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EL AMOR ES UN VIAJE (9) - Hugo Giovanetti Viola


1º edición: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2019

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El médico de urgencia que llamaron desde el hotel me diagnosticó un cólico acelerador de una taquicardia paroxística panicosa, y hasta que no me inyectaron un sedante recomendándome ingerir nada más que agua hervida durante ocho horas mi corazón se podía ver saltar como un sapo electrizado.

-Te acordás del cuento que te hizo Pochocho en la Sierra de las Ánimas sobre la tarde que me puse a perseguir en un monopatín a un altoparlante que pasó haciendo propaganda de Donald Goleador -le pregunté al Gato, mientras me frotaba la tetilla con un pañuelo mojado en agua colonia.

-Sí. Pero ahora tratá de dormirte, Cleanto -se miró de reojo con Silvera el tovarich, que a partir de aquel viaje se volvería uno de esos amigos irreversiblemente incondicionales más acá o más allá de las veces que los veas y de lo que compartas con ellos.

-La primera de estas taquicardias me vino aquella noche -necesité seguir contando. -Y mi madre me sostuvo en brazos hasta que llegó el doctor del Policlínico de Atlántida, frotándome con un pañuelo como si el agua colonia fuera la salivilla de estrella que usa la Virgen para curar a los niños en el romance de Lorca. Y se ve que cuando armamos la valija donde encontré la torta pascualina también me puso este frasco. Ella sabía perfectamente lo que me iba a pasar.

-Bueno, pero vamos a cerrar la ventana que ya está aclarando -se impacientó Lenin Josef Roux.

Y recién a al recibir una carta desde Barcelona en el 73 supe que lo primero que había hecho el Gato al darme la noticia de la aventura de Mambita fue pararse adelante de la ventana por si se me ocurría dar un salto mortal y decirle Ahí te quedas al mundo, al estilo Miguel Hernández.

-¿Vos sabías que en la segunda parte del Quijote hay un capítulo donde llegan al Toboso y el Caballero de la Triste Figura le pide a Sancho que vaya a buscar a Dulcinea y cuando le trae a una paisana que jiede a ajo y tiene lunares bigotudos se arrodilla y la reverencia como si estuviese frente a un altar? -sentí que me empezaba a hacer efecto el sedante y se me desparramó una especie de verborragia masoquista mientras me imaginaba a Loreley chuponeando con el hotelero.

-Yo del Quijote no sé un carajo -suspiró el tovarich, con más bronca que lástima. -Y dormite de una vez, por Dios.

-Pero escuchá lo que le dice el Caballero de la Triste Figura a su Dama. Es grandioso.

-A mí las Damas que se dejan manosear y después te eligen de blanco para balearte me chupan un huevo, loco. Recitáselo a ella cuando vuelvas a verla, si eso te sirve de algo. Pero por hoy alcanza.

Y fue también a través de la carta llegada desde Barcelona en el 73 que supe que mi amigo había mandado ampliar la foto que nos sacó Muriel en el liceo Vaz Ferreira el día del examen de literatura para tacharle la cara a Mambita y que cuando le preguntaban qué significaba aquel borrón gruñía:

-Es la devolución de un balazo de amor.

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-¿Y qué le dice Don Quijote a la labradora? -quiso saber mi hermano en el campamento que hicimos a la semana de mi vuelta, cuando yo ya contaba los episodios de aquella love story que terminó con un final tan lacrimógeno como el de Un overol blanco.

-Don Quijote se arrodilla frente a su Dulcinea transformada en un bagre-sapo con papada y le reza la declaración de amor más tremenda que se conoce en la historia de la literatura -le contestó Pochocho, arrimándose a las brasas para prender un Richmond. -Dale, Cleanto. Hacésela escuchar, como dicen los guitarristas.

