15
Mi padre siempre sacaba
corriendo de casa a los chiquilines del barrio. Me prohibía jugar con ellos,
pero yo igual bajaba a la calle para mirarlos.
-¿Eh, boche! -me
gritaban. -¿Por qué no volvés a Alemania?
De alguna manera había
descubierto el lugar donde nací. Lo peor era que todos tenían mi edad y se
juntaban no solamente por ser del mismo barrio, sino porque también iban a la
misma escuela católica. Eran muchachos duros que se pasaban horas jugando al
fútbol y casi todos los días por lo menos dos de ellos terminaban agarrándose a
piñazos. Los cuatro principales eran Chuck, Eddie, Gene y Frank.
-¡Eh, boche, volvé a Chucrutlandia!
No tenía sentido pelearme
con ellos.
Entonces un chiquilín
pelirrojo se mudó al lado de la casa de Chuck. Iba a una especie de escuela
particular. Yo estaba sentado en el jardín cuando él salió de su casa. Se sentó
al lado mío.
-Hola, me llamo Red.
-Yo me llamo Henry.
Nos quedamos sentados
viendo jugar al fútbol a los chiquilines.
-¿Por qué usás un guante
en la mano izquierda? -pregunté.
-Tengo un solo brazo
-dijo él.
-Esa mano parece de
verdad.
-Es de mentira. Tengo un
brazo postizo. Tocalo.
-¿Qué?
-Tocalo. Es postizo.
Lo toqué. Era duro como
una roca.
-¿Qué te pasó?
-Nací así. El brazo es
postizo hasta el codo. Tengo unos dedos chiquitos al final del codo, con uñas y
todo. Pero no sirven para nada.
-¿Tenés amigos?
-pregunté.
-No.
-Yo tampoco.
-Yo tengo un balón.
-¿Lo podés agarrar?
-Claro.
-Andá a buscarlo.
-Bueno.
Red fue hasta el garaje
de su casa y salió con el balón. Me la tiró. Después corrió para atrás por el
jardín de su casa.
-Dale, tiralo…
Lo tiré. Levantó su brazo
bueno y después el malo y lo agarró. El brazo le chirrió un poquito al
agarrarlo.
-Bien -dije. -¡Ahora
tirámelo a mí!
Levantó el brazo y lo
hizo volar. Vino como una bala y recién pude atraparlo cuando se me clavó en el
estómago.
-Estás muy cerca -le
dije. -Colocate un poco más atrás.
Por fin, pensé, un poco
de práctica con el balón. Era realmente lindo.
Entonces me tocó lanzar a
mí. Di un paso atrás, eludí a un marcador invisible y lancé un tiro en espiral.
Quedé corto. Red corrió para adelante, saltó, agarró el balón y rodó unas
cuantas veces sin soltarlo.
-Sos bueno, Red. ¿Cómo
aprendiste?
-Me lo enseñó mi padre.
Practicamos mucho.
Entonces Red dio un paso
atrás y me lo lanzó. Mientras corría a agarrarlo pensé que iba a escapárseme.
De golpe me tropecé con la cerca que había entre la casa de Red y la de Chuck.
El balón pegó en lo alto de la cerca y cayó del otro lado. Di la vuelta hasta
el patio de Chuck para recogerlo. Chuck me lo alcanzó.
-Así que ahora tenés un
amigo lisiado, ¿eh, boche?
Dos días después Red y yo
nos pusimos a jugar con el balón en su jardín. Chuck y sus amigos no estaban en
la calle. Red y yo jugábamos cada vez mejor. Todo lo que se precisaba era
practicar. Todo lo que precisaba una persona era tener una oportunidad. Siempre
había alguien controlando quién podía tener una oportunidad y quién no.
Agarré un tiro que me
llegó a la altura del hombro. Giré y se lo volví a tirar a Red, que lo agarró
de un salto. A lo mejor algún día jugaríamos para a Universidad del Sur de California.
Entonces vi a cinco chiquilines bajando por la vereda hacia nosotros. No era de
mi escuela. Eran de nuestra edad y parecían peleadores. Red y yo seguimos
tirándonos el balón y ellos se quedaron mirándonos.
Entonces uno de los
chiquilines entró en el jardín. El más grande de todos.
-Tirame la pelota -le
dijo a Red.
-¿Por qué?
-Quiero ver si la puedo
agarrar.
-A mí no me importa si la
podés agarrar.
-¡Tirame la pelota!
-Tiene nada más que un
brazo -dije yo. -Déjenlo tranquilo.
-¡Vos no te metas, cara
de mono! -Entonces miró a red. -Tirame la pelota.
-¡Andate a la mierda!
-dijo Red.
-¡Agarren la pelota! -les
dijo el más grande a los otros, que vinieron corriendo hacia nosotros. Red se
dio vuelta y tiró el balón al techo de su casa. Era un tejado inclinado y el
balón bajo rodando, pero al final se quedó atascado en una canaleta. Entonces
se vinieron encima nuestro. Cinco contra dos, pensé, no podemos con ellos. Me
dieron un piñazo en la sien, y yo les tiré otro y le erré. Otro me dio una
patada en el culo. Fue una buena patada y me ardió toda la columna vertebral.
Entonces oí una especie de crujido seco, casi como un disparo de rifle, y uno
de ellos cayó agarrándose la frente.
-¡A la mierda -dijo-, tengo
el cráneo machacado!
