la falta de educación, como raíz de todos los males.
Sí, la ignorancia, el egoísmo y la
codicia. Pero si no se necesita tanto para vivir, pero si no hacen falta tres
yates y cinco casas. ¿Tan difícil resulta entender esto?
Leo en uno de los
textos incluídos en “Los libros y la libertad”: “Si se analizan los momentos
más reaccionarios de la historia de España descubrimos el rechazo, por no decir
el odio, hacia la cultura y, por supuesto, hacia la formación y educación de
los ciudadanos. Se llegaba a tales extremos de oscurantismo que existen
testimonios escritos que bendicen la inopia en que hay que mantener al pueblo,
que si se hace inteligente no se deja mandar y es capaz de imponer sus
malhadados deseos”. ¿Ahora mismo estamos claramente en un momento reaccionario
de la historia de España?
Sí. Lo que sucede ahora es que la
oligarquía quiere mantener sus ventajas. Hay un texto muy interesante de
Machado en su “Juan de Mairena”, un libro que habría que utilizar como educación
para la ciudadanía, que dice algo así como que no serían los obreros, como
algunos podrían creer, los que se reirían al escuchar el nombre de Platón; que
la que se reiría sería esa oligarquía indigna, estropeada por el bajo nivel de
nuestras universidades y por el pragmatismo eclesiástico, enemigo de las
grandes actividades del espíritu. Eso lo dijo Machado. Ese pragmatismo, esa
“practiconería”, ese “amigantismo” [palabras del particular diccionario Lledó],
ha corrompido a toda una parte del país, pero, pese a todo, yo tengo esperanza.
El otro día tuve una experiencia preciosa, paseaba por las calles de Sevilla y
un señor que yo no conocía para nada se acercó a mí, me dio la mano y me dijo:
“Don Emilio, que viva usted 200 años”. Llegar a los 200 sería algo muy
aburrido, pero unos cuantos años más si me gustaría vivir para ver cómo
logramos cambiar todo esto.
“Todavía cabe
esperar”, es uno de los mensajes de Lledó. ¿Consideras que estamos en puertas
hacia otra cosa, se puede vislumbrar ya algo nuevo, mejor?
Sí. Yo creo que sí. Yo confío en
la juventud. Los casos de corrupción, la corriente de las actuales políticas a
nivel europeo, están despertando las conciencias. Un despertar que pone de
manifiesto que por ese camino no se va a ninguna parte, que ningún país
organizado por sinvergüenzas puede tener futuro. Por eso hay que impedirlo, hay
que luchar por todos los medios para que la degeneración mental no se transmita
a la sociedad, para que ningún degenerado, y lo digo con todas las palabras y
las letras, pueda tener poder. “Corruptos a la calle”, esa es la única
solución ante lo que está pasando. Es muy importante que la sociedad reaccione
y por eso a mí me parece interesantísimo el surgimiento de movimientos
sociales, de plataformas cívicas. Pienso, por ejemplo, en cómo determinados
sectores de la sociedad se han escandalizado ante los escraches, hasta el punto
de criminalizarlos. Pero, ¿no estamos sometidos a muchos más escraches
políticos por la degeneración de una política anti-público, defensora de un
liberalismo que no tiene ningún sentido, que se basa en la defensa de los
privilegios de quienes ostentan el poder? Naturalmente que esa gente no quiere
que eso sea controlado por nadie. Aquí no puedo evitar volver a repetirme: lo
público es la esencia de la democracia y la cultura es la esencia de lo público
y de la democracia. Por eso hay que empezar a construir desde la escuela, una
escuela que tiene que ser igualitaria y pública. El dinero no puede
determinar los niveles de la educación.
Pero hace ya tiempo
que la cultura está siendo vapuleada. Vivimos en los tiempos de los mercados,
donde sólo vale lo que puede ser cuantificado, el espectáculo, la televisión
basura…
Sí, yo sé mucho de todo eso. Hace
unos años presidí un comité [2004-2005: Consejo de Sabios, llegada
de José Luis Rodríguez Zapatero al poder] que pretendía iniciar
una reforma de los medios de comunicación públicos, de la RTVE. Pasé diez meses
de mi vida estudiando la televisión, leyendo libros en todos los idiomas sobre
el tema, pero hubo quienes me criticaron porque no entendían que, dado mi
papel, no tuviese una televisión en casa. ¿No basta con haber visto un solo
programa basura para saber lo que es?, me preguntaba yo. Entregué diez
meses de mi vida gratis, como el resto de mis compañeros, porque sentí que era
mi deber y no me arrepiento de haber entregado ese tiempo, pero no han faltado
quienes me han dicho que fuimos tontos por no cobrar. En esta sociedad los
que no se lucran son considerados tontos, pero en realidad la gran desgracia es
la obsesión por el dinero.