Y de golpe me sentí trasladado en carne y alma a la mesa del hotel donde desayunamos con Mambita al otro día del patatús y declamé, atragantado por los bombazos:

-Y tú, ¡oh estremo del valor que puede desearse, término de la humana gentileza, único remedio de este afligido corazón que te adora!, ya que el maligno encantador me persigue, y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos, y para sólo ellos y no para otros ha mudado y transformado tu sin igual hermosura y rostro en el de una labradora pobre, si ya también el mío no le ha cambiado en el de algún vestigio, para hacerle aborrecible a tus ojos, no dejes de mirarme blanda y amorosamente, echando de ver en esta sumisión y arrodillamiento que a tu contrahecha hermosura hago, la humildad con que mi alma te adora.

-¿Y le dijiste todo eso a tu novia en público? -se le sobredoró el asombro a mi hermano.

-Todavía no era mi novia.

-Cervantes sabía muy bien lo que cuesta dejar de querer a alguien -chistó mi padre, que fue capaz de aguantar cinco años más el infierno matrimonial. -¿Vos conocés la glosa que le hizo Guillén en décimas a una cuarteta de Andrés Eloy Blanco, Pochocho?

-Creo que no.

-Están en El son entero. Jerónimo se las sabe de memoria desde que tiene cuatro años -me apoyó una manaza en el hombro para que completara el numerito. -Dale, campeón.

-Como la espuma sutil / con que el mar muere deshecho, / cuando roto el verde pecho / se desangra en el cantil -desenrollé los versos que elegí para despedirme de Loreley en la esquina de Candelaria y la plaza Fabini- no servido, sí servil, / sirvo a tu orgullo no más, / y aunque la muerte me das, / ya me ganes o me pierdas / sin saber que me recuerdas / no sé si me olvidarás. // Flor que sólo una mañana / duraste en mi huerto amado / del sol herido y quemado / mi cuello de porcelana: / quiso en vano mi ansia vana / taparte el sol con un dedo; / hoy así a la angustia cedo / y al miedo la frente mustia… / No sé si es odio esta angustia / ni si es amor este miedo. // ¡Qué largo camino anduve / para llegar hasta ti, / y qué remota te vi / cuando junto a mí te tuve/ / Estrella, celaje, nube, / ave de pluma fugaz, / ahora que estoy donde estás, / te deshaces, sombra helada: / ya no quiero saber nada; / yo sólo sé que te vas. // ¡Adiós/ En la noche inmensa, / y en alas del viento blando, / veré tu barca bogando / la vela impoluta y tensa. / Herida el alma y suspensa, / te seguiré, si es que puedo; / y aunque iluso me concedo / la esperanza de alcanzarte, / ante esa vela que parte, / yo sólo sé que me quedo.

Entonces mi hermano se puso a llorar.

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Durante las interminables horas de ayuno donde tuve que zamparme dos jarras de agua tibia cayó a ofrecer su solidaridad casi todo 4º H, aunque ni las señoras acompañantes ni mi Dulcinea desbarrancada se dignaron abajarse a contemplar al torero con cuernos.

-Mambi está peor que vos -trató de disculparla Muriel, que se turnaba con Rosana en atenderme mejor que si fueran enfermeras profesionales. -Tiene una gastroenterocolitis terrible.

-Dios mío -sacudió una mueca ojicerrada la vecina del Gato. -Y se pasa mirando el álbum donde le escribiste No sé si me olvidarás como si fuera Beatriz Taibo acordándose del overol de Atilio Marinelli.

Eso me hizo reír.

-¿Sabés que el gordo Werther quedó impresionadísimo con el cuento que nos hiciste de tu primera taquicardia? -me obligó a terminar otro vaso de la repugnante agua hervida Muriel. -Creo que él perdió a la madre cuando era muy chico. En Viena.

Eso me puso triste.

-¿No te fijaste que a la estación fue a despedirlo nada más que el padre?

Y al rato llegó Halewicz con un cuadro en la mano y después de sentarse en la cama de enfrente dijo:

-¿Cómo te sentís?

-Bien. El perro-chancho no pudo con mi Negro Jefe interior -metaforicé sin acordarme de que Werther no sabía un carajo de fútbol. -Y la transfiguración de Dulcinea en una Aldonza Lorenzo adicta a las boîtes tampoco.

Por supuesto que esta última referencia la captó al vuelo y enseguida se puso granate, cosa que siempre le pasaba cuando mentía demasiado:

-Mimosa y Chela te mandan muchos saludos. Quedaron preocupadísimas.

