miércoles

SELECCIÓN DE CUENTOS DE CABALLERÍA ROJA (21) - ISAAK BÁBEL


21 / LA TRAICIÓN


Camarada juez de instrucción Burdienko.

Contesto a su pregunta: tengo el carné del Partido número 2400, extendido a nombre de Nikita Balmáchev por el comité del Partido de Krassnodar. En cuanto a mi vida hasta 1914, la definiría como doméstica: trabajaba con mis padres en tareas agrícolas y del cultivo del trigo pasé a las filas de los imperialistas a defender al ciudadano Ponicaré y al verdugo de la revolución alemana Ebert-Noske (13), quienes seguramente se habían dormido y como mucho habrían visto en sueños la manera de ayudar a mi ciudad cosaca nativa de San Iván, en Kuban. Y así tirábamos de la cuerda hasta que el camarada Lenin, junto al camarada Trotsky, dieron vuelta mi salvaje bayoneta y me señalaron las tripas a las que debía dirigirla y me enseñaron unas nuevas entrañas de blanco más conveniente. Desde entonces llevo el número veinticuatro y dos ceros en la punta de mi vigilante bayoneta y me resulta bastante vergonzoso y me da risa escuchar ahora de usted, camarada juez de instrucción Burdiendko, una habladuría insensata sobre el desconocido hospital de N… De ese hospital no me ocupé yo en lo más mínimo, y menos todavía pude haberlo tiroteado o atacado. Tal cosa no habría sido posible, porque estábamos heridos los tres, es decir, el compañero Golovitsin, el soldado Kustov y yo estábamos heridos y temíamos una fiebre que nos llegaba a la médula. No atacamos a nadie, y no hacíamos más que llorar, de pie con nuestras batas de hospital en medio de la plaza de la ciudad entre unos tipos de nacionalidad judía. Y en lo que tiene que ver con los tres vidrios que al parecer rompimos con un revólver de oficial, puedo asegurar desde el fondo de mi corazón que esos cristales no cumplían misión alguna, pues estaban en un almacén que maldita necesidad tenía de ellos. Y el doctor Yavein al ver nuestro tiroteo desde la ventana del hospital no hizo más que reírse, lo que pueden confirmar los judíos de la aldea de Kosin ya citados. Sobre este doctor Yavein puedo decir, camarada juez, que se burló de nosotros cuando los tres, o sea, el soldado Golovitsin, el soldado Kustov y yo, fuimos por primera vez a ser curados y en sus primeras palabras nos dijo bastante groseramente: “Soldados, ahora cada uno se va a dar un baño, se van a quitar al instante las armas y los uniformes, porque tengo miedo de que sean portadores de infecciones y habrá que depositarlos en la sala de desinfección.” Y entonces, en vista de que estábamos frente a una bestia feroz y no ante un hombre, el soldado Kustov se adelantó con su pierna rota y preguntó qué clase de infección podía haber en un afilado sable de Kubán, como no fuera para los enemigos de la revolución, y se mostró curioso por saber acerca de la sala de desinfección y si era realmente un soldado del Partido el que cuidaba de las cosas allí depositadas o si, por el contrario, se trataba de alguien cualquiera de la masa de los sin partido. Entonces el doctor Yavein vio claramente que estábamos capacitados para comprender la traición. Se volvió de espaldas y entre sonrisitas y sin decir una palabra, nos mandó a la enfermería y nos miró alejarnos rengueando con nuestras piernas rotas, nuestros brazos heridos y sosteniéndonos unos a otros, pues los tres somos paisanos de la aldea de San Iván: el camarada Golovitsin, el camarada Kustov y yo, paisanos con la misma suerte, de manera que el que tiene la pierna rota  sostiene al camarada con el brazo y el que no tiene brazo se apoya en el hombro del compañero. De acuerdo con la orden recibida nos fuimos a la enfermería, donde esperábamos ver un trabajo cultural y de entrega a la causa, pero ¿qué cree que vimos al entrar a la sala? Vimos a unos soldados del Ejército Rojo, exclusivamente de infantería, sentados en la cama jugando a las damas y detrás de ellos a unas enfermeras, altas y de buen cuerpo, que conversaban cerca de la ventana. Ante esa visión nos detuvimos como heridos por un rayo.

-¿Y, muchachos, se terminó la guerra? -pregunté a los heridos.

-Por cierto que se terminó -me contestaron y siguieron avanzando sus piezas hechas de pan.

-Demasiado pronto -les dije-; demasiado pronto creen ustedes los de la infantería que terminaron la guerra, cuando el enemigo está a quince verstas de la aldea y cuando en el periódico El jinete rojo se puede leer que nuestra situación internacional es horrible y el horizonte está cargado de nubes negras.

Pero mis palabras resonaron en la heroica infantería como excremento de cabra sobre el tambor del regimiento. Y en lugar de respuestas a lo que decíamos. lo único que conseguíamos fue que las enfermeras nos llevaran a las camas y empezaran otra vez con eso de que teníamos que dejar las armas como si ya hubiéramos sido vencidos.