¿Crees que llegará
un día en que el dinero vuelva a ocupar el lugar que le corresponde?
Yo cada vez estoy más convencido
de que la cultura es la salvación, la cultura a través de la educación, desde
niños. Somos agua, aire. Sin estos elementos no puede haber tecnología, sin
estos elementos adiós máquinas digitales. Somos naturaleza, pero al mismo
tiempo los seres humanos inventamos otros principios fundamentales parecidos al
agua, al aire, al fuego, a la tierra. Esos principios son: la justicia, el
bien, la verdad, la belleza. Esos son nuestros tesoros, esa es la cultura. Ahí
está el camino. Lo demás es miseria, codicia, corrupción, degeneración, la
vuelta a la caverna en el sentido más siniestro de la palabra. Los políticos
que no entiendan eso tendrían, si son decentes, que dejarlo, pero si son
indecentes es la sociedad la que tiene que echarlos. Hay que fomentar la
conciencia crítica. Todos somos filósofos. El principio, la línea primera de la
metafísica de Aristóteles dice que todos los seres humanos tienden por
naturaleza a entender, a saber; luego algunos leemos a Kant, pero todos queremos
saber en qué consiste vivir y es la educación la que tiene que saciar esa
necesidad de cultura que llevamos dentro. Yo no me canso de maravillarme ante
las preguntas de mis nietas, preguntas que me recuerdan a las que me hacían mis
hijos de pequeños. Es prodigiosa esa frescura innata de los niños y es una
lástima que caigan en colegios donde les meten una ristra de frases hechas que
los empobrece mentalmente. La educación es fundamentalísima.
Pese a todos los
avances en el terreno de la ciencia, de la tecnología, tenemos la sensación de
vivir en una época oscura. Es cierto que no podemos perder la perspectiva, que
ha habido etapas de total desolación: guerras, catástrofes, pestes, hambrunas;
pero, sin embargo, si hay algo que caracteriza el presente es la falta de
ilusión en el futuro, la decepción, la frustración. En otros momentos, pese a
la gravedad de los acontecimientos, se creía en el avance, en ir a mejor, pero
ahora…. ¿Cómo lo ves?
Yo pienso que la falta de perspectiva
la tienen quienes minimizan los males del presente recurriendo al pasado y sus
terrores. Hoy vivimos mucho mejor, tenemos unos adelantos médicos, técnicos,
estupendos. Pero precisamente por todo eso resulta más incomprensible que no
estemos mucho más avanzados en lo que atañe al fluir de las ideas, de la mente.
Tenemos muchas ventajas que no teníamos en el XIX, ni a principios del XX.
Nuestra situación es totalmente diferente, no vale establecer comparaciones. Yo
recuerdo qué infelices, inquietos, intranquilos, podíamos estar los docentes y
los estudiantes, en la época en que yo fui profesor de universidad, después de
la Guerra Civil, pero estábamos llenos de ilusión, de esperanza. Sabíamos que
eso no podía seguir así, que era una dictadura y que la dictadura no abría
camino para nada, salvo para favorecer a una oligarquía económica o religiosa.
Pero ahora, con todo el progreso alcanzado, tendríamos que tener al menos la
misma esperanza que yo tenía hace 50 años. Y no la tenemos. Ahora, en un
mundo tan positivamente esperanzado en adelantos técnicos, estamos en la
desesperanza, porque no sabemos hacia dónde nos lleva todo esto. Hace unos días
escuchaba a un señor en una tertulia de la radio diciendo que lo único en lo
que creía era en la ley de los mercados. ¿Qué ley de mercados? Que estas
grandes empresas que han estado engañando, confundiendo, robando, a la gente,
sean las que tengan que merecernos confianza es una barbaridad. El
neoliberalismo supone el dominio de los que han tenido mejores posibilidades de
educación para imponerse a los otros. No hay igualdad y por eso es detestable.
La esencia de un verdadero liberalismo tendría que ser la lucha por la
igualdad, que era un término técnico muy bonito, la igualdad de oportunidades,
y ha quedado como una frase ahí flotando, perdida en el aire. Sin embargo, en
un momento dado fue inventada. Se ve que la sentíamos como una necesidad. No.
