martes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (48)


La pulpería (3)


Lo llevaron con misterio a conversar tres Patos que se dijeron forasteros de lejos y, arriba, hermanos. Le querían exhibir una pistola que deseaban empeñar, y les daba un no sé qué hacerlo delante de todo el mundo.

-¡Produto de robo! -intuyó en el aire el pulpero-. Hay que ofertar bajo porque eso les está quemando las manos. Eso es peor que un testigo, si los agarran.

Pero resultó que los hermanos no eran tres sino cinco; y, para peor, que los otros dos estaban adentro, y tal como si en la vida se hubieran visto ni entre ellos dos ni ellos dos con los otros tres. Mientras los de afuera regateaban demorándolo, uno de los interiores, con un tropezón de persona en tranca, derramó tamaña pila de mercaderías y, al acudir los dependientes y armarse la alegación, escurriose el otro, no se supo cómo, y dejó el cajón igual a cuando su terminación en la carpintería. Por eso fue que, bien soterrada la llave en el bolsillo -siempre así desde aquella funesta hora- el Vizcacha llegó adonde ya lo esperaban el Hurón y sus dos asociados.

La musitada deliberación apenas duró segundos. Al retirarse el patrón recomendó a su coimero:

-Usté, Aperiá, me lleva la vela, la prende, cierra bien la ventanita para que alguno que llegue de afuera no curiosee, y espera, no más, allí. Y cuando le golpeen la puerta, no me deje introducir más que a estos tres señores y a don Quesero. A los otros clientes usté me les dice derecho que es una jugada particular, una jugada entre amigos.

Momentos después, la llave del cajón del mostrador estaba otra vez puesta en su cerradura; y el patrón, detrás, recobrada su austeridad, lo dominaba todo con la vista.

-¡Juí! ¡Juí! ¡Jujujuí!

Era el Chancho, radiante bajo las franjas porque se había dado contra un cajón y, para mejor, casi rueda por el suelo.

Al verlo acercar a su rincón, los tres viejos admitieron la posibilidad de que les hiciera echar una vuelta. Pero al advertir que nadie cobraba existencia para el ricacho, el Carancho afrontó la situación:

-Bueno, vamos a ver si tomamos… y cada cual paga lo suyo; porque total… ¡si seguimos esperando a este! -para señalar hacia la pequeña mesa donde, muerto de risa, y mirando a la techumbre el mencionado había tomado asiento:

-¡Barbaridá! ¡Qué alegría! -agregó. -Este va como tiro al manicomio.

El Chimango le siguió la corriente:

-¡Sí, no lo ataja ni un cerro! ¿Adónde se habrá visto ese contento?

Pronto, uno de los dos Charabones, depositaba delante del Chancho todo lo que, de una sentada, pidiera. Y erguido él, y jubiloso en su taburete, inclinaba la ensombrerada cabeza sobre los platos. Queso, butifarras, aceitunas, dulce de membrillo, algarrobas, en ellos había. Los acompañaban, a la izquierda, tamaña taza con pasas de uva hasta el derrame y, a la derecha, un jarrazo de oloroso Carlón. Y no se le sirvió galleta sino pan fresco.

Contemplando la apetitosa variedad, el cliente no pudo aguantar más; lanzó la risa y se echó atrás como para vérsela en el aire.

-¡Juí! ¡Juí! ¡Jujujuí!

Igual que a escurridizos conejos por las patas, así apretaba las carcajadas el ex-quesero desde su nacimiento en la barriga, pareciendo querer jarana con ellas y hacerles creer que no era gustoso de que salieran.

-¡Juí! ¡Juí! ¡Jujjuí!

Quien también se manifestaba complacido de la vida era dom Pedro. Casi sin mover el escarlata de su sombrero, en revoloteos todos sus otros colores, cogía su vaso y bebía a pequeños sorbos, exclamando con frecuencia:

-¡Mais qué terra tan boa is ista! ¡Bem dicen qu’ista Banda…!

Ahora él no estaba solo. Entre sus remiendos, el loro Barranquero se había dejado resbalar de la pipa y se le puso al lado, mirando hacia el suelo por no mirarlo a él, en su disimulo. Después, siempre con los ojos bajos y medio al sesgo, empezó con taimonía:

-Voy a ser curioso, don, y disculpe. Eso es un bruto diamante, ¿noverdá?

Fue acertada la estratagema. A dom Pedro le agradaron la pregunta y aquella modestia del rotoso, quien ahora alzaba de a poco la vista.

-¡Mais qué terra, qué terra ista!... ¡Efectivamente, diamante! ¡Y muito obrigado si vocé me aceita una ginebra!

De todos los platos a la vez se hallaba comiendo don Chancho. Como, además, no permanecía quieto, daba idea de que el taburete se lo quería sacar de encima. Quien le mirara los hombros, no más, sería capaz de jurar que el quesero estaba sobre un redomón. Tal vez lo hubiera asegurado también él, asimismo, pues de repente se afirmaba el sombrero, alzaba los talones, amagaba una embestida.

-¡Juí! ¡Juí! ¡Jujujuí!

Y apretaba los dientes para que con la risa no se le fuera el bocado.

En los revoloteos las franjas del poncho se superponían. Parecía que seguían la chacota, ellas, también, y que se estuviesen pisando unas a las otras.

-¡Barbaridá! -se repetía como en hipos el viejo Carancho al pasarle al lado una ráfaga de risotadas-. ¡Barbaridá! ¡Mire dónde se habrá visto tamaño contento!

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