Red esta parado en el
medio del pasto. Sostenía la mano de su brazo postizo con la mano buena. Era
como una cachiporra. Entonces le pegó otra vez. Se escuchó otro crujido y otro
de los chiquilines cayó en el pasto. Empecé a envalentonarme y le encajé un
piñazo a uno directamente en la boca. Vi cómo le empezaba sangrar el labio. Los
otros dos se escaparon corriendo. Los dos más grandes se levantaron y los
siguieron. No se sacaban las manos de la cabeza. El de la boca ensangrentada se
quedó parado en el pasto. Entonces retrocedieron todos juntos hacia la calle.
Cuando ya estaban bastante lejos, el más grande se dio vuelta y dijo, “¡Volveremos!”.
Red empezó a correr atrás
de ellos y yo atrás de Red. Los dejamos de perseguir cuando dieron vuelta a la
esquina. Volvimos, encontramos una escalera en al garaje, bajamos el balón y
empezamos a jugar.
Un día Red y yo decidimos
ir a nadar a la piscina pública de la calle Bimini. Red era un tipo raro. No
hablaba mucho, pero yo tampoco hablaba mucho y nos llevábamos bien. Además no teníamos
mucho que decirnos. Lo único que le llegué a preguntar era cómo era su escuela,
pero lo único que me dijo fue que era una escuela especial y que a su padre le
costaba bastante plata.
Llegamos a la piscina a
primera hora de la tarde, conseguimos nuestros armarios y nos cambiamos.
Llevábamos los trajes de baño abajo de la ropa. Entonces vi cómo Red se sacaba
el brazo y lo ponía en el armario. Era la primera vez desde el día de la pelea
que lo veía sin el brazo ortopédico. Traté de no mirarle el brazo que terminaba
en el codo. Fuimos hasta el lugar donde te tenías que mojar los pies en una
solución de cloro. Olía horrible, pero te prevenía del pie de atleta o algo
así. Entonces nos metimos en la piscina. El agua también olía horrible, y
enseguida de entrar hice pichí. En la piscina había gente de toda edad, hombres
y mujeres, niños y niñas. A Red le gustaba de verdad el agua. Se zambullía y
saltaba continuamente. Largaba chorros de agua por la boca. Yo trataba de
nadar. No podía dejar de mirarle el brazo a Red, era imposible dejar de
mirarlo. Cuando lo observaba trataba siempre de asegurarme de que él estaba
mirando para otro lado. Se terminaba en el codo, en una especie de muñón, y se
le podían ver los deditos. No lo quise mirar muy fijamente, pero parecía haber
nada más que tres o cuatro, muy chiquitos, un poco torcidos. Era muy rojos y
cada uno tenía una uñita. Ya no iban a desarrollársele más. No quería pensar en
eso. Me sumergí. Quería asustar a Red. Pensaba agarrarle las piernas por atrás.
Me encontré con algo blando donde se me hundió completamente la cara. Era el
culo de una gorda. Después sentí que me sacaba del agua agarrándome de los
pelos. Llevaba un gorro de baño azul ajustado con una cinta que se le clavaba
en la papada. Tenía unos dientes de plata y olía a ajo.
-¡Vos, degeneradito!
¿Tratando de meterme la mano, eh?
Yo me solté y retrocedí,
pero ella me seguía levantando una ola con sus tetas enormes,
-Asquerosito. ¿Querés
chuparme las tetas? ¿Tenés la cabeza podrida, eh? ¿Querés comerte mi caca? ¿Te
gustaría comer un poco de casa, asquerosito?
Yo seguí retrocediendo
hasta la parte más honda. Ahora estaba detenido en puntas de pie. El agua se me
metía en la boca. Ella seguía acercándose, como si fuera un barco a vapor. Yo
no podía retroceder más. Venía derecho hacia mí. Tenía unos ojos pálidos,
blancos, sin ningún color. Después sentí que me tocaba con el cuerpo.
-Tocame la concha -dijo.
-Sé que me la querés tocar, así que no te reprimas. Tocame la concha.
¡Tocámela, tocámela!
Esperó.
-Si no me la tocás, le
voy a decir al guardapiscinas que trataste de abusarte de mí y vas a ir preso.
¡Así que tocámela!
Yo no podía. De repente
ella se me abalanzó, me agarró los huevos y me pegó un tirón. Casi me arranca
todo. Caí para atrás en la parte honda, me hundí, pataleé y salí a la
superficie. Estaba a un metro y medio de ella y empecé a nadar hasta la parte menos
profunda.
-¡Voy a decirle al
guardapiscinas que quisiste abusarte de mí! -gritó.
Entonces se nos acercó un
hombre nadando.
-¡Este hijo de puta! -gritó
ella señalándome-. ¡Me agarró la concha!
-Señora -dijo el hombre-,
a lo mejor el chiquilín pensó que era la rejilla del sumidero.
Yo nadé hasta donde
estaba Red.
-¡Tenemos que irnos! -le
dije. -Esa gorda le va a decir al guardapiscinas que le toqué la concha!
-¿Y por qué se la
tocaste? -me preguntó Red.
-Quería saber qué se
sentía.
-¿Y qué se siente?
Salimos de la piscina y
nos duchamos. Red se puso su brazo y nos vestimos.
-¿Se las tocaste de
verdad? -me preguntó.
-Alguna vez hay que
empezar.
Más o menos un mes más
tarde, la familia de Red se mudó. De repente, ya no estaban. Red no me había
avisado nada. Así. Se había ido, el fútbol se había ido, y aquellos deditos
rojos con sus uñitas, se habían ido. Era un buen tipo.
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