No cabe hacer comparaciones con el pasado. Esperábamos otras cosas para la
época que vivimos.
Se han frustrado
las expectativas, sí. ¿Resulta demasiado utópico pensar que deberíamos estar
dando el salto hacia el “bienser”, llevando los logros de las sociedades
avanzadas al Tercer Mundo?
No, para nada. Sin duda debería ser
así. Pero a los gobernantes del mundo no les interesa lo que hemos logrado,
prefieren instaurar la división entre dos lados: las oligarquías y las
masas; el poder de la democracia oligárquica y el resto. Y lo grave es que con
las educaciones que se aplican lo que se está paralizando es la libertad de
pensar, la libertad de crear, de vivir. Si la gente está angustiada porque no
tiene dinero, porque no tiene trabajo, sólo piensa que tiene que liberarse de
eso.
Y la angustia, las
dificultades del presente, provocan un miedo que lleva a la parálisis, a la no
acción.
Sí. Ese miedo paraliza, se crean
sectores que tienen miedo de los otros y eso conduce a la agresividad de la que
hablaba antes y que a mí me parece muy peligrosa. Es una agresividad que se
diluye, no hace falta dar golpes de Estado. En el siglo pasado hubo dos guerras
feroces que empezaron en Europa. Aunque luego se universalizaron, nacieron
aquí, en países que parecían tan ilustrados. Ahora sería muy triste que
estuviésemos viviendo una tercera guerra soterrada, sin necesidad de cañones.
Yo espero, confío, que la catástrofe se acabe parando. Me duele que los países
del Norte sientan ese desprecio por el Sur. Me duele esa Europa en la que los
del Norte piensan que ellos son los trabajadores, pero es que incluso algún
político catalán ha llamado haraganes a los andaluces. A muchos de los primeros
emigrantes, de las masas de obreros españoles que llegaban a Alemania en la
posguerra, yo les di clases de alemán. Muchos eran del Sur, de Andalucía, de
Extremadura, y tengo que decir que pocas veces he visto tanto talento, tanta
capacidad y ganas de aprender. Esos muchachos andaluces, tan perezosos, según
los estereotipos, cogían un hatillo y se marchaban a ciudades como Frankfurt,
cuya sola pronunciación ya resulta terrible. A los países del Norte no les
perdono el sostenimiento de esos topicazos, de esas mentiras. Pero es que ahí
sigue hablando la ignorancia, igual que en la imagen de la españolita con
peineta a la que me refería antes. Esos chicos a los que yo di clases de alemán
tuvieron un gran mérito porque habían nacido con un no de plomo en la cabeza:
no al pan, no a la cultura, y cogieron el hatillo y se fueron a Alemania y a
otros países europeos. Que me hablen de la pereza andaluza, antes y ahora, es
algo que me revuelve.
¿Hasta qué punto
Europa está dando la espalda a las fuentes de su memoria, al germen de su
cultura, al humillar como lo está haciendo a los pueblos del mediterráneo, a
Grecia, a Italia, a España?
No tiene sentido la lucha entre el
Norte y el Sur. Yo leo bastante prensa extranjera, no todos los días, pero sí
con frecuencia. Y lo que leo sobre mi país me avergüenza y me da rabia porque
es injusto. Nuestro país, como decía Machado, es mucho más luminoso y
clarividente de lo que se nos quiere presentar, pero, claro, tenemos una clase
política de desclasados, nunca mejor dicho. Una clase política que sólo se
considera a sí misma, que no fluye, que no se solidariza, que no se siente
común con el resto de la sociedad. Y, por otro lado, ésta es una época muy
especial. Nunca ha habido tantas posibilidades de comunicación, nunca ha habido
tantas posibilidades de tener y de crear bienes.
Pero el problema es
que esas posibilidades se están utilizando para todo lo contrario, para la
destrucción, por decirlo de algún modo.
Claro que sí. Por ejemplo lo que
está sucediendo con la sanidad en este país es un crimen social. Haber
alcanzado lo que hemos tenido a nivel sanitario era positivísimo, pero no nos
han dejado seguir disfrutándolo. Nos están inoculando el virus de la tristeza.
Y lo mismo sucede en la educación. No la mejoran, la destruyen. Y ahora la
nueva ley de Seguridad Ciudadana. Por todo eso hay que pedir responsabilidades.
