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EL URUGUAY SE ROMPIÓ - JORGE LIBERATI especial para elMontevideano



La opinión de muchos desencantados podría resumirse así: el país se rompió. Es posible atemperar este juicio aplicando un examen detallado del tipo que suelen hacer los políticos, distinguiendo aspectos buenos y malos, señalando todo aquello que lejos de romperse fue recompuesto, reparado o incluso creado nuevo. Pues no se rompió todo. ¿Qué fue lo que se rompió? Lo que comprende la faz cualitativa, casi todo aquello en que triunfó la impotencia ante el debilitamiento de la moral, el asalto de la violencia, en que se impuso la promoción de la “viveza criolla”, y en que se ausentó la indignación radical frente a la delincuencia. Lo ha roto un manto oscuro que lo envuelve todo y que oculta la forma por la que se ha llegado a defender la inutilidad de la cultura, lo inconducente del saber, la improbable necesidad del trabajo.

No hay duda de que se crearon múltiples instituciones para promover valores y beneficios, para extender derechos, para que todos quedaran comprendidos dentro de las bondades del sistema. Debería resultar un rotundo pleonasmo la nueva expresión democracia inclusiva, nueva exigencia de los tiempos. Pero las iniciativas humanizadoras y civilizadoras resultaron impotentes y sirvieron para favorecer sólo a unos pocos individuos vinculados a los círculos del gobierno, del dinero y del Estado, tan huérfanos de cultura como aquellos que quedaron fuera.

¿Qué se rompió? El Uruguay cultural. Se nota en la vía pública, en el trato con la gente, en el habla desarticulada, en el arco de los afanes y ambiciones personales, en las lecturas que se ve que hegemonizan la atención visto el contenido en los escaparates de las librerías. Se advierte en los muros pintarrajeados, en la paleta incompatible de los colores de objetos, vestimentas, muebles, cosas. Se advierte en cómo un pueblo se convierte en masa, en cómo los uruguayos, otrora bien pertrechados de conocimientos fundamentales, preparados por una escuela y un liceo que acogían y mejoraban a todos, hoy representan los antecedentes de una desgracia general.

¿Qué le ocurrió a la “tacita” en la que algunos creían ver la civilización? Recuérdese el famoso enfrentamiento entre civilización y barbarie, polémica fórmula sarmientina que fue analizada ya en el Uruguay del siglo XIX y deconstruida por finas argumentaciones de Bernardo P. Berro, José Pedro Varela y otros personajes del pasado. ¿O será que la barbarie, como la de aquellos tiempos de gestación de la civilidad en los que servía de justificación a la intervención foránea y a los intereses de los “civilizados”, hoy vuelve con propósitos ocultos? Aquella terrible idea servía de excusa para legitimar la destrucción de toda la originalidad autóctona, el ingente potencial en acecho que esperaba encausarse y canalizarse por algún medio.

Se carecía de civilización porque imperaba la ignorancia, no la barbarie, la simple y todopoderosa ignorancia. Era la oscuridad que no dejaba salir del pozo para airearse con la instrucción, el conocimiento, el empeño de superación que se alcanza si se entra al mundo de la cultura, pero de la cultura que se necesita y de la que se carece. Porque hay diferentes clases de cultura. La imprescindible se avizora franqueando las murallas que falsean la visión de la vida y de la historia. Se advierte en la lucha por las máximas aspiraciones y que consagra la obra de la humanidad, material y espiritual. La verdadera barbarie es la ignorancia, que no perdona condición geográfica ni social. Es la orfandad de conocimiento y la insensibilización espiritual. Las otras culturas, las que ya se tienen, son epistemológicamente neutras y responden a la tradición, a las costumbres y al esparcimiento. La cultura que se necesita se obtiene sólo con trabajo y sacrificio y es la única que “saca del pozo” a un pueblo.

La ignorancia, el analfabetismo completo o funcional, la endémica estrechez de miras, el desamparo rural o urbano es lo que hunde a un país. Y, junto a la ignorancia, la estructura parental y discriminatoria que dejó el coloniaje y que se institucionalizó en forma paralela a la democratización. No es sólo la pobreza, no sólo la distancia que separa el desierto campestre o la miseria ciudadana de los beneficios de la civilización. Lo que hace la diferencia es algo más, es la falta de cultura. No es sólo el aislamiento, la inferioridad de condiciones, la temporalidad retrasada que nos aleja del desarrollo. Es la fatalidad en que se acorrala siempre la falta de imaginación creadora, el provincianismo envolvente, la falta de luces mentales y espirituales. Es la ausencia de visiones relampagueantes con que ilumina la educación, la escuela y el liceo, que hoy se tildan de extemporáneas, anacrónicas, librescas, y que se supone que chocan con los nuevos tiempos, aunque sean las únicas capaces de abrir las ventanas cerradas. Por cierto, hay nuevos males morales que obran como epidemias, pero se ha sido permisivo, se ha colaborado, se ha dejado correr el engaño, que algunos beneficios perecederos se entronizaran. El mal, pues, se lleva adentro.

Pero, si automáticamente se intenta acomodar un artefacto que se rompe, si se puede reparar una lámpara que no funciona, el tirador del placar que se soltó, la cerradura de la puerta, de la misma manera, y si la cultura está rota, lo que se debe hacer es repararla. No se puede procurar otra, cambiar la vieja por la nueva, porque la cultura no es prefabricable, comprable ni intercambiable. La cultura uruguaya se nos rompió a nosotros, a quienes la habíamos construido con esfuerzo de décadas y décadas El inventor no necesita cambiar su invento por otro, adquirir uno ajeno para sustituir el propio. Puede solucionar el problema de su invención porque la invención es suya.

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