-Me imagino -les hice una guiñada a Muriel y a Rosana, que tuvieron que salir del cuarto taponeándose la risa.

Entonces el muchacho más ancho que gordo desenvolvió una imagen de la Pietà que rebrillaba tridimensionalmente y dijo sin tristeza:

-¿No fue así como te sostuvo tu mamá cuando te vino la primera taquicardia? Este cuadro lo compramos con mi padre en El Vaticano y yo siempre viajo con él pero quisiera regalártelo. Te va a ayudar, Jerónimo.

Y me lo puso delicadamente entre las manos que olían a agua colonia y aunque esa escultura nunca me emocionó demasiado comprendí que cualquier ser humano es capaz de hacer milagros cuando se necesitan, y siempre por sorpresa.

-¿Por qué no se la regalás a tu mamá? -sonrió Werther, parándose con una especie de orgullo marcial.

Y se fue casi sin escuchar mi desconcertado agradecimiento.

-¿Y vos todavía te creíste que lo compró en El Vaticano? -se puso muy nihilista el Gato aquella noche. -Esto es algún regalo que le hicieron al padre, boludo.

Pero yo estaba tan feliz que no pude enojarme.

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-A mamá le encanta ese cuadro que le trajiste -comentó mi hermano después que el réquiem de Guillén lo hizo moquear conmovedoramente. -Dice que ahora siente que empezaste a quererla de nuevo.

Y yo estuve a punto de murmurarle a Pochocho La mujer de mi padre está enamorada de mí, pero me callé a tiempo.

Entonces se me escapó un pedo tremendo y mi viejo se puso a agitar la humareda del asado con una especie de brazo-parabrisas:

-Respiren hondo muchachos, que así lo acabamos pronto.

-Pa -carcajeó Pochocho. -¿Te acordás que el primer pánico te vino por las puntadas que te provocaban estos pedasos apelotonados?

-Sí. Para mí los gases son peores que los granos. Y eso que no sangran ni largan pus -me preparé un pan con panceta ya completamente alegre.

-Es que él no come. Devora -pisó una zona de hielo muy frágil mi viejo. -Le pasa lo mismo que en el ajedrez. Ataca sin pensar. Y dos por tres tenés que avisarle que va a perder la dama. Aunque me parece que en este viaje a Porto Alegre la ganó.

Y fue en ese momento que me pregunté por primera vez cómo podían vivir los demás muchachos sin haber conquistado a la dueña de Loreley Rial.

-¿Pero por qué decís que el gordo Werther hizo un milagro cuando te regaló ese cuadro? -insistió mi hermano, enganchado por el único tema que le interesaba de la catequesis. -Es un milagro raro.

-Es que si no se le hubiera ocurrido regalarme esa Pietà yo no me le habría declarado nunca a Mambita.

-No entiendo.

-Vos te acordás de aquella película que vimos en Atlántida junto con La princesa que quería vivir? -me tocó patinar sobre la zona de alto riesgo a mí. -¿La que se llamaba Nuestro hombre en La Habana?

-Claro -se le llagó la inocencia celeste a José, que aquella noche había escuchado la espantosa discusión sobre el segundo embarazo de mi madre y jamás pudo perdonarla del todo.

-Bueno, a mí esa Pietà me hizo entender que lo único que me importaba de Mambita era la Virgen que a veces le podías ver adentro. Igual que lo que le pasaba a la hija del espía en la película. ¿Te acordás? Y además me di cuenta que la noche que mamá me frotó la taquicardia con agua colonia también se había transformado en la Virgen durante un rato.

Entonces Pochocho sacó la grapa con pasas y el ajedrez de la mochila y nos quedamos escuchando nada más que los grillos y la ventolera de las quebradas.

Mi madre nunca dejó de tener en la cómoda aquella imagen de fluorescencia tridimensional que le traje de Porto Alegre, y veinticinco años después una vecina la encontró ahorcada en el dormitorio de su apartamentito y sentí la obligación de sentarme en el borde de la cama a sostener su cadáver durante mucho rato como si fuera el Hijo que había vuelto a quererla.

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