Tenemos que tener memoria. Todo eso no tendría que estar ocurriendo en el nivel
de desarrollo que habíamos alcanzado. No era previsible, no lo esperábamos, no
corresponde al curso temporal. El otro día veía una definición del diccionario
de la Academia que se me ha quedado en la memoria, una definición de la palabra
curso que me encantó: “movimiento del agua o de algún líquido que en
masa continua se desplaza por un cauce”. Fíjate qué precisión, qué bonito,
qué poético. Pues lo que está pasando aquí es una masa discontinua. Cuando iba
fluyendo la vida, la esperanza, los bienes indudables que habíamos alcanzado,
han llegado los señores controladores de esos bienes y los han querido
convertir en mercancía, paralizarlos en su provecho olvidándose del resto, y
esto quiere decir olvidarse de la educación, olvidarse de la ciudadanía,
olvidarse de todos los logros sociales conseguidos.
Cada vez estamos
más informados, pero, ¿realmente es así? ¿hasta qué punto tanta información nos
confunde?
Es evidente que vivimos en una
sociedad muy interesante porque abunda la información. Actualmente hay más
medios que nunca para comunicar, pero también para manipular, y ahí está el
peligro. Las palabras, las informaciones pueden convertirse en tacos de madera
que se quedan en el cerebro, que no nos permiten fluir, que nos coagulan las
neuronas. La manipulación puede hacer mucho daño. Pienso, por ejemplo, en
lo mucho que se habla últimamente del sacrificio y de la responsabilidad
colectivas para asumir los recortes de lo público. Recuerdo que alguien
dijo que la patria es el refugio de los canallas, porque muchas veces los
individuos no se paran a pensar en lo que significa. Se limitan a seguir al que
les empuja a defenderla sin saber qué es realmente. Y cuando no se tiene
sentido crítico, cuando no ha habido sugerencias de lectura, cuando no se ha
ahondado en el sentido de las palabras, es muy fácil lanzarse, caer en la
agresividad.
¿En qué está
trabajando ahora Emilio Lledó?
En un ensayo que podría
titularse “Filia. Una historia del amor y la amistad”. Llevo trabajando
tanto tiempo en él que ya me da vergüenza nombrarlo. Lo tengo prácticamente
hecho, pero necesito disciplinarme, aislarme para terminarlo. Yo creo que con
un poco de tranquilidad, si soy avaro de mi tiempo, podría estar listo para
mediados de año.
La amistad es
fundamental para alcanzar la felicidad. Eso también lo tuvo claro Epicuro.
La historia de la amistad es una
historia larguísima. Los hombres se amaron antes de que supieran qué era
la justicia. El amor fue casi el primer empuje democrático, porque la amistad
surgió en un ámbito familiar: los amigos eran los parientes, los que tenían la
misma sangre. Eso se rompió con la democracia griega. Entonces la amistad,
el amor, las relaciones afectivas se inventaron, se construyeron. Empecé a
hacer una historia de todo eso y tengo una montaña de trabajo, pero me di
cuenta de que hoy no cabe hacer un libro erudito de 1.000 páginas y me puse a
buscar mis ideas propias, originales. Soy consciente de que se trata de un tema
trillado, machacado, algunas veces genialmente estudiado por una tradición
filosófica y literaria y otras cargado de vulgaridades y de tonterías. Yo no
quisiera participar de las tonterías y por eso me lo he tomado con tanta
exigencia.
Sin duda es un
asunto importante. No podemos vivir sin afecto, pero, sin embargo, se suelen
poner otras muchas cosas por delante.
Sin duda que es importante. Y lo es
porque somos lenguaje y amor. Somos lenguaje y cariño, lenguaje y afecto. Lo
que pasa es que el lenguaje tiene códigos, gramáticas, sintaxis, fonéticas,
fonologías, mientras que el amor vive su vida, sin necesidad de reglas. Hay
un código básico de la amistad, eso sí, basado en la decencia, en no engañar.
Eso ha quedado dicho desde la ética nicomáquea de Aristóteles, pero no hay una
normativa tan clara, tan maravillosa, tan precisa y al mismo tiempo tan
“fluyente” como la del lenguaje. Dejando eso al margen, lo cierto es que somos
seres humanos que a través de la cultura hemos descubierto qué es el amor, qué
es la amistad, y hemos descubierto la importancia de las palabras, del
lenguaje, de la literatura, de la escritura. Lenguaje y afecto son dos
fenómenos radical y esencialmente humanos. Están en la raíz misma de la
naturaleza, también en los animales, los mamíferos. La madre de unos
cachorritos los ama. No sabe que los ama, pero sigue su instinto, un instinto
que está ahí, que es como un amor que nos ha enseñado la naturaleza antes de
que llegáramos a reflexionar sobre su sentido.