Con todo eso pusieron nervioso a Kustov hasta tal punto que se arrancó el vendaje y comenzó a hurgarse la herida que tenía en el hombro izquierdo sobre su corazón sangrante de guerrero y proletario. Al ver su desesperación, las enfermeras callaron, aunque por poco tiempo, porque enseguida recomenzaron con sus trapacerías propias de masas sin partido y enviaron voluntarios a que nos quitaran la ropa a los tres, ya medio dormidos, o después a que nos obligaran, como tarea cultural, a representar un papel de teatro con vestidos de mujer, cosa poco decente.

¿Y les llaman hermanas de caridad a estas enfermeras? Hermanas de la anticaridad, son estas. Intentaba dormirnos con somníferos para quitarnos nuestra ropa y tuvimos que turnaros para descansar, siempre con un ojo abierto, e incluso cuando íbamos al baño llevábamos el uniforme y hasta las pistolas. Después de sufrir esos tormentos durante una semana y un día, empezaron a delirar y a ver visiones, hasta que finalmente, al despertar la mañana de autos, el 4 de agosto, observamos un cambio en nosotros: estábamos vestidos con batas de hospital y con números como los presos, y no teníamos las armas ni los vestidos que habían cosido para nosotros aquellas pobres madres viejitas de Kuban… Y vimos que el sol, brillaba magníficamente, y que la infantería de trinchera, bajo la cual sufríamos los tres jinetes rojos, se burlaba de nosotros, igual que las despiadadas enfermeras que la noche anterior nos habían dado un somnífero y ahora movían sus jóvenes pechos y nos traían unas fuentes llenas de cacao con tanta lecha como para bañarse adentro. Excitados por ese carrusel endiablado los de la infantería golpeaban el suelo con las muletas haciendo un ruido horrible y nos pellizcaban las caderas como a muchachas livianas, como si dijeran: “Se acabó la guerra para el Primer Ejército de la Caballería de Budionni.” Pero no, relamidos camaradas, propietarios de esas magníficas barrigas que tocan a la noche la sinfonía de las ametralladoras: no está fuera de combate el Ejército de Budionni. Sólo que habiendo obtenido un permiso como para ir a una necesidad, los tres nos juntamos en el patio, y desde allí, cargando con nuestra fiebre y nuestras llagas amoratadas, nos dirigimos al ciudadano Boiderman, presidente del comité revolucionario del distrito, sin el cual, camarada juez Burdenko, este malentendido del tiroteo ves posible que no hubiera existido; quiero decir que sin este presidente del comité revolucionario del distrito no habríamos perdido la cabeza. Y aunque no podemos presentar elementos sólidos de acusación respecto del ciudadano Boiderman, lo que sucedió fue que al entrar en su despacho ya nos llamó la atención ver a un ciudadano de edad madura, con abrigo típico judío, sentado tras una mesa tan llena de papeles que daba pena… El ciudadano Boiderman llevaba la mirada de aquí para allá y era evidente que no entendía nada respecto de aquellos papeles y que lo estaba pasando mal, y peor todavía cuando desconocidos pero signos soldados se aproximaban amenazadoramente para pedirle vituallas, mientras unos obreros locales venían a denunciar a los contrarrevolucionarios de los pueblos de la comarca y al mismo tiempo llegaban otros obreros que deseaban casarse ante el comité revolucionario lo antes posible y sin dilaciones administrativas… Y además nosotros, que a voz en cuello le expusimos el caso de los traidores del hospital. Pero el ciudadano Boiderman no hizo más que abrir desmesuradamente los ojos, pasearlos de aquí para allá, darnos unas palmaditas en la espalda -lo que no es signo de autoridad y hasta es indigno de ella- y no tomar ninguna resolución. Se limitó a declarar: Camaradas combatientes, si ustedes son leales al poder soviético, dejen pronto ese lugar. En esto no podíamos estar de acuerdo; entonces exigimos un certificado de identificación para cada uno y, como no lo obtuvimos, terminamos por perder el juicio. Y totalmente fuera de juicio salimos a la plaza frente al hospital, donde desarmamos a la policía -compuesta de un solo hombre a caballo- y con lágrimas en los ojos destrozamos los lastimosos cristales del almacén antes citado. Frente a ese hecho inadmisible el doctor Yavein se puso a reír y a hacer muecas ¡justo cuando el camarada Kustov estaba a punto de morir de su enfermedad, lo que sucedió cuatro días después!

En su breve existencia roja, el camarada Kustov sintió una alarma sin límites ante la traición que, como Ud. puede ver, tanto nos guiña el ojo desde la ventana como se burla del rústico proletario, camarada, sabe muy bien que es rústico, y eso nos duele, el alma se enciende por eso y rompe con su fuego la prisión del cuerpo.

La traición -y a usted se lo digo, camarada juez Burdienko- nos provoca desde la ventana; la traición entra descalza a nuestra casa; se echa las botas a la espalda para que las tablas del piso no crujan en esa casa, ahora a disposición del pillaje…”


Notas

(13) Balmáchev, en su reprobación funde, como si se tratara de una sola persona, a dos personajes distintos: Ebert, jefe de los socialdemócratas alemanes y Noske, jefe del estado mayor alemán, cuya alianza secreta dio lugar al aplastamiento de la revolución comunista alemana durante la “semana roja” de enero de 1919 y a los asesinatos de Rosa Luxemburgo y de Liebknecht.

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