¿Son estos buenos
para el cultivo de la amistad, no hay demasiados intereses de por medio? tiempos
Sí. Todo va bien cuando nos
referirnos a intereses en el sentido de afinidades, de compartir los gustos,
las aficiones, los pensamientos comunes con el otro. Ese es el sentido positivo
del término. Desde ahí se puede llegar a un nivel de sublimación de la amistad.
Hay un texto en la “Magna Moralia” de Aristóteles que dice que igual
que cuando yo quiero ver mi rostro me tengo que mirar en un espejo, cuando
quiero ver quién soy, qué soy, cómo me siento, para qué soy, tengo que mirarme
en el rostro de un amigo, porque el amigo es el álter ego. El famoso álter
ego viene de ahí. Yo estoy trabajando ahora en lo que quiere decir ese término
tan bonito, tan literario, al tiempo que estoy profundizando en por qué la
amistad es lo más necesario de la vida, de dónde parte esa necesidad de
amistad. Pero volviendo a lo que me preguntas, a ese interés que tiene que ver
con el aprovechamiento de la amistad para conseguir favores, te digo que
yo a quienes así se comportan no los llamo amigos, los llamo amigantes,
que tiene que ver conmangantes.
¿Has tenido grandes amigos? Se dice que
grandes amigos, de esos que se mantienen a lo largo de toda la vida, hay muy
pocos.
Sí. Yo puedo decir que tengo dos o
tres grandes amigos, que afortunadamente sé lo que es la amistad y también sé
lo que es el amor. Esta necesidad que tenemos de amor es un indicio de que
estamos vivos, de que la amistad es una necesidad, igual que el entenderse con
las palabras y el leer.
¿A qué autores
vuelves siempre, qué lecturas no puedes olvidar? Siempre nombras a Kant.
Sí. A Kant lo he estudiado mucho y me
sigue interesando. Vuelvo siempre a la ética nicomáquea de Aristóteles, a
sus libros de Historia Natural. Y también he leído muchísima
literatura. Uno de los mayores gozos que recuerdo fue leer “La montaña
mágica” en alemán. Yo la había descubierto de joven en la versión española
de Mario Verdaguer y confieso que me gustó mucho, pero cuando volví a ella
en su lengua original, fue algo inolvidable. También te puedo citar
a Rilke, a Goethe… Leo muchísima poesía. El otro día estaba
repasando, por ejemplo, el “Romancero gitano” de Lorca. Resulta que
coincidí con unas amigas hace poco, hablábamos del otoño y yo les recité de
memoria unos versos: “El otoño vendrá con amapolas,/ uva de niebla y
montes agrupados”. Una de ellas me dijo, con razón, que las amapolas no
eran flor de otoño y entonces fui a comprobarlo y, efectivamente, en vez
de amapolas el poeta había escrito “caracolas”. “El otoño
vendrá con caracolas”. Yo ya había hecho una explosión absurda contra la
naturaleza. Una mala jugada de la memoria (risas). Podría seguir
recitando otros versos del “Romancero”. No me cuesta memorizar. Y también leo
mucha poesía griega, por ejemplo a Safo.
[La poesía va
poniendo fin a la conversación. Lledó levanta una pequeña montaña de papeles y
aparece una edición bilingüe de Kavafis. Señala que el otro día le
regalaron un libro de Juan Ramón que le devolvió a sus versos y
confiesa acudir mucho a Machado. Las manos vuelven a captar su atención.
“El tacto, esta maravilla del cuerpo”, señala mientras se las pone delante de
los ojos. Y sigue recreando los pensamientos de Aristóteles. “Un hombre
piensa porque tiene manos y ama porque tiene manos. La mano es como el alma,
todas las cosas. La capacidad de movilidad de la mano la convierte en una
especie de frontera móvil que nos pone en contacto con el mundo, con los otros.
Pero ahora, con esto de las nuevas tecnologías, yo no veo más que dedos,
deditos desplazándose sobre las pantallas de los móviles y tabletas. Yo creo
que si seguimos así dentro de varios siglos tendremos un muñón afilado con un
dedo”. Se ríe Lledó al decir esto último. Reímos ya en la despedida. Al salir,
en la calle, me fijo en los árboles y toco sus troncos lentamente, sus
asperezas, su robustez. Me prometo detenerme ante la caída de las hojas, ante
los ecos, los sentidos, los latidos de las palabras. Es el efecto Lledó.]
(Lecturas Sumergidas)
(Lecturas Sumergidas)
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